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jueves, 31 de octubre de 2019

LA MISTICA DEL NUMERO ( VI )

LA MISTICA DEL NUMERO ( VI )
Herbert Oré Belsuzarri.

EL TETRACTYS

1 + 2 + 3 + 4 = 10

El tetractys, considerado sagrado por los pitagóricos, contiene en sí mismo las claves de la armonía, que, a su vez, gobiernan la creación.

4:3 = la cuarta
3:2 = la quinta
2:1 = la octava

Y la doble octava en la razón cuádruple: 4:1

Aunque el tetractys, en cuanto símbolo, parece ser peculiar de los pitagóricos, este mismo simbolismo numérico constituye un fenómeno generalizado. La mitología hindú habla de las «nueve cobras de Brahma», un equivalente de la Gran Enéada dispuesta en torno a Atum. La Cabala se refiere a las nueve legiones de ángeles alrededor del trono del Dios oculto, «Aquel cuyo nombre está oculto». El tetractys representa la realidad metafísica, el «mundo ideal» de Platón, completo en el marco de un sistema de cuatro términos.

La creación requiere cinco términos. El pentactys representa el tetractys puesto de manifiesto.

El triángulo interior es un símbolo de la naturaleza trina inmanente en la unidad; representa la primera forma: la forma requiere un sistema de tres términos; la forma es el resultado de la interacción entre los polos positivo y negativo. El pentactys representa la forma principal rodeada por doce «casas», que son las animadoras de la forma. También esta interpretación es común a muchas civilizaciones antiguas. El sistema fisiológico egipcio se basa en ella: «Estos canales, mediante el flujo y el reflujo cósmicos, conducen la energía solar roja y blanca a las zonas en las que los doce poderes permanecen dormidos en los órganos del cuerpo. Una vez cada dos horas, noche y día, cada uno de ellos es activado por el paso de Ra, el sol de la sangre, y luego vuelve a dormirse». La acupuntura china se basa en los «doce meridianos del cuerpo». Cada dos horas, uno u otro de estos meridianos alcanza su cota máxima de actividad. Las doce «casas» del zodíaco astrológico expresan la misma interpretación de otro modo. El significado de las «casas» se deriva de la interacción de los números; éstas determinan la naturaleza del tiempo, la personalidad o el acontecimiento.

El eneagrama.

¿Se trata de mera «coincidencia»? Nadie puede «demostrar» que no lo sea. Y, sin embargo, estos atributos armónicos básicos parecen demasiado claramente pitagóricos para desecharlos.

Recuérdese que, en el antiguo sistema, el «agua» es el cuarto elemento, la «sustancia» primera y principal, y analogía del uno, como la octava es analogía del sonido fundamental. En el mundo físico, el agua constituye el soporte de la vida. En el mundo metafísico de Egipto, Tum se crea a sí mismo a partir de Nun, las aguas primordiales. La creación procede armónicamente, la octava es el instrumento del proceso, o «vida», y la primera nota de la octava es el tono. Para producir el tono perfecto la cuerda debe tener una proporción de 8:1, precisamente la razón entre los El eneagrama es un símbolo universal. Todo conocimiento se puede incluir en el eneagrama y se puede interpretar con la ayuda del eneagrama. Y en esta conexión sólo lo que un hombre puede introducir en el eneagrama es lo que realmente sabe, es decir, comprende. Lo que no puede introducir en el eneagrama no lo comprende. Para el hombre capaz de utilizarlo, el eneagrama hace los libros y las bibliotecas totalmente innecesarios. Todo puede estar incluido y se puede leer en el eneagrama. Un hombre puede estar completamente solo en el desierto, dibujar el eneagrama en la arena y leer en él las leyes eternas del universo.

Y cada vez puede aprender algo nuevo, algo que hasta entonces ignoraba.

Si dos hombres de distintas escuelas se encuentran, dibujarán el eneagrama y, con su ayuda, podrán establecer de inmediato cuál de los dos sabe más y cuál, en consecuencia, supera esta prueba, es decir, cuál es el mayor, cuál es el maestro y cuál el pupilo. El eneagrama es un diagrama esquemático del movimiento perpetuo...

Finalmente corresponde al individuo elegir entre ambos bandos, es una decisión que no debe tomarse a la ligera: de ella depende, en última instancia, toda la filosofía que uno adopte.

Esotéricamente, dado que hay que considerar todos los números como divisiones de la unidad, la relación matemática que un número muestra con la unidad es una clave de su naturaleza.

Tanto el tres como el siete son números de «movimiento perpetuo». Al dividir la unidad entre estos números, ésta se divide infinitamente:

1../ 3 = 0,3333333333333...
1 -/- 7 = 0,1428571428571...

Tres: el número de la relación, de «la Palabra», de la trinidad mística, tres-en-uno.

Siete: el número del crecimiento, del «proceso», de la armonía, da la misma secuencia repetitiva cuando se divide la unidad. Obsérvese que el eneagrama sigue esta secuencia.

En cuestión de formas visuales sentimos que la naturaleza tiene sus favoritas. Entre sus preferidas están las espirales, los meandros, los patrones de ramificación y los ángulos de 120 grados. Estos patrones se repiten una y otra vez. La naturaleza actúa como un director de teatro que utilizara cada noche a los mismos actores vestidos de manera distinta y representando a personajes diferentes. Los actores tienen un repertorio limitado: los pentágonos forman la mayoría de las flores, pero no los cristales; los hexágonos manejan la mayoría de los patrones bidimensionales repetitivos, pero nunca abarcan por sí solos el espacio tridimensional. Por otra parte, la espiral representa el colmo de la versatilidad, ya que desempeña un papel en la replicación de los virus más pequeños y en la disposición de la materia en la mayor de las galaxias.

Átomos de oxígeno e hidrógeno por volumen. Y la creación es volumen, el cual es espacio. En Egipto comprendía por qué el mundo es como es; los símbolos que eligió, además de los incontables indicios procedentes de sus textos científicos, matemáticos y médicos, demuestran que también tenía unos conocimientos asombrosamente completos acerca de cómo es. Obviamente, Egipto carecía de rayos láser, microscopios electrónicos o aceleradores de partículas; puede que no tuviera un conocimiento concreto y cuantitativo del mundo microscópico. Pero la curiosa coherencia que manifiestan sus símbolos y sus textos deja claro que la tecnología no constituye el único medio de penetrar en estos ámbitos.

En suma podemos decir que:

Todos los números son conducidos a un desarrollo, a partir de la unidad, a partir del origen y raíz de todas las cosas. El número tiene para el hombre hermético un significado totalmente diferente al que tiene para el hombre dialéctico.

El número uno representa la unidad con el Espíritu, con el Padre, con lo Absoluto, con el Logos, con lo Original. Cualquier otra unidad, cualquier otro comienzo conduce a la muerte.

Cuando un hombre ha regresado a la unidad, al uno e indivisible, es colocado ante el número dos. Este número coloca a quien ha sido unido con la unidad en una nueva relación con la sustancia original. Por ello, la Gnosis hermética llama al número dos «la Madre».

El número tres establece la unión llena de amor entre el uno, lo absoluto, y la sustancia original, entre el Padre y la Madre, la unión de ambos.

El número cuatro lleva todo lo concebido a la manifestación.

Cuando la entidad que está unida al Padre se une con la sustancia original cósmica, algo se engendra. La totalidad de lo que ha sido concebido es llevada a manifestarse. La consecuencia de ello es el número cinco, la nueva conciencia, la conciencia de Mercurio. Por ello, Mercurio siempre está asociado al número cinco.

El seis es el número de la rectitud. Junto a la nueva fuerza de luz de la conciencia y por ella, todo el estado de ser del candidato alcanza la justicia, en concordancia con el Logos. Por ello el número siete es el de la santificación, al que sigue el número ocho que es el de la ascensión perfecta, la entrada en la vida liberadora. Es la ancestral puerta de Saturno, que siempre está unida al número ocho. En el número nueve se celebran la victoria del verdadero devenir divino-humano. Un desarrollo nónuplo une a estos nueve números.

EN LA ANTIGUA CULTURA EGIPCIA, CADA VEZ QUE NACIA UN BEBE SE BAUTIZABA CON EL NOMBRE DE UN DIOS DE ACUERDO A SU REGENCIA. POR ESTA RAZON, LA MAYORIA DE LOS EGIPCIOS, TENIAN NOMBRES DE DIOSES.

Por otra parte, todos los aspectos del conocimiento egipcio parecen haber sido completos desde sus mismos comienzos. Las ciencias, las técnicas artísticas y arquitectónicas y el sistema de jeroglíficos no muestran prácticamente signo alguno de haber pasado por un período de «desarrollo»; lejos de ello, muchos de los logros de las primeras dinastías no fueron nunca superados, o siquiera igualados, posteriormente. Los egiptólogos ortodoxos admiten fácilmente este asombroso hecho, pero la magnitud del misterio que plantea es hábilmente minimizada, al tiempo que se omiten sus numerosas implicaciones.

¿Cómo es posible que una civilización compleja surja ya plenamente desarrollada?

Obsérvese un automóvil o una computadora de hace 10 años, y compárese con uno actual: existe un inequívoco proceso de «desarrollo». Sin embargo, en Egipto no hay nada semejante. Todo esta allí ya desde el primer momento.

La respuesta a este misterio resulta obvia, aunque, debido al hecho de que repugna a la forma de pensamiento moderno dominante, apenas se considera de una manera seria: la civilización egipcia no fue un «desarrollo», sino una herencia.

La Numerología, ya era usada en Mesopotamia. Se asignaban valores numéricos a las letras del alfabeto, y se calculaban los valores de los nombres, lo cual concuerda con la reverencia que existía en Mesopotamia hacia los números, ya que pensaban que todos los dioses tenían números. Esta y otras afirmaciones parecidas surgen a partir de la tesis de que el hombre fue creado por extraterrestres en la antigua sumeria quienes dejaron como herencia sus conocimientos que posteriormente fueron a parar a Egipto.

Como ejemplo, Sargón en el 705 a.C. afirma que el perímetro de su palacio en Khorsabad era igual a su nombre.

Del mismo modo en la Biblia existen algunas partes en la que la explicación a hechos ocurridos tienen una base numerológica.

Cabe citar algunos párrafos de los textos del Génesis, en el Capitulo17, donde, encontramos esta curiosa conversación entre Dios y Abram, éste asombrado recibe la noticia de que va a tener un hijo a la edad de 100 años, con su mujer Sarai de 90.

Dijo Dios: “He aquí mi pacto contigo, serás padre de una muchedumbre de pueblos y ya no te llamaras Abram, sino Abraham....”

Dijo también Yahvé a Abraham: “Sarai tu mujer, no se llamará ya Sarai, sino Sara, pues la bendeciré y te daré de ella un hijo...”

Cayó Abraham sobre su rostro, y se reía, diciéndose en su corazón: “Con que a un centenario le va a nacer un hijo, y Sara, ya nonagenaria, va a parir...”

El hecho de que a partir de ese cambio de nombre tanto Abraham como Sara pudieran engendrar un hijo, se basa en que en la Biblia, la equivalencia numérica no es accidental, ya que el mundo fue creado por Dios a través de la palabra, donde cada letra representa una fuerza creativa. De esta forma la equivalencia numérica entre dos palabras revela una conexión interna entre los potenciales creativos de cada una.

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IPH Herbert Oré Belsuzarri 33° Patriarca Gran Conservador de la Gran Logia Constitucional del Perú.

miércoles, 30 de octubre de 2019

LA MISTICA DEL NUMERO ( V )

LA MISTICA DEL NUMERO ( V )
Herbert Oré Belsuzarri

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Numeros japoneses.

OCHO (8)

Antes de tratar de las funciones y principios inherentes al ocho, vale la pena hacer una advertencia respecto al simbolismo del número. A medida que vamos pasando de un número a otro, cada uno de ellos no sólo simboliza y define la función concreta a él asignada, sino que incorpora todas las combinaciones y funciones que han llevado hasta él. Así, por ejemplo, la polaridad, la tensión entre los opuestos, es una función sencilla. Pero el cinco no sólo representa el acto de creación; incorpora también al dos y al tres, los principios masculino y femenino, y dos conjuntos de opuestos -el principio de doble inversión- unidos por el invisible punto de intersección. El cinco es también el uno, o unidad, actuando sobre el cuatro, o materia original: por tanto, la creación.

Cuando llegamos al siete, las cosas se hacen aún más complejas. Cada aspecto de la combinación se manifiesta de forma distinta. Siete es cuatro y tres: la unión de materia y espíritu; es cinco y dos: oposición fundamental unida por el acto, por el «amor»; y es también seis y uno: la nota fundamental, el do, materializada por el seis, es decir, que en el tiempo y el espacio produce su octavo tono, que es una nueva unidad.

Esta nueva unidad no es idéntica, sino análoga, a la unidad primera. Es una renovación o «autorreplicación». Y para explicar el principio de autorreplicación se necesitan ocho términos.

La antigua unidad ya no existe, y una unidad nueva ha ocupado su lugar: «¡El rey ha muerto! ¡Viva el rey!».

En el zodíaco, es el octavo signo, Escorpión, el que tradicionalmente simboliza la muerte, el sexo y la renovación.

En Egipto, un texto muy conocido declara: «Yo soy uno, que se convierte en dos, que se convierte en cuatro, que se convierte en ocho, y luego vuelvo a ser uno».

Thot (Hermes para los griegos, Mercurio para los romanos) es el «Maestro de la Ciudad del Ocho». Thot, mensajero de los dioses, es el neter de la escritura, del lenguaje, del conocimiento, de la magia; Thot da al hombre acceso a los misterios del mundo manifiesto, simbolizado por el ocho.

Esta breve digresión sobre la relación entre el número y la función no pretende ser completa o exhaustiva. Lejos de ello, aspira únicamente a servir como preparación para la formulación de varias preguntas, a las que se puede responder simplemente «sí» o «no».

¿Experimentamos el mundo físico o natural en términos de polaridad, relación, sustancialidad, actividad, tiempo y espacio, crecimiento y sexo, muerte y renovación? Dado que, aparte de la polaridad, ninguno de estos términos admite una estricta definición lógica, ¿tenemos derecho a desecharlos calificándolos de «arbitrarios»?

El simbolismo del número, así relacionado con la función, proporciona el marco que hace comprensible el mundo de nuestra experiencia.

En esta introducción nos hemos limitado necesariamente a aproximarnos al modo en que el número se relaciona con el mundo físico, o la experiencia física: el mundo del ser. Pero el número constituye también la clave del mundo de los valores (que son aspectos de la voluntad) y del mundo de la conciencia, que, junto con el de la experiencia física, configuran la totalidad de la experiencia humana.

El ocho, pues, corresponde al mundo físico tal como lo experimentamos. Pero el mundo físico que comprendemos resulta aún más complejo. La interacción de las funciones presentes hasta el Ocho no permite una pauta o plan, el ordenamiento de los fenómenos. Tampoco un sistema de ocho términos da cuenta de la fuente del orden o de la pauta: su «artífice», por decirlo así. No explica la necesidad (el principio que reconcilia el orden y el desorden). Para que haya «creación», primero debe ser necesaria. Finalmente, está la matriz en la que todas estas funciones operan simultáneamente, a la que podríamos denominar «el mundo de las posibilidades».

Estas elevadas funciones numéricas corresponden al nueve, al diez, al once y al doce. Las funciones correspondientes a estos números no forman parte de nuestra experiencia directa, pero filosóficamente podemos reconocer su necesidad. Hay que admitir que estos conceptos resultan difíciles de entender, debido especialmente a que nuestra educación nos enseña a analizar, no a sintetizar. Sin embargo, estas funciones no son abstracciones -al menos no en el mismo sentido en que lo es la raíz cuadrada de menos uno-, ya que resultan esenciales para completar el marco de nuestra experiencia, aun cuando no podamos experimentarlas de manera directa.

Así, estos espíritus, llamados Nummo, eran dos espíritus de dios homogéneos (mitad hombre, mitad serpiente) ... la pareja nació perfecta y completa; tenían ocho miembros, y su número era el ocho, que es el símbolo del habla ... son el agua [en el zodíaco occidental, los signos 4.°, 8.° y 12.° son signos de agua] ...

La fuerza vital de la tierra es el agua. Dios modeló la tierra con agua. También la sangre la hizo de agua. Incluso en una piedra existe esta fuerza.

También son necesarias desde un punto de vista teórico. Como ya hemos mencionado, en la escisión primordial el uno se convierte simultáneamente en dos y en tres. Los fenómenos son duales por naturaleza, pero triples en principio. La cuerda que vibra representa una polaridad fundamental: una fuerza impulsora, masculina (la que la mueve), y una fuerza resistente, femenina (la cuerda). Al vibrar, la cuerda representa una relación: una fuerza impulsora, una fuerza resistente y una fuerza mediadora o reconciliadora (la frecuencia de vibración, que es la «interacción» entre los dos polos, pero no es ni el uno ni el otro).

La escisión primordial, al crear la dualidad, crea dos unidades, cada una de las cuales participa de la naturaleza de la unidad y de la dualidad: dos, en este sentido, es igual a cuatro.

La creación simultánea del dos, el tres y el cuatro postula una interacción entre estas funciones, un ciclo, que para su plena realización requiere de doce términos. Difícil de expresar verbalmente, este ciclo de doce partes se expresa de manera sencilla, esquemática y completa en el zodíaco tradicional.

Aunque en el antiguo Egipto no se han encontrado zodíacos propiamente dichos, proporciona amplias evidencias que demuestran que el conocimiento de los signos del zodíaco existió desde tiempos muy remotos, y que rige e impregna el simbolismo egipcio, cuando uno sabe dónde y cómo buscarlo (Zodiaco de Dendera).

En el zodíaco, cada signo participa de la dualidad, la triplicidad y la cuadruplicidad.

Naturalmente, en la astrología que aparece en los periódicos y revistas (y que los científicos y eruditos creen que es la única que existe) este aspecto fundamental del zodíaco pasa desapercibido.

Por desgracia, otros astrólogos modernos más serios, aunque utilizan los signos zodiacales de manera intuitiva, apenas reconocen el simbolismo numérico en el que se fundamentan.

Como veremos enseguida, la sección áurea forma parte del núcleo de la escisión primordial, creando un universo asimétrico y cíclico. Este aspecto cíclico significa que los múltiplos de los números son, por así decirlo, registros superiores de los números inferiores.

El universo físico se completa, en principio, con cuatro términos: unidad, polaridad, relación y sustancialidad. Pero la materialización plena de todas las posibilidades requiere el funcionamiento de todas las combinaciones de dos, tres y cuatro. Y esto se realiza en los doce signos del zodíaco. Éste se divide en seis grupos de polaridades, cuatro grupos de triplicidades (los modos) y tres grupos de cuadruplicidades (los elementos). Cada signo es, a la vez, polar (activo o pasivo), modal (cardinal es el iniciador; fijo es aquel sobre el que se actúa; mutable es el que media o efectúa el intercambio de fuerzas) y elemental (fuego, tierra, aire, agua). La polaridad se realiza en el tiempo y el espacio (seis veces dos), el espíritu materializado (tres veces cuatro) y la materia espiritualizada (cuatro veces tres).

Así, con cuatro términos tenemos el mundo en principio. Con ocho términos tenemos el mundo materializado en el tiempo y el espacio. Con doce términos tenemos el mundo de las potencialidades y las posibilidades.

Aunque este breve resumen no se aproxima más que a un aspecto del zodíaco astrológico, debería ser suficiente para sugerir que este antiguo diseño no se basaba en absoluto en los ensueños de arcaicos visionarios, sino que se construyó rigurosamente de acuerdo con los principios pitagóricos. Si esperamos comprender el mundo físico en el que vivimos (por no hablar del mundo espiritual), debemos examinar los principios y funciones que subyacen a la experiencia común. Y el simbolismo del número nos permite hacerlo.

En la comprensión de este hecho se basaba el funcionamiento del antiguo Egipto y de otras civilizaciones antiguas. Sobre esta base, y partiendo de esta comprensión, es posible idear un sistema interrelacionado global y coherente en el que la ciencia, la religión, el arte y la filosofía definan y exploren aspectos concretos del todo, aunque sin perderse nunca de vista mutuamente.

Los egiptólogos reconocen que fue un sistema así el que predominó en Egipto, pero, al juzgar dicho sistema desde su propio punto de vista, son incapaces de comprenderlo, y lamentan el hecho de que en Egipto la «teología» impregne todos los aspectos de la civilización.

Aunque puede parecer que de ahí sólo falta un paso para reconocer que, si la teología egipcia lo impregnaba todo, era porque se basaba en la verdad, dar ese paso requiere un auténtico giro psicológico, y esto no resulta en absoluto fácil de realizar. Así, las evidencias que presenta de forma tan meticulosa son ignoradas. Sin embargo, en otros ámbitos especializados de la egiptología, las concienzudas, y a menudo brillantes, obras de astronomía, matemáticas, geografía, geodesia y medicina estudiadas atestiguan el refinamiento y la sofisticación de los conocimientos egipcios. En cualquier caso, los progresos de los métodos modernos revelan las deficiencias y defectos anteriores, y alteran invariablemente las opiniones relativas a los conocimientos del antiguo Egipto.

NUEVE (9)

Egipto evocaba, mas nunca explicaba. Como ya hemos visto, las correlaciones establecidas entre número y función no son arbitrarias, y en cada caso ha sido posible mostrar cómo dichas correlaciones se empleaban en los símbolos y los mitos egipcios. Sin embargo, por regla general hemos tenido que buscarlas, y, por tanto, es necesario que primero comprendamos el significado funcional del número antes de saber cómo o dónde hay que buscar. Ni siquiera las tríadas de
neters (como las trinidades en las mitologías de otras civilizaciones) son declaraciones manifiestas de un interés en el número, o de una concepción del tres como principio de relación.

El escéptico podría argumentar fácilmente que el fenómeno del macho y la hembra engendrando una nueva vida resulta tan evidente que fácilmente podría servir como símbolo sin necesidad de conocer sus connotaciones filosóficas o pitagóricas.

Pero la elección del nueve no resulta ya tan evidente, y aquí no es posible una interpretación errónea de la importancia atribuida al número nueve por los egipcios.

El nueve resulta extremadamente complejo, y prácticamente inabordable mediante una expresión verbal precisa. La Gran Enéada (una enéada es un grupo de nueve) no es una secuencia, sino los nueve aspectos de Tum, que se interpenetran, interactúan y se entrelazan.

Esquemáticamente, se puede ilustrar la Gran Enéada con el más fascinante de los símbolos, el tetractys, que la hermandad pitagórica consideraba sagrado.

La Gran Enéada emana del absoluto, o «fuego central» (en la terminología de Pitágoras).

Los nueve neters (principios) rodeando al uno (el absoluto), que se convierte tanto en uno como en diez. Ésta es la analogía simbólica de la unidad original; es repetición, retorno a la fuente. En la mitología egipcia, este proceso es simbolizado por Horus, el Hijo divino que venga el asesinato y desmembración (por parte de Set) de su padre, Osiris.

El tetractys es un símbolo rico y polifacético que responde a la meditación con un flujo de significados, relaciones y correspondencias casi inagotable. Es una expresión de la realidad metafísica, el «mundo ideal» de Platón. Sus relaciones numéricas expresan las bases de la armonía: 1:2 (octava); 2:3 (quinta); 3:4 (cuarta); 1:4 (doble octava); 1:8 (tono).

Se puede ver el tetractys como la Gran Enéada egipcia puesta de manifiesto y desmitificada. Esto no constituye necesariamente una mejora, pero es un medio para vislumbrar los numerosos significados que sub-yacen a la enéada. (Otro medio es el extraordinario símbolo del enea-grama, o estrella de nueve puntas, que Gurdjieff afirmaba haber redescubierto a partir de una fuente antigua. Mientras que el tetractys muestra la Gran Enéada puesta de manifiesto, el eneagrama la muestra en acción: el siete, la octava, número de crecimiento y proceso, interpenetrando al tres, la naturaleza trina básica de la unidad. Las co rrespondencias entre la obra de Gurdjieff y la de Schwaller de Lubicz son notables, aunque ninguno de ellos conocía el trabajo del otro.)

A pesar de que esta introducción al pitagorismo ha sido necesariamente superficial, debería bastar para dar una idea tanto de la extrema complejidad como de la extrema importancia del nueve. Y dada su importancia en la metafísica de las estructuras y las pautas, no es sorprendente descubrirla en la estructura de la célula viviente, cuya mitosis -según afirman algunos biólogos- se inicia en el centriolo, formado por nueve pequeños túbulos.

Hace tiempo que los naturalistas, los botánicos y los biólogos han señalado la importancia y reiteración de determinados números, combinaciones y formas numéricas. A medida que la ciencia profundiza cada vez más en los ámbitos molecular, atómico y subatómico, el mundo físico sigue revelando su inherente carácter armónico y proporcionado de manera cada vez más notoria y precisa. Los científicos observan estos datos, pero, dado que nunca los someten a un examen pitagórico, siguen aprendiendo más y más acerca de cómo está construido el mundo, pero no acerca de por qué lo está. Y, sin embargo, estas respuestas parecen a punto de hacerse evidentes sólo con que se plantearan las preguntas correctas. La forma de la doble hélice y las secuencias de aminoácidos y proteínas en las estructuras básicas de las células siguen unas pautas precisas y claramente definidas, cuyas proporciones y relaciones numéricas encubren la razón por la que tales cosas son como son. Así, por ejemplo, el agua (H2O) exhibe dos atributos armónicos básicos: dos hidrógenos en relación a un oxígeno forman una octava; y, por volumen, ocho oxígenos en relación a un hidrógeno da 8:9, el tono.





(*) Herbert Oré es un conocido autor y escritor masón de la República del Perú, con una importante producción de temas masónicos y otros. Su producción completa se puede hallar en SCRIBD.







martes, 29 de octubre de 2019

LA MISTICA DEL NUMERO ( IV )

LA MISTICA DEL NUMERO ( IV )
Herbert Oré Belsuzarri.

Numeros mayas. 

SEIS (6)

Se necesitan cuatro términos para explicar el principio o la idea de «sustancia». Se requieren cinco para dar cuenta de la «creación», del acto de llegar a ser, del acontecimiento.

Pero cinco términos resultan insuficientes para describir el marco en el que este acontecimiento tiene lugar, la realización de la potencialidad.

Este marco es el tiempo y el espacio.

En este sentido, podemos decir que el Seis es el número del mundo. El cinco, al hacerse seis, engendra o crea el tiempo y el espacio.

Las funciones, procesos y principios relativos al uno, el dos, el tres, el cuatro y el cinco se pueden calificar de espirituales o metafísicos. En cualquier caso, son invisibles. No podemos ver realmente, o siquiera visualizar, una polaridad, una relación, la sustancia principal o el acto de creación. Pero vivimos en un mundo de tiempo y espacio, y, por desgracia para nosotros, esta avasalladora interpretación sensorial del tiempo y el espacio condicionan lo que denominamos «realidad», una realidad que no es sino un aspecto de la verdad. Nuestra lengua, con sus tiempos verbales de pasado, presente y futuro (no todas los tienen), refuerza el panorama ilusorio descrito por los sentidos.

Desde tiempo inmemorial, eruditos, filósofos y pensadores se han estrujado el cerebro con el problema del tiempo y el espacio, y raramente se han dado cuenta de que el propio lenguaje en cuyo marco esperaban resolver el problema se hallaba estructurado de forma tal que sustentaba la evidencia de los sentidos.

Probablemente en tiempos antiguos este problema era menos acusado de lo que lo es hoy. La lengua es el principal instrumento de expresión de las facultades intelectuales. Cuando los hombres eran menos dependientes de sus intelectos y, con toda probabilidad, poseían unas facultades intuitivas y emocionales más desarrolladas, eran también más susceptibles a las experiencias que trascienden el tiempo y el espacio, y eran capaces de aceptar las evidencias provisionales de los sentidos como lo que realmente son.

Aparentemente experimentamos el tiempo como un flujo, mientras que el espacio nos parece que es eso en donde están contenidas las cosas. Pero si sometemos estas impresiones al análisis racional, acabamos por llegar a aparentes disparates, o, en caso contrario, nos vemos obligados a seguir a los positivistas y concluir que nuestras preguntas están formuladas de manera incorrecta, y, en consecuencia, carecen de sentido. Seguimos quedándonos con la avasalladora impresión del tiempo como flujo, lógicamente sin principio ni fin, y —también lógicamente— sin un «presente», ya que el pasado y el futuro se funden incesantemente uno con otro. Si consideramos el espacio en función de lo que contiene, nos vemos limitados a postular una extensión infinita, o bien, si el universo es finito, una infinidad que comienza en sus límites.

Ninguna de las dos soluciones resulta satisfactoria, y de nuevo nos quedamos con la indeleble impresión de que el espacio contiene las cosas, pero el propio «espacio» sigue siendo un misterio. No hay nada en la ciencia o en la filosofía que pueda resolver este problema.

Sin embargo, el estudio del simbolismo de los números, y de las funciones y principios que éstos describen, nos permite apoyarnos en una sólida base intelectual. No se trata de un sustituto de la experiencia mística, que por sí sola lleva aparejada la inalterable certeza emocional que denominamos «fe». Pero, al menos, nos permite ver simultáneamente tanto la naturaleza «real» del tiempo y el espacio como su aspecto condicional, que es el que nos transmite nuestro aparato sensorial. Nos permite, asimismo, reconciliar los puntos de vista, aparentemente irreconciliables, de la mística oriental —que sostiene que el mundo de los sentidos (y, con él, el tiempo y el espacio) es una ilusión, que es íntegramente un constructo mental— y el empirismo occidental —que toma los datos sensoriales al pie de la letra, a pesar de los insolubles problemas filosóficos y científicos que esto plantea—.

Ambas interpretaciones son correctas según el punto de vista que se adopte. En términos del mundo material, el tiempo es real. Es real en todo lo que se refiere a nuestros cuerpos, pues vivimos y morimos. En los términos del mundo espiritual, no es que el tiempo sea una ilusión en el sentido de realidad falsamente percibida; por el contrario, el tiempo no existe. Para el absoluto, para la unidad trascendente, no hay tiempo. Y todas las religiones iniciáticas enseñan que la meta del hombre es la unión con el absoluto, con Dios, con el reino del «espíritu». En consecuencia, un importante aspecto de dichas enseñanzas es la insistencia en la necesidad de trascender el tiempo, puesto que es el tiempo el que nos hace esclavos del mundo material.

Sin embargo, dado que nuestro cuerpo se halla ligado al tiempo, y nuestras necesidades, placeres, dolores y deseos están tan estrechamente vinculados al cuerpo, se nos hace difícil imbuirnos de la inquebrantable determinación de actuar según la necesidad de trascender el tiempo, a pesar de que teóricamente defendamos esta idea. De ahí surgen las elaboradas disciplinas y rituales del yoga, el zen, y otras formas de religiones de Oriente y Occidente.

El estudio del simbolismo del número no permitirá por sí solo a un hombre trascender el tiempo, pero, al clarificar el asunto, al demostrar el modo en que el tiempo y el espacio desempeñan sus papeles en el gran diseño universal, el simbolismo del número puede ayudarnos a verlos bajo su auténtica luz, y, acaso, puede contribuir a que la necesidad de trascendencia se nos haga mucho más urgente.

El marco en el que tiene lugar la creación es el tiempo y el espacio, cuya definición requiere seis términos. La creación no tiene lugar en el tiempo; lejos de ello, el tiempo es un efecto de la creación. Las cosas no existen en el espacio: son el espacio. No hay más tiempo que el definido por la creación; no hay más espacio que el definido por el volumen. El universo material constituye una jerarquía interrelacionada de energías de diferentes niveles u órdenes de densidad, a las que nuestros sentidos sólo tienen un acceso limitado.

Una ciencia que trate de explicar el orden universal en términos de la experiencia sensorial humana, o a través de máquinas que no son sino extensiones cuantitativas de los sentidos humanos, está condenada a alejarse cada vez más de una comprensión global.

Esta es la situación que podemos ver actualmente, cuando la especialización prolifera cada vez más, y, aunque en teoría se habla de las innegables interacciones entre los diversos campos, los especialistas no tienen ninguna pista acerca de cómo y por qué tienen lugar dichas interacciones.

Y la interminable disputa en torno a la cuestión de si el universo es, en última instancia, material o espiritual, continúa.

En Egipto y otras civilizaciones antiguas la situación era totalmente opuesta. En su filosofía vital no se hacía distinción entre mente y materia: ambas se comprendían como aspectos de un mismo diseño. Sólo la escisión primordial era incognoscible: todo lo demás se remitía a este acontecimiento en términos de funciones, principios y procesos, los cuales resultaban comprensibles mediante los números, y comunicables (en Egipto) mediante los neters (los llamados «dioses»), cuyos atributos, gestos, tamaño y situación se alteraban en función del papel desempeñado en una situación determinada. (En la lengua moderna hacemos lo mismo de forma menos sistemática: sabemos -aunque no podríamos «demostrarlo»- que el papel de «hombre» en una polaridad no es el mismo que el de «amante» en una relación.)

La selección de 24 horas como subdivisión del día resulta bastante arbitraria. Los chinos, por ejemplo, utilizaban 12 subunidades del día, y los hindúes llegaban hasta las 60 sub unidades ... no hay ningún acontecimiento natural que divida el día ... en doceavos, veinticuatroavos, sesentavos o cualquier otra fracción ... Los babilonios, en una primera época, utilizaban doce fracciones iguales para dividir el día entre puesta de sol y puesta de sol ... Los chinos dividían el día en doce períodos shih iguales. Sin embargo, así como los babilonios dividían el beru en sesentavos y cada una de estas fracciones en otros sesentavos, los chinos dividían el shih en octavos ... Los chinos también dividían el día en centavos.

El seis, el número del mundo material y, en consecuencia, del tiempo y el espacio, es el número elegido por los egipcios para simbolizar los fenómenos espaciales y temporales. El seis servía a los egipcios, como nos sirve a nosotros, para establecer las divisiones temporales básicas: el día en veinticuatro horas (doce de día y doce de noche); el año en doce meses, de treinta días cada uno, más otros cinco días en los que «nacieron los neters». Esto no es accidente ni casualidad, sino un corolario natural del papel funcional del seis. (En la mecánica celeste, las explicaciones del movimiento utilizan un espacio de seis dimensiones: tres para la posición, y tres para la velocidad de cada partícula o planeta.)

El volumen requiere seis direcciones de extensión para definirlo: arriba y abajo, delante y detrás, izquierda y derecha. En Egipto, el cubo, la figura perfecta de seis caras, se utilizaba como símbolo de la realización en el espacio; el cubo es, pues, el símbolo del volumen. El faraón aparece sentado en su trono, que es un cubo (a veces se esculpe surgiendo de un cubo); el hombre está situado inequívocamente en la existencia material. Nada podría resultar más claro que este ejemplo de reconocimiento consciente del papel y la función del Seis. Pero para reconocernos a nosotros mismos, debemos ser capaces de pensar como lo hacía Pitágoras.

El seis se simboliza también por el hexágono, por el sello de Salomón y por los dobles trigramas del i ching chino, cada uno de los cuales representa un enfoque distinto e ilustra un aspecto diferente del seis, aunque dichos aspectos son, en última instancia, complementarios.

El cubo es el resultado del seis; el sello de Salomón y los dobles trigramas constituyen el seis en acción.

En Egipto, se descubrió que las dimensiones de ciertas salas concretas del templo de Luxor venían determinadas por la generación geométrica del hexágono a partir del pentágono. Se trata de una expresión simbólica de la materialización de la materia a partir del acto creador espiritual. Al mismo tiempo, constituye una expresión real de materialización. El templo simboliza, y -a la vez- es, el tiempo y el espacio, en estricta conformidad con las leyes pertinentes.

SIETE (7)

Se requieren cinco términos para dar cuenta del principio de la vida, del acto creador, del «acontecimiento». Seis términos describen el marco en el que los acontecimientos tienen lugar. Pero seis términos resultan insuficientes para explicar el proceso de venir al ser, de «hacerse».

En el mundo material, generalmente experimentamos este proceso en términos de crecimiento. Pero cuando relacionamos el significado funcional del siete con la experiencia cotidiana, esta analogía se empieza a agotar. En el cinco, la correspondencia entre el escultor y el «acto» cósmico era precisa. En el seis, rozábamos el borde de la metáfora. Nuestro escultor, en el seis, no creaba tiempo y espacio: estaba ya en el tiempo y el espacio, y esculpía de forma creadora. El «volumen» de su estatua preexistía en el bloque de madera (aunque, desde la perspectiva de la estatua, podríamos decir que el escultor representaba de nuevo el papel de Dios, y creaba el tiempo y el espacio de la estatua en cuanto estatua, que previamente no existía).

En el siete, sin embargo, nuestra analogía se convierte en metáfora pura. El escultor no hace «crecer» a la estatua en ningún sentido material ni biológico. Nosotros crecemos, al igual que un mono. Pero el «crecimiento» de la estatua es puramente metafórico (aunque puede que no se lo parezca del todo al propio escultor, quien, observando detalladamente el progreso de su creación, desde la idea, o «germen», hasta su finalización, puede hacerse una idea del principio de creación).

Se necesitan siete términos para dar cuenta del fenómeno del crecimiento. El crecimiento es un principio universal observable (y mensurable) en todos los ámbitos del mundo físico, excepto en los más micro cósmicos (no podemos observar o medir el «crecimiento» de un átomo o de una molécula).

Al igual que todos los principios y funciones descritos hasta ahora, todos los cuales contribuyen a nuestra experiencia del mundo tal como es, el «crecimiento» no se puede explicar científicamente. No hay nada en el comportamiento del átomo de hidrógeno que haga predecible que un gatito se convierta en un gato adulto. Pero, como ocurre con todas las demás funciones y procesos, la ignorancia científica se enmascara tras una aparatosa verborrea. Las cosas se desarrollan porque unos «mecanismos» que se iniciaron de manera fortuita en el transcurso de la «evolución» han puesto de manifiesto que el «crecimiento» es un factor que lleva a la «supervivencia». Y este fatuo circunloquio se califica de «pensamiento racional».

Es interesante señalar que, hasta ahora, al relacionar el número con la función, hemos podido mostrar por qué los números dos, tres, cuatro, etc., y no otros, se aplican a la polaridad, la relación y la sustancialidad; pero no podemos encontrar fácilmente ejemplos físicos concretos que respalden estas correlaciones: no podemos hallar ninguna prueba física de que un montón de sal, en cuanto realidad material, está implícito en el significado del cuatro. Un escéptico podría considerar que la aplicación universal del seis a los sistemas de medición del tiempo y el espacio es arbitraria.

Sin embargo, cuando llegamos al siete, nos encontramos con que ya no podemos relacionar este número directamente con nuestra experiencia: no podemos iniciar nuestro propio «crecimiento».

Pero en el mundo físico encontramos multitud de ejemplos en los que el siete se manifiesta en forma de sistemas que crecen o de sistemas activos.

El crecimiento no es un proceso continuo. Se da en pasos discretos, en saltos cuánticos.

Los niños parecen «estirarse» de golpe; y realmente lo hacen. Los huesos no crecen continuamente: durante un tiempo aumentan de longitud, y luego de grosor. En ciertos períodos (numéricamente determinados) el crecimiento avanza deprisa; entre uno y otro apenas hay crecimiento.

Se requieren siete términos para dar cuenta del principio de crecimiento, y es un hecho notable la frecuencia con la que el siete, o sus múltiplos, rigen los pasos reales, o las etapas y secuencias, del crecimiento (aún más notable si se tiene en cuenta que la ciencia ignora el pensamiento pitagórico y, en consecuencia, no trata de buscar tales correspondencias; pero los datos se acumulan de todos modos).

Los fenómenos tienden a completarse en siete etapas, o son completos en esa fase concreta. En la escala armónica hay siete tonos. Es la escala armónica, y la función humana de la audición, la que nos proporciona acceso directo al proceso del crecimiento, de la creatividad manifestándose. Fue esta razón -y no el azar o la superstición- la que llevó a los pitagóricos explícitamente, y a los egipcios implícitamente, a emplear la escala armónica como el instrumento perfecto para enseñar y mostrar el funcionamiento del cosmos.

Consideremos una cuerda de una longitud dada como la unidad. Hagámosla vibrar: producirá un sonido. Sujetemos la cuerda por su punto medio, y hagámosla vibrar de nuevo: ahora producirá un sonido una octava más alto. La división en dos da como resultado una analogía de la unidad original. (Dios creó a Adán a su imagen, y necesitó siete días -o etapas discretas- para realizar su trabajo.) Esquemáticamente, la cuerda dividida que vibra ilustra el principio de doble inversión, que impregna todo el simbolismo egipcio, y que sólo ahora están investigando los físicos subatómicos como característica fundamental de la materia.

Entre la nota original y su octava hay siete intervalos, siete etapas desiguales que -pese a su desigualdad- el oído interpreta como «armónicas».

No podemos describir o definir la armonía en términos lógicos o racionales. Pero reaccionamos a ella -y a su ausencia- de manera instintiva. Esta reacción se caracteriza por una inequívoca sensación de «equilibrio».

Las notas de la escala musical remiten a la división del uno en dos. Dichas notas representan momentos de reposo en el descenso de la unidad hacia la multiplicidad. Se puede decir que el universo creado «ocurre» entre el uno y el dos, y la armonía evoca en nosotros una conciencia instintiva (e incluso un anhelo) de la unidad de la que aquélla se deriva. La armonía es la remembranza de la unidad. Y el arte que se basa en principios armónicos despierta en nosotros el sentimiento de unidad y del orden cósmico o «divino».

En el mundo que experimentamos, todas las unidades representan estados de equilibrio dinámico (aunque provisional); son etapas del retorno a la unidad, oasis en el caos que implica la multiplicidad desenfrenada.

Un átomo es un momento de equilibrio. También un gato lo es. El equilibrio es un estado en el que las fuerzas positivas y negativas se compensan. La ciencia moderna, con su doctrina de la entropía y la entropía negativa,* expresa este mismo principio sin reconocer su significado funcional. El zodíaco astrológico occidental (¡un producto de la imaginación primitiva!) expresa este principio de forma precisa y completa: Libra, la balanza, es el séptimo signo.

El Siete significa la unión del espíritu y la materia, del tres y el cuatro. Una de las formas que expresan tradicionalmente el significado del siete es la pirámide, tan característica de la arquitectura egipcia: una combinación de una base cuadrada, que simboliza los cuatro elementos, y unos lados triangulares, que simbolizan las tres modalidades del espíritu. Las diferentes pirámides se han construido de manera que expresen distintas funciones de la sección áurea.

La pirámide, construida de acuerdo con la sección áurea, no sólo tiene una utilidad simbólica. En la práctica es la forma que más útil resulta para toda una serie de funciones geográficas, geodésicas, cronométricas, geométricas, matemáticas, numéricas, coreográficas y astronómicas, funciones que diversos eruditos modernos han demostrado que se hallan innegablemente incorporadas a la pirámide (especialmente en la denominada Gran Pirámide de Keops). Hasta hace muy poco los egiptólogos habían preferido ignorar los datos más relevantes, pero hay algunos indicios de que el cambio de actitud es inminente.






(*) Herbert Oré es un conocido autor y escritor masón de la República del Perú, con una importante producción de temas masónicos y otros. Su producción completa se puede hallar en SCRIBD.







lunes, 28 de octubre de 2019

LA MISTICA DEL NUMERO ( III )

LA MISTICA DEL NUMERO ( III )
Herbert Oré Belsuzarri.

CUATRO (4)

Material, sustancia, cosas; el mundo físico es la matriz de toda experiencia sensual.

Pero no se puede explicar lo material o la sustancia con dos términos, ni con tres. El dos es una tensión abstracta o «espiritual» (Día-Noche). El tres es una relación abstracta o «espiritual» (Padre-Madre-Hijo). El dos y el tres resultan insuficientes para explicar la idea de «sustancia», y podemos ilustrar esto con una analogía: Amante/amado(a)/deseo, pero ello no es una «familia», ni siquiera una relación amorosa.

Escultor/bloque/inspiración, no es todavía una estatua. Sodio/cloro/afinidad todavía no es sal.

Explicar la materia requiere, en principio, cuatro términos: escultor /bloque /inspiración /estatua; amante /amado(a) /deseo /relación amorosa; sodio/cloro/afinidad/sal.

Así, la materia es un principio que está más allá y por encima de la polaridad y la relación. Incluye necesariamente tanto al dos como al tres, pero es algo más que la suma de sus elementos constitutivos, como sabe cualquier escultor o amante. La materia, o sustancia, constituye tanto una combinación como una nueva unidad; es una analogía de la unidad absoluta, que es de naturaleza trina.

Los cuatro términos necesarios para dar cuenta de la materia son los famosos cuatro elementos, que no constituyen, como cree la ciencia moderna, un primitivo intento de explicar los misterios del universo material, sino, más bien, un modo —preciso y sofisticado— de describir la naturaleza inherente de la materia. Los antiguos no creían que la materia estuviera hecha realmente de las realidades físicas del fuego, la tierra, el aire y el agua. Utilizaban estos cuatro fenómenos comunes para describir los papeles funcionales de los cuatro términos necesarios de la materia, o, mejor dicho, del principio de sustancialidad (en el cuatro no hemos llegado todavía a la realidad física con la que topamos). El fuego es el principio activo y coagulante; la tierra es el principio receptivo y formador; el aire es el principio sutil y mediador, el que realiza el intercambio de fuerzas, y el agua es el principio compuesto, producto del fuego, la tierra y el aire —y, sin embargo, una «sustancia» que está más allá y por encima de ellos.

Fuego, aire, tierra, agua. Los antiguos elegían con cuidado. Decir lo mismo en lenguaje moderno requiere más términos, ninguno de los cuales se recuerda con tanta facilidad. Principio activo, principio receptivo, principio mediador y principio material: ¿para qué molestarse con tales abstracciones cuando fuego, tierra, aire y agua dicen lo mismo, y lo dicen mejor?

En Egipto, la conexión íntima entre el cuatro y el mundo material o sustancial se aplicó al simbolismo. Así, encontramos las cuatro orientaciones; las cuatro regiones del cielo; los cuatro pilares del cielo (soporte material del reino del espíritu); los cuatro hijos de Horus; los cuatro órganos; los cuatro canopes, donde se guardaban los cuatro órganos después de la muerte; los cuatro hijos de Geb, la Tierra.

La unidad es la conciencia perfecta, eterna e indiferenciada.

La unidad, al hacerse consciente de sí, crea la diferenciación, que es polaridad. La polaridad, o dualidad, es una expresión dual de la unidad. Así, cada aspecto participa de la naturaleza de la unidad y de la naturaleza de la dualidad: de lo «uno» y de lo «otro», como señala Platón.

Así pues, cada aspecto de la dualidad espiritual, primordial, es en sí mismo dual. La escisión primordial crea un doble antagonismo, que se reconcilia mediante la conciencia.

Esta doble reacción, o doble inversión, constituye la base del mundo material. Si no entendemos nada de este cuádruple proceso, apenas comprenderemos el mundo de los fenómenos, que es nuestro mundo. Estudiados de la forma correcta, los símbolos clarifican estos procesos mejor que las palabras. El cuadrado inscrito en un círculo representa la materia potencial, pasiva, contenida en la unidad. Este mismo proceso se muestra en acción —por decirlo así— en la cruz (que es algo más que dos trozos de madera sobre los que se clavó a un judío advenedizo). Es la cruz de la materia, en la que estamos prendidos todos nosotros. En esta cruz se crucifica al Cristo, al hombre cósmico, quien, al reconciliar sus polaridades a través de su propia conciencia, alcanza la unidad.

Es este mismo principio de doble inversión y de reconciliación el que subyace en todo el arte y la arquitectura religiosos de Egipto. Los brazos cruzados del faraón momificado — quien (cualesquiera que hubieran sido sus rasgos personales) representa los sucesivos estadios del hombre cósmico— sostienen, también cruzados, el cetro y el flagelo que representan su autoridad. Esquemáticamente, el punto de intersección de los dos brazos de la cruz cristiana representa el acto de la reconciliación, el punto místico de la creación, el «germen». En un esquema parecido, el faraón exaltado y momificado representa el mismo punto abstracto.

Así, tanto la cruz como el faraón momificado representan el cuatro y el cinco.

CINCO (5).

Para los pitagóricos, el cinco era el número del «amor», ya que representaba la unión del primer número masculino, el tres, con el primer número femenino, el dos.

También se puede denominar al cinco el primer número «universal». El uno -es decir, la unidad-, al contenerlo todo, resulta, estrictamente hablando, incomprensible. El cinco, que incorpora los principios de polaridad y reconciliación, es la clave para comprender el universo manifiesto, ya que el universo, al igual que todos los fenómenos sin excepción, es de naturaleza polar, en principio triple.

De las raíces del dos, el tres y el cinco se pueden derivar todas las proporciones y relaciones armónicas. La interrelación de dichas proporciones y relaciones gobierna las formas de toda materia, orgánica e inorgánica, y todos los procesos y secuencias de crecimiento. Es posible que en un futuro no muy lejano, la ciencia, con la ayuda de los ordenadores, llegue a alcanzar un conocimiento preciso de estas complejas interacciones. Pero no lo logrará hasta que acepte los principios subyacentes que los antiguos conocían.

Puede parecer extraño atribuir sexo a los números. Pero la reflexión sobre el papel funcional de éstos justifica inmediatamente esta manera de proceder. El dos, la polaridad, representa un estado de tensión; el tres, la relación, representa un acto de reconciliación. Los números femeninos, los pares, representan estados o condiciones; lo femenino es aquello sobre lo que se actúa. Lo masculino es lo iniciativo, lo activo, lo «creador», lo positivo (lo agresivo, lo racional); lo femenino, a su vez, es lo receptivo, lo pasivo, lo «creado» (lo sensitivo, lo nutriente). No se debe interpretar esto como un panfleto en defensa de un machismo universal: el universo es polar, masculino/femenino, por naturaleza. Y probablemente no es un hecho accidental que en incontables fenómenos del mundo natural encontremos esta relación entre los números impares y la masculinidad, y entre los números pares y la feminidad. Los órganos genitales sueles ser triples. Las hembras de todas las especies de mamíferos tiene dos mamas (o un número superior de ellas, múltiplo de dos). En un universo accidental no hay razón alguna por la que debería prevalecer tal uniformidad.

Así pues, para los pitagóricos el cinco era el número del amor; pero, dadas las innumerables connotaciones de este término, tan mal utilizado, probablemente sea preferible referirnos al cinco como el número de la vida.

Cuando querían representar al dios del universo, o el destino, o el número cinco, dibujaban una estrella.

Se necesitan cuatro términos para explicar la idea de materia o sustancia. Pero estos cuatro términos resultan insuficientes para explicar su creación. Es el cinco -la unión de lo masculino y lo femenino- el que permite que aquélla «suceda».

Es la comprensión del cinco desde esta perspectiva la responsable de la peculiar reverencia de la que ha sido objeto en numerosas culturas; de ahí que la estrella de cinco puntas, o pentagrama, y el pentágono hayan sido símbolos sagrados en las organizaciones esotéricas (y de ahí, también, que resulte tan irónico ver que este último forma hoy el plano arquitectónico del mayor cuartel militar del mundo). En el antiguo Egipto, el símbolo de la estrella se dibujaba con cinco puntas. El ideal del hombre realizado era convertirse en una estrella, y «pasar a estar en compañía de Ra».

Si aplicamos los papeles funcionales del número a las situaciones familiares de la vida cotidiana, podemos percibir mejor su modo de funcionar que con una descripción técnica. En el marco de las funciones, los papeles cambian y se hacen más complejos. Hombre/mujer es una polaridad. Pero el mismo hombre y la misma mujer, vinculados por el deseo en una relación, ya no son los mismos; y cuando la relación -de tres términos- se convierte en la tétrada de la relación amorosa, o de la familia, las partes que en ella participan cambian de nuevo funcionalmente (como saben muy bien todos los amantes, maridos y mujeres). Estas partes implicadas desempeñan simultáneamente tanto papeles activos, masculinos e iniciativos, como pasivos, femeninos y receptivos. El amante es activo con respecto a su amada, y receptivo al deseo; ella es receptiva ante sus tentativas, pero provoca el deseo. El escultor es activo con respecto al bloque de madera, y receptivo a la inspiración; el bloque de madera es receptivo ante su cincel, pero provoca la inspiración.

Es este tipo de pensamiento el que subyace a la filosofía vital de Egipto. En términos generales, la filosofía contemporánea falla en dos importantes ámbitos. Uno, caracterizado por el positivismo lógico y sus descendientes, bastante más sofisticados, se centra en la metodología lógica y científica. El otro, tipificado por el existencialismo en sus diversas formas, se centra en la experiencia humana en un contexto personal o social. Ninguna de estas dos escuelas incorpora el pensamiento pitagórico, con el resultado de que los positivistas han elaborado una herramienta analítica rigurosamente consistente, pero sin relación con la experiencia humana, mientras que los existencialistas han hecho útiles observaciones sobre la experiencia, pero no pueden encajarlas es una estructura consistente o convincente. El enfoque pitagórico revela una estructura y un sistema que subyacen a la experiencia.

La filosofía del antiguo Egipto no es filosofía en el sentido actual: no tiene textos explicativos. Sin embargo, es auténtica filosofía en tanto es sistemática, consecuente y coherente, y se organiza en torno a unos principios que se pueden expresar de manera filosófica.

Egipto expresaba estas ideas en la mitología, y su coherencia sólo se revela cuando se estudia la mitología como dramatización e interacción del número.

A partir de su estudio de la cábala hebrea, la filosofía china del yin y el yang, la mística cristiana, la alquimia, los textos sagrados hindúes y los últimos trabajos de la física moderna, se reconoció un vínculo pitagórico común en todos ellos. Por mucho que difieran los medios o los modos de expresión, cada una de estas filosofías o disciplinas se ocupa de la creación del mundo, o de la materia, del vacío; cada una de ellas reconoce que el mundo físico no es sino un aspecto de la energía; cada una de ellas -excepto la física moderna, la cual, al centrarse en el aspecto material del problema, elude sus implicaciones filosóficas- reconoce que la «vida» constituye un principio fundamental del universo, y no una ocurrencia tardía o un accidente.

El número del «amor», el número sagrado para Pitágoras, el número simbolizado por el pentágono y el pentagrama, y que gobernó las proporciones de las catedrales góticas, desempeñó en Egipto un papel fundamental, aunque más sutil. Aparte del carácter jeroglífico de la estrella de cinco puntas, no encontramos ningún ejemplo patente de figuras de cinco lados.

En lugar de ello, se descubrió que la raíz cuadrada de cinco regía las proporciones del «sanctasanctórum», el santuario más interior del templo de Luxor. En otros casos, descubrió que las proporciones de determinadas cámaras estaban regidas por el hexágono generado por el pentágono. En otras, diversos rectángulos cruzados de 8 X 11 —figuras de cuatro lados que generan el pentágono a partir del cuadrado— regían las proporciones de los murales de las paredes, que se relacionaban simbólicamente con las funciones representadas por el cinco.

Egipto utilizó también ampliamente la sección áurea, que, desde la escisión primordial, rige el flujo de los números hasta el cinco. La estrella de cinco puntas, formada por segmentos basados en la sección áurea, es el símbolo de la actividad incesante; el cinco es la clave de la vitalidad del universo, su naturaleza creadora. En términos mundanos, el cuatro explica el hecho de la estatua del escultor, pero no da cuenta de su «hacerse». Se necesitan cinco términos para explicar el principio de la «creación»; en consecuencia, el cinco es el número de la «potencialidad ». La potencialidad existe fuera del tiempo. El cinco es, pues, el número de la eternidad y del principio de la eterna creación, de la unión de lo masculino y lo femenino (y es por esta razón, y de acuerdo con esta línea de pensamiento, por lo que los antiguos hicieron al cinco objeto de lo que a nosotros nos parece una especial reverencia).





(*) Herbert Oré es un conocido autor y escritor masón de la República del Perú, con una importante producción de temas masónicos y otros. Su producción completa se puede hallar en SCRIBD.







domingo, 27 de octubre de 2019

LA MISTICA DEL NUMERO ( II )

LA MISTICA DEL NUMERO ( II )
Herbert Oré Belsuzarri


LOS NUMEROS: FUNCION, PROCESO Y PRINCIPIOS.

UNO (1)

Uno, el absoluto o unidad, creó la multiplicidad a partir de sí mismo. Uno se convirtió en dos. Esto es lo que se denomina «escisión (división, separación) primordial».

La unidad, es el absoluto o energía no polarizada, al hacerse consciente de sí, crea la energía polarizada. El uno se convierte simultáneamente en el dos y el tres.

El dos, es divisible por naturaleza. El dos representa el principio de multiplicidad; cuando se desboca, el dos es la llamada del caos. El dos es la caída.

Pero el dos se reconcilia con la unidad, se incluye en la unidad, por la creación simultánea del tres. El tres representa el principio de reconciliación, de relación (este «tres en uno» es, obviamente, la trinidad cristiana, la misma trinidad que se describe en innumerables mitologías de todo el mundo).

Sólo podemos medir los resultados que nos proporcionan los datos cuantitativos, pero no la comprensión o entendimiento. Experimentamos el mundo en términos de nacimiento, crecimiento, fertilización, maduración, senescencia, muerte y renovación; en términos de tiempo y espacio, distancia, dirección y velocidad.

DOS (2)

El absoluto, la unidad al hacerse consciente de sí, crea la multiplicidad o polaridad. El uno se hace dos.

Dos no es uno más uno. Metafísicamente, el dos nunca puede ser la suma de uno más uno, ya que sólo hay un uno, que es el todo.

El dos expresa la oposición fundamental, la contrariedad fundamental de la naturaleza: la polarización. Y la polaridad es fundamental para todos los fenómenos sin excepción. En el mito egipcio, esta oposición fundamental se describe vívidamente en el interminable conflicto entre Set y Horus (finalmente reconciliados tras la muerte del rey).

La escisión primordial provoca, postula, la reacción. La ciencia moderna es consciente de la polaridad fundamental de los fenómenos, aunque sin reconocer sus implicaciones o su naturaleza necesariamente trascendente. La energía es la expresión mensurable de la rebelión del espíritu contra su confinamiento en la materia. No hay modo alguno de expresar esta verdad fundamental en un lenguaje científico aceptable. Pero el lenguaje del mito lo expresa de forma elocuente: en Egipto se representa a Ptah, el creador de las formas, aprisionado, envuelto en ropas ajustadas.

La polaridad es fundamental para todos los fenómenos sin excepción, pero cambia de aspecto según la situación. Este hecho se refleja en el lenguaje común. Aplicamos nombres distintos en función de la situación o de la categoría de los fenómenos: negativo, positivo; activo, pasivo; masculino, femenino; favorecedor, entorpecedor; afirmativo, negativo; sí, no; verdadero, falso; cada par representa un aspecto distinto del mismo principio fundamental de polaridad.

En busca de la claridad y la precisión, distinguimos cuidadosamente entre estos conjuntos de polaridades según su función específica en una situación dada. Y es cierto que, al hacerlo, podemos ganar claridad y precisión; pero, al mismo tiempo, podemos perder de vista —y, en la ciencia, sucede inevitablemente— la naturaleza cósmica y omnímoda de la polaridad. En el mito se evita este peligro. Aquí, la naturaleza cósmica se intensifica, y el erudito, filósofo o artista individual utiliza el aspecto concreto del principio que se aplica a su tarea o a su investigación, sea ésta la que fuere. Así, no hay que sacrificar la precisión y la claridad en aras de la difusión.

El dos, considerado en sí mismo, representa un estado de tensión primordial o principal.

Es una situación hipotética de opuestos eternamente irreconciliables (en la naturaleza no existe tal estado). El dos es estático. En el mundo del dos nada puede ocurrir.

TRES (3)

Entre las fuerzas opuestas se debe establecer una relación. Y el establecimiento de esta relación constituye, en sí mismo, la tercera fuerza. El uno, al hacerse dos, simultáneamente se hace tres. Y este «hacerse» es la tercera fuerza, que proporciona automáticamente el principio, inherente y necesario (y misterioso), de reconciliación.

Aquí nos enfrentamos a un problema irresoluble tanto en el lenguaje como en la
Lógica.

La mente lógica es polar por naturaleza, y no puede aceptar o comprender el principio de relación. A lo largo de toda la historia, los eruditos, los teólogos y los místicos se han enfrentado al problema de explicar la trinidad en un lenguaje discursivo (Platón luchó resueltamente con él en su descripción del «alma del mundo», que a todos le parece galimatías, salvo a los pitagóricos). Sin embargo, el principio del tres se aplica fácilmente a la vida cotidiana, donde — de nuevo— en función de la naturaleza de la situación le damos cada vez un nombre distinto.

Masculino/femenino no es una relación, ya que, para que haya relación, debe haber «amor» o, al menos, «deseo». Un escultor y un bloque de madera no producirán una estatua: el escultor debe tener «inspiración». Sodio/cloro no es en sí mismo suficiente para producir una reacción química: debe haber «afinidad». Incluso el racionalista, el determinista, rinde homenaje inconscientemente a este principio: incapaz de dar cuenta del mundo físico a través de la genética y el entorno, apela a la «interacción», que no es sino un calificativo aplicado a un misterio.

La lógica y la razón son facultades para discernir, distinguir, discriminar (obsérvese la presencia del prefijo griego dis, que significa «dos»). Pero la lógica y la razón no pueden explicar la experiencia cotidiana: incluso los lógicos se enamoran.

La tercera fuerza no puede ser «conocida» mediante las facultades racionales; de ahí el aura de misterio que planea sobre todos y cada uno de sus innumerables aspectos: «amor», «deseo», «afinidad», «atracción», «inspiración».

¿Qué «sabe» el genetista de la «interacción»? No puede medirla. La infiere, la extrapola de su propia experiencia, y, al utilizar un término al que se ha despojado de toda emoción, supone que está siendo «racional». No puede definir la «interacción» con una precisión mayor de la que puede emplear el escultor para definir la «inspiración », o el amante para definir el «deseo».

Es el corazón, y no la cabeza, el que comprende el tres (con el término corazón nos referimos al conjunto de las facultades emocionales humanas). La «comprensión» es una función emocional, antes que intelectual, y es prácticamente sinónimo de reconciliación, de relación.

Cuanto más se comprende, más capaz se es de reconciliar y de relacionar. Cuanto más se comprende, más se reconcilian aparentes incongruencias e incoherencias. Es posible que uno sepa mucho y, en cambio, comprenda muy poco.

Así, aunque no se pueda medir o conocer el tres directamente, podemos experimentarlo en todas partes. A partir de la experiencia cotidiana común, podemos proyectar y reconocer el papel metafísico del tres: podemos ver por qué la trinidad constituye un fenómeno universal en las mitologías del mundo. Tres es la «Palabra», el «Espíritu Santo», el absoluto consciente de sí mismo.

Pero la famosa experiencia mística, la unión con Dios, es —así lo pienso— la experiencia directa de ese aspecto del absoluto que es la conciencia.

Reconocer la tercera fuerza equivale a consentir el misterio fundamental de la creación; al mismo tiempo, constituye un reconocimiento de la necesidad fundamental de reconciliar a los opuestos. El hombre que comprende el tres no será seducido fácilmente por el dogmatismo. Sabe que, en nuestro mundo, los conceptos de verdadero y falso son relativos; o, si parecen absolutos, como en los sistemas lógicos, entonces el propio sistema es relativo, una abstracción de una realidad mayor y más compleja. No comprender esto da como resultado el curioso razonamiento moderno que declara válida la parte, pero afirma que el todo es una ilusión.

Aunque la tercera fuerza no se puede medir o conocer directamente, la ciencia egipcia lo abordo con arte (todo tipo de creación) y precisión. Toda manifestación del mundo físico representa un momento de equilibrio entre las fuerzas positivas y negativas. La ciencia que comprenda esto, comprenderá en si mismo por inferencia, la inefable tercera fuerza, que es igual a las fuerzas en oposición y produce ese momento de equilibrio. La capacidad de utilizar este conocimiento constituye desde tiempos inmemoriales un aspecto de la «magia».

En la vida cotidiana, reconocer el papel del tres es un paso hacia la más difícil de las hazañas: aceptar la oposición. Una obra maestra sólo se puede dar frente a una oposición equilibrada. El bloque de madera constituye la oposición del escultor en un sentido real. Si su inspiración resulta suficiente surgirá una obra maestra, pero si es insuficiente para tratar con su bloque de madera, producirá un fracaso. Si el bloque de madera resulta insuficiente para su inspiración, acabará en un sentimiento de ambición frustrada.

Es fácil reconocer este principio, la capacidad para dar a la oposición el lugar que se merece es una de las más difíciles de poner en práctica.

De ahí que el principio se expreso de mil maneras distintas en la literatura sacra de todo el mundo. Es esto, y no un sentimiento servil, lo que pretende el dicho cristiano: “Ama a tu prójimo”. ¡Trata de amar a tu enemigo! Y seguro que sería de mucha utilidad en política y en relaciones humanas, si toleran a los que piensan de manera distinta.





(*) Herbert Oré es un conocido autor y escritor masón de la República del Perú, con una importante producción de temas masónicos y otros. Su producción completa se puede hallar en SCRIBD.









sábado, 26 de octubre de 2019

LA MISTICA DEL NÚMERO I.

LA MISTICA DEL NÚMERO I.
Autor: Herbert Oré Belsuzarri (*)

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Lo que hoy se denomina «mística del número» pitagórica tiene un origen egipcio (Pero su estudio es más antiguo y se remonta hasta sumeria), y corresponde a la filosofía que subyace a todas las artes y ciencias de Egipto. En realidad, lo que hizo Pitágoras fue desdramatizar el mito, una estrategia que tenía la ventaja de hablar directamente a quienes eran capaces de pensar en aquellos términos.

Y aunque la razón por sí misma no pone a los hombres en la senda de una tradición iniciática (esa es la función de la conciencia), sí resulta suficiente para invalidar el escepticismo. Son los sentidos los que nos hacen escépticos. Cuando los científicos y los intelectuales afirman que su ateísmo o su agnosticismo se basan en la «razón», mienten. Lo que ocurre es simplemente que no han logrado aplicar su razón a los datos relativos y provisionales que les envían sus sentidos.

Más allá de cierto nivel, en todas y cada una de las artes y las ciencias de Egipto el conocimiento era secreto. Las reglas, axiomas, teoremas y fórmulas —la propia materia de la ciencia y la erudición modernas— nunca se hacían públicos, y es posible que nunca se llegaran a escribir.

Pero actualmente la cuestión del secreto se interpreta de manera equivocada. Los eruditos suelen coincidir en la idea de que la mayoría de las sociedades antiguas (y muchas sociedades primitivas modernas) reservaban cierto tipo de conocimiento a un selecto grupo de iniciados. Esta práctica se considera, cuando menos, absurda y antidemocrática, y en el peor de los casos se interpreta como una forma de tiranía intelectual, mediante la cual una clase sacerdotal mantenía a las masas en un estado de temor reverencial e inactivo.

Pero la mente de los antiguos era bastante más perspicaz que la nuestra. Había (y hay) buenas razones para mantener ciertos tipos de conocimiento en secreto, incluyendo los secretos del número y la geometría, una práctica pitagórica que suele despertar especialmente la ira de los matemáticos.

El cinco era el número sagrado de los pitagóricos, y los miembros de la hermandad habían de jurar que mantendrían su secreto bajo pena de muerte. Pero sabemos que hubo secretos porque éstos fueron revelados.

Que Egipto poseía y desarrollo estos conocimientos resulta un hecho incontestable ante las proporciones armónicas de su arte y su arquitectura.

Pero, quizás Egipto sabía guardar sus secretos mucho mejor que los griegos, no olvidemos que en Egipto habían muchas escuelas iniciáticas, lo que explica que los egiptólogos se nieguen a creer que los poseían. Aunque, por definición, no dejan de ser circunstanciales, las evidencias de que fue así resultan abrumadoras, y sólo falta comprender qué motivos justificaban el hecho de mantener este tipo (o cualquier tipo) de conocimiento en secreto.

Una obra de arte, buena o mala, constituye un complejo sistema vibratorio. Nuestros cinco sentidos están constituidos para captar estos datos en forma de longitudes de onda visuales, auditivas, táctiles y, probablemente, olfativas y gustativas. Los datos son interpretados por el cerebro, y provocan una respuesta que —aunque se dan amplias variaciones entre unos individuos y otros— resulta más o menos universal.

Los artistas consumados saben instintivamente que sus creaciones se ajustan a unas leyes: considérese por ejemplo la famosa afirmación de Beethoven, realizada mientras trabajaba en su último cuarteto, de que «la música constituye una revelación de índole superior a la filosofía ». Sin embargo, no comprenden la exacta naturaleza de dichas leyes. Alcanzan la maestría sólo a través de una intensa disciplina, de una sensibilidad innata y de un largo período de ensayo y error. Poco de ello pueden transmitir a sus pupilos o discípulos: sólo se puede transmitir la técnica, pero nunca el «genio». Sin embargo, en las civilizaciones antiguas había una clase de iniciados que poseían un conocimiento preciso de las leyes armónicas. Sabían cómo manipularlas para crear el efecto preciso que deseaban. Y plasmaron dicho conocimiento en la arquitectura, el arte, la música, la pintura y los rituales, produciendo las catedrales góticas, los inmensos templos hindúes, todas las maravillas de Egipto y muchas otras obras sagradas antiguas que aún hoy, en ruinas, producen en nosotros un poderoso efecto. Este efecto se debe a que aquellos hombres sabían exactamente qué hacían y por qué lo hacían: se llevaba a cabo íntegramente a través de un conjunto de manipulaciones sensoriales.

Hoy es un hecho bien conocido —y los trabajos en este ámbito revelan continuamente efectos aún más sutiles e insidiosos— que las tensiones y fatigas de la vida moderna tienen consecuencias, reales e, incluso, calculables, en nuestras facultades psíquicas y emocionales. La gente que vive cerca de un aeropuerto o trabaja con el ruido incesante de una fábrica vive en un continuo estado de nerviosismo. En los edificios de oficinas donde el aire se recicla o se hace un amplio uso de materiales sintéticos se crea una atmósfera donde los iones negativos son escasos.

Aunque los sentidos no lo detectan de manera directa, en última instancia se trata de un fenómeno vibratorio de nivel molecular, y tiene poderosos efectos, mensurablemente perjudiciales: la gente se vuelve depresiva a irritable, se cansa con facilidad y su resistencia a las infecciones disminuye. Las frecuencias subsónicas y ultrasónicas producidas por una amplia gama de máquinas ejercen también una poderosa y peligrosa influencia. Actualmente los diseñadores poseen un cierto conocimiento de los efectos de los colores y de las combinaciones de éstos; saben qué efectos pueden ser beneficiosos, y cuáles nocivos, aunque no saben por qué.

Así, la vida cotidiana de los habitantes de las actuales ciudades es técnicamente una forma de tortura, suave pero constante, en la que las víctimas y los verdugos se ven afectados por igual. Y todos llaman a eso «progreso». El resultado es parecido al que produce la tortura deliberada. Las personas espiritualmente fuertes reconocen el desafío, lo afrontan y lo superan; el resto sucumben, se embrutecen, se vuelven apáticas y fácilmente dominables: se adhieren servilmente a cualquier cosa o persona que prometa aliviar su intolerable situación, y los hombres se ven arrastrados con facilidad a la violencia, o a excusar la violencia en nombre de lo que imaginan que son sus intereses. Y todo esto se lleva a cabo por hombres que profesan elevados ideales, pero que ignoran las fuerzas que manipulan.

Es un hecho incontestable que todos estos fenómenos ejercen sus efectos ya sea a través de los sentidos directamente, ya sea (como en el caso del aire desionizado, o en el de las ondas subsónicas y ultrasónicas) a través de otros receptores fisiológicos más sutiles. Es evidente, pues, que todos ellos se pueden reducir a términos matemáticos, al menos en principio.





(*) Herbert Oré es un conocido autor y escritor masón de la República del Perú, con una importante producción de temas masónicos y otros. Su producción completa se puede hallar en SCRIBD.