SÍNTESIS Y SINCRETISMO
Rene Guenon
Decíamos hace un momento que no sólo es inútil, sino a veces incluso peligroso, querer mezclar elementos rituales pertenecientes a formas tradicionales diferentes, y que, por lo demás, esto no es verdad únicamente para el dominio iniciático al cual lo aplicamos aquí en primer lugar; en efecto, la cosa es así en realidad para todo el conjunto del dominio tradicional, y no creemos que carezca de interés considerar aquí esta cuestión en su generalidad, aunque eso pueda parecer alejarnos un poco de las consideraciones que se refieren más directamente a la iniciación. Como la mezcla de la que se trata no representa más que un caso particular de lo que se puede llamar propiamente «sincretismo», deberemos comenzar, a este propósito, por precisar bien lo que es menester entender por eso, tanto más cuanto que aquellos de nuestros contemporáneos que pretenden estudiar las doctrinas tradicionales sin penetrar en modo alguno su esencia, y sobre todo aquellos que las consideran desde un punto de vista «histórico» y de pura erudición, tienen frecuentemente una fastidiosa tendencia a confundir «síntesis» y «sincretismo». Esta precisión se aplica, de una manera completamente general, tanto al estudio «profano» de las doctrinas del orden exotérico, como a las del orden esotérico; por lo demás, la distinción entre las unas y las otras raramente se hace ahí como debería serlo, y es así como la supuesta «ciencia de las religiones» trata una multitud de cosas que no tienen nada de «religiosas», como por ejemplo, así como ya lo indicábamos más atrás, los misterios iniciáticos de la antigüedad. Esta «ciencia» afirma claramente su carácter «profano», en el peor sentido de la palabra, al proponer como principio que aquel que está fuera de toda religión, y que, por consiguiente, no puede tener de la religión (y diríamos más bien de la tradición, sin especificar ninguna modalidad particular de la misma) más que un conocimiento completamente exterior, es el único cualificado para ocuparse de ella «científicamente». La verdad es que, bajo un pretexto de conocimiento desinteresado, se disimula una intención claramente antitradicional: se trata de una «crítica» destinada ante todo, en el espíritu de sus promotores, y menos conscientemente quizás en aquellos que les siguen, a destruir toda tradición, puesto que, expresamente, no quieren ver en ella más que un conjunto de hechos psicológicos, sociales u otros, pero en todo caso puramente humanos. Por lo demás, no insistiremos más sobre esto, ya que, además de que ya hemos tenido bastante frecuentemente la ocasión de hablar de ello en otras partes, al presente no nos proponemos más que señalar una confusión que, aunque muy característica de esa mentalidad especial, evidentemente puede existir también independientemente de esta intención antitradicional.
El «sincretismo», entendido en su verdadero sentido, no es nada más que una simple yuxtaposición de elementos de proveniencias diversas, juntados «desde fuera», por así decir, sin que ningún principio de orden más profundo venga a unificarles. Es evidente que un tal «ensamblaje» no puede constituir realmente una doctrina, como tampoco un montón de piedras constituye un edificio; y, si da a veces la ilusión de ello a quienes no le consideran más que superficialmente, esta ilusión no podría resistir un examen que fuera un poco serio. No hay necesidad de ir muy lejos para encontrar auténticos ejemplos de este sincretismo: las modernas contrahechuras de la tradición, como el ocultismo y el teosofismo, no son otra cosa en el fondo[1]: nociones fragmentarias tomadas a diferentes formas tradicionales, y generalmente mal comprendidas y más o menos deformadas, se encuentran mezcladas ahí a concepciones pertenecientes a la filosofía y a la ciencia profana. Hay también teorías filosóficas formadas casi enteramente de fragmentos de otras teorías, y aquí el sincretismo toma habitualmente el nombre de «eclecticismo»; pero este caso es en suma menos grave que el precedente, porque no se trata más que de filosofía, es decir, de un pensamiento profano que, al menos, no busca hacerse pasar por otra cosa que lo que es.
El sincretismo, en todos los casos, es siempre un procedimiento esencialmente profano, por su «exterioridad» misma; y no solo no es una síntesis, sino que, en un cierto sentido, es incluso todo lo contrario. En efecto, la síntesis, por definición, parte de los principios, es decir, de lo que hay más interior; se podría decir que va del centro a la circunferencia, mientras que el sincretismo se queda en la circunferencia misma, en la pura multiplicidad, en cierto modo «atómica», y de detalle indefinido de elementos tomados uno a uno, considerados en sí mismos y por sí mismos, y separados de su principio, es decir, de su verdadera razón de ser. Así pues, el sincretismo tiene un carácter completamente analítico, lo quiera o no; es cierto que nadie habla tan frecuentemente ni tan gustosamente de síntesis como algunos «sincretistas», pero eso no prueba más que una cosa: que sienten que, si reconocieran la naturaleza real de sus teorías compuestas, confesarían por eso mismo que no son los depositarios de ninguna tradición, y que el trabajo al que se han librado no difiere en nada del que podría hacer el primer «buscador» recién llegado que juntara mal que bien las nociones variadas que hubiera sacado de los libros.
Si esos tienen un interés evidente en hacer pasar un sincretismo por una síntesis, el error de aquellos de quienes hablábamos al comienzo se produce generalmente en sentido inverso: cuando se encuentran en presencia de una verdadera síntesis, rara vez dejan de calificarla de sincretismo. La explicación de una tal actitud es muy simple en el fondo: al quedarse en el punto de vista más estrechamente profano y más exterior que se puede concebir, no tienen ninguna consciencia de lo que es de un orden diferente, y, como no quieren o no pueden admitir que algunas cosas se les escapan, buscan naturalmente reducirlo todo a los procedimientos que están al alcance de su propia comprehensión. Imaginándose que toda doctrina es únicamente la obra de uno o de varios individuos humanos, sin ninguna intervención de elementos superiores (ya que es menester no olvidar que ese es el postulado fundamental de toda su «ciencia»), atribuyen a esos individuos lo que ellos serían capaces de hacer en parecido caso; y, por lo demás, no hay que decir que no se preocupan de ninguna manera de saber si la doctrina que estudian a su modo es o no es la expresión de la verdad, ya que una tal cuestión, no siendo «histórica», ni siquiera se plantea para ellos. Es incluso dudoso que les haya venido alguna vez la idea de que pueda haber una verdad de un orden diferente que la simple «verdad de hecho», la única que puede ser objeto de erudición; en cuanto al interés que un tal estudio puede presentar para ellos en esas condiciones, debemos confesar que nos es completamente imposible hacernos cuenta de ello, hasta tal punto eso depende de una mentalidad que nos es extraña.
Sea como sea, lo que es particularmente importante destacar, es que la falsa concepción que quiere ver sincretismo en las doctrinas tradicionales tiene como consecuencia directa e inevitable lo que se puede llamar la teoría de las «apropiaciones»: cuando se constata la existencia de elementos similares en dos formas tradicionales diferentes, se apresuran a suponer que una de ellas debe haberlos tomado de la otra. Bien entendido, en eso no se trata del origen común de las tradiciones, ni de su filiación auténtica, con la transmisión regular y las adaptaciones sucesivas que ella implica; todo eso, al escapar enteramente a los medios de investigación de que dispone el historiador profano, no existe literalmente para él. Se quiere hablar únicamente de apropiaciones en el sentido más grosero de la palabra, de una suerte de copia o de plagiado de una tradición por otra con la que se ha encontrado en contacto a consecuencia de circunstancias completamente contingentes, de una incorporación accidental de elementos desvinculados, que no responden a ninguna razón profunda[2]; y es eso, efectivamente, lo que implica la definición misma del sincretismo. Por lo demás, nadie se pregunta si es normal que una misma verdad reciba expresiones más o menos semejantes o al menos comparables entre ellas, independientemente de toda apropiación, y no pueden preguntárselo, puesto que, como lo decíamos hace un momento, se ha resuelto ignorar la existencia de esta verdad como tal. Por otra parte, esta última explicación sería insuficiente sin la noción de la unidad tradicional primordial, pero al menos representaría un cierto aspecto de la realidad; agregaremos que no debe ser confundida de ninguna manera con otra teoría, no menos profana que la de las «apropiaciones», aunque de otro género, y que hace llamada a lo que se ha convenido llamar la «unidad del espíritu humano», entendiéndole en un sentido exclusivamente psicológico, donde, de hecho, no existe una tal unidad, e implicando, ahí también, que toda doctrina no es más que un simple producto de ese «espíritu humano», de suerte que este «psicologismo» no considera en mayor medida la cuestión de la verdad doctrinal de lo que lo hace el «historicismo» de los partidarios de la explicación sincrética[3].
Señalaremos también que la misma idea del sincretismo y de las «apropiaciones», aplicada más especialmente a las Escrituras tradicionales, da nacimiento a la búsqueda de «fuentes» hipotéticas, así como a la suposición de las «interpolaciones», que es, como se sabe, uno de los mayores recursos de la «crítica» en su obra destructiva, cuya única meta real es la negación de toda inspiración «suprahumana». Esto se vincula estrechamente a la intención antitradicional que indicábamos al comienzo; y lo que es menester retener sobre todo aquí, es la incompatibilidad de toda explicación «humanista» con el espíritu tradicional, incompatibilidad que en el fondo es por lo demás evidente, puesto que no tener en cuenta el elemento «no humano», es desconocer propiamente lo que es la esencia misma de la tradición, aquello sin lo cual ya no hay nada que merezca llevar este nombre. Por otra parte, basta recordar, para refutar la concepción sincretista, que toda doctrina tradicional tiene necesariamente como centro y como punto de partida el conocimiento de los principios metafísicos, y que todo lo que conlleva además, a título más o menos secundario, no es en definitiva más que la aplicación de esos principios a diferentes dominios; eso equivale a decir que es esencialmente sintética, y, según lo que hemos explicado más atrás, la síntesis, por su naturaleza misma, excluye todo sincretismo.
Se puede ir más lejos: si es imposible que haya sincretismo en las doctrinas tradicionales mismas, es igualmente imposible que lo haya entre aquellos que las han comprendido verdaderamente, y que, por eso mismo, han comprendido forzosamente también la vanidad de un tal procedimiento, así como la de todos aquellos que son lo propio del pensamiento profano, y no tienen, por lo demás, ninguna necesidad de recurrir a ellos. Todo lo que está realmente inspirado por el conocimiento tradicional procede siempre «del interior» y no «del exterior»; quienquiera que tiene consciencia de la unidad esencial de todas las tradiciones puede, para exponer e interpretar la doctrina, hacer llamada, según los casos, a medios de expresión provenientes de formas tradicionales diversas, si estima que haya en eso alguna ventaja; pero en eso no habrá nunca nada que pueda ser asimilado de cerca o de lejos a un sincretismo cualquiera o al «método comparativo» de los eruditos. Por un lado, la unidad central y principial aclara y domina todo; por el otro, estando ausente esta unidad, o para decirlo mejor, oculta a las miradas del «buscador» profano, éste no puede más que buscar a tientas en las «tinieblas exteriores», agitándose vanamente en medio de un caos que únicamente podría ordenar el Fiat Lux iniciático que, a falta de «cualificación», jamás será proferido para él.
[1] Cf. El Reino de la Cantidad y los Signos de los Tiempos, cap. XXXVI.
[2] Como ejemplo de aplicación de esta manera de ver las cosas que dependen del dominio esotérico e iniciático, podemos citar la teoría que quiere ver en el taçawwuf islámico una apropiación hecha a la India, bajo pretexto de que métodos similares se encuentran en una y otra parte; evidentemente, los orientalistas que sostienen esta teoría jamás han tenido la idea de preguntarse si esos métodos no eran impuestos, igualmente en los dos casos, por la naturaleza misma de las cosas, lo que, no obstante, parece que debería ser bastante fácil de comprender, al menos para quien no tiene ninguna idea preconcebida.
[3] Cf. El Reino de la Cantidad y los Signos de los Tiempos, cap. XIII.
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