MAGIA Y MISTICISMO
Rene Guenon.
La
confusión de la iniciación con el misticismo es sobre todo el hecho de aquellos
que, por razones cualesquiera, quieren negar más o menos expresamente la
realidad de la iniciación misma reduciéndola a algo diferente; por otro lado,
en los medios que tienen al contrario pretensiones iniciáticas injustificadas,
como los medios ocultistas, se tiene la tendencia a considerar como formando
parte integrante del dominio de la iniciación, si no incluso como
constituyéndola esencialmente, una muchedumbre de cosas de otro género que,
ellas también, le son completamente extrañas, y entre las cuales la magia ocupa
lo más frecuentemente el primer lugar. Las razones de esta equivocación son
también, al mismo tiempo, las razones por las cuales la magia presenta peligros
especialmente graves para los occidentales modernos, el primero de los cuales
es su tendencia a atribuir una importancia excesiva a todo lo que son «fenómenos»,
como da testimonio de ello por todas partes el desarrollo que han dado a las
ciencias experimentales; si son seducidos tan fácilmente por la magia y, si se
ilusionan hasta tal punto sobre su alcance real, es porque la magia es también
una ciencia experimental, aunque bastante diferente, ciertamente, de aquellas
que la enseñanza universitaria conoce bajo esta denominación. Así pues, es
menester no engañarse a su respecto: en eso se trata de un orden de cosas que
no tiene en sí mismo absolutamente nada de «transcendente»; y, si una tal
ciencia puede ser legitimada, como toda otra, por su vinculamiento a los
principios superiores de los que depende todo, según la concepción general de
las ciencias tradicionales, no obstante, ella no se colocará entonces más que
en el último rango de las aplicaciones secundarias y contingentes, entre
aquellas que están más alejadas de los principios, y que, por consiguiente,
deben ser consideradas como las más inferiores de todas. Es así como la magia
es considerada en todas las civilizaciones orientales: que existe en ellas, es
un hecho que no hay lugar a contestar, pero está muy lejos de ser tenida en
tanto honor como se imaginan muy frecuentemente los occidentales, que prestan
tan gustosamente a los demás sus propias tendencias y sus propias concepciones.
En el Tíbet mismo, tanto como en la
India o en China, la práctica de la magia, en tanto que
«especialidad», si se puede decir así, es abandonada a aquellos que son incapaces
de elevarse a un orden superior; esto, bien entendido, no quiere decir que
otros no puedan producir también a veces, excepcionalmente y por razones
particulares, fenómenos exteriormente semejantes a los fenómenos mágicos, pero
el propósito e incluso los medios puestos en obra son entonces completamente
diferentes en realidad. Por lo demás, para atenerse a lo que se conoce en el
mundo occidental mismo, solo hay que tomar historias de santos y de brujos, y
ver cuantos hechos similares se encuentran por una parte y por la otra; y eso
muestra bien que, contrariamente a la creencia de los modernos
«cientificistas», los fenómenos, cualesquiera que sean, no podrían probar
absolutamente nada por sí mismos[1].
Ahora bien, es evidente que el hecho de
ilusionarse sobre el valor de estas cosas, y sobre la importancia que conviene
atribuirlas, aumenta considerablemente su peligro; lo que es particularmente
penoso para los occidentales que quieren meterse a «hacer magia», es la
ignorancia completa en la que están necesariamente, en el estado actual de las
cosas y en la ausencia de toda enseñanza tradicional, de aquello con lo que
tratan en parecido caso. Incluso dejando de lado a los prestidigitadores y a
los charlatanes, tan numerosos en nuestra época, que no hacen en suma nada más
que explotar la credulidad de los ingenuos, y también a los simples fantasiosos
que creen poder improvisar una «ciencia» a su manera, aquellos mismos que
quieren intentar seriamente estudiar esos fenómenos, al no tener datos
suficientes para guiarles, ni organización constituida para apoyarles y
protegerles, son reducidos por ello a un empirismo muy grosero; actúan verdaderamente
como niños que, librados a sí mismos, quisieran manejar una fuerzas temibles
sin conocer nada de ellas, y, si de una semejante imprudencia resultan muy
frecuentemente accidentes deplorables, ciertamente no hay lugar a sorprenderse
demasiado de ello.
Al hablar aquí de accidentes, queremos
hacer alusión sobre todo a los riesgos de desequilibrio a los que se exponen
aquellos que actúan así; este desequilibrio es en efecto una consecuencia muy
frecuente de la comunicación con lo que algunos han llamado el «plano vital» y
que no es suma otra cosa que el dominio de la manifestación sutil, considerada,
sobre todo, por lo demás, en aquellas de sus modalidades que están más cerca
del orden corporal, y por eso mismo las más fácilmente accesibles al hombre
ordinario. La explicación de ello es simple: en eso se trata exclusivamente de
un desarrollo de algunas posibilidades individuales, e inclusive de un orden
bastante inferior; si este desarrollo se produce de una manera anormal,
desordenada e inarmónica, y en detrimento de posibilidades superiores, es
natural y en cierto modo inevitable que deba desembocar en un tal resultado,
sin hablar siquiera de las reacciones, que tampoco son desdeñables y que a
veces son incluso terribles, de las fuerzas de todo género con las que el
individuo se pone en contacto tan inadvertidamente. Decimos «fuerzas», sin
buscar precisar más, ya que eso importa poco para lo que nos proponemos;
preferimos aquí esta palabra, por vago que sea, a la de «entidades», que, al
menos para aquellos que no están suficientemente habituados a algunas maneras
simbólicas de hablar, corre el riesgo de dar lugar muy fácilmente a
«personificaciones» más o menos fantasiosas. Por lo demás, como ya lo hemos
explicado frecuentemente, este «mundo intermediario» es mucho más complejo y
más extenso que el mundo corporal; pero, el estudio del uno y del otro entra,
al mismo título, en lo que se puede llamar las «ciencias naturales», en el
sentido más verdadero de esta expresión; querer ver en eso algo más, es, lo
repetimos, ilusionarse de la más extraña manera. En eso no hay absolutamente
nada de «iniciático», como tampoco, por lo demás, de «religioso»; de una manera
general, se encuentran incluso muchos más obstáculos que apoyos para llegar al
conocimiento verdaderamente transcendente, que es muy diferente de esas
ciencias contingentes, y que, sin ningún rastro de un «fenomenismo» cualquiera,
no depende más que de la intuición intelectual pura, la única que es también la
espiritualidad pura.
Algunos, después de haberse librado más o
menos tiempo a esta búsqueda de los fenómenos extraordinarios o supuestos
tales, acaban no obstante por cansarse de ella, por una razón cualquiera, o por
estar decepcionados ante la insignificancia de los resultados que obtienen y
que no responden a su expectativa, y, cosa bastante digna de precisión, ocurre
frecuentemente que esos se vuelven entonces hacia el misticismo[2];
es que, por sorprendente que eso pueda parecer a primera vista, éste responde
también, aunque bajo una forma diferente, a necesidades o a aspiraciones
similares. Ciertamente, estamos bien lejos de contestar que el misticismo
tenga, en sí mismo, un carácter notablemente más elevado que la magia; pero, a
pesar de todo, si se va hasta el fondo de las cosas, uno puede darse cuenta de
que, bajo una cierta relación al menos, la diferencia es menor de lo que se
podría creer: en efecto, ahí también, no se trata en suma más que de «fenómenos»,
visiones u otros, manifestaciones sensibles y sentimentales de todo género, con
las que siempre se permanece exclusivamente en el dominio de las posibilidades
individuales[3]. Es
decir, que los peligros de ilusión y de desequilibrio están lejos de haber sido
rebasados, y, si revisten aquí unas formas bastante diferentes, quizás no son
menos grandes por eso; y, en un sentido, están incluso agravados por la actitud
pasiva del místico, que, como lo decíamos más atrás, deja la puerta abierta a
todas las influencias que pueden presentarse, mientras que el mago está al
menos defendido, hasta un cierto punto, por la actitud activa que se esfuerza
en conservar al respecto de esas mismas influencias, lo que no quiere decir,
ciertamente, que lo logre siempre y que no acabe muy frecuentemente por ser
sumergido por ellas. De ahí viene también, por otra parte, que el místico, casi
siempre, es demasiado fácilmente engañado por su imaginación, cuyas
producciones, sin que lo sospeche, vienen frecuentemente a mezclarse a los
resultados reales de sus «experiencias» de una manera casi inextricable. Por
esta razón, es menester no exagerar la importancia de las «revelaciones» de los
místicos, o, al menos nunca deben ser aceptadas sin control[4];
lo que constituye todo el interés de algunas visiones, es que están en acuerdo,
sobre numerosos puntos, con datos tradicionales evidentemente ignorados por el
místico que ha tenido esas visiones[5];
pero sería un error, e incluso una inversión de las relaciones normales, querer
encontrar en eso una «confirmación» de esos datos, que, por otra parte, no
tienen ninguna necesidad de ello, y que son, al contrario, la única garantía de
que hay realmente en esas visiones otra cosa que un simple producto de la
imaginación o de la fantasía individual.
[2] Es menester decir que
también ha ocurrido a veces que otros, después de haber entrado realmente en la
vía iniciática, y no solo en las ilusiones de la pseudoiniciación, como
aquellos de quienes hablamos aquí, han abandonado esta vía por el misticismo;
los motivos son entonces, naturalmente, bastante diferentes, y principalmente
de orden sentimental, pero, cualesquiera que puedan ser, es menester ver sobre
todo, en parecidos casos, la consecuencia de un defecto cualquiera bajo la
relación de las cualificaciones iniciáticas, al menos en lo que concierne a la
aptitud para realizar la iniciación efectiva; uno de los ejemplos más típicos
que se puede citar en este género es el de L. Cl. de Saint-Martin.
[3] Bien entendido, eso no
quiere decir en modo alguno que los fenómenos de que se trata sean únicamente
de orden psicológico como pretenden algunos modernos.
[4] Por lo demás, esta actitud
de reserva prudente, que se impone en razón de la tendencia natural de los
místicos a la «divagación» en el sentido propio de esta palabra, es la que el
catolicismo observa invariablemente a su respecto.
[5] Se pueden citar aquí como
ejemplo las visiones de Anne-Catherine Emmerich.
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