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viernes, 30 de septiembre de 2016

- La épopeya Templaria -

- La épopeya Templaria -
Raymond François AUBOURG DEJEAN

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Europa ha tenido siempre una relación íntima con oriente, que se ha mantenido presente gracias a la constante lectura de las Santas Escrituras y a las peregrinaciones. Hacia el año 1.000, la lucha de España contra los musulmanes forjó el concepto de Guerra Santa. Cuando el monje Pedro «el ermitaño», predicaba la liberación de Tierra Santa por las ciudades de Europa durante la última década del Siglo XI, promovió en 1.095 la primera cruzada ante el Papa Urbano II. 

El Papado reunió un concilio en Clermont que propondría a los Caballeros de la Cristiandad una acción piadosa que debía asegurar la salvación espiritual y eterna a la clase militar de los Caballeros: una cruzada para reconquistar los santos lugares.

Hubo un total de 8 cruzadas, durante las cuales la más alta nobleza europea, a menudo dirigida por sus soberanos: Conrado III de Alemania, Luis VII de Francia, Ricardo Corazón de León de Inglaterra, Felipe Augusto II de Francia, Federico I de Alemania, Andrés II de Hungría, Federico II de Alemania, Luis IX de Francia (San Luis), pudo expresar su fe y la fuerza de las armas de sus contingentes, que fueron ejércitos en permanente crecimiento y simultáneo relevo durante 2 siglos (*25).

La primera cruzada (1098-1099) fue dirigida por Godefroi (Godofredo) de Bouillon, Duque de Lorraine (Lorena); pero, mal concebida y compuesta de Caballeros acompañada de mercenarios más terroristas que redentores, invadió el medio oriente, matando, asesinando y exterminando a todos aquellos que protestara, en medio de una barbarie de sangre y fuego; pero, según las palabras del Papa Urbano II “...el Cristo lo ordenaba...” y los asesinos “...merecerían el perdón eterno...” (*43).

Desde la toma del simbólico centro del mundo, Godefroi de Bouillon fue elegido Rey de Jerusalén, título que él rechazó para adoptar el de “Defensor del Santo Sepulcro”.

La orden de los Caballeros-monjes combatientes: “los humildes soldados hermanos de Cristo y del templo de Salomón” (los Caballeros Templarios), fue fundada en 1.118 por un pequeño grupo de 9 nobles Caballeros franceses “devotos, religiosos y temerosos de Dios”, gentilhombres “distinguidos y venerables”: Godefroi de Saint-Omer, Geoffroi Bisoi, Godefroi Roval, Payen de Mont-Didier, Archambaud de Saint-Amand, André de Montbard, Fulco d’Angers y Gondemare, encabezada por Hugues de Payens, vasallo del Conde de Champagne (Champaña). 

En 1.125 ellos aceptaron un nuevo Caballero: Hugues, Conde de Champagne, quien abandonó su Condado y repudió a su mujer e hijos para unirse a ellos.

Ante la tumba de Jesucristo, estos Caballeros hicieron voto ante Garimont (Gormondo), Patriarca de Jerusalén, de retomar de los «infieles» árabes el territorio del Santo Sepulcro que los turcos Seldjoukides, más intolerantes que los Arabes, prohibieron a los Cristianos, de velar con las armas en la mano al triunfo de la justicia, a la defensa de los oprimidos, de practicar todas las virtudes y proteger a los peregrinos que viajaban durante las cruzadas hacia los lugares sagrados de Tierra Santa, intentando evitar una nueva masacre, como aquella que fue la primera cruzada que había degenerado en una paranoia criminal (*47).

Los “humildes soldados del templo” decidieron orientar sus actividades hacia la reconstrucción de puentes y de caminos que las cruzados habían destruido en los combates; implantar plazas fuertes, puertos, hospicios para los peregrinos y capillas para sus oraciones y actuar como policía de las rutas de las peregrinaciones en Tierra Santa. Los Templarios introducían un elemento nuevo en esta época de la edad media: la conciliación de dos formas de vida que durante mucho tiempo habían sido consideradas contradictorias: el sacerdocio y la milicia (*44).

Como orden religiosa, los Templarios tenían sus reglas de conducta de una constitución de 72 artículos escritos por Bernard de Fontaine, abbe de Citaux, hijo de Aleth de Fontaine, conocido como Bernardo de Clairvaux (Bernardo de Claraval - San Bernardo -1.090-1.153), sobrino del Caballero Templario André de Montbard. Esta constitución, basada en las de la Ordenes de los Benedictinos y del Cister, era más severa que la más severa de las reglas monásticas en uso en esa época; los obligaba a llevar una vida piadosa, entregándose al servicio de Cristo, en estricta obediencia, pobreza y castidad (*43).

La regla tiene otras rudezas: los Templarios no tienen sino un plato para dos, deben comer en silencio, comer carne sólo tres veces por semana y hacer penitencia el viernes. Esta constitución fue confirmada en 1.139 por el Papa Inocente II en la bula “Omne datum optimum” según la cual los Templarios no debían lealtad a ningún poder secular o eclesiástico salvo al propio Papa. No dependiendo sino de la Santa Sede, ellos eran “soberanos” en el sentido espiritual, en virtud de una bula del Papa Alejandro III.

Como signos distintivos, los Templarios tenían el cráneo rapado, la barba larga y no se bañaban. La Orden Templaría comenzó a expandirse por Europa 9 años después de su fundación, poco antes de que fuera reconocida por la Iglesia en el concilio de Troie (Troyas).

Los Templarios obtienen en 1.127 una carta de Esteban de Chartres, Patriarca de Jerusalén y del Patriarca Théoclètes, 67vo. sucesor de San Juan, que ellos adoptaron como Santo Patrón. La divisa de la orden no podía contener más humildad:

“...Non nobis, Domine, non nobis, sed Nomini tuo da gloriam...”(*44) 
(Nada para nosotros, Señor, nada para nosotros,
sino para dar gloria a tu nombre)

El estandarte de combate de los caballeros Templarios, llamado el “Beau Séant” era vertical, dividido en dos cuadros: uno de color negro arriba, que simbolizaba el oscuro mundo del pecado que los Templarios habían dejado atrás y el otro, de color blanco abajo, que reflejaba la vida de pureza de la Orden.

Los Templarios carecían totalmente de bienes particulares; comenzaron sin casa en que vivir, de tal forma que Beaudoin II, Rey de Jerusalén y sobrino de Godefroi de Bouillon, los acogió y les concedió el ala norte de su palacio Real, situado sobre el monte de Mojira, donde estuvo construido el Templo de Salomon, para que establecieran su cuartel general: una cripta medio excavada en las ruinas de la antigua mezquita de Masjid al Aqsa, donde los musulmanes habían edificado 2.000 años antes, el santuario de “la Roca”. Algunos años más tarde, el Rey Baudoin II hizo donación de dicho palacio a los Templarios y trasladó su residencia a la parte opuesta de la ciudad: la torre de David. 

Los nobles de su corte, así como el Patriarca de Jerusalén, les confirieron donaciones de sus propias pertenencias de territorios, donde el Rey les concedía la soberanía.

jueves, 29 de septiembre de 2016

Dioses y Hombres 7 de 7

Dioses y Hombres 7 de 7
Walter F. Otto: Los Dioses de Grecia

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Las tres deidades, Zeus, Atenea y Apolo, muestran de triple modo el ideal de la masculinidad ennoblecida.

Uno de ellos es mujer, y ciertamente aquella en cuya imagen la esencia y brío del combate, la elevación del espíritu aparece divinamente. Esta notabilidad ya nos ha ocupado y hecho pensar al considerar la imagen de Atenea. Por lo tanto aquí sólo hay que señalar esto: la libertad de conocer y de imaginar, la creatividad espiritual, pertenece totalmente al reino de la humanidad y tiene, por eso, como deidad un puro carácter humano. Pero la energía y la violencia de la vida actuante, cuando debe elevarse por encima de lo brutal, requiere la explicación mediante lo femenino. Todos los grandes hombres de acción tienen su rasgo femenino que atenúa la dureza y hace distinguido al poder. Éste es el significado de lo femenino en las alturas de la religión griega. Por encima de eso ha perdido su poder. Ni el menor asomo de amor de mujer se mezcla en el respeto de la diosa Atenea.

Cuando Nietzsche dice que ha sido voluntad de los griegos superar lo femenino en el hombre, se verifica aquí esa afirmación. Es una conocida cualidad de las religiones antiguas el representar a sus divinidades en parejas o en ternas. En ambos casos el elemento femenino juega un significativo papel. En los círculos culturales del Oriente toma a menudo el primer lugar, y el hombre, o cuando se trata de tres personas, los hombres, se hallan por debajo de ella. En las antiguas trinidades griegas, por el contrarío, no se halla la naturaleza femenina ni una vez en equilibrio frente a las demás. Sí es, en un cierto sentido, inexistente, ya que por sus rasgos característicos se sobrepone —Atenea— solamente al más alto brillo. Amor y maternidad le faltan; ella es virgen, pero sin nada de la fragilidad de una Ártemis que instantáneamente estalla, en calor y ternura maternal. Su sentido es masculino, y corresponde a la representación que de él da el relato homérico cuando Esquilo, en las Euménides, le hace decir: ella está con sentido y corazón del lado del hombre y se siente como hija del padre (735 y sigs.). Mientras en otras religiones también se le atribuye a la divinidad masculina la femineidad, ésta es a menudo irreconocible; confirma lo griego su sentido masculino aun en la compañía femenina de las mayores trinidades divinas. La mujer es más elemental que el hombre y mucho más entregada a su existencia individual. Su organismo físico le otorga una cercanía con lo corporal. La total esfera de lo sensible y concreto es tratado por ella con devoción y reverencia, cualidad que permanece naturalmente extraña al sentimiento masculino. Su poder yace en su aparición y persona. Mientras el hombre va hacia lo general, impersonal e insensible, ella concentra su poder en lo único, en la personalidad, en la realidad objetiva. Como el hombre en el momento del encanto hace su ídolo, así está ella, hecha por la naturaleza para sentir su individualidad con todos los poderes.

Es del mayor interés notar cómo muchos rasgos distintivos de diversas religiones e imágenes del mundo se dejan ordenar según este o aquel carácter fundamental. La deidad griega, masculinamente dotada, no toma su personalidad con el celo de otros dioses. No espera que el hombre viva para servirla y realiza sus mejores hechos para perfeccionar su persona. La honra, que toma para sí, no se presenta de tal modo que ningún otro se atreva a reconocerla. Se alegra de la libertad de espíritu y busca en la vida humana más sentido y penetración que atadura, como fórmulas determinadas, gestos y objetivaciones.

En nada se distingue la específica religiosidad griega de otras visibles, sino mediante su posición respecto del elemento y de la concreta objetividad. El mundo de la materia prima y de los poderes divinos es para él sagrado. Pero su pensamiento acerca de lo divino se halla por encima del más alto vuelo. Mientras en otras creencias y cultos la relación con lo material en la realidad objetiva permanece insoluble, se reconoce la pura fe humana de los griegos en la libertad y espiritualidad. Como él en su forma homérica no arriesga ninguna permanencia del cuerpo objetivo y del alma objetiva, para constituir en una sola gran idea el pasado, el presente y el futuro, así podría mostrar y rogar en la profundidad existente de todo lo concreto la figura eterna.

Esta espiritualidad de la religión alcanza en las más jerarquizadas deidades su más desembozado aspecto. A su reino de todos los seres terrenales sólo tiene acceso el hombre. Pero también su ser es forma, no espíritu absoluto al que querría oponerse la naturaleza como algo de menor valor. Ninguno de ellos se revela al conocer o a la ascendencia que pretende estar por encima de este mundo. Nadie distingue categóricamente entre el bien y el mal, y tampoco dirige la naturaleza con un código establecido de una vez para siempre. Ellos quieren la naturaleza que se hace plena mediante la penetración y el sentido elevado. Y esta plenitud aparece en su misma forma divina y está como ser perfecto por encima de lo incompleto y de la fugacidad de la vida humana.

Así perpetúan también ellas una realidad bien determinada, en este caso espiritual: la de la humanidad superior.

La superioridad en la cual sobresalen Zeus, Apolo y Atenea por encima de los otros olímpicos es clara en todas partes. Su aparición es distinta y acompañada por el máximo esplendor. Donde se dirija un deseo hacia el poder divino se hallan estos tres nombres formalmente unidos. De tal modo en los poemas homéricos (por ejemplo en Ilíada 2, 371), y especialmente más tarde en el lenguaje religioso de Atenas, la no distinción de los hijos de Zeus, Atenea y Apolo, encontró al final de la Ilíada una bien lograda expresión simbólica, ejemplificada en la batalla de los dioses del libro 21, donde Atenea arroja al furioso Ares con gran superioridad, y Apolo con elevado sentido impide al hombre que, por causa del dios, se trabe en lucha con Poseidón. Estas tres deidades supremas tienen por belleza y sentido la grandeza. Épocas posteriores se inclinaron siempre a interpretar en el cuidado general y en la justicia la más alta prueba de lo divino.

Cuando veo perecer al mal
entonces creo que un dios vive en el cielo.

Así permite Eurípides que hable en el Enomao (fragmento 577) uno de sus personajes. El campesino Hesíodo, en su dura lucha contra la mentira y la injusticia, no puede pensar que la deidad pudiera ser algo más valioso que aquello que para él, en su existencia, es lo más digno de vene-ración. Por ello reconocemos el modo de sentir de una vida realizada con independencia de la ciudad. Los historiadores de la religión hablan de claridad y profundización de lo religioso. Pero el reclamo de justicia es más bien un signo de la incipiente «desdivinización» del mundo. El recto hablar de la fortuna que cada individuo cree poseer se eleva por encima de la cadente conciencia de la actualidad divina. También en el mundo homérico se cree en la justicia victoriosa de Zeus. Luego del traicionero tiro del arco que quebranta el sagrado juramento, pide Agamenón que el día del descenso para Ilión y Príamo y todo su pueblo sea cierto, seguramente el odio concentrado de Zeus lo hace expiar su delito, cuando eso no acontece en el acto (Ilíada, 160 y sigs.). También Menelao, a quien le sucede la primera injusticia, mantiene a pesar de los malos ataques la confianza en la justicia del cielo (Ilíada 13, 622 y sigs.). Una conocida semejanza piensa el estallido con el que Zeus aflige al injusto juez (Ilíada 16, 384 y sigs.). Sí, el poeta de la Odisea permite llamar al antiguo Laertio, quien conoce la caída del hombre libre, «¡Padre Zeus! Así vive su dios olímpico aun cuando realmente los libres debían expiar sus culpas» (351).

Pero tales pensamientos no ocupan el primer plano de la fe homérica, como podría ocurrir en un mundo cuya más brillante y querida figura humana no se presenta mediante una larga vida feliz, sino que en la primera flor de su juventud debe caer; el más hermoso de los hijos de la tierra, cuya corta vida no fue otra cosa más que una lucha y tensión por lo más querido y lágrimas.

No salva al héroe divino la madre inmortal,
cuando él, cayendo en las puertas de Troya cumple su destino.
Pero ella sale del mar con todas las hijas de Nereo,
y el lamento crece por el hijo venerado.
Mirad cómo lloran los dioses, lloran las diosas todas,
porque lo bello pasa, porque lo perfecto muere.
Incluso una canción de queja en la boca del querido es gloriosa
ya que lo común pasa sordo.
Schiller, «Nänie»

Para el espíritu humano que no añora felicidad sino grandeza es la consecuencia del divino imperio, distinta de la que campesinos y ciudadanos habrían deseado en su finca y ganancias. Otto Grupe ha señalado qué gran línea atraviesa la Ilíada homérica (véase Griechische Mythologie und Religionsgeschichte, pág. 1013). Zeus abarca el deseo de Aquiles, que los griegos, mientras él solo permanece atrás, deben hallarse en dura precariedad (Ilíada 1, 409); pero incluso él mismo debe pagarlo con el más profundo dolor, ya que la penuria de los griegos envió a su más querido amigo a la muerte y él para vengarlo debe reconciliarse con los dioses, de modo que su propia caída está determinada; a la muerte de Héctor le sigue la suya (Ilíada 18, 96). El hombre debe elegir, lo que él elige lo cubre y al final refleja mucha impasibilidad y renuncia. Luego puede, como Aquiles, sentirse fraternal con los enemigos y llorar (Ilíada 24, 509 y sigs.). Pero él no ha elegido la vida suave, sino la grande. Esta gran humanidad podría convocar a las generaciones cuya religión se ha vuelto entretanto más pura y estricta: ¿qué lamenta él por la injusticia y qué llega al cielo cuando quiere decir que ellos no viven según sus méritos? ¿Sus afincadas y aprovechadas vidas no han elegido también la injusticia que los estremece con el derecho que les debe fortaleza?

La justicia no se halla por encima de lo estrictamente humano. ¡Pero sí lo grande! Puede, más allá de la felicidad y la desgracia, de lo justo y de lo injusto, del amor y del odio, brindar la debida reverencia y sabe bien que éstos constituyen momentos de toda una vida. Ello puede dar la mano al enemigo, ver a los culpables y a los signados por el destino para la gloria, pero no porque ame o sea humilde, sino porque su elevación conoce regiones donde las medidas y valoraciones se volatilizan. Esta grandeza confirma al más alto dios olímpico con Héctor en el libro 17 de la Ilíada (198 y sigs.). Héctor debe sucumbir. La caída de Patroclo era la culminación del triunfo troyano. Ahora el destino se ha agilizado. Al morir, dice Patroclo a su vencedor: «Pronto es la muerte para ti el inevitable destino...» (16, 852 y sigs.). Pero Héctor no lo cree. En el elevado sentimiento del triunfo piensa en vencer a Aquiles (860). Sus últimas grandes horas se convierten igualmente en las más oscuras para el aqueo. La armadura de Aquiles, a quien el muerto Patroclo se la había tomado, es llevada como símbolo de triunfo a Troya (17, 130); sin embargo Héctor, que dio el mandato, apresuró a los portadores: él se quiere poner «la divina defensa del pélida Aquiles, el regalo del cielo» (194), para poder, en el brillo del mayor triunfo, entrar en la batalla. Sabemos lo que ha de suceder, y así nos queda su orgullo como una deplorable imagen de ceguera humana. No obstante, el padre de los dioses piensa con más grandeza de lo que el hombre podría gustosamente pensar de la deidad (198 y sigs.). El destino debe seguir su camino. No volverá del combate, ninguna mano viviente se convertirá para él en instrumento que lo despoje de su armadura, para ello debe experimentar el más elevado instante. «Vi a Zeus en sus nubes, cómo él se ponía las armas del divino Aquiles. Y movía su cabeza y se decía a sí mismo: ¡Tu brazo!, no pienses en la muerte que está sin embargo tan cerca de ti, ¡vístete con el divino atavío de los héroes, ante ellos cítate!, ¿no le has matado su amigo, al querido, al fuerte, y tomado la armadura de la cabeza y los hombros? Pero hoy quiero enviarte aún al brillo de lo sublime, con ese fin se te ha prometido el regreso y por Andrómaca no será más tomada la divina defensa del hijo de Peleo.» Ése es Zeus, cuya poderosa imagen nos presenta el poeta en el comienzo de la Ilíada, y cómo él responde a Tetis luego de un largo silencio y el monte desde el cual truena está cubierto de nieve de su cabeza (Ilíada 528).

La inolvidable aparición de la grandeza divina se halla al principio de la Ilíada, y se completa con una imagen de lo humano. Los dioses quieren que el cadáver de Héctor sea entregado al padre, Príamo, y Aquiles, a quien la muerte de su favorito aún persigue por encima de la misma muerte con horrible crueldad, asiente sin contradecir. Es puramente homérico que el bien contra el enemigo no tome ningún acto de afirmación autónomo, sino que su estímulo lo saque de los dioses. Y sin embargo, el sentir y la acción son lo propio de los hombres; pero tampoco ningún hombre ha tratado a su enemigo con grandeza y naturalidad humanas. El intransigente ve de pronto al anciano a sus pies, besando la mano asesina que tantos niños mata (24, 478). Y él llora con los antiguos. El rey del pueblo enemigo, el padre del luchador Paris y aquel odiado que le ha tomado lo más amado, es, sin embargo, sólo un hombre, nacido para padecer y llorar como todos. Y toma su deseo, lo protege cuidadosamente ante los ojos de los griegos; y le promete apoyo armado durante las pompas fúnebres en Troya. Y con el oscuro ardor de este funeral en que se realiza la tranquila ejecución de los intransigentes enemigos, se cierra la Ilíada.

miércoles, 28 de septiembre de 2016

Dioses y Hombres 6 de 7

Dioses y Hombres 6 de 7
Walter F. Otto: Los Dioses de Grecia

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Ahora cabe preguntarse si tales deidades han dado a los hombres un apoyo moral, y cuál pudo ser. Los antiguos cristianos habrían respondido, por supuesto, con una negativa, corroborada por los investigadores de la religión. Desgraciadamente en el trasfondo de sus estudios siempre estuvo presente y nunca se convirtió en objeto de reflexión, contribuyendo a enturbiar la visión. Por lo cual alimentó a la decepción, ya que los apoyos y estímulos que otras religiones, sobre todo la cristiana, dan a sus creyentes no se encuentran en la antigua Grecia; aunque no se pensó en la posibilidad de otros poderes, a los que nuestro cuidado y quizá también nuestra maravilla pudiesen servir.

Ciertamente la deidad griega no revela ninguna ley que se halle por encima de la naturaleza como grandeza absoluta; no es ninguna voluntad sagrada ante la cual temblase la naturaleza; no habla por ningún corazón que se diese y confiase en el alma del hombre. Con gran interés busca devoción y adoración, pero ella misma permanece a distancia perceptible; su posibilidad de ayuda es algo que no se halla dibujado en su rostro, tampoco que sea el amor infinito o que se entregue al hombre al que busca liberar de toda penuria.

Aquí el concepto adquiere sentido más agudo, significa que toda grandeza es peligrosa y puede confundir al hombre que no está bajo su amparo. En el reino de los dioses vive el peligro; ellos mismos lo simbolizan como eternas figuras; pueden irrumpir a menudo, como un asalto en la bien ordenada vida de los hombres. Afrodita lo hace en tal tumulto que las más sagradas bandas se desgarran, la confianza desaparece y los sucesos acaecen, para aparecer, más tarde, como inconcebibles al mismo autor. Ártemis ha hecho caer al inocente Hipólito. Él vivía en el hechizo de su puro mundo juvenil y sólo tenía desprecio para el reino del amor; este reino lo enfrentó con su rostro más pavoroso, le salió al encuentro y lo destruyó. Ahí tan sólo ayudan la vigilancia y el poder. El vigilante encuentra un poderoso auxilio: la esencia de la deidad misma le servirá de alivio. El gran mundo, cuya forma ella es, rodea al reino entero del ser, desde la ronca fuerza primitiva hasta la etérea altura de la libertad. Y en este punto más elevado muestra ella su imagen más perfec-ta. La mano del artista la ha preparado, y en la contemplación nuestros ojos experimentan, aun hoy, la maravilla de las nupcias entre la naturaleza pura con el más sublime espíritu. La deidad es y permanece en la naturaleza; como forma suya es espiritual, y como plenitud es elevación y dignidad, cuyo resplandor irradia en la vida humana.

Eso para los griegos significa vista penetrante y sentido. Sin ello lo verdaderamente divino no sería aceptable.

Podría pensarse que entre las diversas figuras de la religión homérica tuviesen su lugar el salvajismo, el fanatismo, el éxtasis. Pero el ideal del sentido pleno se halla en oposición con todos los ciegos asaltos y con lo desmesurado. Es sabido que otros pueblos han pensado sus dioses, sin que fueran guerreros, a menudo como coléricos y arrojando violentamente en sus convulsiones todo lo ruin. De esta manera se presentan los héroes festejados mediante la loca rabia. El placer que tenía esta sociedad en la lucha y el heroísmo nos lo muestra la Ilíada, que, con el predominio otorgado a los grandes héroes de la guerra, se ha convertido en el más poderoso poema de Grecia. Pero en ella habla un espíritu que con distinguido menosprecio mira al ciego arrojo de la fuerza hercúlea. Sí, notamos con asombro que este alborotado y guerrero mundo de hombres está acostumbrado a ver las formas fundamentales de su existencia en el brillo de esencias divinas, y no en la personificación de un dios guerrero.

Ciertamente cualquier lector de Homero conoce y recuerda muy bien a Ares, a quien los aqueos llamaban «servidor». Pero este espíritu sanguinario (Ilíada 20, 78) del estruendo de la batalla, que penetra demoníacamente en los hombres (Ilíada 17, 259), no ha llegado nunca a la dignidad plena de un dios, por más antigua que sea la fe en su fructuosa presencia. Sólo esporádicamente aparece en los relatos míticos como una personalidad total. Su imagen se utiliza solamente para igualarlo con la guerrera Atenea, lo cual se esfuma en la grisácea oscuridad de lo demoníaco. Los héroes no le ruegan a él aunque se llamen «favoritos de Ares», y ante todo Menelao. Y cuando la divina familia olímpica lo llama junto a sí, lo hace contradictoriamente y no va con persona alguna. Solamente le será devuelta su condición divina en el campo de batalla, y se percibe la satisfacción que el rudo monstruo debía experimentar por fin, es decir el poderío de una fuerza noble de modo humilde. Atenea es la diosa de lo verdadero, la plenitud del heroísmo, que le hace sentir su supremacía con un solo golpe; Atenea, la amiga del vencedor Heracles, el oscuro espíritu de la masculinidad. Mediante este triunfo se planteará el conflicto divino, el que conduce al encuentro decisivo de Aquiles y de Héctor. Ya antes pagó el dios a Atenea: estando Diomedes junto a su fa-vorita en el carro, ella arrojó la lanza rápida y eficaz que alcanzó al héroe de tan mala manera que lo obligó a abandonar el campo de batalla con un rugido (Ilíada 5, 581 y sigs.). Por este hecho nos enteramos del concepto que el padre de los dioses tiene de él. Lo llama (890) el «más odiado de los dioses que viven en el Olimpo» porque «ama el conflicto y la guerra y las batallas». Ellos no quieren la eterna lucha. La figura de Ares se alza por encima de la superada religión de la tierra donde ha tenido su salvajismo, su lugar correcto en el círculo de lo implacable. Él es el espíritu de la maldición, de la venganza, de lo criminal (véase Kretschmer, Glotta XI, 195 y sigs.). Como demonio de la batalla asesina es todavía para Homero una figura temible, y tanto más cuanto menos se adelanta como personalidad. Su elemento es la batalla mortal —se llamó «corrupción», «exterminador»—, su compañera es Eris, la que busca conflictos, «la que siembra el odio entre las masas» (Ilíada 4, 440 y sigs.). Él se enfurece con los troyanos no menos que con los griegos (por ejemplo en Ilíada 24, 260). Su nombre no significa a menudo más que la lucha asesina. Por eso Zeus lo acusa de falta de carácter, puesto que siempre está con todos o contra todos (Ilíada 5, 889). En el escudo de Aquiles estaba pintada una escena guerrera. Esta representación corresponde a la pura fe mejor que su singular parcialidad por los troyanos en determinado pasaje de la Ilíada. Tal papel no le permite contenerse porque fundamentalmente es un demonio, y el ciego salvajismo domina su ser. Qué distante de Atenea, que también es poderosa en la guerra, aunque la diosa del sentido y del comportamiento distinguido sólo revela el verdadero heroísmo en el brillo celestial. Él, contrariamente, avanza en el éxtasis del derramamiento de sangre, y sólo así alcanza lo amplio y profundo que señala lo esencial de toda religión pura.

También la falta de medida puede constituir una revelación propia de la divinidad. Afrodita es para Homero una insigne diosa, y sin embargo su trabajo y esencia es el desatar pasiones elementales. Mujeres como Helena, Fedra, Pasífae son signos de su fructuoso poder irónico al liberar de toda legalidad y orden, de todo temor y vergüenza. Pero en contraste con un ser como Ares, habla en ella un infinito sentido de lo viviente. Como espíritu de arrebatado brillo, como inflamación del extático deleite del abrazo y del ser abrazado, ella no tiene la menor participación en la ceguera y salvajismo de lo demoníaco. Pudiera ser que en cada caso se nos presente muy poco frenética, pero esa faceta pertenece a las más puras protoformas de la vida, y el mundo encantador que se refleja en las formas divinas alcanza con su ser eterno desde el placer del gusano hasta el sublime reír del pensamiento. Por eso se halla, a pesar de todo lo demoníaco de su ser, en tranquilidad ante nuestros ojos. En el gran sentido de la vida la falta de medida encuentra su equilibrio. Lo que otros pueblos atribuyen a los rasgos de celo animal no lo ve el griego sin freno, sino como diosa distinguida, porque ella significa la maravillosa profundidad del mundo. Y así se conserva también aquí la espiritualidad de su religión.

En las imágenes de Afrodita y de otros dioses, tal como en el arte plástico, reconocemos todo hecho teñido del espíritu homérico, los pensamientos griegos: lo espiritual no es extraño a la naturaleza; en ello se oculta el sentido que se imprime en la humana forma del dios como nobleza y elevación. Lo natural se atreve a conservar la total plenitud y vitalidad y sin embargo, aunque es un todo con lo espiritual, no anhela ser otra cosa más que su plenitud. La actualidad corporal, inmediata, e igualmente la eterna validez: he ahí el milagro de la forma creada por los griegos; en esta unidad de naturaleza y espíritu se halla lo terreno sin perder nada de su frescura y calidez, con la libertad de la justa proporción y la delicadeza como cumplida naturaleza. Medida, tacto y gusto determinan el comportamiento, los gestos, y testimonian el ser pleno de la persona divina. Es imposible ligar contradicción y barbarie con la mirada de una apropiada imagen del dios griego, tampoco con los más bajos sentimientos de la falta de distinción.

Esta nobleza nos habla ya en la primera escena divina de la Ilíada. Tetis sube al Olimpo para solicitar honra en favor de su hijo mayor, para quien se ha determinado una muerte temprana. De la ribera del mar ella aparece con su llamada, y con él se halló por encima de la afrenta que se le había hecho. Ahora debía recordar el rey de los dioses que lo había salvado de una dura penuria, que lo desea servir como a su hijo, que por medio de los troyanos podría destruir a los griegos junto a sus embarcaciones; y con ello Agamenón reconoce cuán deslumbrante era prometer reverencia al mejor de los griegos (Ilíada 1, 393 y sigs.). Ella cae humildemente delante del único coronado, dobla sus rodillas y dirige la súplica al rey. En esta posición expresa su deseo. Pero no dice nada de la acción salvadora que ella ejerció cierta vez en un instante terrible, y que a ella el hijo le recuerda con todos los detalles: «Padre Zeus, como yo te era de utilidad en el círculo de los dioses, escucha mi ruego». Y este ruego nada contiene de las crueles representaciones de venganza del hijo; ella quiere solamente satisfacción y reverencia: «¡Hónrame al hijo, quien tan rápido como otros debe ir...! En cuanto los troyanos venzan, hasta los aqueos lo saludarán con reverencia». Ella mantiene las rodillas del rey abrazadas y, como él calla largamente, reitera sus exhortos: «Promete con formalidad e inclina tu cabeza en el acuerdo o dime, ¿qué tiene que temer? Ahora reconozco que yo soy nada en el círculo de los dioses». Y Zeus habla e inclina su cabeza.

Seguramente en el Olimpo, alguna vez, sucedió o se recuerda algún conflicto anterior (Ilíada 1, 539 y sigs.; 587 y sigs.; 8, 10 y sigs.; 15, 16 y sigs.), pero no ocurre como algo rudo o inconveniente, más bien se manifiesta dentro del marco divino de lo hermoso y del digno comporta-miento de los dioses, que es real y la sola cosa iluminada. Cuando Zeus reconoció que Hera sólo era una astucia y que lo quería enceguecer para no ver lo que sucedía delante de él en el campo de batalla, habló con rabiosas palabras en la memoria: cuán duramente ella había sido castigada una vez, y con ella todos los dioses que quisieron venir en su ayuda. Pero de su juramento ríe el padre de los dioses y desea mucho más de lo que creía, que su diosa esté otra vez junto a él (Ilíada 15, 13 y sigs.). Entonces va Iris con su mandato a Poseidón y le pide que abandone el campo de batalla (173 y sigs.). También esta escena muestra el origen tempestuoso de la palabra y por qué motivos los dioses en verdad permiten gobernarse. Cumpliendo su mandato informa Iris a Poseidón del po-der de Zeus, a menos que quiera contrariar su voluntad. Este argumento llena de indignación al dominador de los mares: que él había participado tanto del mundo como su hermano, quien podía ahorrarse las amenazas para su hija e hijo; porque se consideraba lo suficientemente fuerte como para no temerle. Pero Iris no quiere recibir esa respuesta agresiva. «El noble se deja cambiar de opinión mediante una buena palabra: tú sabes sin embargo que los espíritus de la maldición siempre están del lado de los primogénitos.» Con ello le recuerda la santidad del antiguo orden. E instantáneamente responde Poseidón: «Qué bien, cuando la embajadora sabe lo adecuado».

Así terminan las desavenencias entre los dioses en forma debida. Sí, fluye entre ellos la amistad y la intimidad, de las cuales el libro primero de la Ilíada en su final nos da un ejemplo hermoso y pleno de sentido. No hay que pensar que los dioses pudieran adoptar una actitud brutal y torpe los unos para con los otros. Lo conveniente determina su comportamiento y su conducta. Ares será poderosamente tratado por Atenea; pero, precisamente, esto se llena de sentido. Con pura intención el poeta de los 21 cantos de la Ilíada ha formado la así llamada batalla de los dioses, que vista desde el conflicto entre Atenea y Ares no se convierte en lucha, y Apolo puede dirigir a Poseidón la palabra adecuada: sería tonto combatirse cuando el dios procura ocuparse con los dioses (Ilíada 21, 461 y sigs.). Solamente Hera, la más viva de las divinidades olímpicas, va en contra de Ártemis, desde los insultos hasta las manos: cómo ella, una mujer madura, permite participar a una muchacha demasiado joven (479 y sigs.). Pero su animosidad y la frecuente amargura de sus estallidos, que serán juzgados por los dioses olímpicos con toda razón, debían hacernos notar que ellos nunca se podrían exceder o adoptar conductas indignas. Sería superficial ver ahí solamente la desesperanza de la contradicción a la voluntad de Zeus.

¡Cuántas faltas de medida, grandes o pequeñas, estarán, de algún modo, resueltas! El ideal pleno de un comportamiento divino también está vivo en Hera. Cuando Atenea llama al furioso Aquiles a la reflexión busca en él la dignidad que para Hera es de suyo comprensible. Inmediatamente, en la muy concurrida batalla de los dioses, brinda una prueba. Ella había convocado al dios del fuego, Hefesto, y entonces la acción conjunta ofrecía peligro a Aquiles. Pero en el instante en que el flujo divino estuvo listo, echó hacia atrás a Hefesto, y ella, cuyas palabras pueden ser, a menudo, tan intransigentes y crueles, habló aquí como Apolo en la siguiente batalla de los dioses: «Es irracional que un dios inmortal se preocupe por los hombres tan erradamente» (Ilíada 21, 379).

Mayor aún es el ideal que las deidades supremas, Apolo y Atenea junto con Zeus, revelan a los hombres. En la forma de Apolo se venera la nobleza de la claridad y la libertad, la luz solar, que no brilla para oscuros misterios, sino para conocimiento de la vida y del hacer maravilloso: su comportamiento digno en el conflicto divino, la gran palabra con que el hijo de Tideo muestra la limitación del hacer humano, la inflamada protesta contra la inhumanidad de Aquiles y la advertencia de que también el noble, en el más profundo dolor, debe conservar nobleza y medida. Estas puras manifestaciones de su esencia son tratadas en el capítulo dedicado a él (véase pág. 77 y sigs.). Así, la Atenea del mortal Tideo al que ella amaba, a quien quería dar la bebida de la inmortalidad, con terror se apartó porque lo vio en una acción brutal, proporcionó a Aquiles un momento de luz en el instante en que, estando en peligro, se dejó arrebatar por una furiosa insensatez e indignidad y su palabra le advirtió cuidar el equilibrio. De estas significativas historias ya nos hemos ocupado (véase pág. 62 y sigs.), y hemos considerado los prejuicios modernos, que la esencia originaria de Atenea, tal como la conocemos en la Ilíada, no es afectada por motivaciones éticas. Ella coloca a Aquiles en perspectiva para que más tarde, por tres veces, tome satisfacción, cuando sea capaz de dominarse, pero le advierte la elegancia del comportamiento. Y debía éste perder su valor ético mediante la conciencia, pues a la dignidad del hacer también le corresponde una maravillosa consecuencia. Solamente un concepto tradicional y estrecho de la ética puede opinar que la joven poesía de Atenea abrigue motivos distintos de la voluntad de triunfo. ¿No contradice su imagen —tal como la presentan la Ilíada y la Odisea— este juicio ante la eternidad con toda la elevación de su ser? ¿Carece de importancia para el ideal el hecho de que éste sea contrapuesto con Ares, la diosa del poder prudente con el salvaje espíritu asesino? ¿No tiene nada que ver con las costumbres, que ella siempre ha ennoblecido, la distinguida naturaleza del hombre con la amistad divina, puesto que en los momentos de mayor tensión permite rastrear sus poderes y pensamientos cercanos a su espíritu? ¿No respiran los heroicos trabajos de Heracles, las acciones plenas de Odiseo y las pruebas que sufre virilmente la nobleza de su ser? Bajo la moral debería señalarse solamente la consideración de ciertas categorías comprendidas como mandamientos, explicar todo lo demás como moralmente indiferente. Porque Atenea poseía, como los dioses olímpicos en general, mayor sentido para todo que para lo ético.

Porque estos inmortales no alimentan su deidad para el cuidado de ciertas y determinadas leyes morales y menos aún para el establecimiento de un canon que de una vez para siempre determine lo justo y lo injusto, lo que debe ser considerado bien o mal. Cuánto debe consentirse una naturaleza plena de poder es algo que permanece abierto. Y sin embargo ensalza una búsqueda y pone al hombre, mediante su propio ser, como ideal viviente ante los ojos. Deberíamos llamarle moral en sentido elevado, ya que no juzga según lo individual, sino por el comportamiento de todo el hombre. A partir de aquí debe reconocerse el ennoblecimiento y la libertad de una naturaleza industriosa, que no sigue los instintos ciegamente, ni tampoco las afirmaciones categóricas de una moral codificada. La diferencia no radica en el sentimiento del deber o la obediencia, sino en la penetración y el gusto, y así se enlaza la plenitud de sentido con la belleza.

Podría decirse que este carácter noble de Atenea contradice el cruel desvarío que ha llevado a la muerte al caído Héctor (Ilíada 22, 214 y sigs.), que últimamente se ha tornado no sólo como simple inmoralidad sino como algo diabólico. Pero el verdadero sentido de esta historia, que debía informarnos acerca del modo y del proceder del actuar divino, lo aprendemos junto con la idea de destino, y por consiguiente nada extraño habrá que pueda llamarnos la atención, solamente abrigo y veneración. Atenea no es otra cosa que el sendero y plenitud de la elevada necesidad, la falacia con la que engaña al confiado Héctor es el engaño del destino. Calificaríamos de tontería querer medir el poder de esta escena con la medida de la moralidad y pedir del poder del destino que él deba dar la confianza y la integridad, como si fuera un hombre que se enfrenta con su semejante. No sin miedo vemos cómo los elevados poderes se burlan de los hombres. Pero la oscuridad refleja el brillo de lo divino. Por el sendero del destino persigue Atenea a Héctor; pero como diosa lo lleva a la veneración. ¿Cuándo sería su papel más digno ante la intervención divina; cuando él está lejos del sentido, o más cerca, cuando dirige la contradicción humana? Cuando su descenso estaba determinado, ¿la deidad lo habría hecho mejor, alcanzando a Aquiles y dejándolo matar? La deidad no menosprecia a los grandes, a los que debe aniquilar. Su ilusión, por cruel que pueda parecernos, reubica al heroico compañero Héctor. Él sabe ahora que su destino está sellado, pero sabe también que la posteridad estará plena con su panteón. Esta consecuencia del poder divino no es casual, sino un signo pleno de valor para su espíritu.

martes, 27 de septiembre de 2016

Dioses y Hombres 5 de 7

Dioses y Hombres 5 de 7
Walter F. Otto: Los Dioses de Grecia

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Se nos puede objetar que la propia época homérica ha perdido la veneración para con sus dioses vitales, y que una buena parte de ellos se encontraba en situaciones cavilosas e incómodas. La mejor prueba de ello nos la señala desde tiempo atrás el «relato de Ares y Afrodita», con el que Demódoco deleitó a Odiseo (Odisea 8, 267 y sigs.): cómo el engañado Hefesto ligó a la diosa y su amante con ataduras invisibles y abandonó el abrazo amoroso a la risotada del dios. Ya en la antigüedad muchos han discrepado con esta historia, especialmente Platón, y en la época moderna se la considera frívola y burlesca. Pero si bien su objeto podría parecer arriesgado, también resulta difícil su comprensión.

Ares, cuya perplejidad es el tema de la risa, no representa un dios distinguido aunque pueda ser considerado como legítimo. Ninguno de los otros dioses podría sostener una situación semejante, ni siquiera Hermes, a pesar de que dijo que él podría cambiarse con el otro. En este caso tampoco podría hablarse de frivolidad. Cuando en alguna ocasión las figuras míticas se atrevían a manifestar una ingeniosa ocurrencia, apuntaba a un tirano sin medida, en quien los propios olímpicos no veían su igual. ¿Y Afrodita? Al meditar el relato sucede, repentinamente, que su persona no ha sido señalada. Todo el interés cae sobre el papel no habitual que juega Ares. Cuán lejos debió de haber estado el poeta de herir el respeto hacia ella, desposada en la tradición épica con Hefesto, mientras que en muchos templos griegos aparece como esposa de Ares. En realidad le alcanza a ella como deidad olímpica lo que en general se ha dicho sobre matrimonios de los dioses. No podemos imaginarla casada, es el mismo poder de las sensaciones y de las exigencias, el mago que enciende el corazón, y toda meditación permite hundirse en la delicia de su abrazo. A su reino pertenecen también las dificultades de la vida amorosa, la mala reputación y la carcajada. Y cuando alguien ha caído en sus redes también podrá alcanzarlo la licencia, pero no a ella, a quien pertenece el triunfo. Nunca nadie se había atrevido a señalar o a experimentar, como lo hace en forma viviente este poeta, a quien por motivos convencionales se convierte en insolente y sin dios, el verdadero sentido de la primitiva imagen divina. Incluso en un relato tan novelado y tan petulante no olvida quién es;

él no puede pensar que algo se perdona con aquello que constituye su esencia; y sin embargo hace desaparecer su persona rápidamente, lo que señala en la obra su poder eterno. Al enamorado guerrero, en cambio, otorga alabanza la carcajada. Pero donde el espectador divino ríe tan de corazón, no es la indecencia sino acabada pieza de arte, cuya inventiva se adelanta, y la palabra ha sido tan verdadera que la injusticia no prospera (329 y sigs.). Cuanto más originariamente aparece el objeto, tanto resulta más señalable que el narrador ha pasado por encima de lo picaresco y sólo se ha detenido en los hechos espiritualmente ricos e importantes. La mirada, que el elevado esposo dirigió a los dioses y lastimó el decoro, será señalada solamente por el alejamiento de la diosa (324). Con palabra alguna aparecerá el espectáculo que el grupo galante debía ofrecer o de las experiencias que debía movilizar. Naturalmente, la narración carece de prédica moral, por ello no necesita ser algo frívolo. Por encima de ambos se halla el tono de humor, y éste alcanza su máximo punto en el trozo final que revela los sentimientos de tres grandes dioses: Apolo, Hermes y Poseidón. Poseidón, el que por último se adelantó, experimenta simple compasión; la situación de Ares le llega tan de cerca que no puede reír, sino que no le concede calma alguna a Hefesto hasta que finalmente les deja libres los brazos. Antes de su pasaje tuvo lugar un diálogo entre Apolo y Hermes. Para el dios distinguido la mirada es suficientemente espiritual como para formular la pregunta al hermano con alegre discurso, acerca de si querría estar en lugar de Ares; él sabe ya con anticipación lo que este pícaro puede experimentar bajo los dioses. Y el dios de todos los ladrones y vividores le responde con todo el debido ceremonial que a él no deben perturbar tales ataduras ni la risa del mismo dios del cielo para deleite del corazón de la dorada Afrodita. El cantor a quien Hermes así permite hablar no coloca su honor demasiado cerca, más bien se caracteriza como frente al espíritu de los griegos, como ese libre y amplio espíritu que aun en la bufonada y en la picardía podía respetar a una deidad porque también es ésa una manifestación de fe en las formas eternas de la existencia viviente. Cuán falsamente se comprende en sustancia la verdadera historia cuando por su tono se juzga al final, como inadecuada para la época, que menospreciaba a los dioses de que allí se trataba, y en general a todos ellos. En esta misma historia se inspirará un poeta que vive la picardía y para quien la vida de los dioses es solamente un juego de la fantasía; así nos la muestra Ovidio, que la presentó de manera magistral en su arte amatorio (2, 561-592). Y nos hallamos libres para la mirada del amante, e interesados más vivamente. Venus apenas puede contener las lágrimas; ella y su amante cubrirán con gusto su rostro con las manos. Aquí la intención no es ya el engaño de los fuertes y ágiles por los impedidos, sino lo erótico y capcioso; la doctrina del pecador sorprendido, en el futuro sólo deviene llano y sin ceremonias.

lunes, 26 de septiembre de 2016

Dioses y Hombres 4 de 7

Dioses y Hombres 4 de 7
Walter F. Otto: Los Dioses de Grecia

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¿Qué distingue a los dioses de los hombres?

Los dioses son grandes en poder y saber; su vida no conoce ningún hundimiento. Sin embargo no hemos llegado al punto principal, porque a pesar de ser parecidos al hombre no son meros hombres divinizados y eternos. La «inmortalidad» es la virtud principal que los distingue de los hombres; y el mito puede ofrecernos relatos de hombres que mediante el otorgamiento de la inmortalidad han llegado a lo sobrehumano. Pero la idea del ser divino no se sustenta con el concepto de que un hombre, por medio de la elevación y la prolongación, pueda convertirse en dios. Lo esencial, como en todas las religiones, no se explicita.

El hombre es un ser contradictorio que participa en diversas esferas del existir. Día y noche, frío y calor, claridad y tormenta vienen a consideración. Esta pluralidad que es su placer y su tormento lo hace un ser más limitado y perecedero. Él es todo y nada a la vez en el sentido más positivo, contento de sí, es totalidad y plenitud de la forma vital. Él abarca toda la soledad, la penuria y la pérdida de la vida. En lo divino sería contradictoria esta naturaleza: lo temporal en lo eterno, lo contradictorio en lo sin contradicción. Entonces se dirige hacia lo perfecto. Sea el placer, sea el conocimiento, el mundo elevado ha irrumpido y, para señalar que ahí está, el yo y la personalidad son eliminados, ya que pertenecen a lo pasajero. Pero esta naturaleza terrestre no puede permanecer en este dominio de lo particular y lo general. Eso sólo le está permitido al dios. Sí, él mismo es este dominio y esta plenitud. Pero el hombre, que, no debe olvidarlo, es sólo hombre, se atreve siempre a arrojarse fuera de las pequeñas ataduras y seducciones del existir pasajero en dirección a la gran protoimagen de la deidad.

Quien considera la grandeza de esta diferencia entre hombres y dioses no puede maravillarse cuando el ser divino, en muchos pasajes, sigue otras leyes distintas de las de los hombres. Es lo que el juicio ha explicado al considerar atentamente las costumbres de los dioses griegos. Ciertamente no se puede negar que el relato señala muchos ejemplos, lo cual es compatible con la obligatoria lealtad y continencia. Para justificar tales libertades no queremos señalar que muchos mitos eróticos hayan recibido un carácter grave y que las distintas formas y hombres bajo los cuales se expresan a lo largo del tiempo se ligaban a un dios, cuyo compañero de trono en distintos lugares aparecía con diversos nombres y debía mostrarse en la tradición como un desdichado amante. Los griegos

homéricos no han tropezado con la vida amorosa de sus dioses. Y la verdad es que la deidad olímpica se concilia con el pensamiento de una ligazón en pareja. Esto es digno de ser tomado en cuenta porque los antiguos cultos relacionan al dios con la diosa, y el tiempo sagrado pertenece a las fiestas verdaderas del antiguo culto. Hera, la divina suavidad de las parejas, no puede ser considerada soltera, sin dejar de reconocer que ella es mucho más esposa que Zeus marido. Lo cual no es ningún juego del poeta, ni liberación de la moral, sino la consecuencia necesaria de la fe homérica, que no podía pensar al dios «casado en la forma humana», sino únicamente en el apasionado lazo del amor. Ahora bien, cuando esta fe comienza a cavilar, como si se jugara con la expresión del dios, las aventuras amorosas podrían tomar un carácter sensual. No es sorprendente que ya en los primeros tiempos griegos la crítica se hiciera escuchar. La especulación abstracta y el racionalismo que se enfrentaron con el modo y la forma humana de los dioses se han sentido lastimados por esas transgresiones, y así Jenófanes hizo los más duros reproches a los dioses de Homero y de Hesíodo por sus adulterios.

Pero en los primitivos y piadosos tiempos se esperaba de los eternos, que se exponían en la pura humanidad, solamente lo extraordinario. Y verdaderamente la más recia naturaleza no es capaz de desencantar tanto como el orden y el decoro de los buenos burgueses. Las antiguas estirpes nobles descendían de la unión de una mujer con el dios, pero no como fruto de felicidad cuyo amor pusiese en juego su honra, sino que pensaban con piadosas imágenes las grandes horas, allí el señorío del cielo descendía sobre la esposa terrenal amorosamente. Y en la noche de bodas, la deidad podía igualmente servir a los planes maravillosos. Ya la poesía de Hesíodo da un ejemplo: «El padre de los hombres y de los dioses —se dice allí (27 y sigs.)— se preguntaba cómo podría auxiliar a los dioses y a los hombres. Y él bajó del Olimpo con sentidos divinamente cubiertos, languideciendo por el abrazo de la espléndida Alcmena...». El fruto de este amor fue Heracles, el salvador, la protoimagen de todos los héroes.

domingo, 25 de septiembre de 2016

Dioses y Hombres 3 de 7

Dioses y Hombres 3 de 7
Walter F. Otto: Los Dioses de Grecia

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La forma de la deidad muestra al hombre el camino de lo personal desde la esencialidad de la naturaleza. No se hace visible mediante ninguno de sus rasgos; ninguno habla de un yo con voluntad propia, con experiencias y destinos. Se imprime completamente en ella un determinado ser: pero este ser no es único, sino una constancia eterna del mundo vivo. Por ello debía de decepcionar siempre el deseo de almas menesterosas de amor de una ligazón del corazón. Su tierno deseo se enfrió cuando en lugar de un yo, al cual es dable amar u odiar, se encuentra con el ser atemporal, el que no puede atribuir valor absoluto a su existencia contingente. Solamente cuando esta realidad se corresponde, como sentido más elevado y más santo, con los rasgos divinos, arrancan para sí la devoción y el amor. Por esta razón nunca se podría llegar a Grecia en un decidido monoteísmo. También en épocas posteriores, cuando se llegó a la familiaridad con el pensamiento que dice que el sentido de todo ser y acontecer simplemente debía surgir de un único y primer fundamento, no se le dio importancia a este uno, y no se entendieron las doctrinas de los judíos y de los cristianos, ya que éstos predicaban la idea del Uno mientras que ellos habían alabado a muchas apariciones vivientes. El dios griego es la autosorpresa, algo siempre extraño, que no puede ver entre sí a otros. Nunca emplazó al mundo con palabras autoconscientes como «Yo soy éste o aquél», cuyo tono es para las deidades orientales tan característico (véase E. Norden, Agnostos Theos). Incluso las personificaciones homéricas, que tan a gusto colocan a su dios en lo ilimitado, no olvidan que él conoce a otros dioses junto a sí y permite con nobleza que sean reconocidos. El más hermoso ejemplo lo da la divinidad que durante largo tiempo ha ejercido el mayor influjo sobre la vida religiosa de Grecia, y, sin embargo, no quiso utilizar su poder para la destrucción de otros dioses: Apolo. Durante siglos los griegos han buscado consejo para los asuntos religiosos y mundanos en las consultas al oráculo de Delfos; su autoridad traspasó los límites naturales hacia el Este y el Oeste, hacia otras tierras, con otra nacionalidad, lenguaje, cultura y religión. Muchos de los dichos que en su nombre llevaban a los señores de otras tierras nos resultan conocidos, y todavía hoy nos habla su sabiduría a través de la boca de un Píndaro. Pero ¡qué diferencia entre la profecía apolínea y la del Yahvé del Antiguo Testamento! Aquí la predicación apasionada de Dios y de su santísimo nombre, allí la distinguida retracción de la persona divina. Zeus da sus oráculos; por medio de Apolo revela lo justo, pero no a sí mismo. Y así tampoco habla Apolo de sí ni de su grandeza. Él no busca más que el reconocimiento comprensible de su divinidad y el agradecimiento debido a la revelación de la verdad. Se le ha preguntado, muy a menudo, sobre cuestiones de moral y religión, pero nunca es el interrogado el más elevado objeto de la reverencia; ni a los griegos ni a los extranjeros los ha aconsejado de tal manera que no hayan podido ser fieles a sus deidades. Cuanto mayores eran, tanto más lejos se hallaban los dioses griegos de la persona individual. Por otra parte, la personalidad del ser divino, a medida que la religión se profundiza y se convierte en más estricta y sagrada, se resuelve de nuevo en el elevado servicio a la divinidad. Apolo ha señalado a Sócrates de modo grande, como lo reconoce éste antes de la muerte (véase Platón, Apol. 21 y sigs.), pero no para sí mismo, sino para la razón. Y con ello no quería significar ni fe ni rostros, sino el claro conocimiento de las esencias.

Esta superioridad de lo esencial sobre lo personal la encontramos en Atenea. Canciones y obras plásticas la colocan al lado del mejor combatiente. Heracles, Tideo, Aquiles, Odiseo y otros muchos poderosos confían en ella. En el momento de la decisión sienten un divino aliento, y a menudo está ella viva ante sus ojos, en el entusiasmo del mayor riesgo. Ella anima a sus héroes, ella misma

levanta su divino brazo y lo increíble acontece; una sonrisa de la diosa saluda al impávido como vencedor. Donde la prudencia obliga, donde la discreción aconseja, está ella con espíritu vigilante, y el pensamiento recto es su inspiración. ¿Quién no piensa en los héroes de otros pueblos y épocas, que también se hallaban ligados con una mujer divina y que bajo su mirada y con su apoyo realizaron sus acciones? Pero la diferencia es sorprendente. Allí pelea el caballero para acatar a la señora celestial y quiere satisfacerla con su poder y audacia. Pero Atenea nunca es la dama divina de su caballero, y nunca sus actos son para amarla o alabarla. Ciertamente ella busca, como cualquier otro dios, que se reconozca su poder y sabiduría, y que no se olvide pedir su auxilio. Pero ella no cumple con los deseos de sus siervos dependientes, de tal manera que le dediquen con fuego interior o simplemente los hechos realizados. Donde golpea un gran corazón en la tormenta, donde un pensamiento relampaguea extrañamente, allí está presente, más cerca del apresto heroico que de las humillantes plegarias. Lo escuchamos de su propia boca: que el valiente mismo atrae a su persona, no su buena voluntad o resignación. Los hombres que más seguramente pueden alcanzarla no le rinden, absolutamente, ningún culto desacostumbrado, y sería equivocarse pensar que ella alguna vez podría ser motivada en su benevolencia con la ejemplar obediencia del protegido. En el coloquio con

Odiseo (Odisea 13, 287 y sigs.), en el cual se da a conocer como diosa, revela al quejoso que ella nunca lo ha olvidado, y le dice rectamente que es su espíritu superior, que él le agrada y que ella se liga a él: la diosa no puede estar lejos del inteligente e ingenioso. Y cuando el hombre bien probado no anhela creer de la diosa que este país sea realmente su Itaca, ella no se siente agraviada en su sagrada persona; no es mala con el escéptico, sino que se alegra con esa nueva prueba de su vigilante discreción y reconoce que por eso no puede dejarlo en el problema.

Sería una mala interpretación ver los relatos de la venganza de una diosa olvidada como prueba de una personalidad envidiosa. ¿No experimentamos acaso también un desafío en la propia presunción y tememos llamar a la desgracia cuando hablamos en alta voz de nuestra suerte? La perdurabilidad de este temor prueba cuán profundamente se halla arraigado en la naturaleza. ¡Y también el desatino de compararse con los dioses! Contra ello previenen muchos mitos. Níobe, la madre de doce preciosos hijos, ha vencido en insolencia a la diosa Leto que sólo ha engendrado a dos (Ilíada 24, 603 y sigs.). Así se perdió con un golpe y fue aislada en un triste monumento eternamente. Otros mitos señalan la fructífera caída del hombre, que ha olvidado o ha sido olvidado por los poderes celestiales, y que sin su apoyo no puede estar presto. Quien es ciego para los altos poderes se arroja en el abismo. La verdad de la vida de estos relatos típicos no se desconoce. Es de especial significación que cuando una deidad toma venganza será poco señalada por otras volunta-des. Hera y Atenea, que siguieron muy bien el juicio de Paris, se convirtieron en el enemigo mortal de Troya. No debemos afligirnos porque el relato del conflicto de la belleza de las diosas alguna vez pudo ser contado. Para el espíritu homérico adquiere un sentido muy serio. Cuando Paris despreció a Hera y a Atenea, en ese momento se puso en contra de la dignidad y del heroísmo. Los espíritus que él desprecia debían oponérsele. Pensamos ciertamente en el sentido de la cosmovisión homérica cuando decimos: era su destino, el que debía escoger. Cada poder de la vida es celoso, no cuando se lo reconoce como uno entre otros, sino cuando se rechaza su voluntad o se le hace caso omiso. Paris ha despedido a los genios de la nobleza y de la acción. En cambio se halla junto a Hipólito, como nos lo muestra Eurípides. Y aquí el mito no abandona al destino desde fuera, como elección forzada, el cuidado de los hombres: su carácter propio consiste en haber llegado al momento decisivo y haber así puesto en marcha la tragedia. Con todo el entusiasmo de su corazón puro venera el joven hijo del rey a la diosa del alba, Ártemis, cuyo brillo hace relucir las flores. Como el joven desprecia toda afrenta y rodeo, así demuestra su inocencia: con simples pensamientos hacia la diosa de la dulce noche (Eurípides, Hipól. 99 y sigs.). Pero él no lo demuestra, simplemente vuelve de espaldas su altanería. Su altivez no conoce ningún respeto ante el poderío divino que arrastra a todo lo viviente. Orgullo y dureza lo llevan por encima de la infeliz mujer que arde como una brasa. Su virtud permanece intacta frente a la más sublime benevolencia de Afrodita, la que sabe (véase Wilamowitz, Eurípides, Hipólito, Introducción). Así ella se convertirá para él en destino. El favorito de una diosa rompe, sin que ella pueda salvarlo, el desmedido e inhumano desprecio de otros. En

este ejemplo se mostró qué distancia existe entre los hombres y las deidades por más humanas que pudieran parecer. En la esfera celeste se hallan las formas puras enfrentadas. Allí se atreve la intacta Ártemis a mirar la ternura de Afrodita con fresca extrañeza. Pero el hombre corre peligro cuando busca estar en la cima de la soledad y pretende ser tan incondicional como sólo un dios puede serlo. No piden eso de él; ellos desean que se modere en la esfera que le corresponde donde todas las divinidades actúan juntas y ninguna se atreve a detentar la atención. La distinción entre lo humano y lo divino, que es también lo propio de las doctrinas y advertencias, proviene de los dioses. Ellos hablan al hombre no de los orígenes, plenos de misterio, y de las determinaciones, no le señalan un camino por encima de la forma natural de su esencia hacia una situación sobrehumana de perfección y bienaventuranza. Por el contrario, lo previenen contra ciertos pensamientos y búsquedas, y agudizan su mirada para la ordenación de la naturaleza. Sin embargo, sectas órficas y pitagóricas creían en un saber superior para poseer y conocer por medio de la revelación el camino sagrado, el que debía conducir a la plenitud. Pero ellos están de este lado de la piedad de los grandes siglos. Los olímpicos, que desde Homero a Sócrates otorgan su sello a la religión, la que por boca de un Esquilo o de un Píndaro nos habla todavía hoy, se hallan muy alejados de llevar al hombre a misterios sobrenaturales, planificándolo con ocultas esencias de los dioses. No al cielo, sino a sí mismos. Lo cual no significa una prueba de conciencia moral ni reconocimiento de pecado. «Conócete a ti mismo» —esta frase, que ya fuera dicha, aunque con otras palabras, por el homérico Apolo, quiere decir: «fíjate en la forma natural de la naturaleza, reconoce los límites de la humanidad; reconoce lo que el hombre es y cuán lejana es la distancia que lo separa del señorío de los dioses eternos».

sábado, 24 de septiembre de 2016

Dioses y Hombres 2 de 7

Dioses y Hombres 2 de 7
Walter F. Otto: Los Dioses de Grecia

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Entre las maravillas del Museo de las Termas se encuentra la cabeza de una durmiente. Se la ha señalado con diversos nombres falsos, ya como Medusa, ya como Furia. Ella debe de ser Ariadna o una bailarina que se ha extraviado del grupo de Dioniso. La divina duerme. Santo es el tranquilo plano de la frente, santa la profunda reserva de los ojos, santa la boca inconsciente, a través de cuyos labios semiabiertos la tranquila vida respira quedamente. Pero a esta santidad no podemos llamarla inocencia, ni salvación ni profundidad de alma, ni placer, ni pena, ni bien, ni porfía: por medio de esos rasgos prominentes habla solamente el divino abismo del dormir. Su grandeza atemporal se halla tan arrebatada con todo el poderío esencial en la aparición que un simple pensamiento del simbolismo o la espiritualización sería una evasión. Observemos mejor desde la total plenitud de la existencia y experimentaremos allí el encuentro con lo infinito y lo divino. Solamente la antigua poesía tiene palabras que son iguales. Propercio ha visto a su durmiente amada de tal modo que «como Ariadna dormía en la abandonada playa, o la Ménade que exhausta de las danzas infinitas se derrumbó entre las flores de la ribera del río...» (Ilíada 3). Él se tuvo de pie ante la sublimidad de la naturaleza perfecta y cuidó a una diosa, que era demasiado grande para el elogio: «un buen corazón» con el que Goethe debía, mediante su animada poesía, rendir homenaje a la amable niña:

En los labios estaba la tranquila confianza,
en las mejillas la corporalidad en su casa,
y la inocencia de un buen corazón
movía los senos una y otra vez.

Así se cambia la dimensión de lo divino, insensiblemente, en la plenitud del sentimiento. La visión del poeta romano casi nos estremece, ya que nos arranca de pronto de la sensibilidad y de lo acostumbrado hacia lo alto, donde se halla la imagen de los dioses. Quien aquí ha aprendido a ver

no mide ya la profundidad del alma, delante del abismo abierto y de la corona de la naturaleza viviente, tan poco como las terrenales expresiones de su santidad que serán consideradas como los legítimos signos de lo divino.

La grandeza natural de la protoimagen del hombre es igualmente una figura de la deidad. Solamente el imprudente puede sostener que por eso debe ser abolida; porque los rasgos dignos de ser cuestionados por el hombre son eso, y permanecen alejados de él. Esta imagen no se halla pura y simplemente libre de faltas que puedan degradar al individuo humano, sino —lo cual arriesga mucho más— de todas las celosas no libertades y angosturas y también de aquello que es en verdad demasiado humano, y sin embargo tan a menudo celebrado como una perfección divina. Su rostro nos mira con una claridad que no sabe de fanatismo. Su orgullo no tiene nada de la falsa alegría propia de la autoproclamación. Sentimos que busca ofrendar, pero incluso así el deseo de alabanza eterna está ausente y eso no le interesa, dado su grado de autodonación. Allí donde nosotros queremos seguir siempre su individualidad se remite de nuevo a lo originario, esencial. Siempre que podemos distinguir los caracteres divinos individuales nos alcanza una mirada de gran tranquilidad. Ningún rostro está dominado por la soledad de un pensamiento o de una sensación. Ninguno quiere una determinada virtud y verdad, o, en general, predicar una virtud y verdad. Ninguno se arroga lo distintivo de un acontecimiento o resolución ante los ojos, en el juego de los labios. Tanto puede contar el mito acerca del destino, la amistad y la pena, el triunfo y la separación, todos los acontecimientos no significan nada para su existencia. Los rasgos notables de la personalidad solamente determinan la expresión en la cual el ser viviente se revela con poderosa originalidad. Estas formas no tienen historia, porque son. Lo primitivo y eterno de su ser es sobrehumano y la más perfecta semejanza con la del hombre.

El rostro divino no expresa la voluntad. Toda forma de poderío o salvajismo le es extraña. En su mejilla no se lee el sobresalto sino la claridad, ante la cual las monstruosidades bárbaras se esfuman. Ninguna rareza llamea en su mirada, ningún enigma místico juega perdiéndose en esos labios, ningún exceso rasga el gran carácter de la expresión y lo aleja hacia lo fantástico. La aparición divina no tiene nada de la irrupción sin medida, de la fuerza en lo colosal; ella no soporta, según el modo asiático, lo gigantesco de la potencia mediante una construcción grotesca y multiplicada sobre la visión. Toda esta monstruosa dinámica será igualmente dejada de lado mediante la pura grandeza de la naturaleza.

No podríamos imaginarnos un contacto de tú a tú con un ser de esta naturaleza, al igual que un confidente o una persona amada. Ante él nos sentiríamos avergonzados y pequeños, cuando el poderío existencial del gran rostro no apagase el propio sentimiento de sí y elevase la vida derramada de nuevo a la luz. Un instante de hundimiento en ese rostro es como un baño de renacimiento en aguas eternas, que purifican todo lo demasiado humano. Por el sueño de un momento —en este sueño desaparece el hombre no divino— el que no se ha degradado con pecados y apetitos, sino que ha cuidado su celo y la necesidad de sus propias ligaduras; él, el esclavo de la propia comprensión, igualmente mezquino y temeroso, se preocupa de lo cotidiano, de la virtud y de la bienaventuranza. Y cuando la angostura viene mediante lo insólito, cuando incluso la aspiración hacia la santidad aparece todavía como muy terrenal, entonces surge el dios en el hombre y el hombre en dios.

La unidad de dios y del hombre en la esencia primitiva, ése es el pensamiento griego. Y sólo aquí se hace pleno el sentido general de la forma humana, mediante la cual lo divino se revela a los griegos. También para otros pueblos lo esencial en el hombre es la idea y lo igual con el co-nocimiento de la deidad. Mientras que lo divino busca posibilitar la perfección del hombre como poder absoluto, sabiduría, justicia o amor, esto se ha ofrecido a los griegos en la figura natural de los hombres. Sabemos que les estaba reservado ver y concebir a los hombres como hombres, y que sólo ellos podían tener como tarea el no dedicarse a ninguna otra meta. Lo cual no es, ante todo, la idea de la filosofía: pertenece al espíritu que ha construido la imagen de los dioses olímpicos y con ello ha dado su dirección dominante al pensamiento de los griegos. Este espíritu fue la imagen del hombre, como una forma de eterno carácter cuyos rasgos puros son los de la deidad. En lugar de aumentar sus poderes y virtudes con fantasías piadosas, se mostró en las líneas cerradas de su naturaleza el contorno de lo divino. Así aparece todo lo que se ha dicho contra el «antropomorfismo» de la religión griega, una hueca charlatanería. Ella no ha hecho humana a la deidad, sino que ha visto divinamente la esencia del hombre. «El sentido y el esfuerzo de los griegos —escribe Goethe— es divinizar al hombre, y no antropomorfizar la deidad. ¡Aquí se da un teomorfismo, ningún antropomorfismo!» (Myrons Kuh, 1812). La obra más importante de este teomorfismo es el descubrimiento de la protoimagen del hombre que, como la más sublime revelación de la naturaleza, también debía ser la más propia expresión de lo divino.

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viernes, 23 de septiembre de 2016

Dioses y hombres 1 de 7

Dioses y hombres 1 de 7
Walter F. Otto: Los Dioses de Grecia

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Que el hombre está hecho a imagen de Dios, lo dice el Génesis con orgullo. Encontramos el mismo pensamiento en la doctrina griega acerca de la creación. «Cuanto el joven, del alto éter, diversas tierras y gérmenes del afín cielo, abrigó en sí, lo mezcló Prometeo con corriente y agua y lo formó a imagen del dios todopoderoso.»

Finxit in effigiem moderantum cuncta deorum.
Ovidio, Metamorfosis 1, 82 y sig.

El ser divino posee también la perfección, de la cual la humana es un reflejo.

Por consiguiente, ¿cuál es, en el espejo del espíritu griego, la más alta expresión del ser humano, o su mayor transfiguración, en la que se revela igualmente la imagen de la deidad? ¿Qué ideal del hombre nos mira desde el rostro divino como grande e importante?

Los rasgos para determinar lo esencial en su fundamento no se demuestran por medio de interpretaciones directas. Por muy numerosos que pudieran ser los expresos testimonios acerca del carácter de una deidad, ellos dan siempre una concepción unilateral y exagerada. Incluso en las religiones superiores debemos reparar en lo más profundo de la predicación dotada de visión plástica, porque ella permite hacer aparecer viva ante nosotros a la deidad. Y esta imagen es tanto más corriente cuanto no busca mejorar el mundo, avergonzar o consolar, sino simplemente dar testimonio de lo superior, lo más divino y digno de veneración en que el espíritu pueda creer y ver. Para los griegos las divinas formas no son, como para otros pueblos, solamente signos secundarios y no responsables de la verdad divina; en esta religión natural y no dogmática ellas son directamente los profetas.

Al poeta lo exponen los dioses en acciones y palabras; el artista figurativo lo lleva, inmediatamente, ante los ojos. Las obras de los grandes plásticos estimulan la más fuerte impresión en el espectador, a quien no se le ocurre clarificarla. Por el contrario resultaría suficientemente advertido con prejuzgar la antigua representación griega de dios según historias graciosas y frívolas, como han sido relatadas en la poesía posterior. Porque esas imágenes respiran una elevación y una grandeza que se deben oír sólo con veneración, en antiguas canciones y, a veces, alegres o estremecidas advocaciones de la tragedia, donde encuentran aquéllas sus iguales. Es un triunfo concebir el sentido de estas cualidades ya que así se responde a la pregunta de cómo ha visto el antiguo espíritu griego la perfección del hombre y, consecuentemente, la imagen de la deidad.

Los dioses y su imperio, cuya significación hemos buscado oportunamente, testimonian el vivo y abierto sentido con que el griego buscaba reconocer lo divino en sus múltiples formas del ser natural; el grave como el juguetón, el poderoso como el humilde, el abierto como el enigmático. En ninguna parte era el vuelo del soñar y los deseos humanos, siempre y en todas partes era el poder de la realidad, la respiración, el aroma y el vislumbre de la vida que corre, que lo rocía con el espléndido púrpura de lo divino. Cuando la deidad le sale al encuentro en figura humana, cuando se encuentra en sus imágenes, no debemos esperar que la naturaleza, en cuyo fundamento también aspira siempre a superarse y a liberarse, sea su único apoyo, ya que por su esencialidad solamente un dios puede y se atreve a ocupar tal imagen.

No será fácil para nosotros, hombres de hoy, seguir a los griegos por estos caminos. La tradición religiosa en que hemos sido educados reconoce en la naturaleza sólo el lugar de combate de virtudes

piadosas, cuyo hogar espiritual yace más allá de sus flores, de sus desarrollos o de sus formas. El modo de pensar mecánico y técnico ha convertido al mundo, formado y planificado, en un engranaje de fuerzas invisibles y aspiraciones; el hombre es un ser que desea o quiere, dotado de grandes o pequeñas cualidades. Cuando el griego veía en cada cruce de caminos un rostro divino, cuando él, incluso en la muerte, confiaba en las imágenes de la vida autosuficiente, tanto que con cada verdad adornaba su monumento, así también para nosotros toda existencia es un correr hacia metas cada vez más lejanas, y el valor del hombre lo constituyen sus energías. Lo más humano debe hallarse lo más alejado posible de la sencillez y rectitud del existir que nosotros, con expresión rápida, llamamos natural. Las dificultades que ello encuentra en sí, la contradicción del mundo dado, lo simple de los encadenamientos y motivos, el largo dolor de la búsqueda y del choque, nos lo hacen auténticamente interesante. Junto a estos ideales aparecen las imágenes griegas y gustosamente reconocemos su belleza tan infantil, tan complaciente, tan sin problemas. Solamente a lo que nace del combate lo llamamos significativo y profundo. Acerca de lo sangriento de la aparición griega podemos dejarnos encantar, pero evitamos nuestra reverencia por lo circulante, lo titánico en la voluntad y en la búsqueda, por todo lo incondicionado, ilimitado e inesperado que em-puja, por todo lo inalcanzable y laberíntico de la humanidad. Esta estructura de la vida se encuentra profundamente en las formas griegas. Ella se desgasta contrapuesta a las grandes figuras del ser, que tanto decían al antiguo espíritu griego. Mientras nosotros nos hemos limitado a lo subjetivo —ya fuere la buena o mala voluntad en sus formas poderosas de aparición, o lo acostumbrado, lo que busca una salida en los tormentos y penurias sobrellevados—, el modo del genio griego fue el reconocer las formas eternas del crecimiento y del florecer, de la risa y del llanto, del juego y de la seriedad como realidades del ser humano. Su atención no la dirigían los poderes, sino el ser; el griego supo —ante las formas humanas enfrentadas con tales esencialidades— que él debía ser reverenciado como los dioses.

jueves, 22 de septiembre de 2016

La Atlántida: una visión profunda del mito. Las islas occidentales.

La Atlántida: una visión profunda del mito. Las islas occidentales.


El Occidente era un término que en el mundo antiguo representaba lo desconocido, lo ignoto y mítico. Más allá de Iberia para los griegos o Hispania para los romanos se encontraba un vasto océano, cruel y traicionero, al que pocos se atrevían a desafiar. Con esta percepción del mundo y en el jugo de una serie de creencias y leyendas que se arrastran desde los albores de los tiempos surge el mito de Atlantis y del que Platón fue solamente uno más de los transmisores de dicha leyenda. Y es que la Atlántida es de sobra conocida por todos... ¿seguro?, pues resulta que realmente no. La inmensa mayoria de la gente tiene una visión muy superficial del mito, y cuando digo superficial es muy muy superficial. Innumerables son los libros, películas, videojuegos, comics, etc., que nos han hablado del mítico continente, casi siempre ofreciendo un aspecto muy sintético y lleno de tópicos.

La Atlántida es mucho más que un simple mito, es el reflejo de una mentalidad, de una forma de pensamiento y una idiosincracia muy particular del mundo antiguo, del mundo indoeuropeo en general. Veremos como Atlantis es una de las muchas interpretaciones de una serie de creencias que hunden sus raices en lo más profundo de la prehistoria reciente. Así es, la inmensa mayoría de las creencias y mitos que damos por sentado que corresponden a una época concreta, en este caso al periodo griego clásico, tienen su origen en la prehistoria, sólo es cuestión de indagar.

Como veremos en el monográfico, la Atlántida ha sido a lo largo de la historia de la arqueología buscada hasta la saciedad, y aún se la sigue buscando. Tartessos, Las Azores, Las Canarias o incluso Perú son algunos de los candidatos a ser los restos perdidos de aquella civilización atlante tan buscada. Como veis, algunas sugerencias de localización son muy costosas de creer. Independientemente de la fiabilidad de las excavaciones o estudios hechos al respecto, lo que es cierto es que este mítico continente es un caso perdido, por más que se busca no se logra encontrar absolutamente nada. Es un amor platónico inalcanzable para los arqueólogos. 

Dicho esto a título de introducción, veamos lo que sabemos de la Atlántida a partir de Platón, fuente principal y el primer "divulgador" de su leyenda.

Origen y mito

“Sí, Solón, hubo un tiempo, antes de la más grande destrucción por las aguas, donde la ciudad que es hoy de los atenienses era, de todas, la mejor para la guerra (…). En ese tiempo se podía pasar por este mar. Había una isla delante de ese pasaje que ustedes llaman las Columnas de Hércules (…). Ahora bien, en esta isla Atlántida, sus reyes habían formado un gran y maravilloso imperio (…)”.

De esta manera Platón (428-347 a.C.), en su obra “El Timeo”, inicia la descripción de la Atlántida. También la incluirá en “Critias” y gracias a estos escritos suyos conocemos en cierta medida el mito de esta enorme isla. En ellos, Critias, discípulo de Sócrates, cuenta una historia que de niño escuchó de su abuelo y que este, a su vez, supo de Solón, es decir, el venerado legislador ateniense, a quien se la habían contado sacerdotes egipcios en Sais, ciudad del delta del Nilo. La historia, que Critias narra como verdadera, se remonta en el tiempo a nueve mil años antes de la época de Solón (638-558 a.C., por lo tanto de hacia el 9600 a.C.) para narrar cómo los atenienses detuvieron el avance del imperio de los atlantes, belicosos habitantes de una gran isla llamada Atlántida, situada frente a las Columnas de Hércules y que, al poco tiempo de la victoria ateniense, desapareció en el mar a causa de un terremoto y de una gran inundación.

Para explicar y adentrarnos detenidamente en la descripción de la Atlántida, voy a ir extrayendo fragmentos de El Timeo y de Critias y los vamos a ir explicando poco a poco. Veamos, pues, el primero de los fragmentos del Timeo:

"En dicha isla, Atlántida, había surgido una confederación de reyes grande y maravillosa que gobernaba sobre ella y muchas otras islas, así como partes de la tierra firme. En este continente, dominaban también los pueblos de Libia, hasta Egipto, y Europa hasta Tirrenia. Toda esta potencia unida intentó una vez esclavizar en un ataque a toda vuestra región, la nuestra y el interior de la desembocadura".

Lo que se puede observar en este párrafo es que parece ser que la Atlántida estaba gobernada por un conjunto de reyes, una confederación monárquica, es decir, había una serie de reinos-estados con sus propias leyes pero que conjuntamente formaban un enorme imperio que llegaba hasta África y Europa, en este último caso hasta Tirrenia, es decir, hasta Italia. Se trata de una nación imperialista y opresora que esclaviza y subyuga a los pueblos conquistados e, incluso, una de las veces llegó hasta la misma Atenas en un intento de sometimiento pero serían rechazados coincidiendo más o menos en tiempo con el desastre que hundiría la Isla en el Océano.

Sigamos ahora con lo que nos dice Platón en Critias, más concreto con diferencia y, para ello, vamos a comenzar por el principio, el inicio de los tiempos y la división de la Tierra entre los dioses, división en la que tuvo un papel importante la llamada "Atlantis Nesos", la isla de Atlantis:

"En cierta ocasión, los dioses sortearon entre sí toda la tierra (...) Tras obtener en suerte lo que les agradaba, habitaron las distintas zonas, y después de poblarlas, nos criaban como si fuésemos sus posesiones y sus crías, igual que el rebaño del pastor (...). Cuando a Poseidón le tocó en suerte la isla de Atlántida la pobló con sus descendientes, nacidos de una mujer mortal en un lugar de las siguientes características. El centro de la isla estaba ocupado por una llanura en dirección al mar, de la que se dice que era la más bella de todas, y de buena calidad, y en cuyo centro, a su vez, había una montaña baja por todas partes, que distaba unos cincuenta estadios del mar. En dicha montaña habitaba uno de los hombres que en esa región habían nacido de la tierra, Evenor de nombre, que convivía con su mujer Leucipe. Tuvieron una única hija, Clito, cuando la muchacha alcanza la edad de tener un marido, mueren su padre y su madre. Poseidón la desea y se une a ella, y, para defender bien la colina en la que habitaba, la aísla por medio de anillos alternos de tierra y mar de mayor y menos dimensión: dos de tierra y tres de mar en total, cavados a partir del centro de la isla, todas a la misma distancia por todas partes, de modo que la colina fuera inaccesible a los hombres.

Entonces todavía no había barcos ni navegación. Él mismo, puesto que era un Dios, ordenó fácilmente la isla que se encontraba en el centro: hizo subir dos fuentes de aguas subterráneas a la superficie -una fluía caliente del manantial y la otra fría- e hizo surgir de la tierra alimentación variada y suficiente. Engendró y crió cinco generaciones de gemelos varones, y dividió toda la isla de Atlántida en diez partes, y entregó la casa materna y la parte que estaba alrededor, la mayor y mejor, al primogénito de los mayores y lo nombró rey de los otros. A los otros los hizo gobernantes y encargó a cada uno el gobierno de muchos hombres y una región de grandes dimensiones. A todos les dio nombres: el mayor y rey, aquel del cual la isla y todo el océano llamado Atlántico tienen un nombre derivado; porque el primero que reinaba entonces llevaba el nombre de Atlante. Al gemelo que nació después de él, al que tocó en suerte la parte externa de la isla, desde las columnas de Heracles hasta la zona denominada ahora en aquel lugar Gadirica, le dio en griego el nombre de Eumelo, pero en la lengua de la región, Gadiro. Su nombre fue probablemente el origen del de esa región".

Representación artística de la Atlántida según el relato de Platón.

Aquí hay mucho de lo que hablar. Primeramente hay que saber que en el principio de los tiempos, como ya se ha visto, los dioses se repartieron la Tierra: a Zeus le adjudicaron el Cielo, a Hades el mundo subterráneo, y de manera semejante los restantes dioses fueron adjudicándose zonas del mundo. En nuestro caso, a Poseidón, dios del mar, los terremotos y los caballos se le adjudico la isla de Atlantis. Bien, según Platón, en esta gran isla, en su parte central existía una llanura extensa y bella y en cuyo centro había una especie de colina. En esta elevación habitaba un hombre, Evenor, que vivía con su mujer Leucipe. Esto es un punto que llama la atención; según el relato, Evenor es hijo de la tierra, es decir, hijo de Gea, la diosa de la Tierra y la fertilidad. Empezamos a adentrarnos en terreno “olvidado”. Me explico. En un principio, Poseidón no era un dios marino, Poseidón era un dios de la Tierra (sí, leéis bien). Su nombre primitivo era Posidón (si nos remontamos más, hasta época micénica, lo encontramos como Po-se-da-o o Po-se-da-wo-ne) y era venerado por los micénicos, los antiguos pobladores de Grecia en el II milenio antes de Cristo. Los micénicos eran un pueblo indoeuropeo que procedía en sus orígenes de zonas interiores del continente y nunca habían tenido contacto con el mar (posteriormente, cuando tuvieran los primeros contactos con los minoicos, la gran cultura de Creta, se empezaría a asociar Posidón con alguna otra divinidad marina masculina de ámbito minoico para, posteriormente, producirse un sincretismo entre ambas deidades). Posidón es un dios indoeuropeo que esta presente en numerosas culturas con diferentes nombres. Bien, volviendo al nombre antiguo de Poseidón, Posidón, éste viene a significar algo como “Señor de la Tierra” “Esposo de la Tierra” (Posis es una palabra indoeuropea que significa control o posesión y Don viene a ser una palabra que hace referencia a “diosa” o “diosa madre”).
¿Qué quiero decir con esto? Pues nada más y nada menos que Evenor podría ser un hijo de Poseidón y de Gea. Por lo que como veis, Poseidón tiene relaciones con su propia nieta, Clito.
Bueno independientemente de que sea cierto o no, el caso es que Poseidón es el dios patrón de la Atlántida. Él es el que, como se observa, organiza la isla y la dota de una serie de órganos gubernativos y de reyes. Pero hay una cosa demasiado importante pare saltársela a la ligera, uno de esos descendientes de Poseidón se llamaba Gadiro, y, qué casualidad, Cádiz era llamada Gadir por los griegos... Sigamos:

"Poseían tan gran cantidad de riquezas como no tuvo nunca antes una dinastía de reyes ni es fácil que llegue a tener en el futuro y estaban provistos de todo de lo que era necesario proveerse en la ciudad y en el resto del país. En efecto, aunque importaban mucho del exterior a causa de su imperio, la mayoría de las cosas necesarias para vivir las proporcionaba la isla. En primer lugar, todo lo que, extraído por la minería, era sólido o fusible, y lo que ahora sólo nombramos –entonces era más que un nombre la especie del oricalco que se extraía de la tierra en muchos lugares de la isla, el más valioso de todos los metales entre los de entonces, con la excepción del oro- y todo lo que proporciona el bosque para los trabajos de los carpinteros, ya que todo lo producían de manera abundante y alimentaba, además, suficientes animales domésticos y salvajes (...). Además, producía y criaba bien todo lo fragante que hoy da la tierra en cualquier lugar, raíces, follaje, madera, y jugos, destilados, sea de flores o frutos (...).Como recibían todas estas cosas de la tierra, construyeron los templos, los palacios reales, los puertos, los astilleros, y todo el resto de la región (...).El palacio dentro de la Acrópolis estaba dispuesto de la siguiente manera. En el centro, habían consagrado un templo inaccesible a Clito y Poseidón, rodeado de una valla de oro: ese era el lugar en el que al principio concibieron y engendraron la estirpe de las diez familias reales. De las diez regiones enviaban cada año hacia allí frutos de la estación como ofrendas para cada uno de ellos". 

En este otro fragmento podemos ver como la isla era una fuente enorme de recursos, tenía minerales, metales, alimentos y animales que criar. Los propios habitantes de la gran isla tenían más que suficiente para sobrevivir, pues todo había sido dispuesto así por Poseidón. La Atlántida era su isla y sus habitantes sus hijos por lo que podemos decir que esto podía representar una antítesis a lo que ocurría con Zeus en su “parcela”, en su continente, es decir, en Grecia. 

"Lo relativo a los puestos de gobierno y los honores estuvo ordenado desde el principio de la siguiente manera. Cada uno de los diez reyes imperaba sobre los hombres y sobre la mayoría de las leyes en su parte y en su ciudad, y castigaba y mataba a quien quería. El gobierno y la comunidad de los reyes se regían por las disposiciones de Poseidón tal como se las transmitía la constitución y las leyes escritas por los primeros reyes en una columna de oricalco que se encontraba en el centro de la isla en el templo de Poseidón, dónde se reunían, bien cada lustro, bien, de manera alternativa, cada seis años, para honrar igualmente lo par y lo impar. En las reuniones, deliberaban sobre los asuntos comunes e investigaban si alguno había infringido algo y lo sometían a juicio".

Aquí vemos un fiel reflejo de la disposición gubernativa de la isla, más o menos como dije en un principio, una serie de monarquías que tienen un poder jurisdiccional en sus respectivos territorios. También como se viene viendo, tanto la constitución como las leyes son impuestas por Poseidón. Este dios está presente en todos los aspectos de la vida de los atlantes y toda decisión importante que tomen la harán bajo juramento a Poseidón. Poniendo punto y final al mismo, vemos como el filósofo griego termina su historia con la destrucción de Atlantis ordenada por los dioses:

"Según el relato, tan gran potencia y de tales características existentes entonces en aquellas zonas ordenó y envió el Dios contra nuestras tierras por la siguiente razón. Durante muchas generaciones, mientras la naturaleza del Dios era suficientemente fuerte, obedecían las leyes y estaban bien dispuestas hacia lo divino emparentado con ellos. Poseían pensamientos verdaderos y grandes en todo sentido, ya que aplicaban la suavidad junto con la prudencia a los avatares que siempre ocurren y unos a otros, por lo que excepto la virtud, despreciaban todo lo demás, tenían en poco las circunstancias presentes y soportaban con facilidad, como una molestia, el peso del oro y de las otras posiciones. No se equivocaban, embriagados por la vida licenciosa, ni perdían el dominio de sí a causa de la riqueza, sino que, sobrios, reconocían con claridad que todas estas cosas crecen de la amistad unida a la virtud común, pero que con la persecución y la honra de los bienes exteriores, estos decaen y se destruye la virtud con ellos. Sobre la base de tal razonamiento y mientras permanecía la naturaleza divina, prosperaron todos sus bienes, que describimos antes. Mas cuando se agotó en ellos la parte divina porque se había mezclado muchas veces con muchos mortales y predominó el carácter humano, ya no pudieron soportar las circunstancias que los rodeaban y se pervirtieron, y al que los podía observar les parecían desvergonzados, ya que habían destruido lo más bello de entre lo más valioso, y los que no pudieron observare la vida verdadera respecto de la felicidad, creían entonces que eran los más perfectos y felices, porque estaban llenos de injusta soberbia y de poder. El Dios de Dioses Zeus, que reina por medio de leyes puesto que puede ver tales cosas, se dio cuenta de que una estirpe buena estaba dispuesta de manera indigna y decidió aplicarles un castigo para que se hicieran más ordenados y alcanzaran la prudencia. Reunió a todos los dioses en su mansión más importante, la que, instalada en el centro del universo, tiene vista a todo lo que participa de la generación y, tras reunirlos, dijo... [El relato está inconcluso]".

Antes de nada, como veis al final, el relato está inacabado por lo que no podemos saber exactamente la conclusión aunque se presupone que ocurre algún tipo de catástrofe que hunde a la isla en el mar.

Según nos cuenta Platón, los atlantes, embriagados por el poder y la soberbia y corrompidos por la desaparición de su parte divina, empezaron a actuar de forma déspota y aborrecible, deseando los bienes y las riquezas del exterior por lo cual intentaban conquistar nuevas tierras y someter a sus habitantes. Es por estas razones por las que en principio Zeus se da cuenta de que una forma de existencia tal, tan indigna, debía ser castigada. De esta manera convoca a los demás dioses para llegar a un acuerdo sobre qué hacer con esta civilización. El veredicto final es de sobra conocido: la eliminación de la faz de la Tierra de todo rastro atlante.

Dios del cabo Artemisio: aún no se sabe si representa a Zeus o a Poseidón.

Llegados a este punto, ¿qué tipo de conclusiones podemos sacar a partir de lo que nos cuenta Platón? Lo más importante es que con esta historia Platón intenta demostrar que hubo antes un pueblo mucho más desarrollado y capaz que el ateniense. Los Atenienses habían pasado por una etapa, sobre todo con Pericles, de cierto imperialismo pues a partir de las guerras médicas, Atenas se había ido imponiendo progresivamente sobre las demás poleisgriegas, no de forma violenta sino mediante diplomacia y tributos. Platón intenta alertar de lo que le puede llegar a pasar a un pueblo que intenta dar rienda suelta a los aspectos más aborrecibles del gobierno humano: prepotencia, soberbia y conquista, elementos que formarían parte de los argumentos que los dioses usarían para castigarlos por indignos.

Por otra parte, Platón está intentando reflejar el proceso de evolución de una civilización: nacimiento, desarrollo y muerte, algo cíclico en la historia, según la visión de los griegos, visión que en cierta medida ha llegado hasta nosotros. Toda civilización, por muy desarrollada que esté siempre confluirá en un mismo punto, más tarde o más temprano: su desaparición.

Todo esto está muy bien, es una forma interesante y didáctica de mostrar lo que le ocurre a una civilización que ha sido víctima de sí misma pero, y llegamos al punto más interesante, ¿qué subyace debajo de este relato?, ¿qué hay más allá de la explicación de esta civilización, de sus costumbres y su trágico final? Comenzamos a pisar en terreno fangoso, donde la información y las fuentes son extremadamente escasas y donde hay que echar mano de las creencias más antiguas, no transmitidas en papel. Veamos pues una interpretación de lo que realmente significa la Atlántida como conjunto, es decir, de dónde procede este relato que, curiosamente, aparece tan repetidamente en diversos pueblos, bajo distintos nombres y en distintos contextos pero que al fin y al cabo obedecen a una misma idea: El Otro Mundo. Entramos ahora en el campo de la hipótesis y la subjetividad por mi parte, lo cual significa que todo lo que diga a continuación es perfectamente criticable y discutible. Esto es solo una visión particular del tema.

Bien, como hemos ido viendo a lo largo del monográfico, la Atlántida o Atlántis representa el punto álgido de una civilización, plenamente desarrollada, siempre de acuerdo a la época a la que pertenece, y que sirve como ejemplo para el ideal de convivencia y gobierno civil aunque luego acabe como acabe. También hemos visto que los pobladores de la isla tienen todo lo disponible, frutos, animales, recursos forestales, etc., en abundancia y gozan de una vida plena cuasi divina. Esto es algo importante a tener en cuenta para entender el origen, si no verdadero si aproximado de un conjunto de mitos indoeuropeos entre los que se incluye la Atlántida.

Aprovecho para explicar quienes eran los indoeuropeos. Los indoeuropeos fueron un conjunto de pueblos prehistóricos, localizados a finales del neolítico, que vinieron a Europa posiblemente desde un vasto territorio situado en algún lugar entre las estepas rusas y el Cáucaso. Ya dominaban al caballo hacia el 3000 a. C. y conocían tanto la ganadería como la agricultura. Debido a su nomadismo terminaron por llegar al este de Europa, mezclándose con las poblaciones autóctonas de la zona, intercambiando con ello conocimientos, costumbres y creencias. Poco a poco su influencia, a la par que algunos contingentes de poblaciones de ésta índole, fueron esparciéndose por Europa. Los indoeuropeos gozaban de una lengua madre primigenia común que poco a poco fue fragmentándose en función de los grupos poblacionales que se iban dividiendo en su avance por nuestro continente; así se gestaron lenguas como el proto-germano, el proto-celta, el latin o el griego entre otras muchas. Desgraciadamente, estos indoeuropeos son los famosos arios de los nazis, si bien siendo una visión ultradistorsionada de lo que la arqueología actual ha podido demostrar: ni formaban raza alguna ni se impusieron imperialistamente a nadie. Tampoco eran altos, rubios y de ojos azules, aunque alguno habría claro, ni eran una raza superior. Simplemente fueron una población más de las tantas que han surgido en nuestra historia y que se han ido moviendo e influyendo por los territorios por los que pasaban; no hay más.

Estas poblaciones trajeron consigo numerosos mitos, perdidos evidentemente, de transmisión oral. Huelga decir que muchos de esos mitos seguramente se mezclasen con los ya existentes de las poblaciones autóctonas europeas. El caso es que se enriquecieron por ambas partes y algunos, si buscamos entre las brumas del tiempo, los identificamos en relatos muy posteriores.

Dentro de las mitologías de muchos pueblos de origen indoeuropeo, como son los griegos, los celtas, los germanos, los latinos, los eslavos, los hititas (en Turquia), etc., aparecen referencias a islas míticas hacia el Occidente. Veamos algunos ejemplos: entre los celtas aparecen numerosas leyendas sobre islas Occidentales en las que habitan seres que viven eternamente con toda la abundancia deseable, es el caso de la isla Tir Na Nog (Tierra de los jóvenes), Hy Breasail (muy semejante a la descripción que hace Platón de la Atlántida), Tirfo Thuinn (Tierra bajo las olas), Tirn Aill (El Otro Mundo), Mag Mor ( La Gran Llanura; recordemos que Platón describe una gran llanura en la Atlántida) o incluso Ávalon, la Tierra de las Manzanas, donde nadie envejece.

Por otro lado, volviendo a los griegos, a parte de la Atlántida, encontramos otras islas, si bien no de la misma importancia que aquella si igualmente misteriosas, es el caso de las islas Hespérides (nombre dado en honor a unas ninfas de la Arcadia) o Las Afortunadas, semejantes en características a las ya mencionadas. También las fuentes grecolatinas nos hablan de la isla de Thule, situada muy al norte, más allá de la Hiperbórea (región situada por los griegos hacia la actual Rusia Occidental y Finlandia).

Como veis, no son pocas las islas mencionadas por toda clase de fuentes y leyendas antiguas y medievales. La inmensa mayoría coinciden en estar hacia el Occidente lejano y desconocido, son tierras en las que se es inmortal y nunca padeces enfermedad alguna pero también son tierras que simbolizan la muerte de alguna u otra forma. Simbolizan el paso a la otra vida, al Más Allá, en definitiva, es el Otro Mundo. Para la cosmovisión indoeuropea señalaba que el ser humano al morir se dirigía al occidente, a la tierra mágica e incógnita (muchas fuentes latinas mencionan que los fallecidos galos eran transportados hasta la costa noroccidental de la Galia para llevarlos hasta las costas britanas y de allí al lejano occidente, donde llegarían a la tierra de los muertos, donde no existe la enfermedad ni la pena y donde siempre hay alimentos y no hay escasez de ningún tipo, donde reina la inmortalidad). 

Todo esto quizá sea un eco lejano de las primeras migraciones de estos pueblos en el Neolítico cuando se dirigían hacia el oeste de forma migratoria y nómada, donde las tierras que aún estaban por descubrir eran su objetivo, un objetivo desconocido, inmerso en rumores y desconocimiento y que para ellos significaba una nueva vida. No se sabe y dudo que se sepa pero lo que es seguro es que todos estos pueblos coincidían en la existencia de islas y tierras míticas más allá de las costas occidentales.

Principales movimientos migratorios de los indoeuropeos.

Posible explicación histórica

Entramos ahora en un nuevo apartado totalmente distinto a lo que hemos ido viendo hasta ahora, basado principalmente en el mito. El siguiente apartado se va a centrar principalmente en intentar de una manera aproximada dar una explicación científica e histórica a la Atlántida si es que realmente existió.

Como primera explicación histórica que se baraja entre tantas es la que hace referencia a un desastre que ocurrió en una de las islas del Egeo hacia el 1600-1500 a.C. Platón, aún bebiendo de una larga tradición de mitos sobre islas, con el hecho de reflejar el trágico final de la Gran Isla lo único que estaba haciendo es plasmar el recuerdo de un hecho de enorme importancia que ocurrió en una isla que existió realmente, la isla de Thera, situada entre Creta y las Cícladas. Dicha isla era una colonia minoica que sufrió en la fecha indicada un gran cataclismo: el volcán que presidía la colonia explotó literalmente cual bomba atómica, destruyendo más del 60% de la islita. Este fenómeno creo terremotos y maremotos en las inmediaciones, de tal calibre que se atestiguan en algunas crónicas próximo orientales de la época. ¡Incluso la enorme nube de cenizas llegó a Groenlandia!, pues se han llegado a hallar estratos bajo los hielos compuestos por una fina capa de ceniza cuya fecha de deposición corresponde exactamente al 1500 a.C. Aunque esta hipótesis es, a mi parecer, bastante factible, hay muchos autores y arqueólogos que la desestiman por diversos motivos, principalmente porque no tiene nada que ver con la ubicación que nos hace Platón.

Otros investigadores han defendido la idea de que la Atlántida pudo asentarse en el continente antártico y que sus restos se hallan bajo su grueso manto de hielo. Para ello, sostienen que, antes del final de la última glaciación, la Antártida estaba más al norte de su actual situación, lo que convertía a este continente en un lugar menos frío que hoy y apto, por tanto, para el desarrollo de asentamientos humanos. Sin embargo esta es una idea un tanto descabellada, pues la Antártida se encontraba más al norte de su posición actual.. ¡pero hace más de 20 millones de años, no en la última glaciación! Esta es una teoría más sujeta al sensacionalismo y a la fantasía que a la posible realidad. También hay quien ha querido identificar a la Atlántida con el continente americano. En 1968, fueron encontrados bajo las aguas de Bimini, en las islas Bahamas, unas formaciones rocosas cuyas características hicieron pensar a algunos que se trataba de restos arqueológicos, pero este extremo no pudo confirmarse. Sin embargo, el reciente hallazgo de estructuras de piedra, de posible origen artificial, sumergidas a 650 metros de profundidad cerca de la costa sur occidental de la isla de Cuba, ha vuelto a poner de actualidad esta idea. De confirmarse este descubrimiento quizás habría que revisar parte de los cimientos de la historia, aunque no parece lógico situar la Atlántida tan lejos del mar Mediterráneo, teniendo en cuenta que las crónicas de los antiguos griegos nos hablan de que los atlantes comerciaron y mantuvieron guerras con pueblos de la rivera mediterránea.

Entonces, ¿existió realmente la Atlántida o únicamente se trata de un mito? Para algunos investigadores no hay dudas respecto a qué hubo civilizaciones antiguas poseyeron niveles de desarrollo y conocimientos técnicos superiores a los que se tuvieron en tiempos posteriores a consecuencia (y esa es la teoría) de la influencia previa de una civilización superior desconocida. Sin embargo, el problema surge cuando se piensa en la datación que otorga Platón a la Atlántida: más de 9.000 años. Veamos por qué.

Tradicionalmente, historiadores y antropólogos han vinculado la aparición de las primeras civilizaciones humanas al descubrimiento de la agricultura. Cultivar la tierra acabó con la necesidad de la vida nómada que identificaba a los grupos de cazadores-recolectores anteriores a las primeras sociedades agrícolas. También produjo excedentes de alimentos, con lo que no todos los miembros válidos del grupo tuvieron que dedicarse a su obtención. Esto facilitó la aparición de artesanos, de una incipiente clase dirigente y del inicio de actividades de intercambio comercial con otros pueblos. En algunos lugares, como en Mesopotamia, el valle del Indo y el valle del Nilo, las inundaciones anuales de sus ríos fertilizaban las tierras adyacentes, que como consecuencia producían abundantes cosechas. Fue en estos valles donde aparecieron las primeras civilizaciones humanas conocidas.

Podemos inferir, por tanto, la siguiente proposición: para que nazca una civilización, deben existir excedentes de producción de alimentos. Pero, aunque existen algunas evidencias de que, en ciertos lugares, la agricultura empezó a utilizarse en fechas próximas al año 10.000 a.C., no es hasta varios milenios después que su uso comienza a generalizarse. Por ello, los historiadores son reacios a admitir la posibilidad de que una cultura alcanzase el grado de “civilización” con anterioridad a estas fechas.
Así las cosas, tenemos las pistas necesarias para tratar de ubicar la Atlántida. Tuvo que haber estado “más allá de la Columnas de Hércules” pero no lejos del Mediterráneo. Además, se desarrolló en torno al año 10.000 a. de C. pero aquel pueblo no conoció la agricultura, pese a lo cual tuvieron que producirse excedentes de alimentos. Entonces, ¿cuál es la verdad?. Posiblemente, nunca la sabremos.

Carlos Alberca.

Bibliografía.

CHADWICK, John. El mundo micénico. Madrid: Alianza Editorial, 2005. Historia y Geografía.
PLATÓN. Critias.
PLATÓN. El Timeo.

http://antiguosaber.blogspot.pe/2013/11/la-atlantida-una-vision-profunda-del.html