AMIGOS DEL BLOG

miércoles, 31 de agosto de 2016

Hallan evidencias de cultivos en la India de hace 9.000 años

Hallan evidencias de cultivos en la India de hace 9.000 años


Se ha dado a conocer un importante hallazgo que cambia la imagen del las llanuras de Ganga, en India, durante el Mesolítico. Un equipo de investigación ha documentado polen que indica que en esta región se estaban llevando a cabo prácticas organizadas de cultivo tan pronto como hace 9.000 años. Este tipo de estudios, además de ayudarnos a comprender las sociedades mesolíticas, permiten inferir datos de posiblesa cambios futuros en el clima.

☉ Contenido

El más antiguo polen de plantas cultivadas en la India ha sido hallado en las llanuras de Ganga, en el distrito de Rae Bareli de Uttar Pradesh, e indica que prácticas agrícolas organizadas se llevaban ya a cabo hace 9.000 años. El descubrimiento lo ha hecho un equipo de científicos del Instituto de Paleobotánica Birbal Sahni (BSIP) y el departamento de Historia Antigua y Arqueología de la Universidad Lucknow.

Un equipo de científicos, liderados por Anjali Trivedi del BSIP y D. P. Tiwari, profesor de Historia Antigua y Arqueología Indias de la Universidad de Lucknow, han hallado polen de hace de 9.000 años que prueba la existencia de prácticas agrícolas en la región durante el Mesolítico.

El estudio ha revelado que la región entre Rae Bareli y Unnao tenía un clima y vegetación adecuados para el cultivo en un tiempo en el que los humanos en la mayoría del mundo estaban sobreviviendo de la caza y tratando de encontrar nuevas fuentes de de alimento vegetales.

“Podría decirse en términos generales que durante el Mesolítico en este área había hábitats humanos con prácticas agrícolas organizadas”, ha dicho Anjali Trivedi.

El estudio no solo arroja luz sobre el clima, la cultura y el hábitat humano, sino que también ayudará a estudiar las condiciones climáticas futuras. Lo que es más, ayudará a estudiar paleo lagos que se convirtieron en ríos debido a las actividades tectónicas u otras razones, añade.

Trivedi dice que el instituto ya había llevado a cabo con anterioridad un estudio sobre la vegetación y el cambio climático en la llanura central de Ganga desde Jalesar Taal en Unnao. “Este estudio ayudará a realizar un estudio comparativo de los dos distritos”, ha dicho la doctora. El polen de los árboles invadió las praderas con el incremento en polen acuático retratando el fortalecido monzón que ayudará al estudio de futuras condiciones climáticas y el calentamiento global,

http://selenitaconsciente.com/?p=236815

martes, 30 de agosto de 2016

DE LA ENSEÑANZA INICIÁTICA

DE LA ENSEÑANZA INICIÁTICA
 Rene Guenon

Todavía debemos volver sobre los caracteres que son propios a la enseñanza iniciática, y por los que se diferencia profundamente de toda enseñanza profana; aquí se trata de lo que se puede llamar la exterioridad de esta enseñanza, es decir, de los medios de expresión por los que puede ser transmitida en una cierta medida y hasta un cierto punto, a título de preparación para el trabajo puramente interior por el que la iniciación, de virtual que era primeramente, devendrá más o menos completamente efectiva. Muchos, que no se dan cuenta de lo que debe ser realmente la enseñanza iniciática, no ven en ella, como particularidad digna de destacar, nada más que el empleo del simbolismo; por lo demás, es muy cierto que éste juega efectivamente en ella un papel esencial, pero aún nos queda saber por qué es así; ahora bien, esos, que no consideran las cosas más que de una manera completamente superficial, y que se detienen en las apariencias y en las formas exteriores, no comprenden de ninguna manera la razón de ser e incluso, se puede decir, la necesidad del simbolismo, que, en estas condiciones, no pueden encontrar sino extraño y por lo menos inútil. Suponen, en efecto, que la doctrina iniciática no es apenas, en el fondo, más que una filosofía como las demás, un poco diferente, sin duda, por su método, pero en todo caso nada más, ya que su mentalidad está hecha del tal modo que son incapaces de concebir otra cosa; y es muy cierto que, por las razones que hemos expuesto más atrás, la filosofía no tiene nada que ver con el simbolismo e incluso se opone a él en un cierto sentido. Aquellos que, a pesar de esta equivocación, consientan no obstante en reconocer a la enseñanza de una tal doctrina algún valor desde un punto de vista u otro, y por motivos cualesquiera, que no tienen habitualmente nada de iniciático, no podrán llegar nunca más que a hacer de ella, todo lo más, como una suerte de prolongamiento de la enseñanza profana, de complemento de la educación ordinaria, para el uso de una elite relativa[1]. Ahora bien, quizás valga más negar totalmente su valor, lo que equivale en suma a ignorarla pura y simplemente, que rebajarla así y, muy frecuentemente, presentar en su nombre y en su lugar la expresión de puntos de vista particulares cualesquiera, más o menos coordinados, sobre toda suerte de cosas que, en realidad, no son iniciáticas ni en sí mismas, ni por la manera en que son tratadas; eso es propiamente esa desviación del trabajo «especulativo» a la que ya hemos hecho alusión.

Hay también otra manera de considerar la enseñanza iniciática que apenas es menos falsa que esa, aunque aparentemente sea todo lo contrario: es la que consiste en querer oponerla a la enseñanza profana, como si se situara en cierto modo en el mismo nivel, atribuyéndola como objeto una cierta ciencia especial, más o menos vagamente definida, que a cada instante se pone en contradicción y en conflicto con las demás ciencias, aunque siempre se declara superior a éstas por hipótesis y sin que las razones de ello se evidencien nunca claramente. Esta manera de ver es sobre todo la de los ocultistas y demás pseudoiniciados, que por lo demás, en realidad, están lejos de despreciar la enseñanza profana tanto como bien quieren parecerlo, ya que le hacen incluso numerosas «sustracciones» más o menos disfrazadas, y, además, esta actitud de oposición no concuerda apenas con la preocupación constante que tienen, por otro lado, de encontrar puntos de comparación entre la doctrina tradicional, o lo que creen que es tal, y las ciencias modernas; es verdad que oposición y comparación suponen igualmente, en el fondo, que se trata de cosas del mismo orden. En eso hay un doble error: por una parte, la confusión del conocimiento iniciático con el estudio de una ciencia tradicional más o menos secundaria (ya sea la magia o cualquier otra cosa de este género), y, por otra parte, la ignorancia de lo que constituye la diferencia esencial entre el punto de vista de las ciencias tradicionales y el de las ciencias profanas; pero, después de todo lo que ya hemos dicho, no hay lugar a insistir más largamente sobre esto.

Ahora bien, si la enseñanza iniciática no es ni el prolongamiento de la enseñanza profana, como lo querrían unos, ni su antítesis, como lo sostienen los otros, si no constituye ni un sistema filosófico ni una ciencia especializada, es porque en realidad es de un orden totalmente diferente; pero, por lo demás, hablando propiamente sería menester no buscar dar una definición de ella, puesto que eso sería también deformarla inevitablemente. El empleo constante del simbolismo en la transmisión de esta enseñanza puede bastar ya para hacer entrever eso, desde que se admite, como es simplemente lógico hacerlo sin llegar siquiera al fondo de las cosas, que un modo de expresión completamente diferente del lenguaje ordinario debe estar hecho para expresar ideas igualmente diferentes de las que expresa este último, y concepciones que no se dejan traducir integralmente por palabras, concepciones para las que es menester un lenguaje menos limitado, más universal, porque ellas mismas son de un orden más universal. Por lo demás, es menester agregar que, si las concepciones iniciáticas son esencialmente diferentes de las concepciones profanas, es porque proceden ante todo de una mentalidad diferente que la de éstas[2], mentalidad de la que difieren menos por su objeto que por el punto de vista bajo el cual consideran ese objeto; y es forzosamente así desde que éste no puede ser «especializado», lo que equivaldría a pretender imponer al conocimiento iniciático una limitación que es incompatible con su naturaleza misma. Desde entonces es fácil admitir que, por una parte, todo lo que puede ser considerado desde el punto de vista profano puede serlo también, pero entonces de una manera muy diferente y con una comprehensión igualmente diferente, desde el punto de vista iniciático (ya que, como lo hemos dicho frecuentemente, no hay en realidad un dominio profano al que algunas cosas pertenezcan por su naturaleza misma, sino sólo un punto de vista profano, que no es en el fondo más que una manera ilegítima y desviada de considerar las cosas)[3], mientras que, por otra parte, hay cosas que escapan completamente a todo punto de vista profano[4]y que son exclusivamente propias sólo del dominio iniciático.

El hecho de que el simbolismo, que es como la forma sensible de toda enseñanza iniciática, sea en efecto realmente un lenguaje más universal que las lenguas vulgares, es lo que ya hemos explicado precedentemente, y no está permitido dudarlo un solo instante, con solo que se considere que todo símbolo es susceptible de interpretaciones múltiples, no en contradicción entre ellas, sino que al contrario se completan las unas a las otras, y todas igualmente verdaderas aunque procedan de puntos de vista diferentes; y, si ello es así, es porque el símbolo es menos la expresión de una idea claramente definida y delimitada (a la manera de las ideas «claras y distintas» de la filosofía cartesiana, que se suponen enteramente expresables por palabras) que la representación sintética y esquemática de todo un conjunto de ideas y de concepciones que cada uno podrá aprehender según sus aptitudes intelectuales propias y en la medida en que esté preparado para su comprehensión. Así, el símbolo, para el que llega a penetrar su significación profunda, podrá hacerle concebir incomparablemente más que todo lo que es posible expresar directamente; es también el único medio de transmitir, tanto como se puede, todo cuanto de inexpresable constituye el dominio propio de la iniciación, o más bien, para hablar más rigurosamente, de depositar las concepciones de este orden en germen en el intelecto del iniciado, que deberá después hacerlas pasar de la potencia al acto, desarrollarlas y elaborarlas por su trabajo personal, ya que nadie puede hacer nada más que prepararle para ello trazándole, mediante fórmulas apropiadas, el plan que, a continuación, tendrá que realizar en sí mismo para llegar a la posesión efectiva de la iniciación que no ha recibido del exterior más que virtualmente. Por lo demás, es menester no olvidar que, si la iniciación simbólica, que no es más que la base y el soporte de la iniciación efectiva, es forzosamente la única que puede darse exteriormente, al menos puede ser conservada y transmitida incluso por aquellos que no comprenden ni su sentido ni su alcance; basta que los símbolos se mantengan intactos para que sean siempre susceptibles de despertar, en aquel que es capaz de ello, todas las concepciones cuya síntesis figuran. En eso, lo recordamos todavía, es donde reside el verdadero secreto iniciático, que es inviolable por su naturaleza y que se preserva por sí mismo contra la curiosidad de los profanos, y del que el secreto relativo de algunos signos exteriores no es más que una figuración simbólica; este secreto, cada uno podrá penetrarle más o menos según la extensión de su horizonte intelectual, pero, aunque le haya penetrado integralmente, no podrá comunicar nunca efectivamente a otro lo que él mismo haya comprendido de él; todo lo más, podrá ayudar a llegar a esta comprehensión únicamente a aquellos que son actualmente aptos para ello.

Eso no impide de ninguna manera que las formas sensibles que están en uso para la transmisión de la iniciación exterior y simbólica tengan, inclusive fuera de su papel esencial como soporte y vehículo de la influencia espiritual, su valor propio en tanto que medio de enseñanza; a este respecto, se puede destacar (y esto nos conduce a la conexión íntima del símbolo con el rito) que traducen los símbolos fundamentales en gestos, tomando esta palabra en el sentido más extenso como ya lo hemos hecho precedentemente, y que, de esta manera, hacen en cierto modo «vivir» al iniciado la enseñanza que se le presenta[5], lo que es la manera más adecuada y la más generalmente aplicable de prepararle para su asimilación, puesto que todas las manifestaciones de la individualidad humana se traducen necesariamente, en sus condiciones de existencia actuales, en diversos modos de actividad vital. Por lo demás, sería menester no pretender por eso hacer de la vida, como lo querrían muchos modernos, una suerte de principio absoluto; después de todo, la expresión de una idea en modo vital no es más que un símbolo como los demás, así como lo es también, por ejemplo, su traducción en modo espacial, lo que constituye un símbolo geométrico o un ideograma; pero, podría decirse, es un símbolo que, por su naturaleza particular, es susceptible de penetrar más inmediatamente que cualquier otro al interior mismo de la individualidad humana. En el fondo, si todo proceso de iniciación presenta en sus diferentes fases una correspondencia, ya sea con la vida humana individual, ya sea inclusive con el conjunto de la vida terrestre, es porque el desarrollo de la manifestación vital misma, particular o general, «microcósmica» o «macrocósmica», se efectúa según un plan análogo al que el iniciado debe realizar en sí mismo, para realizarse en la completa expansión de todas las potencias de su ser. Son siempre y por todas partes planes que corresponden a una misma concepción sintética, de suerte que son principialmente idénticos, y, aunque todos diferentes e indefinidamente variados en su realización, proceden de un «arquetipo» único, plan universal trazado por la Voluntad suprema que es designada simbólicamente como el «Gran Arquitecto del Universo».

Por consiguiente, todo ser tiende, conscientemente o no, a realizar en sí mismo, por los medios apropiados a su naturaleza particular, lo que las formas iniciáticas occidentales, apoyándose sobre el simbolismo «constructivo», llaman el «plan del Gran Arquitecto del Universo»[6], y a concurrir con ello, según la función que le pertenece en el conjunto cósmico, a la realización total de este mismo plan, la cual no es en suma más que la universalización de su propia realización personal. Es en el punto preciso de su desarrollo en que un ser toma consciencia realmente de esta finalidad cuando comienza para él la iniciación efectiva, que debe conducirle por grados, y según su vía personal, a esta realización integral que se cumple, no en el desarrollo aislado de algunas facultades especiales, sino en el desarrollo completo, armónico y jerárquico, de todas las posibilidades implícitas en la esencia de este ser. Por lo demás, puesto que el fin es necesariamente el mismo para todo lo que tiene el mismo principio, es en los medios empleados para llegar a él donde reside exclusivamente lo que es propio a cada ser, considerado en los límites de la función especial que es determinada para él por su naturaleza individual, y que, cualquiera que sea, debe considerarse como un elemento necesario del orden universal y total; y, por la naturaleza misma de las cosas, esta diversidad de las vías particulares subsiste en tanto que el dominio de las posibilidades individuales no es efectivamente rebasado.

Así, la instrucción iniciática, considerada en su universalidad, debe comprender, como otras tantas aplicaciones, en variedad indefinida, de un mismo principio transcendente, todas las vías de realización que son propias, no sólo a cada categoría de seres, sino también a cada ser individual considerado en particular; y, al comprenderlas todas así en sí misma, las totaliza y las sintetiza en la unidad absoluta de la Vía universal[7]. Por consiguiente, si los principios de la iniciación son inmudables, sus modalidades pueden y deben variar de manera que se adapten a las condiciones múltiples y relativas de la existencia manifestada, condiciones cuya diversidad hace que, matemáticamente en cierto modo, no pueda haber dos cosas idénticas en todo el universo, así como ya lo hemos explicado en otras ocasiones[8]. Por consiguiente, se puede decir que es imposible que haya, para dos individuos diferentes, dos iniciaciones exactamente semejantes, ni siquiera desde el punto de vista exterior y ritual, y con mayor razón desde el punto de vista del trabajo interior del iniciado; la unidad y la inmutabilidad del principio no exigen de ninguna manera una uniformidad y una inmovilidad que son, por lo demás, irrealizables de hecho, y que, en realidad, no representan más que su reflejo «invertido» en el grado más bajo de la manifestación; y la verdad es que la enseñanza iniciática, al implicar una adaptación a la diversidad indefinida de las naturalezas individuales, se opone por eso mismo, a la uniformidad que la enseñanza profana considera por el contrario como su «ideal». Por lo demás, las modificaciones de que se trata se limitan, bien entendido, a la traducción exterior del conocimiento iniciático y a su asimilación por tal o cual individualidad, ya que, en la medida en que una tal traducción es posible, debe forzosamente tener en cuenta las relatividades y las contingencias, mientras que lo que expresa es independiente de ellas en la universalidad de su esencia principial, que comprende todas las posibilidades en la simultaneidad de una síntesis única.

La enseñanza iniciática, exterior y transmisible en formas, no es en realidad y no puede ser, ya lo hemos dicho e insistimos todavía en ello, más que una preparación del individuo para adquirir el verdadero conocimiento iniciático por el efecto de su trabajo personal. También se le puede indicar la vía a seguir, el plan a realizar, y disponerle a tomar la actitud mental e intelectual necesaria para llegar a una comprehensión efectiva y no simplemente teórica; también se le puede asistir y guiar controlando su trabajo de una manera constante, pero eso es todo, ya que nadie más, aunque sea un «Maestro» en la acepción más completa de la palabra[9], puede hacer este trabajo por él. Lo que el iniciado debe adquirir forzosamente por sí mismo, porque nadie ni nada exterior a él puede comunicárselo, es en suma la posesión efectiva del secreto iniciático propiamente dicho; para que pueda llegar a realizar esta posesión en toda su extensión y con todo lo que implica, es menester que la enseñanza que sirve en cierto modo de base y de soporte a su trabajo personal este constituida de tal manera que se abra sobre posibilidades realmente ilimitadas, y que le permita así extender indefinidamente sus concepciones, en amplitud y profundidad a la vez, en lugar de encerrarlas, como lo hace todo punto de vista profano, en los límites más o menos estrechos de una teoría sistemática o de una fórmula verbal cualquiera.



[1] Bien entendido, aquellos de quienes se trata son igualmente incapaces de concebir lo que es la élite en el único sentido verdadero de esta palabra, sentido que tiene también un valor propiamente iniciático como lo explicaremos más adelante.
[2] En realidad, la palabra «mentalidad» es insuficiente a este respecto, como lo veremos después, pero es menester no olvidar que al presente no se trata más que de una etapa preparatoria al verdadero conocimiento iniciático, y en la cual, por consiguiente, todavía no es posible hacer llamada directamente al intelecto transcendente.
[3] Lo que decimos aquí podría aplicarse tanto al punto de vista tradicional en general como al punto de vista propiamente iniciático; desde que se trata sólo de distinguirlos del punto de vista profano, no hay que hacer en suma ninguna diferencia bajo este aspecto entre el uno y el otro.
[4] E incluso también, es menester agregar, al punto de vista tradicional exotérico, que es en suma la manera legítima y normal de considerar lo que es deformado por el punto de vista profano, de suerte que los dos se refieren en cierto modo a un mismo dominio, lo que no disminuye en nada su diferencia profunda; pero más allá de este dominio que se puede llamar exotérico, puesto que es el que concierne igual e indistintamente a todos los hombres, hay el dominio esotérico y propiamente iniciático, que no pueden sino ignorar enteramente aquellos que se quedan en el orden exotérico.
[5] De ahí lo que hemos llamado la «puesta en acción» de las «leyendas» iniciáticas; uno podrá remitirse también aquí a lo que hemos dicho del simbolismo del teatro.
[6] Por lo demás, este simbolismo está lejos de ser exclusivamente propio únicamente a las formas occidentales; el Vishwakarma de la tradición hindú, en particular, es exactamente lo mismo que el «Gran Arquitecto del Universo».
[7] Esta Vía universal es el Tao de la tradición extremo oriental.
[8] Ver concretamente El Reino de la Cantidad y los Signos de los Tiempos, capítulo VII.
[9] Por esto entendemos lo que se llama un Gurú en la tradición hindú, o un Sheikh en la tradición islámica, y que no tiene nada en común con las ideas fantásticas que se han hecho a su respecto en algunos medios pseudoiniciáticos occidentales.

lunes, 29 de agosto de 2016

DE LA MUERTE INICIÁTICA

DE LA MUERTE INICIÁTICA
 Rene Guenon

 

Otra cuestión que parece tan poco comprendida como la de las pruebas por la mayor parte de nuestros contemporáneos que tienen la pretensión de tratar de estas cosas, es la de lo que se llama la «muerte iniciática»; así, nos ha ocurrido encontrar frecuentemente a este propósito, una expresión como la de «muerte ficticia», que da testimonio de la más completa incomprehensión de las realidades de este orden. Aquellos que se expresan así no ven evidentemente más que la exterioridad del rito, y no tienen ninguna idea de los efectos que debe producir sobre aquellos que están cualificados verdaderamente; de otro modo, se darían cuenta de que esta «muerte», muy lejos de ser «ficticia», es al contrario, en un sentido, más real incluso que la muerte entendida en el sentido ordinario de la palabra, ya que es evidente que el profano que muere no deviene iniciado sólo por eso, y que la distinción del orden profano (que comprende aquí no solo lo que está desprovisto del carácter tradicional, sino también todo exoterismo) y del orden iniciático es, a decir verdad, la única que rebasa las contingencias inherentes a los estados particulares del ser y la única que tiene, por consiguiente, un valor profundo y permanente desde el punto de vista universal. Nos contentaremos con recordar, a este respecto, que todas las tradiciones insisten sobre la diferencia esencial que existe en los estados póstumos del ser humano según se trate del profano o del iniciado; si las consecuencias de la muerte, tomada en su acepción habitual, están condicionadas así por esta distinción, es pues porque el cambio que da acceso al orden iniciático corresponde a un grado superior de realidad.

Entiéndase bien que la palabra «muerte» debe tomarse aquí en su sentido más general, según el cual podemos decir que todo cambio de estado, cualquiera que sea, es a la vez una muerte y un nacimiento, según que se considere por un lado o por el otro: muerte en relación al estado antecedente, nacimiento en relación al estado consecuente. La iniciación se describe generalmente como un «segundo nacimiento», lo que es en efecto; pero este «segundo nacimiento» implica necesariamente la muerte al mundo profano y la sigue en cierto modo inmediatamente, puesto que en eso no hay, hablando propiamente, más que las dos caras de un mismo cambio de estado. En cuanto al simbolismo del rito, se basará naturalmente en la analogía que existe entre todos los cambios de estado; en razón de esta analogía, la muerte y el nacimiento en el sentido ordinario simbolizan, ellos mismos, la muerte y el nacimiento iniciáticos, puesto que las imágenes que se toman de ellos son transpuestas por el rito a otro orden de realidad. Hay lugar a destacar concretamente, sobre este punto, que todo cambio de estado debe considerarse como llevándose a cabo en las tinieblas, lo que da la explicación del simbolismo del color negro en relación con aquello de lo que se trata[1]: el candidato a la iniciación debe pasar por la obscuridad antes de acceder a la «verdadera luz». Es en esta fase de obscuridad donde se efectúa lo que se designa como el «descenso a los Infiernos», del que ya hemos hablado más ampliamente en otra parte[2]: se podría decir que es como una suerte de «recapitulación» de los estados antecedentes, por la que las posibilidades que se refieren al estado profano serán definitivamente agotadas, a fin de que el ser pueda desarrollar desde entonces libremente las posibilidades de orden superior que lleva en él, y cuya realización pertenece propiamente al dominio iniciático.

Por otra parte, puesto que consideraciones similares son aplicables a todo cambio de estado, y puesto que los grados ulteriores y sucesivos de la iniciación corresponden naturalmente también a cambios de estado, se puede decir que habrá todavía, para acceder a cada uno de ellos, muerte y nacimiento, aunque la «ruptura», si es permisible expresarse así, sea menos clara y de una importancia menos fundamental que para la iniciación primera, es decir, para el paso del orden profano al orden iniciático. Por lo demás, no hay que decir que los cambios sufridos por el ser en el curso de su desarrollo son realmente en multitud indefinida; por consiguiente, los grados iniciáticos conferidos ritualmente, en cualquier forma tradicional que sea, no pueden corresponder más que a una suerte de clasificación general de las principales etapas a recorrer, y cada uno de ellos puede resumir en sí mismo todo un conjunto de etapas secundarias e intermediarias. Pero, en este proceso, hay un punto más particularmente importante, donde el simbolismo de la muerte debe aparecer de nuevo de la manera más explícita; y esto requiere todavía algunas explicaciones.

El «segundo nacimiento», entendido como correspondiente a la iniciación primera, es propiamente, como ya lo hemos dicho, lo que se puede llamar una regeneración psíquica; y es en efecto en el orden psíquico, es decir, en el orden donde se sitúan las modalidades sutiles del estado humano, donde deben efectuarse las primeras fases del desarrollo iniciático; pero éstas no constituyen una meta en sí mismas, y no son todavía más que preparatorias en relación a la realización de posibilidades de un orden más elevado, queremos decir, del orden espiritual en el verdadero sentido de esta palabra. Por consiguiente, el punto del proceso iniciático al que acabamos de hacer alusión es el que marcará el paso del orden psíquico al orden espiritual; y este paso podría ser considerado más especialmente como constituyendo una «segunda muerte» y un «tercer nacimiento»[3]. Conviene agregar que este «tercer nacimiento» será representado más bien como una «resurrección» que como un nacimiento ordinario, porque aquí ya no se trata de un comienzo en el mismo sentido que cuando la iniciación primera; las posibilidades ya desarrolladas, y adquiridas de una vez por todas, deberán volver a encontrarse después de este paso, pero «transformadas», de una manera análoga a aquella en la que el «cuerpo glorioso» o «cuerpo de resurrección» representa la «transformación» de las posibilidades humanas, más allá de las condiciones limitativas que definen el modo de existencia de la individualidad como tal.

La cuestión, llevada así a lo esencial, es en suma bastante simple; lo que la complica, son, como ocurre casi siempre, las confusiones que se cometen al mezclarle consideraciones que se refieren en realidad a algo completamente diferente. Es lo que se produce concretamente sobre el tema de la «segunda muerte», a la cual muchos pretenden dar un significado particularmente enojoso, porque no saben hacer algunas distinciones esenciales entre los diversos casos donde puede emplearse esta expresión. La «segunda muerte», según lo que acabamos de decir, no es otra cosa que la «muerte psíquica»; se puede considerar este hecho como susceptible de producirse, a más o menos largo plazo después de la muerte corporal, para el hombre ordinario, fuera de todo proceso iniciático; pero entonces esta «segunda muerte» no dará acceso al dominio espiritual, y el ser, al salir del estado humano, pasará simplemente a otro estado individual de manifestación. En eso hay una eventualidad temible para el profano, para quien son todo ventajas mantenerse en lo que hemos llamado los «prolongamientos» del estado humano, lo que, por lo demás, es en todas las tradiciones, la principal razón de ser de los ritos funerarios. Pero es muy diferente para el iniciado, puesto que éste no realiza las posibilidades mismas del estado humano sino para llegar a rebasarlas, y puesto que debe salir necesariamente de este estado, sin tener necesidad de esperar para eso a la disolución de la apariencia corporal, para pasar a los estados superiores.

Agregaremos todavía, para no omitir ninguna posibilidad, que hay otro aspecto desfavorable de la «segunda muerte», que se refiere propiamente a la «contrainiciación»; ésta, en efecto, imita en sus fases a la iniciación verdadera, pero sus resultados son en cierto modo al revés de ésta, y, evidentemente, no puede conducir en ningún caso al dominio espiritual, puesto que, al contrario, no hace más que alejarse de él cada vez más. Cuando el individuo que sigue esta vía llega a la «muerte psíquica», no se encuentra en una situación exactamente semejante a la del profano puro y simple, sino mucho peor todavía, en razón del desarrollo que ha dado a las posibilidades más inferiores del orden sutil; pero no insistiremos más en ello, y nos contentaremos con remitir a las alusiones que ya hemos hecho al respecto en otras ocasiones[4], ya que, a decir verdad, ese es un caso que no puede presentar interés más que bajo un punto de vista muy especial, y que no tiene absolutamente nada que ver con la verdadera iniciación. La suerte de los «magos negros», como se dice comúnmente, no les concierne más que a ellos mismos, y sería por lo menos inútil proporcionar un alimento a las divagaciones más o menos fantásticas a las que este tema da lugar ya demasiado frecuentemente; no conviene ocuparse de ellos más que para denunciar sus desmanes cuando las circunstancias lo exigen, y para oponerse a ellos en la medida de lo posible; y, desafortunadamente, en una época como la nuestra, esos desmanes son singularmente más extensos de lo que podrían imaginar aquellos que no han tenido la ocasión de darse cuenta de ello directamente.



[1] Esta explicación conviene igualmente en lo que concierne a las fases de la «Gran Obra» hermética, que, como ya lo hemos indicado, corresponden estrictamente a las de la iniciación.
[2] Ver El Esoterismo de Dante.
[3] En el simbolismo masónico, se corresponde a la iniciación al grado de Maestro.
[4] Ver El Reino de la Cantidad y los Signos de los Tiempos, capítulos XXXV y XXXVIII. 

domingo, 28 de agosto de 2016

DE LAS PRUEBAS INICIÁTICAS

DE LAS PRUEBAS INICIÁTICAS
 Rene Guenon


Consideramos ahora la cuestión de lo que se llama las «pruebas» iniciáticas, que no son en suma más que un caso particular de los ritos de este orden, pero un caso bastante importante como para merecer ser tratado aparte, tanto más cuanto que da lugar también a muchas concepciones erróneas; la palabra misma «pruebas», que se emplea en múltiples sentidos, tiene quizás algo que ver con todos estos equívocos, a menos, no obstante, de que algunas de las acepciones que ha tomado corrientemente no provengan ya de confusiones previas, lo que es igualmente muy posible. No se ve muy bien, en efecto, por qué se califica comúnmente de «prueba» a todo acontecimiento penoso, ni por qué se dice que alguien que sufre está siendo «probado»; es difícil ver en eso otra cosa que un simple abuso de lenguaje, cuyo origen, por lo demás, podría no carecer de interés buscar. Sea como sea, esta idea vulgar de las «pruebas de la vida» existe, inclusive si no responde a nada claramente definido, y es sobre todo la que ha dado nacimiento a falsas asimilaciones en lo que concierne a las pruebas iniciáticas, hasta tal punto que algunos han llegado a no ver en éstas más que una suerte de imagen simbólica de aquellas, lo que, por una extraña inversión de las cosas, daría a suponer que son los hechos de la vida humana exterior los que tienen un valor efectivo y los que cuentan verdaderamente desde el punto de vista iniciático mismo. Sería verdaderamente muy simple si la cosa fuera así, y entonces todos los hombres serían, sin sospecharlo, candidatos a la iniciación; bastaría que cada uno hubiera atravesado algunas circunstancias difíciles, lo que ocurre más o menos a todo el mundo, para alcanzar esta iniciación, de la que, por otra parte, sería muy difícil decir por quién y en el nombre de qué sería conferida. Pensamos haber dicho bastante ya sobre la verdadera naturaleza de la iniciación como para no tener que insistir sobre la absurdidad de tales consecuencias; la verdad es que la «vida ordinaria», tal como se entiende hoy día, no tiene absolutamente nada que ver con el orden iniciático, puesto que corresponde a una concepción enteramente profana; y, si se considerara por el contrario la vida humana según una concepción tradicional y normal, se podría decir que es ella la que puede ser tomada como un símbolo, y no a la inversa.

Este último punto merece que nos detengamos en él un instante: se sabe que el símbolo debe ser siempre de un orden inferior a lo que es simbolizado (lo que, lo recordamos de pasada, basta para descartar todas las interpretaciones «naturalistas» imaginadas por los modernos); puesto que las realidades del dominio corporal son las del orden más bajo y más estrechamente limitado, no podrían ser simbolizadas por nada, y por lo demás no tienen ninguna necesidad de ello, puesto que son directa e inmediatamente aprehensibles para todo el mundo. Por el contrario, todo acontecimiento o fenómeno, por insignificante que sea, podrá siempre, en razón de la correspondencia que existe entre todos los órdenes de realidades, ser tomado como símbolo de una realidad de orden superior, realidad de la que es en cierto modo una expresión sensible, por eso mismo de que deriva de ella como una consecuencia se deriva de su principio; y a este título, por desprovisto de valor y de interés que sea en sí mismo, podrá presentar una significación profunda para aquel que es capaz de ver más allá de las apariencias inmediatas. En eso hay una transposición cuyo resultado, evidentemente, ya no tendrá nada de común con la «vida ordinaria», y ni siquiera con la vida exterior de cualquier manera que se la considere, puesto que ésta ha proporcionado simplemente el punto de apoyo que permite, a un ser dotado de aptitudes especiales, salir de sus propias limitaciones; y este punto de apoyo, insistimos en ello, podrá ser cualquiera, puesto que aquí todo depende de la naturaleza propia del ser que se sirva de él. Por consiguiente, y esto nos lleva de nuevo a la idea común de las «pruebas», no hay nada imposible en que, en algunos casos particulares, el sufrimiento sea la ocasión o el punto de partida de un desarrollo de posibilidades latentes, pero exactamente como cualquier otro acontecimiento puede serlo en otros casos; la ocasión, decimos, y nada más; y eso no podría autorizar a atribuir al sufrimiento en sí mismo ninguna virtud especial y privilegiada, a pesar de todas las declamaciones acostumbradas sobre este punto. Por lo demás, destacamos que este papel completamente contingente y accidental del sufrimiento, incluso reducido así a sus justas proporciones, es ciertamente mucho más restringido en el orden iniciático que en algunas otras «realizaciones» de un carácter más exterior; es sobre todo en los místicos donde deviene en cierto modo habitual y parece adquirir una importancia de hecho que puede ser causa de ilusión (y, bien entendido, en esos místicos mismos los primeros), lo que se explica sin duda, al menos en parte, por consideraciones de naturaleza específicamente religiosa[1]. Es menester agregar todavía que la psicología profana ha contribuido ciertamente en una buena parte a extender sobre todo eso las ideas más confusas y más erróneas; pero, en todo caso, ya se trate de simple psicología o de misticismo, todas estas cosas no tienen absolutamente nada en común con la iniciación.

Aclarado eso, nos es menester indicar también la explicación de un hecho que podría parecer, a los ojos de algunos, susceptible de dar lugar a una objeción: aunque las circunstancias difíciles o penosas sean ciertamente, como lo decíamos hace un momento, comunes a la vida de todos los hombres, ocurre bastante frecuentemente que aquellos que siguen una vía iniciática las ven multiplicarse de una manera desacostumbrada. Este hecho se debe simplemente a una suerte de hostilidad inconsciente del medio, hostilidad a la que ya hemos tenido la ocasión de hacer alusión precedentemente: parece que este mundo, queremos decir el conjunto de los seres y de las cosas mismas que constituyen el dominio de la existencia individual, se esfuerza por todos los medios en retener al que está cerca de escapársele; tales reacciones no tienen en suma nada que no sea perfectamente normal y comprehensible, y, por desagradables que puedan ser, no hay ciertamente nada de qué sorprenderse. Así pues, en eso se trata de obstáculos suscitados por fuerzas adversas, y no, como a veces parece imaginarse erróneamente, de «pruebas» queridas e impuestas por los poderes que presiden la iniciación; es necesario acabar de una vez por todas con esas fábulas, ciertamente mucho más próximas de los delirios ocultistas que de las realidades iniciáticas.

Lo que se llama las pruebas iniciáticas es algo completamente diferente, y nos bastará ahora una palabra para zanjar definitivamente todo equívoco: son esencialmente ritos, lo que las pretendidas «pruebas de la vida» no son evidentemente de ninguna manera; y no podrían existir sin este carácter ritual, ni ser reemplazadas por nada que no poseyera este mismo carácter. Con esto, se puede ver enseguida que los aspectos sobre los que más se insiste generalmente son en realidad completamente secundarios: si estas pruebas estuvieran destinadas verdaderamente, según la noción más «simplista», a mostrar si un candidato a la iniciación posee las cualidades requeridas, es menester convenir que serían muy ineficaces, y se comprende que aquellos que se atienen a esta manera de ver estén tentados de considerarlas como sin valor; pero, normalmente, aquel que es admitido a sufrirlas ya debe haber sido reconocido, por otros medios más adecuados, como «bien y debidamente cualificado»; es menester pues que se trate de algo muy diferente. Se diría entonces que estas pruebas constituyen una enseñanza que se da bajo una forma simbólica, y que está destinada a ser meditada ulteriormente; eso es muy cierto, pero se puede decir otro tanto de cualquier otro rito, ya que todos, como lo hemos dicho precedentemente, tienen igualmente un carácter simbólico, y por consiguiente una significación que incumbe profundizar a cada uno según la medida de sus propias capacidades. La razón de ser esencial del rito, es, así como lo hemos explicado en primer lugar, la eficacia que le es inherente; por lo demás, no hay que decirlo, esta eficacia está en estrecha relación con el sentido simbólico incluido en su forma, pero por eso no es menos independiente de una comprehensión actual de este sentido en aquellos que toman parte en el rito. Por consiguiente, es en este punto de vista de la eficacia directa del rito donde conviene colocarse ante todo; el resto, cualquiera que sea su importancia, no podría venir más que en segundo rango, y todo lo que hemos dicho hasta aquí es suficientemente explícito a este respecto como para dispensarnos de detenernos más en ello.

Para más precisión, diremos que las pruebas son ritos preliminares o preparatorios a la iniciación propiamente dicha; constituyen su preámbulo necesario, de tal suerte que la iniciación misma es como su conclusión inmediata. Hay que destacar que revisten frecuentemente la forma de «viajes» simbólicos; por lo demás, anotamos este punto sólo de pasada, ya que no podemos pensar en extendernos aquí sobre el simbolismo del viaje en general, y diremos solamente que, bajo este aspecto, se presentan como una «búsqueda» (o mejor una «gesta», como se decía en la lengua de la edad media) que conduce al ser de las «tinieblas» del mundo profano a la «luz» iniciática; pero todavía esta forma, que se comprende así por sí misma, no es en cierto modo más que accesoria, por muy apropiada que sea a aquello de lo que se trata. En el fondo, las pruebas son esencialmente ritos de purificación; y es eso lo que da la explicación verdadera de esta palabra «pruebas», que tiene aquí un sentido claramente «alquímico», y no el sentido vulgar que ha dado lugar a los errores que hemos señalado. Ahora bien, lo que importa para conocer el principio fundamental del rito, es considerar que la purificación se opera por los «elementos», en el sentido cosmológico de este término, y la razón de ello puede expresarse muy fácilmente en algunas palabras: quien dice elemento dice simple, y quien dice simple dice incorruptible. Por consiguiente, la purificación ritual tendrá siempre como «soporte» material los cuerpos que simbolizan los elementos y que llevan sus designaciones (ya que debe entenderse bien que los elementos mismos no son en modo alguno cuerpos pretendidos «simples», lo que, por lo demás, es una contradicción, sino eso a partir de lo cual se forman todos los cuerpos), o al menos uno de estos cuerpos; y esto se aplica igualmente en el orden tradicional exotérico, concretamente en lo que concierne a los ritos religiosos, donde este modo de purificación se usa no solo para los seres humanos, sino también para otros seres vivos, para objetos inanimados y para lugares o edificios. Si el agua parece jugar aquí un papel preponderante en relación a los otros cuerpos representativos de elementos, es menester decir no obstante que este papel no es exclusivo; quizás se podría explicar esta preponderancia destacando que el agua, en todas las tradiciones, es además más particularmente el símbolo de la «substancia universal». Sea como sea, apenas hay necesidad de decir que los ritos de los que se trata, lustraciones, abluciones u otros (comprendido ahí el rito cristiano del bautismo, el cual ya hemos indicado que entra también en esta categoría), no tienen, como tampoco lo tienen, por lo demás, los ayunos de carácter igualmente ritual o la prohibición de algunos alimentos, absolutamente nada que ver con prescripciones de higiene o de limpieza corporal, según la concepción estúpida de algunos modernos, que, al querer reducir expresamente todas las cosas a una explicación puramente humana, parecen complacerse en elegir siempre la interpretación más grosera que sea posible imaginar. Es verdad que las pretendidas explicaciones «psicológicas», aunque son de apariencia más sutil, no valen más en el fondo; todas desdeñan igualmente considerar la única cosa que cuenta en realidad, a saber, que la acción efectiva de los ritos no es una «creencia» ni una cuestión teórica, sino un hecho positivo.

Se puede comprender ahora por qué, cuando las pruebas revisten la forma de «viajes» sucesivos, éstos se ponen respectivamente en relación con los diferentes elementos; y solo nos queda indicar en qué sentido debe entenderse, desde el punto de vista iniciático, el término mismo de «purificación». Se trata de conducir al ser a un estado de simplicidad indiferenciada, comparable, como lo hemos dicho precedentemente, al de la materia prima (entendida naturalmente aquí en un sentido relativo), a fin de que sea apto para recibir la vibración del Fiat Lux iniciático; es menester que la influencia espiritual cuya transmisión le va a dar esta «iluminación» primera no encuentre en él ningún obstáculo debido a «preformaciones» inarmónicas provenientes del mundo profano[2]; y por eso debe ser reducido primeramente a este estado de materia prima, lo que, si se quiere reflexionar en ello un instante, muestra bastante claramente que el proceso iniciático y la «Gran Obra» hermética no son en realidad más que una sola y misma cosa: la conquista de la Luz divina que es la única esencia de toda espiritualidad.



[1] Por lo demás, habría lugar a preguntarse si esta exaltación del sufrimiento es verdaderamente inherente a la forma especial de la tradición cristiana, o si no le ha sido más bien «sobreimpuesta» en cierto modo por las tendencias naturales del temperamento occidental.
[2] Por consiguiente, la purificación es también, a este respecto, lo que se llamaría en el lenguaje cabalístico una «disolución de las cortezas»; en conexión con este punto, hemos señalado igualmente en otra parte la significación simbólica del «despojamiento de los metales». Ver El Reino de la Cantidad y los Signos de los Tiempos, capítulo XXII.

sábado, 27 de agosto de 2016

MITOS, MISTERIOS Y SÍMBOLOS

MITOS, MISTERIOS Y SÍMBOLOS
 Rene Guenon

 

Las consideraciones que acabamos de exponer nos conducen de manera bastante natural a examinar otra cuestión conexa, la de las relaciones del símbolo con lo que se llama el «mito»; sobre este tema, debemos hacer observar primeramente que nos ha ocurrido a veces hablar de una cierta degeneración del simbolismo como habiendo dado nacimiento a la «mitología», tomando esta última palabra en el sentido que se le da habitualmente, y que es en efecto exacto cuando se trata de la antigüedad llamada «clásica», pero que quizás no podría aplicarse válidamente fuera de ese periodo de las civilizaciones griega y latina. Así pues, pensamos que, para todas las demás partes, conviene evitar el empleo de este término, que solo puede dar lugar a equívocos fastidiosos y a asimilaciones injustificadas; pero, si el uso impone esta restricción, es menester decir no obstante que la palabra «mito», en sí misma y en su significación original, no contiene nada que marque una tal degeneración, bastante tardía en suma, y debida únicamente a una incomprehensión más o menos completa de lo que subsistía de una tradición muy anterior. Conviene agregar que, si se puede hablar de «mitos» en lo que concierne a esta tradición misma, a condición de restablecer el verdadero sentido de la palabra y de desechar todo lo que se le agrega frecuentemente de «peyorativo» en el lenguaje corriente, no habría entonces, en todo caso, «mitología», puesto que ésta, tal como la entienden los modernos, no es nada más que un estudio emprendido «desde el exterior», y que implica por consiguiente, se podría decir, una incomprehensión de segundo grado.

La distinción que se ha querido establecer a veces entre «mitos» y «símbolos» no tiene fundamento en realidad: para algunos, mientras que el mito es un relato que presenta un sentido diferente del que expresan directa y literalmente las palabras que le componen, el símbolo sería esencialmente una representación figurativa de algunas ideas por un esquema geométrico o por un dibujo cualquiera; así pues, el símbolo sería propiamente un modo gráfico de expresión, y el mito un modo verbal. Según lo que ya hemos explicado precedentemente, hay, en lo que concierne a la significación dada al símbolo, una restricción completamente inaceptable, ya que toda imagen que es tomada para representar una idea, para expresarla o sugerirla de una manera cualquiera y a cualquier grado que sea, es por eso mismo un signo, o, lo que equivale a lo mismo, un símbolo de esta idea; importa poco que se trate de una imagen visual o de cualquier otro tipo de imagen, ya que eso no introduce aquí ninguna diferencia esencial y no cambia absolutamente nada el principio del simbolismo. Éste, en todos los casos, se basa siempre sobre una relación de analogía o de correspondencia entre la idea que se trata de expresar y la imagen, gráfica, verbal u otra, por la que se la expresa; desde este punto de vista completamente general, las palabras mismas, como ya lo hemos dicho, no son y no pueden ser otra cosa que símbolos. Se podría incluso, en lugar de hablar de una idea y de una imagen como acabamos de hacerlo, hablar más generalmente todavía de dos realidades cualquiera, de órdenes diferentes, entre las cuales existe una correspondencia que tiene su fundamento a la vez en la naturaleza de una y de la otra: en estas condiciones, una realidad de un cierto orden puede ser representada por una realidad de un orden diferente, y ésta es entonces un símbolo de aquella.

Habiendo recordado así el principio del simbolismo, vemos que éste es evidentemente susceptible de una multitud de modalidades diversas; el mito no es más que un simple caso particular, que constituye una de esas modalidades; se podría decir que el símbolo es el género, y que el mito es una de sus especies. En otros términos, se puede considerar un relato simbólico, tanto como un dibujo simbólico, o como muchas otras cosas aún que tienen el mismo carácter y que juegan el mismo papel; los mitos son relatos simbólicos, lo mismo que las «parábolas», que, en el fondo, no difieren de ellos esencialmente[1]; en eso no nos parece que haya nada que pueda dar lugar a la menor dificultad, desde que se ha comprendido bien la noción general y fundamental del simbolismo.

Pero, dicho eso, hay lugar a precisar la significación propia de la palabra «mito» misma, que puede conducirnos a algunas observaciones que no carecen de importancia, y que se vinculan al carácter y a la función del simbolismo considerado en el sentido más determinado donde se distingue del lenguaje ordinario y donde se opone a él incluso bajo algunos aspectos. Esta palabra «mito» se considera comúnmente como sinónima de «fábula», entendiendo por eso simplemente una ficción cualquiera, lo más frecuentemente revestida de un carácter más o menos poético; eso es el efecto de la degeneración de la que hablábamos al comienzo, y los griegos, de cuya lengua se ha tomado este término, tienen ciertamente su parte de responsabilidad en lo que es, a decir verdad, una alteración profunda y una desviación de su sentido primitivo. En efecto, en ellos la fantasía individual comenzó bastante pronto a darse curso libre en todas las formas del arte, que, por eso, en lugar de permanecer propiamente hierático y simbólico como en los egipcios y los pueblos de oriente, tomó rápidamente una dirección muy diferente, que apuntaba mucho menos a instruir que a complacer, y que desembocó en producciones cuya mayor parte están casi desprovistas de toda significación real y profunda (salvo lo que podía subsistir aún en ellas, aunque fuera inconscientemente, de los elementos que habían pertenecido a la tradición anterior), y donde, en todo caso, ya no se encuentra ningún rastro de esa ciencia eminentemente «exacta» que es el verdadero simbolismo; ese es, en suma, el comienzo de lo que se puede llamar el arte profano; y coincide sensiblemente con el de ese pensamiento igualmente profano que, debido al ejercicio de la misma fantasía individual en un dominio diferente, debía de ser conocido bajo el nombre de «filosofía». La fantasía de que se trata se ejerció en particular sobre los mitos preexistentes: los poetas, que desde entonces ya no eran escritores sagrados como en el origen y que ya no poseían la inspiración «suprahumana», al desarrollarlos y al modificarlos al capricho de su imaginación, los rodearon de ornamentos superfluos y vanos, los oscurecieron y los desnaturalizaron, de suerte que devino frecuentemente muy difícil recuperar su sentido y sacar sus elementos esenciales, salvo quizás por comparación con los símbolos similares que se pueden encontrar en otras partes y que no han sufrido la misma deformación; y se puede decir que, finalmente, el mito ya no fue, al menos para la inmensa mayoría, más que un símbolo incomprendido, eso mismo que ha seguido siendo para los modernos. Pero en eso no hay más que abuso y, podríamos decir, «profanación» en el sentido propio de la palabra; lo que nos es menester considerar, es que el mito, antes de toda deformación, era esencialmente un relato simbólico, como lo hemos dicho más atrás, y que esa era su única razón de ser; y, bajo este punto de vista ya, «mito» no es enteramente sinónimo de «fábula», ya que esta última palabra (en latín fabula, de fari, hablar) no designa etimológicamente más que un relato cualquiera, sin especificar de ninguna manera su intención o su carácter; aquí también, por lo demás, el sentido de «ficción» no ha venido a agregarse a ella sino ulteriormente. Hay más: estos dos términos de «mito» y «fábula», que se han llegado a tomar como equivalentes, se derivan de raíces que tienen en realidad una significación completamente opuesta, ya que, mientras que la raíz de «fábula» designa la palabra, la raíz de «mito», por extraño que eso pueda parecer a primera vista cuando se trata de un relato, designa al contrario el silencio.

En efecto, la palabra griega muthos, «mito», viene de la raíz mu, y ésta (que se encuentra también en el latín mutus, mudo) representa la boca cerrada, y por consiguiente, el silencio[2]; éste es el sentido del verbo muein, cerrar la boca, callarse (y, por extensión, llega a significar también cerrar los ojos, en sentido propio y figurado); el examen de algunos de los derivados de este verbo es particularmente instructivo. Así, de muô (en infinitivo muein) se derivan inmediatamente otros dos verbos que solo difieren de él un poco por su forma, muaô y mueô; el primero tiene las mismas acepciones que muô, y es menester agregarles otro derivado, mullô, que significa cerrar los labios, y también, murmurar sin abrir la boca[3]. En cuanto a mueô, y esto es lo más importante, significa iniciar (a los «misterios», cuyo nombre está sacado también de la misma raíz, como se verá dentro de un momento, y precisamente por la intermediación de mueô y mustês), y, por consiguiente, a la vez instruir (pero primeramente instruir sin palabras, así como era efectivamente en los misterios) y consagrar; deberíamos decir incluso en primer lugar consagrar, si se entiende por «consagración», como debe hacerse normalmente, la transmisión de una influencia espiritual, o el rito por el que ésta se transmite regularmente; y de esta última acepción ha provenido más tarde para la misma palabra, en el lenguaje eclesiástico cristiano, la de conferir la ordenación, que en efecto es también una «consagración» en este sentido, aunque en un orden diferente del orden iniciático.

Pero, se dirá, si la palabra «mito» ha tenido semejante origen, ¿cómo es posible que haya podido servir para designar un relato de un cierto género? Es que esta idea de «silencio» debe ser referida aquí a las cosas que, en razón de su naturaleza misma, son inexpresables, al menos directamente y por el lenguaje ordinario; una de las funciones generales del simbolismo es efectivamente sugerir lo inexpresable, hacerlo presentir, o mejor «asentir», por las transposiciones que permite efectuar de un orden a otro, de lo inferior a lo superior, de lo que es más inmediatamente aprehensible a lo que lo es mucho más difícilmente; y tal es precisamente el destino primero de los mitos. Por lo demás, es así como, incluso en la época «clásica», Platón ha recurrido también al empleo de los mitos, cuando quiere exponer concepciones que rebasan el alcance de sus medios dialécticos habituales; y estos mitos, que ciertamente no han sido «inventados», sino solo «adaptados», ya que llevan la marca incontestable de una enseñanza tradicional (como la llevan también algunos procedimientos de los que hace uso para la interpretación de las palabras, y que son comparables a los de nirukta en la tradición hindú)[4], estos mitos, decimos, están muy lejos de no ser más que los ornamentos literarios más o menos desdeñables que ven en ellos muy frecuentemente los comentadores y los «críticos» modernos, para quienes es ciertamente mucho más cómodo desecharlos así sin más examen que dar de ellos una explicación siquiera aproximada; antes al contrario, los mitos responden de lo que hay más profundo en el pensamiento de Platón, más despejado de las contingencias individuales, y que él no puede expresar más que simbólicamente a causa de esta profundidad misma; la dialéctica en él contiene frecuentemente una cierta parte de «juego», lo que es muy conforme a la mentalidad griega, pero, cuando la abandona por el mito, se puede estar seguro de que el juego ha terminado y de que se trata de cosas que tienen de alguna manera un carácter «sagrado».

Así pues, en el mito, lo que se dice es otra cosa que lo que se quiere decir; podemos destacar de pasada que eso es también lo que significa etimológicamente la palabra «alegoría» (de allo agoreuein, literalmente «decir otra cosa»), que nos da todavía otro ejemplo de las desviaciones de sentido debidas al uso corriente, ya que, de hecho, actualmente ya no designa más que una representación convencional y «literaria», de intención únicamente moral o psicológica, y que, lo más frecuentemente, entra en la categoría de lo que se llama comúnmente las «abstracciones personificadas»; apenas hay necesidad de decir que nada podría estar más alejado del verdadero simbolismo. Pero, para volver de nuevo al mito, si no dice lo que quiere decir, lo sugiere, por esta correspondencia analógica que es el fundamento y la esencia misma de todo simbolismo; así, se podría decir, se guarda el silencio al hablar, y es de eso de donde el mito ha recibido su designación[5].

Nos queda atraer la atención sobre el parentesco de las palabras «mito» y «misterio», salidas las dos de la misma raíz: la palabra griega mustêrion, «misterio», se vincula directamente, ella también, a la idea del «silencio»; y esto, por lo demás, puede interpretarse en varios sentidos diferentes, pero ligados unos a otros, y cada uno de los cuales tiene su razón de ser desde un cierto punto de vista. Destacamos primeramente que, según la derivación que hemos indicado precedentemente (de mueô), el sentido principal de la palabra es el que se refiere a la iniciación, y es así, en efecto, como es menester entender lo que se llamaban «misterios» en la antigüedad griega. Por otra parte, lo que muestra todavía el destino verdaderamente singular de algunas palabras, es que otro término estrechamente emparentado a los que acabamos de mencionar es, como ya lo hemos indicado, el de «místico», que, etimológicamente, se aplica a todo lo que concierne a los misterios: mustikos, en efecto, es el adjetivo de mustês, iniciado; así pues, originariamente equivale a «iniciático» y designa todo lo que se refiere a la iniciación, a su doctrina y a su objeto mismo (pero en este sentido antiguo, no puede aplicarse nunca a personas); ahora bien, en los modernos, esta misma palabra «místico», la única entre todos estos términos de cepa común, ha llegado a designar exclusivamente algo que, como lo hemos visto, no tiene absolutamente nada en común con la iniciación, y que tiene incluso caracteres opuestos bajo algunos aspectos.

Volvamos de nuevo ahora a los diversos sentidos de la palabra «misterio»: en el sentido más inmediato, y diríamos de buena gana el más grosero o al menos el más exterior, el misterio es aquello de lo que no se debe hablar, aquello sobre lo que conviene guardar silencio, o aquello que está prohibido hacer conocer al exterior; es así como se entiende más comúnmente, incluso cuando se trata de misterios antiguos; y, en la acepción más corriente que ha recibido ulteriormente, la palabra no ha guardado apenas otro sentido que ese. Sin embargo, esta prohibición de revelar ciertos ritos y ciertas enseñanzas, sin olvidar la parte de las consideraciones de oportunidad que ciertamente han podido jugar un papel a veces, pero que no tienen nunca más que un carácter puramente contingente, puede ser considerada en realidad sobre todo como teniendo, ella también, un valor simbólico; ya nos hemos explicado sobre este punto al hablar de la verdadera naturaleza del secreto iniciático. Como hemos dicho a este propósito, lo que se ha llamado la «disciplina del secreto», que era de rigor tanto en la primitiva Iglesia cristiana como en los antiguos misterios (y los adversarios religiosos del esoterismo deberían acordarse de ello), está muy lejos de aparecérsenos únicamente como una simple precaución contra la hostilidad, por lo demás muy real y frecuentemente peligrosa, debida a la incomprehensión del mundo profano; vemos en ella otras razones de un orden mucho más profundo, y que pueden ser indicadas por los otros sentidos contenidos en la palabra «misterio». Por lo demás, podemos agregar que no es una simple coincidencia el hecho de que haya una estrecha similitud entre las palabras «sagrado» (sacratum) y «secreto» (secretum): en uno y otro caso, se trata de lo que está puesto aparte (secernere, poner aparte, de donde el participio secretum), reservado, separado del dominio profano; del mismo modo, el lugar consagrado es llamado templum, cuya raíz tem (que se encuentra en el griego temnô, cortar, recortar, separar, de donde temenos, recinto sagrado) expresa también la misma idea; y la «contemplación», cuyo nombre proviene de la misma raíz, se vincula también a esta idea por su carácter estrictamente «interior»[6].

Según el segundo sentido de la palabra «misterio», que es ya menos exterior, designa lo que se debe recibir en silencio[7], aquello sobre lo que no conviene discutir; bajo este punto de vista, todas las doctrinas tradicionales, comprendidos ahí los dogmas religiosos que constituyen un caso particular de ellas, pueden ser llamadas «misterios» (extendiéndose entonces la acepción de esta palabra a dominios diferentes del dominio iniciático, pero en los cuales se ejerce igualmente una influencia «no humana»), porque son verdades que, por su naturaleza esencialmente supraindividual y supraracional, están por encima de toda discusión[8]. Ahora bien, para ligar este sentido al primero, se puede decir que difundir sin miramientos entre los profanos los misterios así entendidos, es inevitablemente librarlos a la discusión, procedimiento profano por excelencia, con todos los inconvenientes que pueden resultar de ello y que resume perfectamente esta palabra de «profanación» que ya hemos empleado precedentemente sobre otro punto, y que aquí debe tomarse en su acepción a la vez más literal y más completa; el trabajo destructivo de la «crítica» moderna, al respecto de toda tradición, es un ejemplo muy elocuente de lo que queremos decir como para que sea necesario insistir más en ello[9].

Finalmente, hay un tercer sentido, el más profundo de todos, según el cual el misterio es propiamente lo inexpresable, lo que no se puede sino contemplar en silencio (y conviene recordar aquí lo que decíamos hace un momento del origen de la palabra «contemplación»); y, como lo inexpresable es al mismo tiempo y por eso mismo lo incomunicable, la prohibición de revelar la enseñanza sagrada simboliza, desde este nuevo punto de vista, la imposibilidad de expresar con palabras el verdadero misterio del que esta enseñanza no es, por así decir, más que la vestidura, que la manifiesta y que la vela todo junto[10]. De este modo, la enseñanza que concierne a lo inexpresable no puede, evidentemente, más que sugerirlo con la ayuda de imágenes apropiadas, que serán como los soportes de la contemplación; según lo que hemos explicado, esto equivale a decir que una tal enseñanza toma necesariamente la forma simbólica. Tal ha sido siempre, y en todos los pueblos, uno de los caracteres esenciales de la iniciación a los misterios, por cualquier nombre que, por lo demás, se la haya designado; así pues, se puede decir que los símbolos, y en particular los mitos cuando esta enseñanza se tradujo en palabras, constituyen verdaderamente, en su destino primero, el lenguaje mismo de esta iniciación.



[1] No carece de interés destacar que lo que se llama en la Masonería las «leyendas» de los diferentes grados entra en esta definición de los mitos, y que la «puesta en acción» de estas «leyendas» muestra bien que ellas están verdaderamente incorporadas a los ritos mismos, de los que es absolutamente imposible separarlas; así pues, lo que hemos dicho de la identidad esencial del rito y del símbolo, se aplica muy particularmente también en parecido caso.
[2] El mutus liber de los hermetistas es literalmente el «libro mudo», es decir, sin comentario verbal, pero es también, al mismo tiempo, el libro de los símbolos, en tanto que el simbolismo puede ser considerado verdaderamente como el «lenguaje del silencio».
[3] Por lo demás, el latín murmur no es más que la raíz mu prolongada por la letra r y repetida dos veces, de manera que representa un ruido sordo y continuo producido con la boca cerrada.
[4] Para ejemplos de este género de interpretación, ver sobre todo el Crátilo.
[5] Se puede destacar que eso es lo que significan también estas palabras de Cristo, que confirman la identidad profunda del «mito» y de la «parábola» que señalábamos más atrás: «Para aquellos que son de afuera (expresión exactamente equivalente a la de «profanos»), les hablo en parábolas, de suerte que viendo no ven y que oyendo no oyen» (San Mateo, XIII, 13; San Marcos, IV, 11-12; San Lucas, VIII, 10). Aquí se trata de aquellos que no aprehenden más que en lo que se dice literalmente, que son incapaces de ir más allá para alcanzar lo inexpresable, y que, por consiguiente «no les ha sido dado conocer el misterio del Reino de los Cielos»; y hay que observar muy especialmente que el empleo de la palabra «misterio», en ésta última frase del texto evangélico, en relación con las consideraciones que van a seguir.
[6] Así pues, es etimológicamente absurdo hablar de «contemplar» un espectáculo exterior cualquiera, como lo hacen corrientemente los modernos, para quienes, en muchos casos, el verdadero sentido de las palabras parece estar completamente perdido.
[7] Se podrá recordar también aquí la prescripción del silencio impuesta antaño a los discípulos en algunas escuelas iniciáticas, concretamente en la escuela pitagórica.
[8] Esto no es otra cosa que la infalibilidad misma que es inherente a toda doctrina tradicional.
[9] Este sentido de la palabra «misterio», que está igualmente vinculado a la palabra «sagrado» en razón de lo que ya hemos dicho más atrás, está marcado muy claramente en este precepto del Evangelio: «No deis las cosas santas a los perros, y no arrojéis las perlas a los puercos, por miedo de que las pisoteen, y que, revolviéndose contra vosotros, os despedacen» (San Mateo, VII, 6). Se destacará que los profanos son representados aquí simbólicamente por los animales considerados como «impuros» en el sentido propiamente ritual de esta palabra.
[10] La concepción vulgar de los «misterios», sobre todo cuando se aplica al dominio religioso, implica una confusión manifiesta entre «inexpresable» e «incomprehensible», confusión que es completamente injustificada, salvo relativamente a las limitaciones intelectuales de algunas individualidades.