DE LA ENSEÑANZA INICIÁTICA
Rene Guenon
Todavía debemos volver sobre los
caracteres que son propios a la enseñanza iniciática, y por los que se
diferencia profundamente de toda enseñanza profana; aquí se trata de lo que se
puede llamar la exterioridad de esta enseñanza, es decir, de los medios de
expresión por los que puede ser transmitida en una cierta medida y hasta un
cierto punto, a título de preparación para el trabajo puramente interior por el
que la iniciación, de virtual que era primeramente, devendrá más o menos
completamente efectiva. Muchos, que no se dan cuenta de lo que debe ser
realmente la enseñanza iniciática, no ven en ella, como particularidad digna de
destacar, nada más que el empleo del simbolismo; por lo demás, es muy cierto
que éste juega efectivamente en ella un papel esencial, pero aún nos queda
saber por qué es así; ahora bien, esos, que no consideran las cosas más que de
una manera completamente superficial, y que se detienen en las apariencias y en
las formas exteriores, no comprenden de ninguna manera la razón de ser e
incluso, se puede decir, la necesidad del simbolismo, que, en estas
condiciones, no pueden encontrar sino extraño y por lo menos inútil. Suponen,
en efecto, que la doctrina iniciática no es apenas, en el fondo, más que una
filosofía como las demás, un poco diferente, sin duda, por su método, pero en
todo caso nada más, ya que su mentalidad está hecha del tal modo que son
incapaces de concebir otra cosa; y es muy cierto que, por las razones que hemos
expuesto más atrás, la filosofía no tiene nada que ver con el simbolismo e
incluso se opone a él en un cierto sentido. Aquellos que, a pesar de esta
equivocación, consientan no obstante en reconocer a la enseñanza de una tal
doctrina algún valor desde un punto de vista u otro, y por motivos
cualesquiera, que no tienen habitualmente nada de iniciático, no podrán llegar
nunca más que a hacer de ella, todo lo más, como una suerte de prolongamiento
de la enseñanza profana, de complemento de la educación ordinaria, para el uso
de una elite relativa[1].
Ahora bien, quizás valga más negar totalmente su valor, lo que equivale en suma
a ignorarla pura y simplemente, que rebajarla así y, muy frecuentemente,
presentar en su nombre y en su lugar la expresión de puntos de vista
particulares cualesquiera, más o menos coordinados, sobre toda suerte de cosas
que, en realidad, no son iniciáticas ni en sí mismas, ni por la manera en que
son tratadas; eso es propiamente esa desviación del trabajo «especulativo» a la
que ya hemos hecho alusión.
Hay también otra manera de considerar la
enseñanza iniciática que apenas es menos falsa que esa, aunque aparentemente
sea todo lo contrario: es la que consiste en querer oponerla a la enseñanza
profana, como si se situara en cierto modo en el mismo nivel, atribuyéndola
como objeto una cierta ciencia especial, más o menos vagamente definida, que a
cada instante se pone en contradicción y en conflicto con las demás ciencias,
aunque siempre se declara superior a éstas por hipótesis y sin que las razones
de ello se evidencien nunca claramente. Esta manera de ver es sobre todo la de
los ocultistas y demás pseudoiniciados, que por lo demás, en realidad, están
lejos de despreciar la enseñanza profana tanto como bien quieren parecerlo, ya
que le hacen incluso numerosas «sustracciones» más o menos disfrazadas, y,
además, esta actitud de oposición no concuerda apenas con la preocupación
constante que tienen, por otro lado, de encontrar puntos de comparación entre
la doctrina tradicional, o lo que creen que es tal, y las ciencias modernas; es
verdad que oposición y comparación suponen igualmente, en el fondo, que se trata
de cosas del mismo orden. En eso hay un doble error: por una parte, la
confusión del conocimiento iniciático con el estudio de una ciencia tradicional
más o menos secundaria (ya sea la magia o cualquier otra cosa de este género),
y, por otra parte, la ignorancia de lo que constituye la diferencia esencial
entre el punto de vista de las ciencias tradicionales y el de las ciencias
profanas; pero, después de todo lo que ya hemos dicho, no hay lugar a insistir
más largamente sobre esto.
Ahora bien, si la enseñanza iniciática no
es ni el prolongamiento de la enseñanza profana, como lo querrían unos, ni su
antítesis, como lo sostienen los otros, si no constituye ni un sistema
filosófico ni una ciencia especializada, es porque en realidad es de un orden
totalmente diferente; pero, por lo demás, hablando propiamente sería menester
no buscar dar una definición de ella, puesto que eso sería también deformarla
inevitablemente. El empleo constante del simbolismo en la transmisión de esta
enseñanza puede bastar ya para hacer entrever eso, desde que se admite, como es
simplemente lógico hacerlo sin llegar siquiera al fondo de las cosas, que un
modo de expresión completamente diferente del lenguaje ordinario debe estar
hecho para expresar ideas igualmente diferentes de las que expresa este último,
y concepciones que no se dejan traducir integralmente por palabras,
concepciones para las que es menester un lenguaje menos limitado, más
universal, porque ellas mismas son de un orden más universal. Por lo demás, es
menester agregar que, si las concepciones iniciáticas son esencialmente
diferentes de las concepciones profanas, es porque proceden ante todo de una
mentalidad diferente que la de éstas[2],
mentalidad de la que difieren menos por su objeto que por el punto de vista bajo
el cual consideran ese objeto; y es forzosamente así desde que éste no puede
ser «especializado», lo que equivaldría a pretender imponer al conocimiento
iniciático una limitación que es incompatible con su naturaleza misma. Desde
entonces es fácil admitir que, por una parte, todo lo que puede ser considerado
desde el punto de vista profano puede serlo también, pero entonces de una
manera muy diferente y con una comprehensión igualmente diferente, desde el
punto de vista iniciático (ya que, como lo hemos dicho frecuentemente, no hay
en realidad un dominio profano al que algunas cosas pertenezcan por su
naturaleza misma, sino sólo un punto de vista profano, que no es en el fondo
más que una manera ilegítima y desviada de considerar las cosas)[3],
mientras que, por otra parte, hay cosas que escapan completamente a todo punto
de vista profano[4]y que
son exclusivamente propias sólo del dominio iniciático.
El hecho de que el simbolismo, que es
como la forma sensible de toda enseñanza iniciática, sea en efecto realmente un
lenguaje más universal que las lenguas vulgares, es lo que ya hemos explicado
precedentemente, y no está permitido dudarlo un solo instante, con solo que se
considere que todo símbolo es susceptible de interpretaciones múltiples, no en
contradicción entre ellas, sino que al contrario se completan las unas a las
otras, y todas igualmente verdaderas aunque procedan de puntos de vista
diferentes; y, si ello es así, es porque el símbolo es menos la expresión de
una idea claramente definida y delimitada (a la manera de las ideas «claras y
distintas» de la filosofía cartesiana, que se suponen enteramente expresables
por palabras) que la representación sintética y esquemática de todo un conjunto
de ideas y de concepciones que cada uno podrá aprehender según sus aptitudes
intelectuales propias y en la medida en que esté preparado para su
comprehensión. Así, el símbolo, para el que llega a penetrar su significación
profunda, podrá hacerle concebir incomparablemente más que todo lo que es
posible expresar directamente; es también el único medio de transmitir, tanto
como se puede, todo cuanto de inexpresable constituye el dominio propio de la
iniciación, o más bien, para hablar más rigurosamente, de depositar las
concepciones de este orden en germen en el intelecto del iniciado, que deberá
después hacerlas pasar de la potencia al acto, desarrollarlas y elaborarlas por
su trabajo personal, ya que nadie puede hacer nada más que prepararle para ello
trazándole, mediante fórmulas apropiadas, el plan que, a continuación, tendrá
que realizar en sí mismo para llegar a la posesión efectiva de la iniciación
que no ha recibido del exterior más que virtualmente. Por lo demás, es menester
no olvidar que, si la iniciación simbólica, que no es más que la base y el
soporte de la iniciación efectiva, es forzosamente la única que puede darse
exteriormente, al menos puede ser conservada y transmitida incluso por aquellos
que no comprenden ni su sentido ni su alcance; basta que los símbolos se
mantengan intactos para que sean siempre susceptibles de despertar, en aquel
que es capaz de ello, todas las concepciones cuya síntesis figuran. En eso, lo
recordamos todavía, es donde reside el verdadero secreto iniciático, que es
inviolable por su naturaleza y que se preserva por sí mismo contra la
curiosidad de los profanos, y del que el secreto relativo de algunos signos
exteriores no es más que una figuración simbólica; este secreto, cada uno podrá
penetrarle más o menos según la extensión de su horizonte intelectual, pero,
aunque le haya penetrado integralmente, no podrá comunicar nunca efectivamente
a otro lo que él mismo haya comprendido de él; todo lo más, podrá ayudar a
llegar a esta comprehensión únicamente a aquellos que son actualmente aptos
para ello.
Eso no impide de ninguna manera que las
formas sensibles que están en uso para la transmisión de la iniciación exterior
y simbólica tengan, inclusive fuera de su papel esencial como soporte y
vehículo de la influencia espiritual, su valor propio en tanto que medio de
enseñanza; a este respecto, se puede destacar (y esto nos conduce a la conexión
íntima del símbolo con el rito) que traducen los símbolos fundamentales en
gestos, tomando esta palabra en el sentido más extenso como ya lo hemos hecho
precedentemente, y que, de esta manera, hacen en cierto modo «vivir» al
iniciado la enseñanza que se le presenta[5],
lo que es la manera más adecuada y la más generalmente aplicable de prepararle
para su asimilación, puesto que todas las manifestaciones de la individualidad
humana se traducen necesariamente, en sus condiciones de existencia actuales,
en diversos modos de actividad vital. Por lo demás, sería menester no pretender
por eso hacer de la vida, como lo querrían muchos modernos, una suerte de
principio absoluto; después de todo, la expresión de una idea en modo vital no
es más que un símbolo como los demás, así como lo es también, por ejemplo, su
traducción en modo espacial, lo que constituye un símbolo geométrico o un
ideograma; pero, podría decirse, es un símbolo que, por su naturaleza particular,
es susceptible de penetrar más inmediatamente que cualquier otro al interior
mismo de la individualidad humana. En el fondo, si todo proceso de iniciación
presenta en sus diferentes fases una correspondencia, ya sea con la vida humana
individual, ya sea inclusive con el conjunto de la vida terrestre, es porque el
desarrollo de la manifestación vital misma, particular o general, «microcósmica»
o «macrocósmica», se efectúa según un plan análogo al que el iniciado debe
realizar en sí mismo, para realizarse en la completa expansión de todas las
potencias de su ser. Son siempre y por todas partes planes que corresponden a
una misma concepción sintética, de suerte que son principialmente idénticos, y,
aunque todos diferentes e indefinidamente variados en su realización, proceden
de un «arquetipo» único, plan universal trazado por la Voluntad suprema que es
designada simbólicamente como el «Gran Arquitecto del Universo».
Por consiguiente, todo ser tiende,
conscientemente o no, a realizar en sí mismo, por los medios apropiados a su
naturaleza particular, lo que las formas iniciáticas occidentales, apoyándose
sobre el simbolismo «constructivo», llaman el «plan del Gran Arquitecto del
Universo»[6],
y a concurrir con ello, según la función que le pertenece en el conjunto
cósmico, a la realización total de este mismo plan, la cual no es en suma más
que la universalización de su propia realización personal. Es en el punto
preciso de su desarrollo en que un ser toma consciencia realmente de esta
finalidad cuando comienza para él la iniciación efectiva, que debe conducirle
por grados, y según su vía personal, a esta realización integral que se cumple,
no en el desarrollo aislado de algunas facultades especiales, sino en el
desarrollo completo, armónico y jerárquico, de todas las posibilidades
implícitas en la esencia de este ser. Por lo demás, puesto que el fin es
necesariamente el mismo para todo lo que tiene el mismo principio, es en los
medios empleados para llegar a él donde reside exclusivamente lo que es propio
a cada ser, considerado en los límites de la función especial que es
determinada para él por su naturaleza individual, y que, cualquiera que sea,
debe considerarse como un elemento necesario del orden universal y total; y,
por la naturaleza misma de las cosas, esta diversidad de las vías particulares
subsiste en tanto que el dominio de las posibilidades individuales no es
efectivamente rebasado.
Así, la instrucción iniciática,
considerada en su universalidad, debe comprender, como otras tantas
aplicaciones, en variedad indefinida, de un mismo principio transcendente,
todas las vías de realización que son propias, no sólo a cada categoría de
seres, sino también a cada ser individual considerado en particular; y, al
comprenderlas todas así en sí misma, las totaliza y las sintetiza en la unidad
absoluta de la Vía
universal[7].
Por consiguiente, si los principios de la iniciación son inmudables, sus
modalidades pueden y deben variar de manera que se adapten a las condiciones
múltiples y relativas de la existencia manifestada, condiciones cuya diversidad
hace que, matemáticamente en cierto modo, no pueda haber dos cosas idénticas en
todo el universo, así como ya lo hemos explicado en otras ocasiones[8].
Por consiguiente, se puede decir que es imposible que haya, para dos individuos
diferentes, dos iniciaciones exactamente semejantes, ni siquiera desde el punto
de vista exterior y ritual, y con mayor razón desde el punto de vista del
trabajo interior del iniciado; la unidad y la inmutabilidad del principio no
exigen de ninguna manera una uniformidad y una inmovilidad que son, por lo
demás, irrealizables de hecho, y que, en realidad, no representan más que su
reflejo «invertido» en el grado más bajo de la manifestación; y la verdad es
que la enseñanza iniciática, al implicar una adaptación a la diversidad
indefinida de las naturalezas individuales, se opone por eso mismo, a la
uniformidad que la enseñanza profana considera por el contrario como su
«ideal». Por lo demás, las modificaciones de que se trata se limitan, bien
entendido, a la traducción exterior del conocimiento iniciático y a su
asimilación por tal o cual individualidad, ya que, en la medida en que una tal
traducción es posible, debe forzosamente tener en cuenta las relatividades y
las contingencias, mientras que lo que expresa es independiente de ellas en la
universalidad de su esencia principial, que comprende todas las posibilidades
en la simultaneidad de una síntesis única.
La enseñanza iniciática, exterior y
transmisible en formas, no es en realidad y no puede ser, ya lo hemos dicho e
insistimos todavía en ello, más que una preparación del individuo para adquirir
el verdadero conocimiento iniciático por el efecto de su trabajo personal.
También se le puede indicar la vía a seguir, el plan a realizar, y disponerle a
tomar la actitud mental e intelectual necesaria para llegar a una comprehensión
efectiva y no simplemente teórica; también se le puede asistir y guiar
controlando su trabajo de una manera constante, pero eso es todo, ya que nadie
más, aunque sea un «Maestro» en la acepción más completa de la palabra[9],
puede hacer este trabajo por él. Lo que el iniciado debe adquirir forzosamente
por sí mismo, porque nadie ni nada exterior a él puede comunicárselo, es en
suma la posesión efectiva del secreto iniciático propiamente dicho; para que
pueda llegar a realizar esta posesión en toda su extensión y con todo lo que
implica, es menester que la enseñanza que sirve en cierto modo de base y de
soporte a su trabajo personal este constituida de tal manera que se abra sobre
posibilidades realmente ilimitadas, y que le permita así extender
indefinidamente sus concepciones, en amplitud y profundidad a la vez, en lugar
de encerrarlas, como lo hace todo punto de vista profano, en los límites más o
menos estrechos de una teoría sistemática o de una fórmula verbal cualquiera.
[1] Bien entendido, aquellos de
quienes se trata son igualmente incapaces de concebir lo que es la élite en el
único sentido verdadero de esta palabra, sentido que tiene también un valor
propiamente iniciático como lo explicaremos más adelante.
[2] En realidad, la palabra
«mentalidad» es insuficiente a este respecto, como lo veremos después, pero es
menester no olvidar que al presente no se trata más que de una etapa
preparatoria al verdadero conocimiento iniciático, y en la cual, por
consiguiente, todavía no es posible hacer llamada directamente al intelecto
transcendente.
[3] Lo que decimos aquí podría
aplicarse tanto al punto de vista tradicional en general como al punto de vista
propiamente iniciático; desde que se trata sólo de distinguirlos del punto de
vista profano, no hay que hacer en suma ninguna diferencia bajo este aspecto
entre el uno y el otro.
[4] E incluso también, es
menester agregar, al punto de vista tradicional exotérico, que es en suma la manera
legítima y normal de considerar lo que es deformado por el punto de vista
profano, de suerte que los dos se refieren en cierto modo a un mismo dominio,
lo que no disminuye en nada su diferencia profunda; pero más allá de este
dominio que se puede llamar exotérico, puesto que es el que concierne igual e
indistintamente a todos los hombres, hay el dominio esotérico y propiamente
iniciático, que no pueden sino ignorar enteramente aquellos que se quedan en el
orden exotérico.
[5] De ahí lo que hemos llamado
la «puesta en acción» de las «leyendas» iniciáticas; uno podrá remitirse también
aquí a lo que hemos dicho del simbolismo del teatro.
[6] Por lo demás, este
simbolismo está lejos de ser exclusivamente propio únicamente a las formas occidentales;
el Vishwakarma de la tradición hindú, en particular, es exactamente lo mismo que
el «Gran Arquitecto del Universo».
[9] Por esto entendemos lo que
se llama un Gurú en la tradición hindú, o un Sheikh en la tradición islámica,
y que no tiene nada en común con las ideas fantásticas que se han hecho a su
respecto en algunos medios pseudoiniciáticos occidentales.
No hay comentarios:
Publicar un comentario