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miércoles, 17 de agosto de 2016

MAGIA Y MISTICISMO

MAGIA Y MISTICISMO

Rene Guenon.

 
La confusión de la iniciación con el misticismo es sobre todo el hecho de aquellos que, por razones cualesquiera, quieren negar más o menos expresamente la realidad de la iniciación misma reduciéndola a algo diferente; por otro lado, en los medios que tienen al contrario pretensiones iniciáticas injustificadas, como los medios ocultistas, se tiene la tendencia a considerar como formando parte integrante del dominio de la iniciación, si no incluso como constituyéndola esencialmente, una muchedumbre de cosas de otro género que, ellas también, le son completamente extrañas, y entre las cuales la magia ocupa lo más frecuentemente el primer lugar. Las razones de esta equivocación son también, al mismo tiempo, las razones por las cuales la magia presenta peligros especialmente graves para los occidentales modernos, el primero de los cuales es su tendencia a atribuir una importancia excesiva a todo lo que son «fenómenos», como da testimonio de ello por todas partes el desarrollo que han dado a las ciencias experimentales; si son seducidos tan fácilmente por la magia y, si se ilusionan hasta tal punto sobre su alcance real, es porque la magia es también una ciencia experimental, aunque bastante diferente, ciertamente, de aquellas que la enseñanza universitaria conoce bajo esta denominación. Así pues, es menester no engañarse a su respecto: en eso se trata de un orden de cosas que no tiene en sí mismo absolutamente nada de «transcendente»; y, si una tal ciencia puede ser legitimada, como toda otra, por su vinculamiento a los principios superiores de los que depende todo, según la concepción general de las ciencias tradicionales, no obstante, ella no se colocará entonces más que en el último rango de las aplicaciones secundarias y contingentes, entre aquellas que están más alejadas de los principios, y que, por consiguiente, deben ser consideradas como las más inferiores de todas. Es así como la magia es considerada en todas las civilizaciones orientales: que existe en ellas, es un hecho que no hay lugar a contestar, pero está muy lejos de ser tenida en tanto honor como se imaginan muy frecuentemente los occidentales, que prestan tan gustosamente a los demás sus propias tendencias y sus propias concepciones. En el Tíbet mismo, tanto como en la India o en China, la práctica de la magia, en tanto que «especialidad», si se puede decir así, es abandonada a aquellos que son incapaces de elevarse a un orden superior; esto, bien entendido, no quiere decir que otros no puedan producir también a veces, excepcionalmente y por razones particulares, fenómenos exteriormente semejantes a los fenómenos mágicos, pero el propósito e incluso los medios puestos en obra son entonces completamente diferentes en realidad. Por lo demás, para atenerse a lo que se conoce en el mundo occidental mismo, solo hay que tomar historias de santos y de brujos, y ver cuantos hechos similares se encuentran por una parte y por la otra; y eso muestra bien que, contrariamente a la creencia de los modernos «cientificistas», los fenómenos, cualesquiera que sean, no podrían probar absolutamente nada por sí mismos[1].

Ahora bien, es evidente que el hecho de ilusionarse sobre el valor de estas cosas, y sobre la importancia que conviene atribuirlas, aumenta considerablemente su peligro; lo que es particularmente penoso para los occidentales que quieren meterse a «hacer magia», es la ignorancia completa en la que están necesariamente, en el estado actual de las cosas y en la ausencia de toda enseñanza tradicional, de aquello con lo que tratan en parecido caso. Incluso dejando de lado a los prestidigitadores y a los charlatanes, tan numerosos en nuestra época, que no hacen en suma nada más que explotar la credulidad de los ingenuos, y también a los simples fantasiosos que creen poder improvisar una «ciencia» a su manera, aquellos mismos que quieren intentar seriamente estudiar esos fenómenos, al no tener datos suficientes para guiarles, ni organización constituida para apoyarles y protegerles, son reducidos por ello a un empirismo muy grosero; actúan verdaderamente como niños que, librados a sí mismos, quisieran manejar una fuerzas temibles sin conocer nada de ellas, y, si de una semejante imprudencia resultan muy frecuentemente accidentes deplorables, ciertamente no hay lugar a sorprenderse demasiado de ello.

Al hablar aquí de accidentes, queremos hacer alusión sobre todo a los riesgos de desequilibrio a los que se exponen aquellos que actúan así; este desequilibrio es en efecto una consecuencia muy frecuente de la comunicación con lo que algunos han llamado el «plano vital» y que no es suma otra cosa que el dominio de la manifestación sutil, considerada, sobre todo, por lo demás, en aquellas de sus modalidades que están más cerca del orden corporal, y por eso mismo las más fácilmente accesibles al hombre ordinario. La explicación de ello es simple: en eso se trata exclusivamente de un desarrollo de algunas posibilidades individuales, e inclusive de un orden bastante inferior; si este desarrollo se produce de una manera anormal, desordenada e inarmónica, y en detrimento de posibilidades superiores, es natural y en cierto modo inevitable que deba desembocar en un tal resultado, sin hablar siquiera de las reacciones, que tampoco son desdeñables y que a veces son incluso terribles, de las fuerzas de todo género con las que el individuo se pone en contacto tan inadvertidamente. Decimos «fuerzas», sin buscar precisar más, ya que eso importa poco para lo que nos proponemos; preferimos aquí esta palabra, por vago que sea, a la de «entidades», que, al menos para aquellos que no están suficientemente habituados a algunas maneras simbólicas de hablar, corre el riesgo de dar lugar muy fácilmente a «personificaciones» más o menos fantasiosas. Por lo demás, como ya lo hemos explicado frecuentemente, este «mundo intermediario» es mucho más complejo y más extenso que el mundo corporal; pero, el estudio del uno y del otro entra, al mismo título, en lo que se puede llamar las «ciencias naturales», en el sentido más verdadero de esta expresión; querer ver en eso algo más, es, lo repetimos, ilusionarse de la más extraña manera. En eso no hay absolutamente nada de «iniciático», como tampoco, por lo demás, de «religioso»; de una manera general, se encuentran incluso muchos más obstáculos que apoyos para llegar al conocimiento verdaderamente transcendente, que es muy diferente de esas ciencias contingentes, y que, sin ningún rastro de un «fenomenismo» cualquiera, no depende más que de la intuición intelectual pura, la única que es también la espiritualidad pura.

Algunos, después de haberse librado más o menos tiempo a esta búsqueda de los fenómenos extraordinarios o supuestos tales, acaban no obstante por cansarse de ella, por una razón cualquiera, o por estar decepcionados ante la insignificancia de los resultados que obtienen y que no responden a su expectativa, y, cosa bastante digna de precisión, ocurre frecuentemente que esos se vuelven entonces hacia el misticismo[2]; es que, por sorprendente que eso pueda parecer a primera vista, éste responde también, aunque bajo una forma diferente, a necesidades o a aspiraciones similares. Ciertamente, estamos bien lejos de contestar que el misticismo tenga, en sí mismo, un carácter notablemente más elevado que la magia; pero, a pesar de todo, si se va hasta el fondo de las cosas, uno puede darse cuenta de que, bajo una cierta relación al menos, la diferencia es menor de lo que se podría creer: en efecto, ahí también, no se trata en suma más que de «fenómenos», visiones u otros, manifestaciones sensibles y sentimentales de todo género, con las que siempre se permanece exclusivamente en el dominio de las posibilidades individuales[3]. Es decir, que los peligros de ilusión y de desequilibrio están lejos de haber sido rebasados, y, si revisten aquí unas formas bastante diferentes, quizás no son menos grandes por eso; y, en un sentido, están incluso agravados por la actitud pasiva del místico, que, como lo decíamos más atrás, deja la puerta abierta a todas las influencias que pueden presentarse, mientras que el mago está al menos defendido, hasta un cierto punto, por la actitud activa que se esfuerza en conservar al respecto de esas mismas influencias, lo que no quiere decir, ciertamente, que lo logre siempre y que no acabe muy frecuentemente por ser sumergido por ellas. De ahí viene también, por otra parte, que el místico, casi siempre, es demasiado fácilmente engañado por su imaginación, cuyas producciones, sin que lo sospeche, vienen frecuentemente a mezclarse a los resultados reales de sus «experiencias» de una manera casi inextricable. Por esta razón, es menester no exagerar la importancia de las «revelaciones» de los místicos, o, al menos nunca deben ser aceptadas sin control[4]; lo que constituye todo el interés de algunas visiones, es que están en acuerdo, sobre numerosos puntos, con datos tradicionales evidentemente ignorados por el místico que ha tenido esas visiones[5]; pero sería un error, e incluso una inversión de las relaciones normales, querer encontrar en eso una «confirmación» de esos datos, que, por otra parte, no tienen ninguna necesidad de ello, y que son, al contrario, la única garantía de que hay realmente en esas visiones otra cosa que un simple producto de la imaginación o de la fantasía individual.



[1] Cf. El Reino de la Cantidad y los Signos de los Tiempos, cap. XXXIX.
[2] Es menester decir que también ha ocurrido a veces que otros, después de haber entrado realmente en la vía iniciática, y no solo en las ilusiones de la pseudoiniciación, como aquellos de quienes hablamos aquí, han abandonado esta vía por el misticismo; los motivos son entonces, naturalmente, bastante diferentes, y principalmente de orden sentimental, pero, cualesquiera que puedan ser, es menester ver sobre todo, en parecidos casos, la consecuencia de un defecto cualquiera bajo la relación de las cualificaciones iniciáticas, al menos en lo que concierne a la aptitud para realizar la iniciación efectiva; uno de los ejemplos más típicos que se puede citar en este género es el de L. Cl. de Saint-Martin.
[3] Bien entendido, eso no quiere decir en modo alguno que los fenómenos de que se trata sean únicamente de orden psicológico como pretenden algunos modernos.
[4] Por lo demás, esta actitud de reserva prudente, que se impone en razón de la tendencia natural de los místicos a la «divagación» en el sentido propio de esta palabra, es la que el catolicismo observa invariablemente a su respecto.
[5] Se pueden citar aquí como ejemplo las visiones de Anne-Catherine Emmerich.

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