DE LAS CONDICIONES DE LA INICIACIÓN
Rene Guenon
Podemos
volver de nuevo ahora a la cuestión de las condiciones de la iniciación, y
diremos primero, aunque la cosa pueda parecer evidente, que la primera de estas
condiciones es una cierta aptitud o disposición natural, sin la cual todo
esfuerzo permanecería vano, ya que el individuo no puede desarrollar
evidentemente más que las posibilidades que lleva en él desde el origen; esta
aptitud, que hace lo que algunos llaman lo «iniciable», constituye propiamente
la «cualificación» requerida por todas las tradiciones iniciáticas[1].
Por lo demás, esta condición es la única que, en un cierto sentido, es común a
la iniciación y al misticismo, ya que está claro que el místico debe tener, él
también, una disposición natural especial, aunque enteramente diferente de la
de lo «iniciable», e incluso, por algunos lados, hasta opuesta; pero esta
condición, para el místico, si es igualmente necesaria, es además suficiente;
no hay ninguna otra que deba venir a agregarse a ella, y las circunstancias
hacen todo lo demás, haciendo pasar a su discreción, de la «potencia» al
«acto», tales o cuales de las posibilidades que conlleve la disposición de que
se trate. Esto resulta directamente de ese carácter de «pasividad» del que
hemos hablado más atrás: en efecto, en parecido caso, no podría tratarse de un
esfuerzo o de un trabajo personal cualquiera, que el místico nunca tendrá que efectuar,
y del que incluso deberá guardarse cuidadosamente, como de algo que estaría en
oposición con su «vía»[2],
mientras que, al contrario, en lo que respecta a la iniciación, y en razón de
su carácter «activo», un tal trabajo constituye otra condición no menos
estrictamente necesaria que la primera, y sin la cual el paso de la «potencia»
al «acto», que es propiamente la «realización», no podría cumplirse de ninguna
manera[3].
Sin embargo, eso no es todavía todo: no
hemos hecho en suma más que desarrollar la distinción, planteada por nós al
comienzo, de la «actividad» iniciática y de la «pasividad» mística, para sacar
de ella la consecuencia de que, para la iniciación, hay una condición que no
existe y que no podría existir en lo que concierne al misticismo; pero hay
todavía otra condición no menos necesaria de la que no hemos hablado, y que se
coloca en cierto modo entre aquellas que acabamos de tratar. Esta condición,
sobre la que es menester insistir tanto más cuanto que los occidentales, en
general, son bastante dados a ignorarla o a desconocer su importancia, es
incluso, en verdad, la más característica de todas, la que permite definir la
iniciación sin equívoco posible, y no confundirla con ninguna otra cosa; por
ella, este caso de la iniciación está mucho mejor delimitado de lo que podría
estarlo el del misticismo, para el que no existe nada de tal. Es frecuentemente
muy difícil, cuando no completamente imposible, distinguir el falso misticismo
del verdadero; el místico es, por definición misma, un aislado y un
«irregular», y a veces ni él mismo sabe lo que es verdaderamente; y el hecho de
que en él no se trata de conocimiento en estado puro, sino que incluso lo que
es conocimiento real está siempre afectado por una mezcla de sentimiento y de
imaginación, está todavía muy lejos de simplificar la cuestión; en todo caso,
en eso hay algo que escapa a todo control, lo que podríamos expresar diciendo
que, para el místico, no hay ningún «medio de reconocimiento»[4].
Se podría decir también que el místico no tiene «genealogía», que no es tal
sino por una suerte de «generación espontánea», y pensamos que estas
expresiones son fáciles de comprender sin más explicaciones; desde entonces,
¿cómo se atrevería uno a afirmar sin ningún género de dudas que alguien es
auténticamente místico y que otro no lo es, cuando todas las apariencias pueden
ser sensiblemente las mismas? Por el contrario, las contrahechuras de la
iniciación siempre pueden ser descubiertas infaliblemente por la ausencia de la
condición a la que acabamos de hacer alusión, y que no es otra que el
vinculamiento a una organización tradicional regular.
Hay ignorantes que se imaginan que uno
«se inicia» a sí mismo, lo que es en cierto modo una contradicción en los
términos; olvidan, si es que lo han sabido alguna vez, que la palabra initium
significa «entrada» o «comienzo», confunden el hecho mismo de la iniciación,
entendida en su sentido estrictamente etimológico, con el trabajo que hay que
llevar a cabo ulteriormente para que esa iniciación, de virtual que ha sido
primeramente, devenga más o menos plenamente efectiva. Comprendida así, la
iniciación es lo que todas las tradiciones concuerdan en designar como el
«segundo nacimiento»; y, ¿cómo un ser podría actuar por sí mismo antes de haber
nacido?[5].
Sabemos bien lo que se podrá objetar a eso: si el ser está verdaderamente
«cualificado», lleva ya en él las posibilidades que se tratan de desarrollar;
¿por qué, si ello es así, no iba a poder realizarlas por su propio esfuerzo,
sin ninguna intervención exterior? Eso es, en efecto, una cosa que es
permisible considerar teóricamente, a condición de concebirla como el caso de
un hombre «dos veces nacido» desde el primer momento de su existencia
individual; pero, si en eso no hay imposibilidad de principio, por ello no hay
menos una imposibilidad de hecho, en el sentido de que eso es contrario al
orden establecido para nuestro mundo, al menos en sus condiciones actuales. No
estamos en la época primordial en la que todos los hombres poseían normal y
espontáneamente un estado que hoy día está vinculado a un alto grado de
iniciación[6];
y por lo demás, a decir verdad, la misma palabra iniciación, en una tal época,
no podía tener ningún sentido. Estamos en el Kali-Yuga, es decir, en un
tiempo donde el conocimiento espiritual ha devenido oculto, y donde únicamente
algunos pueden alcanzarle todavía, provisto que se coloquen en las condiciones
requeridas para obtenerle; ahora bien, una de esas condiciones es precisamente
ésta de la que hablamos, como otra condición es un esfuerzo del que los hombres
de las primeras edades tampoco tenían necesidad alguna, puesto que el
desarrollo espiritual se cumplía en ellos tan naturalmente como el desarrollo
corporal.
Así pues, se trata de una condición cuya
necesidad se impone en conformidad con las leyes que rigen nuestro mundo
actual; y, para hacerlo comprender mejor, podemos recurrir aquí a una analogía:
todos los seres que se desarrollarán en el curso de un ciclo están contenidos
en el comienzo, en el estado de gérmenes sutiles, en el «Huevo del Mundo»;
desde entonces, ¿por qué no iban a nacer al estado corporal por sí mismos y sin
padres? Eso tampoco es una imposibilidad absoluta, y se puede concebir un mundo
donde ello fuera así; pero, de hecho, ese mundo no es el nuestro. Reservamos,
bien entendido, la cuestión de las anomalías; puede que haya casos excepcionales
de «generación espontánea», y, en el orden espiritual, nós mismo hemos aplicado
hace un momento esta expresión al caso místico; pero hemos dicho también que
éste en un «irregular», mientras que la iniciación es algo esencialmente
«regular», que no tiene nada que ver con las anomalías. También sería menester
saber exactamente hasta dónde pueden llegar éstas; ellas también, deben entrar
en definitiva en alguna ley, ya que todas las cosas solo pueden existir como
elementos del orden total y universal. Eso solo, si se quisiera reflexionar en
ello, podría bastar para hacer pensar que los estados realizados por el místico
no son precisamente los mismos que los del iniciado, y que, si su realización
no está sometida a las mismas leyes, es porque se trata efectivamente de algo
diferente; pero podemos dejar ahora enteramente de lado el caso del misticismo,
sobre el que hemos dicho bastante para lo que nos proponemos establecer, para
no considerar ya exclusivamente más que el de la iniciación.
En efecto, nos queda precisar el papel
del vinculamiento a una organización tradicional que, bien entendido, no podría
dispensar de ninguna manera del trabajo interior que cada uno no puede cumplir
más que por sí mismo, pero que es requerido, como condición previa, para que
este trabajo mismo pueda producir efectivamente sus frutos. Debe comprenderse
bien, desde ahora, que aquellos que han sido constituidos como los depositarios
del conocimiento iniciático no pueden comunicarle de una manera más o menos
comparable a la manera en que un profesor, en la enseñanza profana, comunica a
sus alumnos fórmulas librescas que ellos no tendrán más que almacenar en su
memoria; aquí se trata de algo que, en su esencia misma, es propiamente «incomunicable»,
puesto que son estados que hay que realizar interiormente. Lo que se puede
enseñar, son únicamente métodos preparatorios para la obtención de esos
estados; lo que puede ser proporcionado desde fuera a este respecto, es en suma
una ayuda, un apoyo que facilita grandemente el trabajo que hay que cumplir, y
también un control que descarta los obstáculos y los peligros que pueden
presentarse; todo eso está muy lejos de ser desdeñable, y aquel que fuera
privado de ello correría mucho riesgo de desembocar en un fracaso, pero eso no
justificaría todavía enteramente lo que hemos dicho cuando hemos hablado de una
condición necesaria. Así, no es eso lo que tenemos en vista, al menos de una
manera inmediata; todo eso no interviene sino secundariamente, y en cierto modo
a título de consecuencias, después de la iniciación entendida en su sentido más
estricto, tal como lo hemos indicado más atrás, y cuando se trata de
desarrollar efectivamente la virtualidad que ella constituye; pero todavía es
menester, ante todo, que esta virtualidad preexista. Así pues, es de otro modo
como debe ser entendida la transmisión iniciática propiamente dicha, y no
podríamos caracterizarla mejor que diciendo que ella es esencialmente la
transmisión de una influencia espiritual; tendremos que volver de nuevo sobre
esto más ampliamente, pero, por el momento, nos limitaremos a determinar más
exactamente el papel que juega esta influencia, entre la aptitud natural
previamente inherente al individuo, y el trabajo de realización que cumplirá a
continuación.
Hemos hecho observar en otra parte que
las fases de la iniciación, del mismo modo que las de la «Gran Obra» hermética,
que no es en el fondo más que una de sus expresiones simbólicas, reproducen las
del proceso cosmogónico[7];
esta analogía, que se funda directamente sobre la del «microcosmos» con el
«macrocosmos», permite, mejor que toda otra consideración, aclarar la cuestión
de que se trata al presente. Se puede decir, en efecto, que las aptitudes o
posibilidades incluidas en la naturaleza individual no son primeramente, en sí
mismas, más que una materia
prima, es decir, una pura potencialidad, donde no hay
nada de desarrollado o diferenciado[8];
es entonces el estado caótico y tenebroso que el simbolismo iniciático hace
corresponder precisamente al mundo profano, y en el que se encuentra el ser que
no ha llegado todavía al «segundo nacimiento». Para que ese caos pueda comenzar
a tomar forma y a organizarse, es menester que una vibración inicial le sea
comunicada por las potencias espirituales, que el Génesis hebraico designa como
los Elohim; esta vibración, es el Fiat Lux que ilumina el
caos, y que es el punto de partida necesario de todos los desarrollos
ulteriores; y, desde el punto de vista iniciático, esta iluminación está
constituida precisamente por la transmisión de la influencia espiritual de la
que acabamos de hablar[9].
Desde entonces, y por la virtud de esta influencia, las posibilidades espirituales
de ser ya no son la simple potencialidad que eran antes; han devenido una
virtualidad presta a desarrollarse en acto en las diversas etapas de la realización
iniciática.
Podemos resumir todo lo que precede
diciendo que la iniciación implica tres condiciones que se presentan en modo
sucesivo, y que se podrían hacer corresponder respectivamente a los tres
términos de «potencialidad», de «virtualidad» y de «actualidad»: 1º, la
«cualificación», constituida por algunas posibilidades inherentes a la
naturaleza propia del individuo, y que son la materia prima sobre la cual
deberá efectuarse el trabajo iniciático; 2º, la transmisión, mediante el vinculamiento
a una organización tradicional, de una influencia espiritual que da al ser la
«iluminación» que le permitirá ordenar y desarrollar esas posibilidades que
lleva en él; 3º, el trabajo interior por el que, con el concurso de «ayudas» o
de «soportes» exteriores, si hay lugar a ello, y sobre todo en las primeras
etapas, este desarrollo será realizado gradualmente, haciendo pasar al ser, de
escalón en escalón, a través de los diferentes grados de la jerarquía
iniciática, para conducirle a la meta final de la «Liberación» o de la
«Identidad Suprema».
[1] Por lo demás, por el
estudio especial que haremos a continuación de la cuestión de las
cualificaciones iniciáticas, se verá que esta cuestión presenta en realidad
aspectos mucho más complejos de lo que se podría creer a primera vista y si uno
se atuviera únicamente a la noción muy general que damos aquí de ella.
[2] También los teólogos ven de
buena gana, y no sin razón, un «falso místico» en aquel que busca, por un
esfuerzo cualquiera, obtener visiones u otros estados extraordinarios, aunque
ese esfuerzo se limite solo al mantenimiento de un simple deseo.
[3] De eso resulta, entre otras
consecuencias, que los conocimientos de orden doctrinal, que le son indispensables
al iniciado, y cuya comprensión teórica es para él una condición preliminar de
toda «realización», puede faltarle enteramente al místico; de ahí viene
frecuentemente, en éste, además de la posibilidad de errores y de confusiones
múltiples, una extraña incapacidad de expresarse inteligiblemente. Por lo demás,
debe entenderse bien, que los conocimientos de que se trata no tienen
absolutamente nada que ver con todo lo que no es más que instrucción exterior o
«saber» profano, que aquí no tiene ningún valor, así como lo explicaremos
también después, y que incluso, teniendo en cuenta lo que es la educación
moderna, sería más bien un obstáculo que una ayuda en muchos casos; un hombre
puede muy bien no saber leer ni escribir y alcanzar no obstante los grados más
altos de la iniciación, y tales casos no son extremadamente raros en oriente,
mientras que hay «sabios» e inclusive «genios», según la manera de ver del
mundo profano, que no son «iniciables» a ningún grado.
[4] Con esto no entendemos
palabras o signos exteriores y convencionales, sino aquello de lo que tales
medios no son en realidad más que la representación simbólica.
[5] Recordamos aquí el
elemental adagio escolástico: «para actuar, es menester ser».
[6] Es lo que indica, en la
tradición hindú, la palabra Hamsa, dada como el nombre de la casta única que existía en el origen,
y que designa propiamente un estado que es ativarna, es decir, más
allá de la distinción de las castas actuales.
[8] No hay que decir que,
hablando rigurosamente, no es una materia prima más que en un sentido relativo,
no en el sentido absoluto; pero esta distinción no importa bajo el punto de
vista en el que nos colocamos aquí, y por lo demás es la misma cosa para la materia prima
de un mundo tal como el nuestro, que, al estar ya determinada de una cierta
manera, no es en realidad, en relación a la substancia universal, más que una materia secunda (cf. El Reino
de la Cantidad
y los Signos de los Tiempos, cap. II), de suerte que,
incluso bajo esta relación, la analogía con el desarrollo de nuestro mundo a
partir del caos inicial es verdaderamente exacta.
[9] De ahí vienen expresiones
como las de «dar la luz» y «recibir la luz», empleadas para designar, en relación
al iniciador y al iniciado respectivamente, la iniciación en el sentido
restringido, es decir, la transmisión misma de que se trata aquí. Se observará
también, en lo que concierne a los Elohim, que el número septenario que les es
atribuido está en relación con la constitución de las organizaciones
iniciáticas, que debe ser efectivamente una imagen del orden cósmico mismo.
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