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sábado, 17 de septiembre de 2016

Afrodita 2 de3

Afrodita 2 de3
Walter F. Otto: Los Dioses de Grecia

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Según la Ilíada, Afrodita es la hija de Zeus y Dione (5, 312; 370). Otra genealogía que leemos en primer lugar en Hesíodo (Teogonía 188-206), y sin duda más genuina, relaciona el origen de la diosa con el mito cósmico de «Cielo» y «Tierra» que pertenece a la época prehistórica de la formación de los grandes mitos. Pero la deidad que nace de la espuma del mar ya no es una potencia cósmica, sino Afrodita, genuinamente griega, la diosa de las delicias.

Es maravillosa la poesía de Hesíodo: Urano, dios del cielo, se extiende amorosamente sobre la tierra con la oscuridad nocturna, pero en el momento de la fecundación es mutilado con violencia por Cronos. Su miembro cortado flota por largo tiempo en la rompiente del mar. Blanca espuma surge de la sustancia divina y en ella crece una doncella. Primero toca tierra en Citera, después en Chipre. Donde pisa, la tierra florece bajo sus pies. Eros e Himero, los genios del anhelo amoroso, están a su lado y la conducen a la comunidad de los dioses. Su parte honrosa entre mortales y dioses es denominada: «Conversación de doncellas, ilusión y dulce placer, abrazo y caricias». Así dice

Hesíodo. Los otros testigos hablan generalmente de su nacimiento del mar sin mencionar lo que narra Hesíodo. ¿Quién no conoce la imagen de la eterna hermosura que surge de la espuma del ponto con los rizos goteando, saludada por el júbilo del mundo? Según la leyenda, las olas marinas la llevaron en una concha a la costa de Citera (Paul. Pest. pág. 52). Fidias representó su nacimiento en la base de la estatua de Zeus en Olimpia: Eros la recibe, Peitho la corona y los grandes dioses a su alrededor contemplan la escena (Pausanias 5, 11, 18). La base de una imagen de Anfitrite y Poseidón, donada por Herodes Ático, muestra a Thalassa (mar) levantando a la pequeña Afrodita de su elemento y a ambos lados a las Nereidas (Pausanias 2, 1, 8). Al leer estas descripciones recordamos espontáneamente el maravilloso relieve del Museo de las Termas en Roma. El sexto Himno homérico narra con muchos detalles su ulterior destino después de su nacimiento en el mar: el Céfiro húmedo la impulsó con la suave espuma de las olas hacia Chipre, donde las Horas la recibieron con alegría y le impusieron vestimenta divina. Le colocaron una corona áurea y le colgaron preciosos adornos en las orejas. Le adornaron el cuello y el pecho con collares de oro como los llevan las Horas cuando se dirigen al círculo de los dioses en la casa del padre. Así ataviada condujeron a la magnífica ante los dioses, quienes la saludaron con exultación y se enardecieron de amor.

¡Qué imagen! La belleza emerge del inmenso elemento haciéndolo espejo de su sonrisa celestial. Es destacable que «la nacida de la espuma» del mito se veneró desde la antigüedad como diosa del mar y de la navegación. Pero no es una deidad marina como Poseidón y otros señores del ponto. La misma magnificencia con que colma toda la naturaleza hizo el mar, lugar de su revelación. Su llegada alisa las olas haciendo relucir la superficie acuática como una joya. Ella es el divino encanto de la calma marina y de la travesía afortunada y el encanto de la naturaleza floreciente. En forma más hermosa lo expresó Lucrecio (1, 4): «De ti, diosa, huyen los vientos y las nubes del cielo cuando te acercas. Para ti la tierra hace brotar el adorno de deliciosas flores, a ti te sonríe la superficie del mar y, calmada, resplandece la reluciente amplitud del cielo». Se llama «diosa del mar tranquilo» galhna…h: Filodemo, Ant. Pal. 19, 21) y hace que los navegantes alcancen el puerto (Ant. Pal. 9, 143 y sig.; 10, 21). Eróstrato de Naucratis condujo en un periplo una pequeña imagen de Afrodita comprada en Pafos. De esta manera salvó la nave del naufragio: cuando oraban ante ella, los alrededores de la imagen reverdecieron de mirtos, dulcísimo olor llenó la nave y los navegantes, ya desesperados, felizmente llegaron a tierra (Policarmo, Fragm. Hist. araec. IV, pág. 480). Por lo tanto se llamó «diosa de la feliz travesía», «diosa del puerto»; su oráculo en Pafos fue consultado sobre la suerte del viaje marino (Tácito, Hist. 2, 4; Suetonio, Tib. 5). Ciudades marítimas la veneraban. Frecuentemente su compañero de culto era Poseidón. Rodas, la divina persona de la isla que, según la leyenda, surgió de la hondura del ponto en épocas lejanas (Píndaro, Olímp. 7, 25, con escolio), se consideró hija de Afrodita y Poseidón. Los atenienses saludaban a Demetrio Poliorcetes como «hijo del poderoso Poseidón y de Afrodita» (Ateneo 6, pág. 253 E). En Tebas había antiguas imágenes de la diosa talladas en madera, que, como se dijo, Harmonía mandó hacer de las proas de las naves con las que Cadmo había llegado (Pausanias 9, 16, 3).

Como en el mar, el milagro de Afrodita se realiza también en el reino de la tierra. Es la diosa de la naturaleza floreciente, vinculada a las Cárites, los deliciosos y benéficos espíritus del crecimiento. Baila con ellas (Odisea 18, 194), se hace lavar y ungir por ellas (Odisea 8, 364), le tejen su peplo (Ilíada 5, 338). Se revela en el encanto florido de los jardines. Por eso se le dedican los jardines sagrados. De éstos da testimonio el nombre de Hierokepis, un lugar cerca de Palaipaphos en Chipre (véase Estrabón 14, pág. 683). «Jardines» (kÁpoi) se llamaba un lugar en las afueras de Atenas, al lado del Iliso, donde había un templo de la «Afrodita en los Jardines» con una famosa estatua creada por Álcámenes (Pausanias 1, 19, 2). El coro de la Medea de Eurípides canta a Afrodita: «Tomando agua del Cefiso respira suave hálito sobre los campos y entrelaza en su cabello rosas florecientes eternamente perfumadas». «Diosa de las Flores» (”Aqneia) se llamaba entre los habitantes de Cnoso en Creta (Hesiquio). El Pervigilium Veneris (13 y sigs.) la canta como reina de las flores primaverales, en particular de las rosas que se abren (véase también Ausonio, De rosis nasc., pág. 409 Peip.). Tiberiano (poeta del siglo IV d. C., Poet. Lat. min. III, págs 264 1, 10) denomina a la rosa «imagen de Venus» (forma Diones). Con una sola palabra mencionaremos aquí los llamados «Jardines de Adonis» que desempeñan un papel característico en el culto oriental de Adonis, vinculado con ella. La primavera es su gran época. El poeta Íbico compara el perpetuo fervor amoroso en que Cipris lo consume con el florecimiento primaveral de los membrillos, los granados y las vides (Fragmento 6 Diehl; véase Wilamowitz, Sappho und Simonides [Safo y Simónides] 122 y sigs.). Cosas maravillosas se narraban de los lugares donde se la veneraba. Se decía que en el gran altar de Afrodita del monte Erice todos los vestigios de ofrendas quemadas desaparecían cada mañana creciendo en su lugar fresco y verde (Eliano, Nat. an. 10, 50). Varias plantas le estaban singularmente consagradas. «Tamariscos» (mur‹kai) se llamaba un lugar dedicado a ella en Chipre (Hesiquio). En esta isla plantó, según la creencia, el granado (Ateneo 3, pág. 84c). El mirto era otra de las plantas elegidas (Cornutus 24). La famosa imagen de Afrodita de Canaco en el templo de Sicione tenía en una mano una amapola, en la otra una manzana (Pausanias 2, 10, 5). El significado de la manzana en el simbolismo del amor es muy conocido. Una creencia afirma que del jardín de Afrodita en Chipre se tomaron las manzanas de oro con las que Hipómenes ganó a Atalanta (Ovidio, Aletam. 10, 644 y sigs.).

¿Pero es éste un significado comparable con la revelación del amor en la vida de los animales y seres humanos? Ella es la delicia del abrazo amoroso que desde tiempos antiguos se denominaba Afrodita (Odisea 22, 444). «Actos de Afrodita» son los placeres del amor (Hesíodo, Trabajos 521), y en varias formas su nombre sirve —en épocas poshoméricas— para expresar esos goces (filÒthj crusšhj 'Afrod…thj en Hesíodo, Fragmento 143 Rzach, ¢frodisi£xein y t¦ afrod…sia en Demócrito, Fragmento 137 y 235 Diels). «Cántame, Musa», empieza el Himno homérico 4, «las obras de la áurea Afrodita». Sólo tres, sigue el himno, «se resisten a ella: Atenea, pueblos de los mortales, también las aves del cielo y todos los animales, vivan en la tierra o en el mar: todos realizan las obras de Afrodita.» Sólo tres, sigue el himno, se resisten a ella: Atenea, Ártemis y Hestia. «De los demás nadie es capaz de sustraerse a su poder, sea dios o mortal.» Son famosas las palabras de Sófocles (fragmento 855) y Eurípides (Hipól. 447 y sigs.) acerca de su omnipotencia sobre todos los reinos de animales, sobre mortales y dioses. Lucrecio canta su hechizo del mundo animal en el comienzo de su poema doctrinal (1, 10 y sigs.): «Cuando los días primaverales despiertan y fructífero hálito del céfiro nace nuevamente, primero las aves del aire anuncian, oh diosa, tu llegada, emocionadas de tu poder. Las fieras saltan en exuberantes pastos y atraviesan nadando veloces ríos. Cada una te sigue a donde la llevas, presa del encanto. En el mar, en las montañas, en ríos indómitos, en las frondosas mansiones de los pájaros, en el verdor de los campos, tú colmas el corazón de todas con dulce amor y consigues que se procreen ardientemente». El poeta del Himno homérico describe con la claridad más viva el efecto de su presencia (69 y sigs.): la diosa se traslada al hermoso Anquises, y le siguen lobos grises meneando la cola, leones con ojos re-lucientes, osos y panteras. «Ella los mira placenteramente y les llena el corazón de dulce deseo, y todos, por parejas, gozan del amor en valles umbrosos.» De esta manera es capaz de que hasta los animales queden extáticos y tiernos. Pero todo el esplendor de su grandeza se manifiesta en el hombre.

Es natural relacionarla también con el matrimonio y la procreación. En la Odisea (20, 73 y sigs.) se narra que quiso dar en matrimonio a las hijas de Pandáreo. En Hermione las doncellas y viudas le hacían sacrificios antes de las nupcias (Pausanias 2, 34, 12); también en Naupactos, sobre todo los viudos que querían casarse otra vez (Pausanias 10, 38, 12). En Esparta existía una Afrodita Hera a la que una madre ofreció cierto sacrificio antes del casamiento de su hija (Pausanias 3, 13, 9). Eurípides (fragmento 781, 16) la llama «diosa nupcial para las doncellas» (t¦n parqšnoij gam»lion 'Afrod…tan).

Pero la esencia de su ser no señala la relación matrimonial. Nunca fue, como Hera, una diosa del matrimonio. En cambio viene de ella el deseo omnipotente que se olvida de todo el mundo a causa de lo único; que puede romper vínculos venerables y la fidelidad más sagrada sólo para compenetrarse con él. Y la diosa no permite que se burlen de ella. Puede perseguir con tremenda crueldad a quien cree poder porfiar con su poder. Tiene sus favoritos, para quienes el ser y la vida respiran el placer cariñoso de su existencia. Son hombres en quienes triunfa lo femenino sobre las cualidades genuinamente masculinas. El más famoso es Paris, verdadero tipo del amigo de Afrodita.

En el certamen de las diosas le dio el premio, y en recompensa le consiguió el favor de la mujer más hermosa. La leyenda lo opone con profunda significación al legítimo esposo de Helena, Menelao, el «favorito de Ares» ('Arh…filoj). «Enfréntate a Menelao, amigo de Ares», le dice Héctor burlándose (Ilíada 3, 54 y sigs.), «entonces vas a conocer de quién posees la esposa. Tu cítara no te ayudará, ni los dones de Afrodita, ni tu cabellera ni esta estatura». Paris es hermoso, un músico y danzante. Cuando Afrodita lo salva del infeliz duelo y lo arrebata milagrosamente, habla a Helena en la figura de una vieja sirvienta para suscitar su anhelo por él: resplandece de hermosura, no se diría que viene del combate porque parece que va a la danza o que descansa del baile (Ilíada 3, 391 y sigs.). También al bello Anquises lo encuentra tocando la lira en el Himno homérico (76 y sigs.). El contraste de las formas de vida no se podría mostrar con tanto efecto como al final del tercer canto de la Ilíada: Paris es trasladado felizmente por Afrodita desde el peligroso duelo al tálamo y se deja caer en los brazos de la amada, ebrio de su belleza. Mientras tanto Menelao busca en vano al fugitivo en el campo de batalla, Agamenón declara solemnemente que Menelao es el vencedor y la decisión se adjudica en favor de los griegos (véase también Plutarco, Quast. conviv. 3, 6, 4). Este Paris es el hombre afeminado. Y amigo de las mujeres. A la lascivia que Afrodita llevó a su vida se le atribuye una expresión generalmente usada para mujeres (maclos Únh, Ilíada 24, 30).

Todas las épocas hablan de sus dones con entusiasmo. Naturalmente precede a la hermosura y al encanto seductor (c£rij). Ella misma es la mujer más bella, no una doncella como Ártemis o llena de dignidad como las diosas del matrimonio y de la maternidad, sino la pura belleza y gracia femenina, rodeada del húmedo brillo del placer, eternamente nueva, libre y bienaventurada tal como nació del inmenso ponto. Las artes plásticas han rivalizado en plasmar esta imagen del amor personificado. Los poetas desde Homero la llamaron la «áurea» y hablan de la diosa «sonriente» (filommeid»j ). Helena la reconoce por su encantadora belleza del cuello y de los senos y por el resplandor de los ojos (marma…ronta, Ilíada 3, 397), igual que Aquiles a Atenea por su terrible mirada centelleante (Ilíada 1, 200). Las Cárites son sus servidoras y compañeras. Bailan con ella, la lavan y la ungen y tejen su vestido. La significación de su nombre, su gracia y seducción (c£rij), Afrodita lo da a Pandora, arquetipo de mujer (Hesíodo, Trabajos 65). Su ungüento se llama «hermosura» (k£lloj: Odisea 18, 192), que alguna vez le regaló a Faón porque la llevó desde Lesbos a tierra firme bajo la apariencia de una vieja. Desde este momento el barquero fue el hombre más hermoso y el objeto del deseo de todas las mujeres. Cuenta la leyenda que la poetisa Safo se tiró por él al mar desde la roca Leucadia. En la Odisea, con la ausencia de Afrodita, Atenea otorga belleza juvenil a Penélope (18, 192). Se habla también del cinto de su pecho que hace irresistible a quien lo posee. En él estaban encerrados todos los «encantos» de Afrodita: «amor» y «deseo» y «amorosas palabras que hacen perder el juicio al más prudente» (Ilíada 14, 214). Hera se lo pidió cuando quiso excitar el amor de Zeus. Tiempo después se comentó de una bella mujer que turbaba todos los corazones porque Afrodita le había dado el famoso cinto (Antífanes, Pal. Antol. 6, 88). A su alrededor están, además de las Cárites, los genios del anhelo y de la persuasión, Polos, Hímero y «Peitho, la seductora que no conoce rechazo» (Esquilo, Las suplicantes 1040). El hechizo de la rueda amatoria (‡ugx proviene de ella. Según Píndaro la trajo por primera vez del Olimpo para Jasón y le enseñó canciones mágicas «para que Medea olvide la veneración a los padres y la apremie el ansia de Grecia, llena de ardor, con el látigo de Peitho». El hechizo de Afrodita ejerce una fuerza que hace olvidar todo deber conduciendo a decisiones que, más tarde, parecen inconcebibles al mismo hechizado. En la Antigona de Sófocles el coro canta el poder del anhelo que desprecia venerables leyes, «porque contra Afrodita que se mezcla en el juego no hay ninguna resistencia» (797). Pero es muy significativo que esta diosa traiga la felicidad a los hombres —si no se le oponen porfiadamente como Hipólito— mientras que a las mujeres frecuentemente les lleva la fatalidad. Las arranca de su seguridad y pudor haciéndolas infelices con una pasión ciega, muchas veces criminal, por el hombre ajeno. Como este ejemplo el mito creó cantidad de prototipos famosos. ¡Con cuánta frecuencia se queja Helena, en Homero, de la desdichada pasión que la alejó de la patria querida, del esposo y de los hijos, hacia un país extraño y la convirtió en maldición para dos pueblos! Léase en la Ilíada cómo Afrodita la increpa cuando muestra intención de resistirse. Medea se hizo criminal por su amor. Eurípides la muestra como ejemplo del amor transformado en odio.

«Oh Reina», exclama el coro de mujeres en su tragedia, «nunca me tires la flecha del anhelo furioso con el arco áureo. Que me seas fiel, moderación, don más hermoso de los dioses» (632 y sigs.). Fedra pereció miserablemente por amor insano ante el joven e insensible hijo de su esposo Teseo (véase Eurípides, Hipólito). Su madre Pasífae enardeció en amor a un toro. De los Cretenses de Eurípides tenemos todavía las palabras de responsabilidad con las que inculpa enteramente a la diosa de su pasión. Aquí como en otras ocasiones se expresa la antigua injusticia e ira divina como causa de toda la desgracia. En el Hipólito de Eurípides la nodriza dice a Fedra que está enferma de amor (443 y sigs.): «El mortal no puede resistir al deseo impetuoso de Cipris. Suave es para el que le cede, pero para quien encuentra terco y altanero procede de manera inconcebiblemente dura». Y más adelante (474 y sigs.): «Es sólo orgullo el deseo de ser más fuerte que los dioses.

Aprueba pues tu amor, la deidad así lo quiere; pero tienes que buscar e desenlace de tu sufrimiento por el buen camino». Así de violenta y terrible puede ser la diosa cuya naturaleza es en otras ocasiones pura delicia y sonrisa. En Tebas se veneró a Afrodita también como Apostrofia (Pausanias 9, 16, 3), sin duda porque debía apartar de la pasión culpable.

Un culto a la Venus Verticordia fue instituido en Roma por orden de los libros sibilinos con el fin de proteger a doncellas y mujeres de deseo impúdico, sobre todo a las vestales (véase Ovidio, Fast. 4, 133 y sigs.; Valerio Máximo 8, 15, 12; Plinio, Nat. hist. 7, 120).

La pasión con la que Afrodita ataca a las mujeres conduce muy a menudo a oscuridad y horror, así el amor venal de las hieródulas recibe su esplendor porque también este amor pertenece a la diosa. Píndaro (fragmento 122) compuso una poesía para Jenofonte de Corinto, quien había obsequiado a la diosa algunas doncellas de esta clase en agradecimiento por una victoria olímpica: «Vosotras, doncellas hospitalarias, servidoras de Peitho en Corinto opulento, que encendéis las rojizas lágrimas del incienso y recordáis a la celeste Afrodita, madre de los dioses amorosos. Ella os hace regalar inocentemente el placer de la fina flor en almohadas deliciosas. Donde manda la necesidad todo está bien».

Poco se sabe acerca de las fiestas en honor de Afrodita. Sin embargo merece destacarse que a ella, cuyo favor sabe anular la pesadumbre de la existencia en un momento luminoso, se la festeja con la feliz conclusión de empresas importantes (véase Jenofonte, Helen. 5, 4, 4; Plutarco, Compos. Cim. et Luc. 1; Non posse suav. vivi sec. Epic. 12). Con las fiestas de Afrodita terminaban también las de Poseidón en Egina que la leyenda relacionó con el regreso de los griegos procedentes de Troya (Plutarco, Quaest. Gr. 44). Proverbiales eran las que los marineros celebraban con desenfrenada sensualidad después de un viaje feliz (Plutarco, Non posse suav. vivi sec. Epic. 16; An seni ger. resp. 4).

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