DE LA REGULARIDAD INICIÁTICA
El
vinculamiento a una organización tradicional regular, hemos dicho, es no
solamente una condición necesaria de la iniciación, sino que es incluso lo que
constituye la iniciación en el sentido más estricto, tal como la define la
etimología de la palabra que la designa, y es lo que se representa por todas
partes como un «segundo nacimiento», o como una «regeneración». «Segundo
nacimiento», porque abre al ser un mundo diferente de aquel donde se ejerce la
actividad de su modalidad corporal, mundo que será para él el campo de
desarrollo de posibilidades de un orden superior; «regeneración», porque
restablece así a este ser a prerrogativas que eran naturales y normales en las
primeras edades de la humanidad, cuando ésta todavía no se había alejado de la
espiritualidad original para hundirse cada vez más en la materialidad, como
debía hacerlo en el curso de las épocas ulteriores, y porque debe conducirle,
como primera etapa esencial de su realización, a la restauración en él del
«estado primordial», que es la plenitud y la perfección de la individualidad
humana, y que reside en el punto central, único e invariable, desde donde el
ser podrá elevarse después hacia los estados superiores.
Nos es menester insistir todavía a este
respecto sobre un punto capital: el vinculamiento de que se trata debe ser real
y efectivo, y que un supuesto vinculamiento «ideal», tal como algunos se han
complacido a veces en considerarle en nuestra época, es enteramente vano y de
efecto nulo[1]. Eso
es fácil de comprender, puesto que se trata propiamente de la transmisión de
una influencia espiritual, que debe efectuarse según leyes definidas; y esas
leyes, aunque son evidentemente diferentes de aquellas que rigen las fuerzas
del mundo corporal, no son por eso menos rigurosas, y presentan incluso con
estas últimas, a pesar de las diferencias profundas que las separan, una cierta
analogía, en virtud de la continuidad y de la correspondencia que existen entre
todos los estados o los grados de la Existencia universal. Esta analogía es la que nos
ha permitido, por ejemplo, hablar de «vibración» a propósito del Fiat Lux por
el que es iluminado y ordenado el caos de las potencialidades espirituales,
aunque no se trate en modo alguno de una vibración de orden sensible como las
que estudian los físicos, como tampoco la «luz» de la que se habla puede ser
identificada a la que es aprehendida por la facultad visual del organismo
corporal[2];
pero estas maneras de hablar, aunque son necesariamente simbólicas, puesto que
están fundadas sobre una analogía o sobre una correspondencia, por eso no son
menos legítimas ni están menos justificadas, ya que esta analogía y esta
correspondencia existen muy realmente en la naturaleza misma de las cosas y van
incluso, en un cierto sentido, mucho más lejos de lo que se podría suponer[3].
Tendremos que volver de nuevo más ampliamente sobre estas consideraciones
cuando hablemos de los ritos iniciáticos y de su eficacia; por el momento,
basta con retener que en eso hay leyes que es menester tener en cuenta
forzosamente, a falta de lo cual el resultado apuntado no podría ser alcanzado,
de la misma manera que un efecto físico no puede ser obtenido si uno no se
coloca en las condiciones requeridas en virtud de las leyes a las que está
sometida su producción; y, desde que se trata de operar efectivamente una
transmisión, eso implica manifiestamente un contacto real, cualquiera que sean
por lo demás las modalidades por las que pueda ser establecido, modalidades que
estarán determinadas naturalmente por esas leyes de acción de las influencias
espirituales a las cuales acabamos de hacer alusión.
De esta necesidad de un vinculamiento
efectivo resultan inmediatamente varias consecuencias extremadamente
importantes, ya sea en lo que concierne al individuo que aspira a la
iniciación, ya sea en lo que concierne a las organizaciones iniciáticas mismas;
y son esas consecuencias las que nos proponemos examinar al presente. Sabemos
que hay gentes, y muchos incluso, a quienes estas consideraciones les parecerán
muy poco agradables, ya sea porque perturbarán la idea demasiado cómoda y
«simplista» que se hayan formado de la iniciación, ya sea porque destruirán
algunas pretensiones injustificadas y algunas aserciones más o menos
interesadas, pero desprovistas de toda autoridad; pero éstas son cosas en las
que no podríamos detenernos por poco que sea, puesto que no tenemos y no
podemos tener, aquí como siempre, ninguna otra preocupación que la de la
verdad.
Primeramente, en lo que concierne al
individuo, es evidente que, según lo que acaba de ser dicho, su intención de
ser iniciado, incluso admitiendo que sea verdaderamente para él la intención de
vincularse a una tradición de la cual puede tener algún conocimiento
«exterior», no podría bastar de ninguna manera por sí misma para asegurarle la
iniciación real[4]. En
efecto, en esto no se trata de «erudición», que, como todo lo que depende del
saber profano, aquí no tiene ningún valor; y no se trata tampoco de sueño o de
imaginación, como tampoco de aspiraciones sentimentales cualesquiera. Si, para
poder llamarse iniciado, bastase con leer libros, aunque sean las Escrituras
sagradas de una tradición ortodoxa, acompañadas incluso, si se quiere, de sus
comentarios más profundamente esotéricos, o con pensar más o menos vagamente en
alguna organización pasada o presente a la que uno atribuye complacidamente, y
tanto más fácilmente cuanto peor conocida sea, su propio «ideal» (esta palabra
que se emplea en nuestros días para cualquier propósito, y que, significando
todo lo que se quiera, no significa verdaderamente nada en el fondo), sería
verdaderamente muy fácil; y la cuestión previa de la «cualificación» se
encontraría por eso mismo enteramente suprimida, ya que cada uno, al ser
llevado naturalmente a estimarse «bien y debidamente cualificado», y al ser así
a la vez juez y parte en su propia causa, descubriría ciertamente sin esfuerzo
excelentes razones (excelentes al menos a sus propios ojos y según las ideas
particulares que se haya forjado) para considerarse como iniciado sin más
formalidades, y ya no vemos siquiera por qué habría de detenerse en tan buena
vía, y habría de vacilar en atribuirse de un solo golpe los grados más
transcendentes. Aquellos que se imaginan que uno «se inicia» a sí mismo, como
lo decíamos precedentemente, ¿han reflexionado alguna vez en esas consecuencias
más bien enojosas que implica su afirmación? En esas condiciones, no más
selección ni control, no más «medios de reconocimiento», en el sentido en que
ya hemos empleado esta expresión, no más jerarquía posible, y, bien entendido,
no más transmisión de nada; en una palabra, no más nada de lo que caracteriza
esencialmente la iniciación y de lo que la constituye de hecho; y sin embargo
eso es lo que algunos, con una sorprendente inconsciencia, osan presentar como
una concepción «modernizada» de la iniciación (bien modernizada en efecto, y
ciertamente bien digna de los «ideales» laicos, democráticos e igualitarios),
sin sospechar siquiera que, en lugar de haber al menos iniciados virtuales, lo
que después de todo es todavía algo, así ya no habría más que simple profanos
que se darían indebidamente por iniciados.
Pero dejemos ahí estas divagaciones que
pueden parecer desdeñables; si hemos creído deber hablar un poco sobre ello, es
porque la incomprehensión y el desorden intelectual que caracterizan
desafortunadamente a nuestra época les permiten propagarse con una deplorable
facilidad. Lo que es menester comprender bien, es que, desde que se habla de
iniciación, se trata exclusivamente de cosas serias y de realidades
«positivas», diríamos de buena gana si los «cientificistas» profanos no
hubieran abusado tanto de esta palabra; que se acepten estas cosas tales como
son, o que ya no se hable en absoluto de iniciación; no vemos ningún término
medio posible entre estas dos actitudes, y valdría más renunciar francamente a
toda iniciación que dar su nombre a lo que no sería más que una vana parodia,
sin hablar siquiera de las apariencias exteriores que buscan salvaguardar
también a algunas otras contrahechuras de las que tendremos que hablar luego.
Para volver de nuevo a lo que ha sido el
punto de partida de esta digresión, diremos que es menester que el individuo
tenga no sólo la intención de ser iniciado, sino que sea «aceptado» por una
organización tradicional regular, que tenga cualidad para conferirle la
iniciación[5],
es decir, para transmitirle la influencia espiritual sin cuyo concurso, a pesar
de todos sus esfuerzos, le sería imposible llegar nunca a liberarse de las
limitaciones y de las trabas del mundo profano. Puede suceder que, en razón de
su falta de «cualificación», su intención, por sincera que pueda ser, no
encuentre ninguna respuesta, ya que la cuestión no es esa, y en todo esto no se
trata en modo alguno de «moral», sino únicamente de reglas «técnicas» que se
refieren a leyes «positivas» (repetimos esta palabra a falta de encontrar otra
más adecuada al efecto), y que se imponen con una necesidad tan ineluctable
como se imponen, en otro orden, las condiciones físicas y mentales indispensables
para el ejercicio de algunas profesiones. En parecido caso, jamás podrá
considerarse como iniciado, sean cuales sean los conocimientos teóricos que
llegue a adquirir en otras partes; y, por lo demás, hay que suponer que,
incluso bajo este aspecto, no irá nunca muy lejos (hablamos naturalmente de una
comprehensión verdadera, aunque todavía exterior, y no de la simple erudición,
es decir, de una acumulación de nociones que hace llamada únicamente a la
memoria, así como eso tiene lugar en la enseñanza profana), ya que el
conocimiento teórico mismo, para rebasar un cierto grado, supone ya normalmente
la «cualificación» requerida para obtener la iniciación que le permitirá
transformarse, por la «realización» interior, en conocimiento efectivo, y así a
nadie podría serle impedido desarrollar las posibilidades que lleva
verdaderamente en sí mismo; en definitiva, no son descartados más que aquellos
que se ilusionan por su propia cuenta, creyendo poder obtener algo que, en
realidad, se encuentra que es incompatible con su naturaleza individual.
Pasando ahora al otro lado de la
cuestión, es decir, al que se refiere a las organizaciones iniciática mismas,
diremos esto: es muy evidente que no se puede transmitir más que aquello que se
posee; por consiguiente, es menester necesariamente que una organización sea
efectivamente depositaria de una influencia espiritual para poder comunicarla a
los individuos que se vinculan a ella; y esto excluye inmediatamente todas las
formaciones pseudoiniciáticas, tan numerosas en nuestra época, y desprovistas
de todo carácter auténticamente tradicional. En efecto, en estas condiciones
una organización iniciática no podría ser el producto de una fantasía
individual; no puede estar fundada, a la manera de una asociación profana,
sobre la iniciativa de algunas personas que deciden reunirse adoptando unas
formas cualesquiera; e, incluso si esas formas no son inventadas completamente,
sino tomadas de ritos realmente tradicionales de los que sus fundadores hayan
tenido algún conocimiento por «erudición», por eso no serán más válidas, ya
que, a falta de filiación regular, la transmisión de la influencia espiritual
es imposible e inexistente, de suerte que, en semejante caso, no se trataría
más que de una vulgar contrahechura de la iniciación. Con mayor razón es así
cuando no se trata más que de reconstituciones puramente hipotéticas, por no
decir imaginarias, de formas tradicionales desaparecidas desde un tiempo más o
menos remoto, como las del antiguo Egipto o las de Caldea por ejemplo; e,
incluso si hubiera en el empleo de tales formas una voluntad seria de
vincularse a la tradición a la que han pertenecido, por eso no serían más
eficaces, ya que nadie puede vincularse en realidad más que a algo que tiene
una existencia actual, y todavía es menester para eso, como lo decíamos en lo
que concierne a los individuos, ser «aceptado» por los representantes
autorizados de la tradición a la cual uno se refiera, de tal suerte que una
organización aparentemente nueva no podrá ser legítima más que si es como un
prolongamiento de una organización preexistente, de manera que mantenga sin ninguna
interrupción la continuidad de la «cadena» iniciática.
En todo esto, no hacemos en suma más que
expresar en otros términos y más explícitamente lo que ya hemos dicho más atrás
sobre la necesidad de un vinculamiento efectivo y directo y la vanidad de un
vinculamiento «ideal»; y, a este respecto, es menester no dejarse engañar por
las denominaciones que se atribuyen algunas organizaciones, denominaciones a
las que no tienen ningún derecho, pero con las que intentan darse una
apariencia de autenticidad. Así, para retomar un ejemplo que ya hemos citado en
otras ocasiones, existe una multitud de agrupaciones, de origen muy reciente,
que se titulan «rosacrucianos», sin haber tenido jamás el menor contacto con
los Rosa-Cruz, bien entendido, aunque no fuera más que por alguna vía indirecta
y desviada, y sin saber siquiera lo que éstos han sido en realidad, puesto que
se los representan casi invariablemente como habiendo constituido una
«sociedad», lo que es un error grosero y también específicamente moderno. Lo
más frecuentemente, es menester no ver ahí más que la necesidad de adornarse
con un título efectista o la voluntad de imponerse a los ingenuos; pero,
incluso si se considera el caso más favorable, es decir, si se admite que la
constitución de algunas de esas agrupaciones procede de un deseo sincero de vincularse
«idealmente» a los Rosa-Cruz, eso no será todavía, bajo el punto de vista
iniciático, más que una pura nada. Por lo demás, lo que decimos sobre este
ejemplo particular se aplica igualmente a todas las organizaciones inventadas
por los ocultistas y demás «neoespiritualistas» de todo género y de toda
denominación, organizaciones que, sean cuales sean sus pretensiones, no pueden,
en toda verdad, ser calificadas más que de «pseudoiniciáticas», ya que no
tienen absolutamente nada real que transmitir, y ya que lo que presentan no es
más que una contrahechura, e incluso muy frecuentemente una parodia o una
caricatura de la iniciación[6].
Agregamos todavía, como otra consecuencia
de lo que precede, que, aunque se trate de una organización auténticamente
iniciática, sus miembros no tienen el poder de cambiar sus formas a su gusto o
de alterarlas en lo que tienen de esencial; eso no excluye algunas
posibilidades de adaptación a las circunstancias, que, por lo demás, se imponen
a los individuos más bien que derivarse de su voluntad, pero que, en todo caso,
están limitadas por la condición de no atentar contra los medios por los que
son aseguradas la conservación y la transmisión de la influencia espiritual de
la que es depositaria la organización considerada; si esta condición no fuera
observada, resultaría de ello una verdadera ruptura con la tradición, lo que
haría perder a esta organización su «regularidad». Además una organización
iniciática no puede incorporar válidamente a sus ritos elementos tomados a
formas tradicionales diferentes de aquella según la cual está constituida
regularmente[7];
tales elementos, cuya adopción tendría un carácter completamente artificial, no
representarían más que simples fantasías redundantes, sin ninguna eficacia
desde el punto de vista iniciático, y que, por consiguiente, no agregarían
absolutamente nada real, sino que, más bien, su presencia no podría ser
incluso, en razón de su heterogeneidad, más que una causa de perturbación y de
desarmonía; por lo demás, el peligro de tales mezclas está lejos de estar
limitado únicamente al dominio iniciático, y se trata de un punto bastante
importante como para merecer ser tratado aparte. Las leyes que presiden el
manejo de las influencias espirituales son algo demasiado complejo y demasiado
delicado como para que aquellos que no tienen de ello un conocimiento
suficiente puedan permitirse impunemente aportar modificaciones más o menos
arbitrarias a formas rituales en las que todo tiene su razón de ser, y cuyo
alcance exacto corre mucho riesgo de escapárseles.
Lo que resulta claramente de todo eso, es
la nulidad de las iniciativas individuales en cuanto a la constitución de las
organizaciones iniciáticas, ya sea en lo que concierne a su origen mismo, ya
sea bajo la relación de las formas que revisten; y se puede destacar a este
propósito que, de hecho, no existen formas rituales tradicionales a las que se
les pueda asignar como autores individuos determinados. Es fácil comprender que
ello sea así, si se reflexiona que la meta esencial y final de la iniciación
rebasa el dominio de la individualidad y de sus posibilidades particulares, lo
que sería imposible si para ello se estuviera reducido a medios de orden
puramente humanos; así pues, de esta simple precisión, y sin ir siquiera al
fondo de las cosas, se puede concluir inmediatamente que es menester la
presencia de un elemento «no humano», y tal es en efecto el carácter de la
influencia espiritual cuya transmisión constituye la iniciación propiamente
dicha.
[1] Para algunos ejemplos de
este supuesto vinculamiento «ideal», por el cual algunos llegan hasta pretender
hacer revivir formas tradicionales enteramente desaparecidas, ver El Reino de la Cantidad y los Signos de
los Tiempos, cap. XXXVI; por lo demás, volveremos
sobre ello un poco más adelante.
[2] Por lo demás, expresiones
como las de «Luz inteligible» y «Luz espiritual», u otras expresiones equivalentes
a esas, son bien conocidas en todas las doctrinas tradicionales, tanto
occidentales como orientales; y, a este propósito, recordaremos solamente, de
una manera más particular, la asimilación en la tradición islámica, del
Espíritu (Er-Rûh), en su esencia misma, a la luz (En-Nûr).
[3] Es la incomprehensión de
una tal analogía, tomada equivocadamente por una identidad, la que, junto a la
constatación de una cierta similitud en los modos de acción y los efectos
exteriores, ha llevado a algunos a hacerse una concepción errónea y más o menos
groseramente materializada, no solo de las influencias psíquicas o sutiles,
sino de las influencias espirituales mismas, asimilándolas pura y simplemente a
fuerzas «físicas», en el sentido más restringido de esta palabra, tales como la
electricidad o el magnetismo; y de esta misma incomprehensión ha podido venir
también, al menos en parte, la idea demasiado extendida de buscar establecer
aproximaciones entre los conocimientos tradicionales y los puntos de vista de
la ciencia moderna y profana, idea absolutamente vana e ilusoria, puesto que
son cosas que no pertenecen al mismo dominio, y puesto que, por lo demás, el
punto de vista profano en sí mismo es propiamente ilegítimo. — Cf. El Reino de la Cantidad y los Signos de
los Tiempos, cap. XVII.
[4] Con eso entendemos no solo
la iniciación plenamente efectiva, sino inclusive la simple iniciación virtual,
según la distinción que hay lugar a hacer a este respecto y sobre la cual
tendremos que volver más delante de una manera más precisa.
[5] Con eso no queremos decir
solo que se debe tratar de una organización propiamente iniciática, a exclusión
de cualquier otra suerte de organización tradicional, lo que es en suma muy
evidente, sino también que esta organización no debe depender de una forma tradicional
a la que, en su parte exterior, el individuo en cuestión sea extraño; hay casos
incluso en los que lo que se podría llamar la «jurisdicción» de una organización
iniciática es todavía más limitada, como el de una iniciación basada sobre un
oficio, y que no puede ser conferida más que a individuos pertenecientes a
dicho oficio o que tengan con él al menos algunos lazos bien definidos.
[6] Investigaciones que hemos
debido hacer sobre este tema, en un tiempo ya lejano, nos han conducido a una
conclusión formal e indudable que debemos expresar aquí claramente, sin
preocuparnos de los furores que la misma puede arriesgarse a suscitar por
diversos lados: si se pone aparte el caso de la supervivencia posible de
algunas raras agrupaciones de hermetismo cristiano de la edad media, por lo
demás extremadamente restringidas, es un hecho que, de todas las organizaciones
con pretensiones iniciáticas que están actualmente extendidas en el mundo
occidental, no hay más que dos que, por decaídas que estén una y otra a consecuencia
de la ignorancia y de la incomprehensión de la inmensa mayoría de sus miembros,
pueden reivindicar un origen tradicional auténtico y una transmisión iniciática
real; estas dos organizaciones, que, a decir verdad, no fueron primitivamente
más que una sola, aunque con ramas múltiples, son el Compañerazgo y la Masonería. Todo lo
demás no es más que fantasía o charlatanismo, cuando no sirve incluso para disimular
algo peor; ¡y en este orden de ideas, no hay invención, por absurda o por
extravagante que sea, que no tenga en nuestra época alguna posibilidad de
triunfar y de ser tomada en serio, desde los delirios ocultistas sobre las
«iniciaciones en astral» hasta el sistema americano, de intenciones sobre todo
«comerciales», de las pretendidas «iniciaciones por correspondencia»!
[7] Es así como, bastante
recientemente, algunos han querido intentar introducir en la Masonería , que es una
forma iniciática propiamente occidental, elementos tomados a doctrinas
orientales, de los que, por lo demás, no tenían más que un conocimiento
completamente exterior; se encontrará un ejemplo de ello citado en El Esoterismo de Dante, p. 20, ed. francesa.
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