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martes, 4 de septiembre de 2018

LOS MITOS SE TORNAN VERDAD

LOS MITOS SE TORNAN VERDAD
Andrew Thomas

En la tribu mansi, de la tundra de la Siberia ártica, existe una leyenda. Hace mucho, mucho tiempo, un pájaro de fuego convivía con nuestros antepasados: su calor era tan grande que hacía crecer árboles gigantes y alimentaba a extraños animales. Pero llegó un ladrón que lo robó, y se produjo entonces un intenso frío y vientos fortísimos. Los árboles y los animales extraños perecieron.

Ahora bien, no se trata en manera alguna de un mito, sino de un hecho científico, puesto que en la tundra siberiana se encuentran fósiles de esos árboles y animales prehistóricos. Los relatos verbales transmitidos de generación en generación son a veces de una precisión sorprendente.

En este libro hemos prestado gran atención a los mitos. Se los considera generalmente como producto de la fantasía, pero no siempre lo son. El folklore, memoria colectiva de la raza humana, contiene numerosos recuerdos de acontecimientos pasados, a menudo embellecidos por el narrador e inevitablemente deformados al pasar de una generación a otra. Ocurre con frecuencia que los mitos no son sino fósiles históricos. Sería adoptar una actitud nada científica rechazar la mitología como un conjunto de fábulas; la realidad de ayer es el mito de hoy. El mundo en que vivimos no será más que un mito dentro de una decena de miles de años. En ese lejano futuro, lossabios se enzarzarán en polémicas respecto al carácter mítico de las leyendas que hablarán de nuestra civilización desaparecida.

Hasta un período que se remonta por lo menos a 250 años, las ciudades de Pompeya y Herculano no representaban nada más que un mito. Cuando fueron descubiertas y sacadas a la luz, entraron en la Historia. Visitando Pompeya, yo sentía la impresión de encontrarme en una ciudad cuyos habitantes estuvieran simplemente dormidos.

Entre las afabulaciones de Heródoto figura la historia de un lejano país en que varios grifos montan guardia ante un tesoro de oro. Los arqueólogos soviéticos han descubierto este país: es el Altai, o Kin Shan en chino, que significa «la montaña de oro». Desde la Antigüedad, había allí minas de oro. Los sabios han descubierto en el valle de Pazyrka vestigios de una elevada civilización, en particular soberbios adornos que representan grifos. Así es como un mito confuso que hablaba de grifos, guardianes del oro, ha cesado de ser una simple leyenda (67).

Aunque la altura fortificada de Petra, perdida en el desierto al sur del mar Muerto, haya sido descrita por Eratóstenes, Plinio, Eusebio y muchos otros, se ha convertido con el tiempo en una ciudad legendaria. Hasta principios del siglo xix no consiguió Burckhardt encontrar la entrada de la garganta, descubriendo allí un edificio tallado en la roca firme, un anfiteatro y numerosas cavernas. Una vez más, la fábula se había convertido en realidad.

Cuando, en 1870, Heinrich Schliemann emprendió sus excavaciones en los cerros de Hissarlik, en Asia Menor, para encontrar la legendaria ciudad de Troya, los eruditos le creyeron loco. Sin embargo, la Ilíada de Homero decía la verdad; Troya no era un mito. Schliemann iba a descubrir las ruinas de una ciudad más antigua todavía que Troya; a continuación de su gran triunfo, fueron identificados los vestigios de Troya.

La historia de Diego de Landa, escrita en 1566, referente alpozo sagrado del sacrificio en el que los habitantes del Yucatán arrojaban víctimas humanas y joyas, ha sido considerada siempre por los historiadores como una simple leyenda. Pero, en el siglo xix, E. H. Thomson, diplomático y arqueólogo americano, dio validez al viejo relato indio al descubrir el pozo de Chichén-Itzá.

Hace seis siglos, un embajador chino llamado Chow-Ta-kwan sometía a su emperador la descripción de una ciudad fantástica, rodeada de murallas y perdida en la jungla, que habría sido el centro de un floreciente reino en el sur de China. Cuando el documento fue publicado en 1858, los sabios occidentales lo rechazaron como un producto de la imaginación. Pero antes de que pasara mucho tiempo, un naturalista francés, A. H. Mouhot, descubría en Indochina las ruinas de Ang-kor Thom, cuyo aspecto correspondía de modo sorprendente a la descripción hecha por el mandarín de la ciudad legendaria perdida en la jungla (68).

Cuando Marco Polo regresó a Europa y describió las piedras negras que ardían en China, calentando los baños cotidianos, no consiguió sino provocar las risas de sus compatriotas de Venecia. En primer lugar, las piedras no podían arder, y, además, ¿quién podía permitirse el lujo de bañarse a diario? Mis lectores habrán comprendido: la piedra negra es, simplemente, el carbón. También se ridiculizó su mención de aceite negro extraído en grandes cantidades de la tierra en la región del mar Caspio. Los ciudadanos de Venecia se regocijaban con estos cuentos, considerados en la actualidad como hechos científicos incluso por los niños.

Resulta a veces difícil determinar dónde cesa el mito y dónde comienza la Historia, dónde finaliza la Historia y dónde comienza el mito. En nuestros días, y aun en los medios científicos, se extiende cada vez más la tendencia a considerar la mitología y el folklore como fuentes históricas. El doctor Cari Sagan, eminente astrofísico de los Estados Unidos, ha reforzado este punto de vista al referirse a un viaje efectuado porLapérousse en 1786 al noroeste de América. Las leyendas transmitidas por los indios, que habían visto los barcos de los navegantes, cuentan detalles sorprendentemente precisos sobre el aspecto de la flota francesa que acudió a visitarles. Ello indica cómo el recuerdo de un acontecimiento puede conservarse, por transmisión verbal en las masas, a través de generaciones.

Los indios de Guatemala relatan leyendas muy curiosas cuyo origen se remonta al siglo xvi. Pero cuando esos relatos, referentes a una milagrosa aparición de seres divinos y a su manera de vivir, fueron atentamente analizados por la Universidad de Oklahoma, se vio al instante que aquellos seres mitológicos eran, simplemente, los invasores españoles.

Es necesario, ciertamente, tener en cuenta las inexactitudes, las exageraciones y las distorsiones que no pueden por menos que deslizarse en toda historia transmitida a través de los siglos. Pero ello no impide que los relatos contengan un núcleo de verdad, un reflejo de la vida de antaño. Contemplando las cosas desde este ángulo, no deberíamos rechazar las leyendas que nos hablan de una civilización altamente evolucionada y destruida por una catástrofe planetaria.

La ciencia actual retorna gradualmente a la sabiduría de la Antigüedad. Se enseñaba a los niños de la antigua Grecia que la Tierra era una esfera que flotaba en el espacio infinito. Sus maestros estaban informados sobre las dimensiones relativas del Sol y de la Luna y sobre la distancia aproximada que los separa de la Tierra. En las plazas públicas, los filósofos pronunciaban conferencias en que describían la Vía Láctea como un conglomerado de estrellas, cada una de las cuales era un sol. Bajo las columnas de su templo, hombres revestidos de togas y túnicas discutían sobre la posibilidad de vida en otros planetas.

Dos mil años más tarde, se enseñaba a los escolares europeos que la Tierra, centro de la creación, era plana, y que las estrellas eran agujeros en el firmamento. ¿Qué derecho tenemospues, nosotros, a mirar por encima del hombro a estos sabios del mundo clásico, cuya sabiduría era más grande que la de los teólogos medievales?

Todas esas tradiciones que nos hablan de tesoros sepultados hace millares de años no provienen necesariamente del mito. Si consintiéramos en utilizarlas como hipótesis de trabajo, podríamos llegar a grandes descubrimientos en el transcurso de nuestro siglo.

Su influencia sobre nuestra vida sería más intensa de lo que cabe imaginar. La prueba de un cataclismo geológico que, de modo súbito, destruyera la Atlántida exigirá la introducción de ajustes en nuestras ideas científicas y nos hará admitir la posibilidad de bruscas catástrofes a una escala planetaria. La Historia, en que tantos capítulos faltan, podrá trazar al fin un cuadro exacto de la evolución humana. Nuestros sociólogos descubrirán los sistemas sociales y económicos del mundo anterior al cataclismo y podrán estudiar su desarrollo, cosa de inapreciable valor para los que quieren formarse un juicio sobre los conflictos de las ideologías modernas. Instrumentos de maquinaria arcaica construidos conforme a principios que ignoramos podrían encauzar a nuestra ciencia por nuevos caminos. Las creencias de una raza desaparecida nos harán comprender el desarrollo de la consciencia humana. El descubrimiento de un mundo desconocido en el tiempo podría ser equivalente al descubrimiento de un mundo habitado en el espacio. Uno y otro transtornarían violentamente todas nuestras nociones.

Poniendo en duda ciertas opiniones generalmente aceptadas del pasado, se ha llegado a veces a grandes revelaciones. Roger Bacon diagnosticó perfectamente las causas de los errores humanos al escribir en su Opus Majus: «Pues toda persona, en todas las condiciones de la Vida, llega a las mismas conclusiones, aplicadas a losestudios y a toda forma de investigación, por medio de tres argumentos, cada uno peor que el otro: Éste es un modelo establecido por nuestros mayores; esta es la costumbre, esta es la creencia popular; debemos, en consecuencia, atenernos a ello.»

A semejanza de nuestros predecesores, nosotros continuamos viviendo en una sociedad mentalmente condicionada en la que todo abandono de un modo de pensamiento reconocido es considerado como una rebelión contra los ídolos de nuestro tiempo. Pero millares y millares de personas comienzan hoy a pensar por sí mismas. Para ellas, este libro representará algo más que una ficción.

Esperemos, pues, el advenimiento de esa época de progreso científico, el más revolucionario de todos los descubrimientos arqueológicos; el de los tesoros de la Atlántida.

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