Dioses y hombres 1 de 7
Walter F. Otto: Los Dioses de Grecia
Que el hombre está hecho a imagen de Dios, lo dice el Génesis con orgullo. Encontramos el mismo pensamiento en la doctrina griega acerca de la creación. «Cuanto el joven, del alto éter, diversas tierras y gérmenes del afín cielo, abrigó en sí, lo mezcló Prometeo con corriente y agua y lo formó a imagen del dios todopoderoso.»
Finxit in effigiem moderantum cuncta deorum.
Ovidio, Metamorfosis 1, 82 y sig.
El ser divino posee también la perfección, de la cual la humana es un reflejo.
Por consiguiente, ¿cuál es, en el espejo del espíritu griego, la más alta expresión del ser humano, o su mayor transfiguración, en la que se revela igualmente la imagen de la deidad? ¿Qué ideal del hombre nos mira desde el rostro divino como grande e importante?
Los rasgos para determinar lo esencial en su fundamento no se demuestran por medio de interpretaciones directas. Por muy numerosos que pudieran ser los expresos testimonios acerca del carácter de una deidad, ellos dan siempre una concepción unilateral y exagerada. Incluso en las religiones superiores debemos reparar en lo más profundo de la predicación dotada de visión plástica, porque ella permite hacer aparecer viva ante nosotros a la deidad. Y esta imagen es tanto más corriente cuanto no busca mejorar el mundo, avergonzar o consolar, sino simplemente dar testimonio de lo superior, lo más divino y digno de veneración en que el espíritu pueda creer y ver. Para los griegos las divinas formas no son, como para otros pueblos, solamente signos secundarios y no responsables de la verdad divina; en esta religión natural y no dogmática ellas son directamente los profetas.
Al poeta lo exponen los dioses en acciones y palabras; el artista figurativo lo lleva, inmediatamente, ante los ojos. Las obras de los grandes plásticos estimulan la más fuerte impresión en el espectador, a quien no se le ocurre clarificarla. Por el contrario resultaría suficientemente advertido con prejuzgar la antigua representación griega de dios según historias graciosas y frívolas, como han sido relatadas en la poesía posterior. Porque esas imágenes respiran una elevación y una grandeza que se deben oír sólo con veneración, en antiguas canciones y, a veces, alegres o estremecidas advocaciones de la tragedia, donde encuentran aquéllas sus iguales. Es un triunfo concebir el sentido de estas cualidades ya que así se responde a la pregunta de cómo ha visto el antiguo espíritu griego la perfección del hombre y, consecuentemente, la imagen de la deidad.
Los dioses y su imperio, cuya significación hemos buscado oportunamente, testimonian el vivo y abierto sentido con que el griego buscaba reconocer lo divino en sus múltiples formas del ser natural; el grave como el juguetón, el poderoso como el humilde, el abierto como el enigmático. En ninguna parte era el vuelo del soñar y los deseos humanos, siempre y en todas partes era el poder de la realidad, la respiración, el aroma y el vislumbre de la vida que corre, que lo rocía con el espléndido púrpura de lo divino. Cuando la deidad le sale al encuentro en figura humana, cuando se encuentra en sus imágenes, no debemos esperar que la naturaleza, en cuyo fundamento también aspira siempre a superarse y a liberarse, sea su único apoyo, ya que por su esencialidad solamente un dios puede y se atreve a ocupar tal imagen.
No será fácil para nosotros, hombres de hoy, seguir a los griegos por estos caminos. La tradición religiosa en que hemos sido educados reconoce en la naturaleza sólo el lugar de combate de virtudes
piadosas, cuyo hogar espiritual yace más allá de sus flores, de sus desarrollos o de sus formas. El modo de pensar mecánico y técnico ha convertido al mundo, formado y planificado, en un engranaje de fuerzas invisibles y aspiraciones; el hombre es un ser que desea o quiere, dotado de grandes o pequeñas cualidades. Cuando el griego veía en cada cruce de caminos un rostro divino, cuando él, incluso en la muerte, confiaba en las imágenes de la vida autosuficiente, tanto que con cada verdad adornaba su monumento, así también para nosotros toda existencia es un correr hacia metas cada vez más lejanas, y el valor del hombre lo constituyen sus energías. Lo más humano debe hallarse lo más alejado posible de la sencillez y rectitud del existir que nosotros, con expresión rápida, llamamos natural. Las dificultades que ello encuentra en sí, la contradicción del mundo dado, lo simple de los encadenamientos y motivos, el largo dolor de la búsqueda y del choque, nos lo hacen auténticamente interesante. Junto a estos ideales aparecen las imágenes griegas y gustosamente reconocemos su belleza tan infantil, tan complaciente, tan sin problemas. Solamente a lo que nace del combate lo llamamos significativo y profundo. Acerca de lo sangriento de la aparición griega podemos dejarnos encantar, pero evitamos nuestra reverencia por lo circulante, lo titánico en la voluntad y en la búsqueda, por todo lo incondicionado, ilimitado e inesperado que em-puja, por todo lo inalcanzable y laberíntico de la humanidad. Esta estructura de la vida se encuentra profundamente en las formas griegas. Ella se desgasta contrapuesta a las grandes figuras del ser, que tanto decían al antiguo espíritu griego. Mientras nosotros nos hemos limitado a lo subjetivo —ya fuere la buena o mala voluntad en sus formas poderosas de aparición, o lo acostumbrado, lo que busca una salida en los tormentos y penurias sobrellevados—, el modo del genio griego fue el reconocer las formas eternas del crecimiento y del florecer, de la risa y del llanto, del juego y de la seriedad como realidades del ser humano. Su atención no la dirigían los poderes, sino el ser; el griego supo —ante las formas humanas enfrentadas con tales esencialidades— que él debía ser reverenciado como los dioses.
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