Dioses y Hombres 7 de 7
Walter F. Otto: Los Dioses de Grecia
Las tres deidades, Zeus, Atenea y Apolo, muestran de triple modo el ideal de la masculinidad ennoblecida.
Uno de ellos es mujer, y ciertamente aquella en cuya imagen la esencia y brío del combate, la elevación del espíritu aparece divinamente. Esta notabilidad ya nos ha ocupado y hecho pensar al considerar la imagen de Atenea. Por lo tanto aquí sólo hay que señalar esto: la libertad de conocer y de imaginar, la creatividad espiritual, pertenece totalmente al reino de la humanidad y tiene, por eso, como deidad un puro carácter humano. Pero la energía y la violencia de la vida actuante, cuando debe elevarse por encima de lo brutal, requiere la explicación mediante lo femenino. Todos los grandes hombres de acción tienen su rasgo femenino que atenúa la dureza y hace distinguido al poder. Éste es el significado de lo femenino en las alturas de la religión griega. Por encima de eso ha perdido su poder. Ni el menor asomo de amor de mujer se mezcla en el respeto de la diosa Atenea.
Cuando Nietzsche dice que ha sido voluntad de los griegos superar lo femenino en el hombre, se verifica aquí esa afirmación. Es una conocida cualidad de las religiones antiguas el representar a sus divinidades en parejas o en ternas. En ambos casos el elemento femenino juega un significativo papel. En los círculos culturales del Oriente toma a menudo el primer lugar, y el hombre, o cuando se trata de tres personas, los hombres, se hallan por debajo de ella. En las antiguas trinidades griegas, por el contrarío, no se halla la naturaleza femenina ni una vez en equilibrio frente a las demás. Sí es, en un cierto sentido, inexistente, ya que por sus rasgos característicos se sobrepone —Atenea— solamente al más alto brillo. Amor y maternidad le faltan; ella es virgen, pero sin nada de la fragilidad de una Ártemis que instantáneamente estalla, en calor y ternura maternal. Su sentido es masculino, y corresponde a la representación que de él da el relato homérico cuando Esquilo, en las Euménides, le hace decir: ella está con sentido y corazón del lado del hombre y se siente como hija del padre (735 y sigs.). Mientras en otras religiones también se le atribuye a la divinidad masculina la femineidad, ésta es a menudo irreconocible; confirma lo griego su sentido masculino aun en la compañía femenina de las mayores trinidades divinas. La mujer es más elemental que el hombre y mucho más entregada a su existencia individual. Su organismo físico le otorga una cercanía con lo corporal. La total esfera de lo sensible y concreto es tratado por ella con devoción y reverencia, cualidad que permanece naturalmente extraña al sentimiento masculino. Su poder yace en su aparición y persona. Mientras el hombre va hacia lo general, impersonal e insensible, ella concentra su poder en lo único, en la personalidad, en la realidad objetiva. Como el hombre en el momento del encanto hace su ídolo, así está ella, hecha por la naturaleza para sentir su individualidad con todos los poderes.
Es del mayor interés notar cómo muchos rasgos distintivos de diversas religiones e imágenes del mundo se dejan ordenar según este o aquel carácter fundamental. La deidad griega, masculinamente dotada, no toma su personalidad con el celo de otros dioses. No espera que el hombre viva para servirla y realiza sus mejores hechos para perfeccionar su persona. La honra, que toma para sí, no se presenta de tal modo que ningún otro se atreva a reconocerla. Se alegra de la libertad de espíritu y busca en la vida humana más sentido y penetración que atadura, como fórmulas determinadas, gestos y objetivaciones.
En nada se distingue la específica religiosidad griega de otras visibles, sino mediante su posición respecto del elemento y de la concreta objetividad. El mundo de la materia prima y de los poderes divinos es para él sagrado. Pero su pensamiento acerca de lo divino se halla por encima del más alto vuelo. Mientras en otras creencias y cultos la relación con lo material en la realidad objetiva permanece insoluble, se reconoce la pura fe humana de los griegos en la libertad y espiritualidad. Como él en su forma homérica no arriesga ninguna permanencia del cuerpo objetivo y del alma objetiva, para constituir en una sola gran idea el pasado, el presente y el futuro, así podría mostrar y rogar en la profundidad existente de todo lo concreto la figura eterna.
Esta espiritualidad de la religión alcanza en las más jerarquizadas deidades su más desembozado aspecto. A su reino de todos los seres terrenales sólo tiene acceso el hombre. Pero también su ser es forma, no espíritu absoluto al que querría oponerse la naturaleza como algo de menor valor. Ninguno de ellos se revela al conocer o a la ascendencia que pretende estar por encima de este mundo. Nadie distingue categóricamente entre el bien y el mal, y tampoco dirige la naturaleza con un código establecido de una vez para siempre. Ellos quieren la naturaleza que se hace plena mediante la penetración y el sentido elevado. Y esta plenitud aparece en su misma forma divina y está como ser perfecto por encima de lo incompleto y de la fugacidad de la vida humana.
Así perpetúan también ellas una realidad bien determinada, en este caso espiritual: la de la humanidad superior.
La superioridad en la cual sobresalen Zeus, Apolo y Atenea por encima de los otros olímpicos es clara en todas partes. Su aparición es distinta y acompañada por el máximo esplendor. Donde se dirija un deseo hacia el poder divino se hallan estos tres nombres formalmente unidos. De tal modo en los poemas homéricos (por ejemplo en Ilíada 2, 371), y especialmente más tarde en el lenguaje religioso de Atenas, la no distinción de los hijos de Zeus, Atenea y Apolo, encontró al final de la Ilíada una bien lograda expresión simbólica, ejemplificada en la batalla de los dioses del libro 21, donde Atenea arroja al furioso Ares con gran superioridad, y Apolo con elevado sentido impide al hombre que, por causa del dios, se trabe en lucha con Poseidón. Estas tres deidades supremas tienen por belleza y sentido la grandeza. Épocas posteriores se inclinaron siempre a interpretar en el cuidado general y en la justicia la más alta prueba de lo divino.
Cuando veo perecer al mal
entonces creo que un dios vive en el cielo.
Así permite Eurípides que hable en el Enomao (fragmento 577) uno de sus personajes. El campesino Hesíodo, en su dura lucha contra la mentira y la injusticia, no puede pensar que la deidad pudiera ser algo más valioso que aquello que para él, en su existencia, es lo más digno de vene-ración. Por ello reconocemos el modo de sentir de una vida realizada con independencia de la ciudad. Los historiadores de la religión hablan de claridad y profundización de lo religioso. Pero el reclamo de justicia es más bien un signo de la incipiente «desdivinización» del mundo. El recto hablar de la fortuna que cada individuo cree poseer se eleva por encima de la cadente conciencia de la actualidad divina. También en el mundo homérico se cree en la justicia victoriosa de Zeus. Luego del traicionero tiro del arco que quebranta el sagrado juramento, pide Agamenón que el día del descenso para Ilión y Príamo y todo su pueblo sea cierto, seguramente el odio concentrado de Zeus lo hace expiar su delito, cuando eso no acontece en el acto (Ilíada, 160 y sigs.). También Menelao, a quien le sucede la primera injusticia, mantiene a pesar de los malos ataques la confianza en la justicia del cielo (Ilíada 13, 622 y sigs.). Una conocida semejanza piensa el estallido con el que Zeus aflige al injusto juez (Ilíada 16, 384 y sigs.). Sí, el poeta de la Odisea permite llamar al antiguo Laertio, quien conoce la caída del hombre libre, «¡Padre Zeus! Así vive su dios olímpico aun cuando realmente los libres debían expiar sus culpas» (351).
Pero tales pensamientos no ocupan el primer plano de la fe homérica, como podría ocurrir en un mundo cuya más brillante y querida figura humana no se presenta mediante una larga vida feliz, sino que en la primera flor de su juventud debe caer; el más hermoso de los hijos de la tierra, cuya corta vida no fue otra cosa más que una lucha y tensión por lo más querido y lágrimas.
No salva al héroe divino la madre inmortal,
cuando él, cayendo en las puertas de Troya cumple su destino.
Pero ella sale del mar con todas las hijas de Nereo,
y el lamento crece por el hijo venerado.
Mirad cómo lloran los dioses, lloran las diosas todas,
porque lo bello pasa, porque lo perfecto muere.
Incluso una canción de queja en la boca del querido es gloriosa
ya que lo común pasa sordo.
Schiller, «Nänie»
Para el espíritu humano que no añora felicidad sino grandeza es la consecuencia del divino imperio, distinta de la que campesinos y ciudadanos habrían deseado en su finca y ganancias. Otto Grupe ha señalado qué gran línea atraviesa la Ilíada homérica (véase Griechische Mythologie und Religionsgeschichte, pág. 1013). Zeus abarca el deseo de Aquiles, que los griegos, mientras él solo permanece atrás, deben hallarse en dura precariedad (Ilíada 1, 409); pero incluso él mismo debe pagarlo con el más profundo dolor, ya que la penuria de los griegos envió a su más querido amigo a la muerte y él para vengarlo debe reconciliarse con los dioses, de modo que su propia caída está determinada; a la muerte de Héctor le sigue la suya (Ilíada 18, 96). El hombre debe elegir, lo que él elige lo cubre y al final refleja mucha impasibilidad y renuncia. Luego puede, como Aquiles, sentirse fraternal con los enemigos y llorar (Ilíada 24, 509 y sigs.). Pero él no ha elegido la vida suave, sino la grande. Esta gran humanidad podría convocar a las generaciones cuya religión se ha vuelto entretanto más pura y estricta: ¿qué lamenta él por la injusticia y qué llega al cielo cuando quiere decir que ellos no viven según sus méritos? ¿Sus afincadas y aprovechadas vidas no han elegido también la injusticia que los estremece con el derecho que les debe fortaleza?
La justicia no se halla por encima de lo estrictamente humano. ¡Pero sí lo grande! Puede, más allá de la felicidad y la desgracia, de lo justo y de lo injusto, del amor y del odio, brindar la debida reverencia y sabe bien que éstos constituyen momentos de toda una vida. Ello puede dar la mano al enemigo, ver a los culpables y a los signados por el destino para la gloria, pero no porque ame o sea humilde, sino porque su elevación conoce regiones donde las medidas y valoraciones se volatilizan. Esta grandeza confirma al más alto dios olímpico con Héctor en el libro 17 de la Ilíada (198 y sigs.). Héctor debe sucumbir. La caída de Patroclo era la culminación del triunfo troyano. Ahora el destino se ha agilizado. Al morir, dice Patroclo a su vencedor: «Pronto es la muerte para ti el inevitable destino...» (16, 852 y sigs.). Pero Héctor no lo cree. En el elevado sentimiento del triunfo piensa en vencer a Aquiles (860). Sus últimas grandes horas se convierten igualmente en las más oscuras para el aqueo. La armadura de Aquiles, a quien el muerto Patroclo se la había tomado, es llevada como símbolo de triunfo a Troya (17, 130); sin embargo Héctor, que dio el mandato, apresuró a los portadores: él se quiere poner «la divina defensa del pélida Aquiles, el regalo del cielo» (194), para poder, en el brillo del mayor triunfo, entrar en la batalla. Sabemos lo que ha de suceder, y así nos queda su orgullo como una deplorable imagen de ceguera humana. No obstante, el padre de los dioses piensa con más grandeza de lo que el hombre podría gustosamente pensar de la deidad (198 y sigs.). El destino debe seguir su camino. No volverá del combate, ninguna mano viviente se convertirá para él en instrumento que lo despoje de su armadura, para ello debe experimentar el más elevado instante. «Vi a Zeus en sus nubes, cómo él se ponía las armas del divino Aquiles. Y movía su cabeza y se decía a sí mismo: ¡Tu brazo!, no pienses en la muerte que está sin embargo tan cerca de ti, ¡vístete con el divino atavío de los héroes, ante ellos cítate!, ¿no le has matado su amigo, al querido, al fuerte, y tomado la armadura de la cabeza y los hombros? Pero hoy quiero enviarte aún al brillo de lo sublime, con ese fin se te ha prometido el regreso y por Andrómaca no será más tomada la divina defensa del hijo de Peleo.» Ése es Zeus, cuya poderosa imagen nos presenta el poeta en el comienzo de la Ilíada, y cómo él responde a Tetis luego de un largo silencio y el monte desde el cual truena está cubierto de nieve de su cabeza (Ilíada 528).
La inolvidable aparición de la grandeza divina se halla al principio de la Ilíada, y se completa con una imagen de lo humano. Los dioses quieren que el cadáver de Héctor sea entregado al padre, Príamo, y Aquiles, a quien la muerte de su favorito aún persigue por encima de la misma muerte con horrible crueldad, asiente sin contradecir. Es puramente homérico que el bien contra el enemigo no tome ningún acto de afirmación autónomo, sino que su estímulo lo saque de los dioses. Y sin embargo, el sentir y la acción son lo propio de los hombres; pero tampoco ningún hombre ha tratado a su enemigo con grandeza y naturalidad humanas. El intransigente ve de pronto al anciano a sus pies, besando la mano asesina que tantos niños mata (24, 478). Y él llora con los antiguos. El rey del pueblo enemigo, el padre del luchador Paris y aquel odiado que le ha tomado lo más amado, es, sin embargo, sólo un hombre, nacido para padecer y llorar como todos. Y toma su deseo, lo protege cuidadosamente ante los ojos de los griegos; y le promete apoyo armado durante las pompas fúnebres en Troya. Y con el oscuro ardor de este funeral en que se realiza la tranquila ejecución de los intransigentes enemigos, se cierra la Ilíada.
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