MITOS,
MISTERIOS Y SÍMBOLOS
Rene Guenon
Las consideraciones que acabamos de
exponer nos conducen de manera bastante natural a examinar otra cuestión
conexa, la de las relaciones del símbolo con lo que se llama el «mito»; sobre
este tema, debemos hacer observar primeramente que nos ha ocurrido a veces
hablar de una cierta degeneración del simbolismo como habiendo dado nacimiento
a la «mitología», tomando esta última palabra en el sentido que se le da
habitualmente, y que es en efecto exacto cuando se trata de la antigüedad
llamada «clásica», pero que quizás no podría aplicarse válidamente fuera de ese
periodo de las civilizaciones griega y latina. Así pues, pensamos que, para
todas las demás partes, conviene evitar el empleo de este término, que solo
puede dar lugar a equívocos fastidiosos y a asimilaciones injustificadas; pero,
si el uso impone esta restricción, es menester decir no obstante que la palabra
«mito», en sí misma y en su significación original, no contiene nada que marque
una tal degeneración, bastante tardía en suma, y debida únicamente a una
incomprehensión más o menos completa de lo que subsistía de una tradición muy
anterior. Conviene agregar que, si se puede hablar de «mitos» en lo que
concierne a esta tradición misma, a condición de restablecer el verdadero
sentido de la palabra y de desechar todo lo que se le agrega frecuentemente de
«peyorativo» en el lenguaje corriente, no habría entonces, en todo caso,
«mitología», puesto que ésta, tal como la entienden los modernos, no es nada
más que un estudio emprendido «desde el exterior», y que implica por
consiguiente, se podría decir, una incomprehensión de segundo grado.
La distinción que se ha querido
establecer a veces entre «mitos» y «símbolos» no tiene fundamento en realidad:
para algunos, mientras que el mito es un relato que presenta un sentido diferente
del que expresan directa y literalmente las palabras que le componen, el
símbolo sería esencialmente una representación figurativa de algunas ideas por
un esquema geométrico o por un dibujo cualquiera; así pues, el símbolo sería
propiamente un modo gráfico de expresión, y el mito un modo verbal. Según lo
que ya hemos explicado precedentemente, hay, en lo que concierne a la
significación dada al símbolo, una restricción completamente inaceptable, ya
que toda imagen que es tomada para representar una idea, para expresarla o
sugerirla de una manera cualquiera y a cualquier grado que sea, es por eso
mismo un signo, o, lo que equivale a lo mismo, un símbolo de esta idea; importa
poco que se trate de una imagen visual o de cualquier otro tipo de imagen, ya
que eso no introduce aquí ninguna diferencia esencial y no cambia absolutamente
nada el principio del simbolismo. Éste, en todos los casos, se basa siempre
sobre una relación de analogía o de correspondencia entre la idea que se trata
de expresar y la imagen, gráfica, verbal u otra, por la que se la expresa;
desde este punto de vista completamente general, las palabras mismas, como ya
lo hemos dicho, no son y no pueden ser otra cosa que símbolos. Se podría
incluso, en lugar de hablar de una idea y de una imagen como acabamos de
hacerlo, hablar más generalmente todavía de dos realidades cualquiera, de
órdenes diferentes, entre las cuales existe una correspondencia que tiene su
fundamento a la vez en la naturaleza de una y de la otra: en estas condiciones,
una realidad de un cierto orden puede ser representada por una realidad de un
orden diferente, y ésta es entonces un símbolo de aquella.
Habiendo recordado así el principio del
simbolismo, vemos que éste es evidentemente susceptible de una multitud de
modalidades diversas; el mito no es más que un simple caso particular, que
constituye una de esas modalidades; se podría decir que el símbolo es el
género, y que el mito es una de sus especies. En otros términos, se puede
considerar un relato simbólico, tanto como un dibujo simbólico, o como muchas
otras cosas aún que tienen el mismo carácter y que juegan el mismo papel; los
mitos son relatos simbólicos, lo mismo que las «parábolas», que, en el fondo,
no difieren de ellos esencialmente[1];
en eso no nos parece que haya nada que pueda dar lugar a la menor dificultad,
desde que se ha comprendido bien la noción general y fundamental del simbolismo.
Pero, dicho eso, hay lugar a precisar la
significación propia de la palabra «mito» misma, que puede conducirnos a
algunas observaciones que no carecen de importancia, y que se vinculan al
carácter y a la función del simbolismo considerado en el sentido más
determinado donde se distingue del lenguaje ordinario y donde se opone a él
incluso bajo algunos aspectos. Esta palabra «mito» se considera comúnmente como
sinónima de «fábula», entendiendo por eso simplemente una ficción cualquiera,
lo más frecuentemente revestida de un carácter más o menos poético; eso es el
efecto de la degeneración de la que hablábamos al comienzo, y los griegos, de
cuya lengua se ha tomado este término, tienen ciertamente su parte de
responsabilidad en lo que es, a decir verdad, una alteración profunda y una
desviación de su sentido primitivo. En efecto, en ellos la fantasía individual
comenzó bastante pronto a darse curso libre en todas las formas del arte, que, por
eso, en lugar de permanecer propiamente hierático y simbólico como en los
egipcios y los pueblos de oriente, tomó rápidamente una dirección muy
diferente, que apuntaba mucho menos a instruir que a complacer, y que desembocó
en producciones cuya mayor parte están casi desprovistas de toda significación
real y profunda (salvo lo que podía subsistir aún en ellas, aunque fuera inconscientemente,
de los elementos que habían pertenecido a la tradición anterior), y donde, en
todo caso, ya no se encuentra ningún rastro de esa ciencia eminentemente
«exacta» que es el verdadero simbolismo; ese es, en suma, el comienzo de lo que
se puede llamar el arte profano; y coincide sensiblemente con el de ese
pensamiento igualmente profano que, debido al ejercicio de la misma fantasía
individual en un dominio diferente, debía de ser conocido bajo el nombre de
«filosofía». La fantasía de que se trata se ejerció en particular sobre los
mitos preexistentes: los poetas, que desde entonces ya no eran escritores
sagrados como en el origen y que ya no poseían la inspiración «suprahumana», al
desarrollarlos y al modificarlos al capricho de su imaginación, los rodearon de
ornamentos superfluos y vanos, los oscurecieron y los desnaturalizaron, de
suerte que devino frecuentemente muy difícil recuperar su sentido y sacar sus
elementos esenciales, salvo quizás por comparación con los símbolos similares
que se pueden encontrar en otras partes y que no han sufrido la misma
deformación; y se puede decir que, finalmente, el mito ya no fue, al menos para
la inmensa mayoría, más que un símbolo incomprendido, eso mismo que ha seguido
siendo para los modernos. Pero en eso no hay más que abuso y, podríamos decir,
«profanación» en el sentido propio de la palabra; lo que nos es menester
considerar, es que el mito, antes de toda deformación, era esencialmente un
relato simbólico, como lo hemos dicho más atrás, y que esa era su única razón
de ser; y, bajo este punto de vista ya, «mito» no es enteramente sinónimo de
«fábula», ya que esta última palabra (en latín fabula, de fari, hablar)
no designa etimológicamente más que un relato cualquiera, sin especificar de
ninguna manera su intención o su carácter; aquí también, por lo demás, el
sentido de «ficción» no ha venido a agregarse a ella sino ulteriormente. Hay
más: estos dos términos de «mito» y «fábula», que se han llegado a tomar como
equivalentes, se derivan de raíces que tienen en realidad una significación
completamente opuesta, ya que, mientras que la raíz de «fábula» designa la
palabra, la raíz de «mito», por extraño que eso pueda parecer a primera vista
cuando se trata de un relato, designa al contrario el silencio.
En efecto, la palabra griega muthos,
«mito», viene de la raíz mu, y ésta (que se encuentra también en el latín mutus, mudo)
representa la boca cerrada, y por consiguiente, el silencio[2];
éste es el sentido del verbo muein, cerrar la boca, callarse (y, por extensión, llega a significar
también cerrar los ojos, en sentido propio y figurado); el examen de algunos de
los derivados de este verbo es particularmente instructivo. Así, de muô (en
infinitivo muein) se derivan inmediatamente otros dos verbos que solo difieren de
él un poco por su forma, muaô
y mueô; el primero tiene las mismas acepciones que muô, y es
menester agregarles otro derivado, mullô, que significa cerrar los labios, y
también, murmurar sin abrir la boca[3].
En cuanto a mueô, y esto es lo más importante, significa iniciar (a los
«misterios», cuyo nombre está sacado también de la misma raíz, como se verá
dentro de un momento, y precisamente por la intermediación de mueô y mustês), y,
por consiguiente, a la vez instruir (pero primeramente instruir sin palabras,
así como era efectivamente en los misterios) y consagrar; deberíamos decir
incluso en primer lugar consagrar, si se entiende por «consagración», como debe
hacerse normalmente, la transmisión de una influencia espiritual, o el rito por
el que ésta se transmite regularmente; y de esta última acepción ha provenido
más tarde para la misma palabra, en el lenguaje eclesiástico cristiano, la de
conferir la ordenación, que en efecto es también una «consagración» en este
sentido, aunque en un orden diferente del orden iniciático.
Pero, se dirá, si la palabra «mito» ha
tenido semejante origen, ¿cómo es posible que haya podido servir para designar
un relato de un cierto género? Es que esta idea de «silencio» debe ser referida
aquí a las cosas que, en razón de su naturaleza misma, son inexpresables, al
menos directamente y por el lenguaje ordinario; una de las funciones generales
del simbolismo es efectivamente sugerir lo inexpresable, hacerlo presentir, o
mejor «asentir», por las transposiciones que permite efectuar de un orden a
otro, de lo inferior a lo superior, de lo que es más inmediatamente
aprehensible a lo que lo es mucho más difícilmente; y tal es precisamente el
destino primero de los mitos. Por lo demás, es así como, incluso en la época
«clásica», Platón ha recurrido también al empleo de los mitos, cuando quiere
exponer concepciones que rebasan el alcance de sus medios dialécticos
habituales; y estos mitos, que ciertamente no han sido «inventados», sino solo
«adaptados», ya que llevan la marca incontestable de una enseñanza tradicional
(como la llevan también algunos procedimientos de los que hace uso para la
interpretación de las palabras, y que son comparables a los de nirukta en la
tradición hindú)[4],
estos mitos, decimos, están muy lejos de no ser más que los ornamentos
literarios más o menos desdeñables que ven en ellos muy frecuentemente los
comentadores y los «críticos» modernos, para quienes es ciertamente mucho más
cómodo desecharlos así sin más examen que dar de ellos una explicación siquiera
aproximada; antes al contrario, los mitos responden de lo que hay más profundo
en el pensamiento de Platón, más despejado de las contingencias individuales, y
que él no puede expresar más que simbólicamente a causa de esta profundidad
misma; la dialéctica en él contiene frecuentemente una cierta parte de «juego»,
lo que es muy conforme a la mentalidad griega, pero, cuando la abandona por el
mito, se puede estar seguro de que el juego ha terminado y de que se trata de
cosas que tienen de alguna manera un carácter «sagrado».
Así pues, en el mito, lo que se dice es
otra cosa que lo que se quiere decir; podemos destacar de pasada que eso es también
lo que significa etimológicamente la palabra «alegoría» (de allo agoreuein,
literalmente «decir otra cosa»), que nos da todavía otro ejemplo de las
desviaciones de sentido debidas al uso corriente, ya que, de hecho, actualmente
ya no designa más que una representación convencional y «literaria», de
intención únicamente moral o psicológica, y que, lo más frecuentemente, entra
en la categoría de lo que se llama comúnmente las «abstracciones personificadas»;
apenas hay necesidad de decir que nada podría estar más alejado del verdadero
simbolismo. Pero, para volver de nuevo al mito, si no dice lo que quiere decir,
lo sugiere, por esta correspondencia analógica que es el fundamento y la
esencia misma de todo simbolismo; así, se podría decir, se guarda el silencio
al hablar, y es de eso de donde el mito ha recibido su designación[5].
Nos queda atraer la atención sobre el
parentesco de las palabras «mito» y «misterio», salidas las dos de la misma
raíz: la palabra griega mustêrion, «misterio», se vincula directamente, ella también, a la idea del
«silencio»; y esto, por lo demás, puede interpretarse en varios sentidos diferentes,
pero ligados unos a otros, y cada uno de los cuales tiene su razón de ser desde
un cierto punto de vista. Destacamos primeramente que, según la derivación que
hemos indicado precedentemente (de mueô), el sentido principal de la palabra es
el que se refiere a la iniciación, y es así, en efecto, como es menester
entender lo que se llamaban «misterios» en la antigüedad griega. Por otra parte,
lo que muestra todavía el destino verdaderamente singular de algunas palabras,
es que otro término estrechamente emparentado a los que acabamos de mencionar
es, como ya lo hemos indicado, el de «místico», que, etimológicamente, se
aplica a todo lo que concierne a los misterios: mustikos, en efecto, es el
adjetivo de mustês, iniciado; así pues, originariamente equivale a «iniciático» y
designa todo lo que se refiere a la iniciación, a su doctrina y a su objeto
mismo (pero en este sentido antiguo, no puede aplicarse nunca a personas);
ahora bien, en los modernos, esta misma palabra «místico», la única entre todos
estos términos de cepa común, ha llegado a designar exclusivamente algo que,
como lo hemos visto, no tiene absolutamente nada en común con la iniciación, y
que tiene incluso caracteres opuestos bajo algunos aspectos.
Volvamos de nuevo ahora a los diversos
sentidos de la palabra «misterio»: en el sentido más inmediato, y diríamos de
buena gana el más grosero o al menos el más exterior, el misterio es aquello de
lo que no se debe hablar, aquello sobre lo que conviene guardar silencio, o
aquello que está prohibido hacer conocer al exterior; es así como se entiende
más comúnmente, incluso cuando se trata de misterios antiguos; y, en la
acepción más corriente que ha recibido ulteriormente, la palabra no ha guardado
apenas otro sentido que ese. Sin embargo, esta prohibición de revelar ciertos
ritos y ciertas enseñanzas, sin olvidar la parte de las consideraciones de
oportunidad que ciertamente han podido jugar un papel a veces, pero que no
tienen nunca más que un carácter puramente contingente, puede ser considerada
en realidad sobre todo como teniendo, ella también, un valor simbólico; ya nos
hemos explicado sobre este punto al hablar de la verdadera naturaleza del
secreto iniciático. Como hemos dicho a este propósito, lo que se ha llamado la
«disciplina del secreto», que era de rigor tanto en la primitiva Iglesia
cristiana como en los antiguos misterios (y los adversarios religiosos del
esoterismo deberían acordarse de ello), está muy lejos de aparecérsenos
únicamente como una simple precaución contra la hostilidad, por lo demás muy
real y frecuentemente peligrosa, debida a la incomprehensión del mundo profano;
vemos en ella otras razones de un orden mucho más profundo, y que pueden ser
indicadas por los otros sentidos contenidos en la palabra «misterio». Por lo
demás, podemos agregar que no es una simple coincidencia el hecho de que haya
una estrecha similitud entre las palabras «sagrado» (sacratum) y «secreto» (secretum): en
uno y otro caso, se trata de lo que está puesto aparte (secernere,
poner aparte, de donde el participio secretum), reservado,
separado del dominio profano; del mismo modo, el lugar consagrado es llamado templum, cuya
raíz tem (que se encuentra en el griego temnô, cortar, recortar,
separar, de donde temenos, recinto sagrado) expresa también la misma idea; y la «contemplación»,
cuyo nombre proviene de la misma raíz, se vincula también a esta idea por su
carácter estrictamente «interior»[6].
Según el segundo sentido de la palabra
«misterio», que es ya menos exterior, designa lo que se debe recibir en
silencio[7],
aquello sobre lo que no conviene discutir; bajo este punto de vista, todas las
doctrinas tradicionales, comprendidos ahí los dogmas religiosos que constituyen
un caso particular de ellas, pueden ser llamadas «misterios» (extendiéndose
entonces la acepción de esta palabra a dominios diferentes del dominio
iniciático, pero en los cuales se ejerce igualmente una influencia «no
humana»), porque son verdades que, por su naturaleza esencialmente supraindividual
y supraracional, están por encima de toda discusión[8].
Ahora bien, para ligar este sentido al primero, se puede decir que difundir sin
miramientos entre los profanos los misterios así entendidos, es inevitablemente
librarlos a la discusión, procedimiento profano por excelencia, con todos los
inconvenientes que pueden resultar de ello y que resume perfectamente esta
palabra de «profanación» que ya hemos empleado precedentemente sobre otro punto,
y que aquí debe tomarse en su acepción a la vez más literal y más completa; el
trabajo destructivo de la «crítica» moderna, al respecto de toda tradición, es
un ejemplo muy elocuente de lo que queremos decir como para que sea necesario
insistir más en ello[9].
Finalmente, hay un tercer sentido, el más
profundo de todos, según el cual el misterio es propiamente lo inexpresable, lo
que no se puede sino contemplar en silencio (y conviene recordar aquí lo que
decíamos hace un momento del origen de la palabra «contemplación»); y, como lo
inexpresable es al mismo tiempo y por eso mismo lo incomunicable, la
prohibición de revelar la enseñanza sagrada simboliza, desde este nuevo punto
de vista, la imposibilidad de expresar con palabras el verdadero misterio del
que esta enseñanza no es, por así decir, más que la vestidura, que la
manifiesta y que la vela todo junto[10].
De este modo, la enseñanza que concierne a lo inexpresable no puede,
evidentemente, más que sugerirlo con la ayuda de imágenes apropiadas, que serán
como los soportes de la contemplación; según lo que hemos explicado, esto
equivale a decir que una tal enseñanza toma necesariamente la forma simbólica.
Tal ha sido siempre, y en todos los pueblos, uno de los caracteres esenciales
de la iniciación a los misterios, por cualquier nombre que, por lo demás, se la
haya designado; así pues, se puede decir que los símbolos, y en particular los
mitos cuando esta enseñanza se tradujo en palabras, constituyen verdaderamente,
en su destino primero, el lenguaje mismo de esta iniciación.
[1] No carece de interés
destacar que lo que se llama en la
Masonería las «leyendas» de los diferentes grados entra en
esta definición de los mitos, y que la «puesta en acción» de estas «leyendas»
muestra bien que ellas están verdaderamente incorporadas a los ritos mismos, de
los que es absolutamente imposible separarlas; así pues, lo que hemos dicho de
la identidad esencial del rito y del símbolo, se aplica muy particularmente
también en parecido caso.
[2] El mutus liber de
los hermetistas es literalmente el «libro mudo», es decir, sin comentario verbal,
pero es también, al mismo tiempo, el libro de los símbolos, en tanto que el
simbolismo puede ser considerado verdaderamente como el «lenguaje del silencio».
[3] Por lo demás, el latín murmur no es
más que la raíz mu prolongada por la letra r y repetida dos veces, de
manera que representa un ruido sordo y continuo producido con la boca cerrada.
[5] Se puede destacar que eso
es lo que significan también estas palabras de Cristo, que confirman la
identidad profunda del «mito» y de la «parábola» que señalábamos más atrás:
«Para aquellos que son de afuera (expresión exactamente equivalente a la de
«profanos»), les hablo en parábolas, de suerte que viendo no ven y que oyendo
no oyen» (San Mateo, XIII, 13; San
Marcos, IV, 11-12; San Lucas, VIII, 10). Aquí
se trata de aquellos que no aprehenden más que en lo que se dice literalmente,
que son incapaces de ir más allá para alcanzar lo inexpresable, y que, por
consiguiente «no les ha sido dado conocer el misterio del Reino de los Cielos»;
y hay que observar muy especialmente que el empleo de la palabra «misterio», en
ésta última frase del texto evangélico, en relación con las consideraciones que
van a seguir.
[6] Así pues, es
etimológicamente absurdo hablar de «contemplar» un espectáculo exterior
cualquiera, como lo hacen corrientemente los modernos, para quienes, en muchos
casos, el verdadero sentido de las palabras parece estar completamente perdido.
[7] Se podrá recordar también
aquí la prescripción del silencio impuesta antaño a los discípulos en algunas
escuelas iniciáticas, concretamente en la escuela pitagórica.
[8] Esto no es otra cosa que la
infalibilidad misma que es inherente a toda doctrina tradicional.
[9] Este sentido de la palabra
«misterio», que está igualmente vinculado a la palabra «sagrado» en razón de lo
que ya hemos dicho más atrás, está marcado muy claramente en este precepto del
Evangelio: «No deis las cosas santas a los perros, y no arrojéis las perlas a
los puercos, por miedo de que las pisoteen, y que, revolviéndose contra
vosotros, os despedacen» (San
Mateo, VII, 6). Se destacará que los profanos son
representados aquí simbólicamente por los animales considerados como «impuros»
en el sentido propiamente ritual de esta palabra.
[10] La concepción vulgar de los
«misterios», sobre todo cuando se aplica al dominio religioso, implica una
confusión manifiesta entre «inexpresable» e «incomprehensible», confusión que
es completamente injustificada, salvo relativamente a las limitaciones intelectuales
de algunas individualidades.
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