AERONAVES Y ASTRONAVES DE LA ANTIGÜEDAD
Andrew Thomas.
Es perfectamente lícito suponer que la mayoría de las leyendas referentes a las naves del espacio de la Antigüedad constituyen los ecos de una antigua civilización que conocía la aviación y la astronáutica. Pese a la enérgica oposición que la mayor parte de los sabios manifiestan hacia la teoría de una avanzada tecnología existente en un remoto pasado, pueden citarse numerosos hechos en apoyo de esta hipótesis.
El Ramayana hindú contiene detalladas descripciones de un vimana, o avión. Estaba propulsado por un líquido blanco amarillento. El vimana era de considerables dimensiones: de dos pisos, con ventanas y una cúpula con pináculo. Este avión de la Antigüedad podía volar, según la habilidad del conductor, con «la rapidez del viento» y produciendo un melodioso sonido. Su manejo exigía mucha inteligencia. El «avión» podía atravesar el cielo, o detenerse y permanecer inmóvil en el aire.
Los vimanas se guardaban en hangares llamados vimana griha. Según los testimonios de la Antigüedad, el vimana volaba por encima de las nubes, y a esa altura «el océano parecía un pequeño estanque». El aviador veía «las tierras bañadas por el océano y las desembocaduras de los ríos en el mar» (49).
Los aviones arcaicos eran utilizados para la guerra por los reyes, y para el deporte por personas importantes que buscaban su placer. ¿Nos es lícito creer que detalles tan precisos provienen de simple fantasía?
En China, el emperador Chun, que reinó hace 4.200 años, había construido una carroza voladora. No es solamente el primer piloto que menciona la Historia, sino también el primer paracaidista (44).
En un poema titulado Li Sao, Chu Yuan (340-278 a. de JC.) describe un viaje a través de los aires. Estaba arrodillado ante la tumba del emperador Chun, cuando hizo su aparición una carroza de jade tirada por cuatro dragones. Chu Yuan subió al aparato y voló a gran altura a través de China en dirección a la cordillera de Kun Lun. Durante este viaje a través de los aires, pudo observar la tierra sin ser molestado por los vientos ni por el polvo del desierto de Gobi; aterrizó sin tropiezos y, en otra ocasión, sobrevoló las montañas Kun Lun (53).
El emperador Cheng Tang (1766 a. de JC), fundador de la dinastía Chang, dio a Ki Kung Chi la orden de construir una carroza voladora. Este ingeniero de la Antigüedad obedeció y sometió su aparato a una prueba volando hasta la provincia de Ho-Nan. No obstante, el aparato fue destruido por orden imperial, a fin de que el secreto del mecanismo no pudiera caer en manos inadecuadas (44).
Las máquinas voladoras de la antigua China eran o bien el producto de una experimentación científica, o bien la supervivencia de una invención originaria de una raza anterior al Diluvio. Como en aquella época los chinos carecían de tecnología, debe aceptarse la segunda de estas dos hipótesis.
El vuelo de Chu Yuan sobre el Kun Lun nos indica quizá el origen de estos conocimientos técnicos de la China antigua. La imponente cordillera del Kun Lun está considerada por los chinos como la morada «de los dioses».
Estos «aviones» se hallaban tradicionalmente reservados a los emperadores y sabios taoístas, que se suponía actuaban como intermediarios entre los «genios de las montañas» y el común de los mortales.
Una prueba indirecta de nuestra teoría, según la cual la aviación era conocida en la Antigüedad, nos viene dada por la presencia de la expresión «carroza voladora» en el vocabulario chino. Cuando, a comienzos de nuestro siglo, hizo su aparición el avión, los chinos no se vieron obligados, como nosotros, a inventar una palabra nueva: les bastó con emplear la antigua: fei chi (carroza voladora).
En el segundo año del reinado del emperador Yao (2346 antes de JC.) hizo su aparición un hombre extraño. Se llamaba Chi Chiang Tzu-yu. Era un arquero tan hábil, que el emperador le confirió el título de «arquero divino» y le nombró «mecánico jefe».
Según los anales de China, subió sobre un pájaro celeste. Cuando fue «llevado al centro de un inmenso horizonte», advirtió que no podía observar el movimiento de rotación del Sol. Nuestros astronautas que atraviesan el espacio dirigiéndose desde la Tierra hacia la Luna o el planeta Marte son también incapaces de ver la salida o la puesta del Sol. El antiguo texto que nos habla del vuelo del «mecánico jefe», ¿no indica que el hombre podía atravesar el espacio interplanetario hace miles de años?
El gran pensador chino Chuang Tzu describió en el siglo m antes de nuestra Era una obra titulada Viaje hacia el infinito. Cuenta en ella cómo ascendió en el espacio hasta una distancia de 52.300 kilómetros de la Tierra sobre el lomo de un pájaro fabuloso de dimensiones enormes (54). Según las creencias taoístas, los «chen jen», u hombres perfectos, son capaces de volar a través de los aires en alas del viento. Atraviesan las nubes desde un mundo a otro y viven en las estrellas (55). Teng Mu, erudito de la dinastía Sung, ha hablado de «otros cielos y otras tierras». Ma Tse Jan, físico eminente de la vieja China, fue transportado vivo al cielo después de haber dominado la filosofía del Tao.
En el curso de sus expediciones a través del Tibet y de Mongolia, el profesor Nicolás Roerich ha leído en libros budistas pasajes referentes a «serpientes de hierro que devoran el espacio con fuego y humo», así como otros que hablan de «habitantes de estrellas lejanas (20)».
En la revista soviética Neman (núm. 12, 1966), Viacheslav Zaitsev describe extraños discos de piedra descubiertos en el distrito de Baian-Kara-Ula, en la frontera entre China y el Tibet. Tienen agujeros en el centro, exactamente igual que los discos de gramófono. Una doble ranura con inscripciones en jeroglíficos corre en espiral desde el centro hacia el borde de estos discos.
El profesor Sum-Um-Nui, con la ayuda de cuatro de sus colegas, ha descifrado las inscripciones grabadas en esos surcos. Pero su descubrimiento pareció tan sensacional que la Academia de Prehistoria de Pekín rechazó al principio la publicación de los textos. Sólo cuando, finalmente, se obtuvo la autorización, pudieron los sabios chinos publicar un libro bajo el título, compuesto para intrigar a los lectores: Discos jeroglíficos revelan la existencia de naves espaciales hace doce mil años.
Un análisis efectuado en Moscú de varias partículas de la piedra de los discos había dado resultados sorprendentes: contenía una gran cantidad de cobalto y de varios otros metales. Sometidos al examen de un oscilógrafo, los discos manifestaban una frecuencia particular, como si hubieran sido cargados de electricidad hacía miles de años.
Los grabados existentes en estos discos de Baian-Kara-Ula representan el Sol, la Luna y las estrellas, así como varios puntos extraños deslizándose del cielo hacia la Tierra.
Chin Pe Lao, de la Universidad de Pekín, ha descubierto, a su vez, curiosos dibujos en las montañas de Ho-Nan y en una isla del lago Tungting. Realizadas hace unos 47.000 años, estas ilustraciones sobre granito representan gentes con grandes trompas y navios del espacio de forma cilindrica. Resulta ciertamente difícil admitir la existencia de astronaves y de cascos astronáuticos en una época tan remota.
Del estudio de los mitos y los documentos históricos se desprende, en todo caso, que en remotos tiempos debieron de existir realmente hombres que volaban hacia el cielo y visitantes cósmicos que descendían sobre la Tierra.
A cada uno de nosotros corresponde decidir si estos visitantes del espacio venían de otro planeta o de una colonia atlante escondida en un lugar secreto y alejado de nuestro globo terráqueo.
Pero no habría contradicción entre las dos versiones si admitiéramos, sobre la base de los datos disponibles, que la Atlántida mantenía contactos con las civilizaciones de otros planetas.
En un artículo titulado «Sobre las huellas de las leyendas», U. Katchev subraya en la revista soviética Smena cuan útil es dar pruebas de imaginación en el campo de la ciencia. Transcribimos de dicho artículo el extracto siguiente, que demuestra hasta qué punto coinciden estas ideas con las que inspiran el presente libro: «La Tierra fue visitada por una expedición de cosmonautas. La nave del espacio aterrizó sobre el continente de la Atlántida. Según todas las apariencias, la Tierra no era su base principal, pues en tal caso su estancia habría dejado huellas más definidas. Los astronautas debían de poseer unos conocimientos tecnológicos tales que podían construir satélites volantes en las condiciones especiales de su vida; utilizándolos como bases, iban a alcanzar la Tierra y otros planetas en «plañe-toplanos». Según toda probabilidad, sólo dieron a conocer a los atlantes unas pocas facetas de su civilización, ninguna de las cuales podía ser empleada para someter a esclavitud a los pueblos vecinos, lo que habría sido contrario a sus sentimientos, intensamente humanos. Todas las probabilidades indican que estas facetas eran la pintura, la escultura, la arquitectura, las matemáticas y la astronomía. Quizá visitaron la Tierra en varias ocasiones, y el folklore ha debido de guardar el recuerdo de ellas en sus descripciones de descensos de dioses sobre la Tierra. Los atlantes crearon el primer Estado de la Historia de la Humanidad. Su continente fue devorado por las aguas hace 11.500 años. La sede principal de la civilización desapareció. Gradualmente, los hombres perdieron los conocimientos adquiridos, y los vestigios de la antigua ciencia sólo ocasionalmente habían de aparecer en la superficie (56).»
Sirviéndose de cálculos matemáticos, el doctor Cari Sagan, astrofísico americano de primera fila, ha llegado a interesantes conclusiones. Sugiere que, si cada civilización avanzada de nuestra galaxia despachara una nave espacial una vez al año (según nuestra evaluación del tiempo) en dirección a las estrellas vecinas, el intervalo entre las visitas cósmicas se cifraría en unos 5.500 años. Conforme a los calados del doctor Sagan, los exploradores llegados de otros sistemas solares deberían bien pronto sobrevolarnos en el curso de sus giras de inspección regular. Al aterrizar, los cosmonautas se verían grandemente sorprendidos por los progresos alcanzados por la Humanidad desde el reinado de la primera dinastía del antiguo Egipto.
Dicho sea de paso, la tradición de los aztecas habla de una promesa hecha por «los hijos del cielo» de regresar al cabo de seis mil años, es decir, en nuestra época histórica (57).
El doctor Sagan está convencido de que «la Tierra pudo ser visitada numerosas veces por representantes de diversas civilizaciones galácticas durante períodos geológicos, y en modo alguno cabría descartar que existieran aún vestigios de tales visitas (58)». El sabio americano recomienda no rechazar a la ligera los mitos antiguos que nos hablan de la aparición de visitantes del espacio, designados por los documentos y por el folklore como «dioses» o «ángeles».
En la actualidad, la reacción de un hombre o una mujer ignorantes que, habitando en una región aislada del mundo, no hubieran visto jamás un automóvil o un avión, sería aproximadamente la misma que la de nuestros antiguos ante la aparición de un extraño aparato.
Hace una veintena de años, se procedió a desmontar un jeep, cuyas piezas fueron transportadas luego a través del desfiladero de Rohtang, en el Himalaya, a cuatro mil metros de altura y vueltas a montar seguidamente en el lado de Lahoul. Cuando el jeep descendió al valle, los indígenas, sorprendidos por la aparición de un vehículo de propulsión mecánica como nunca hasta entonces habían visto, salieron todos para venerar aquella manifestación de un poder sobrenatural.
Cuando, en 1948, aterrizó en Ladakh por primera vez un avión, la reacción de los tibetanos ante aquel monstruo volador fue más divertida aún: llevaron heno para alimentarlo.
Interrogado sobre la probabilidad de contactos interplanetarios, K. E. Siolkovski, pionero de la astronáutica rusa, no ha vacilado en responder que la aparición de cosmonautas llegados de otros planetas pudo muy bien producirse en el pasado y se producirá ciertamente en el futuro (59).
Cuando, en 1930, se formuló la misma pregunta a otro sabio soviético, el profesor N. A. Rinin, éste respondió que «si se compulsan los relatos y leyendas de la Antigüedad, no se puede por menos de sentirse sorprendido ante las extrañas coincidencias existentes entre las leyendas que circulan por países separados unos de otros por océanos y desiertos. Tales coincidencias incluyen los relatos relativos a la aparición sobre la Tierra, en tiempos inmemoriales, de habitantes de otros mundos. ¿Por qué no admitir que en el fondo de esas leyendas existe un grano de verdad? (59)».
Ahora bien, si seres procedentes de otros planetas nos han visitado en una época olvidada, resulta claro que frutos y granos desconocidos en la Tierra pudieron ser traídos a ella por «dioses» llegados de otros lokas o mundos, como afirman los libros de los brahmanes.
El problema de contactos cósmicos en el pasado, quizá en la época atlante, ha sido estudiado por los hombres de ciencia. Merece ciertamente una seria consideración en nuestra época, cuando también nosotros nos disponemos a explorar otros planetas.
Por detrás de las fábulas legendarias, podemos discernir vagamente la existencia de una época remota durante la cual una raza desaparecida pudo alcanzar un alto nivel de nociones tecnológicas.
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