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lunes, 22 de agosto de 2016

DE LA TRANSMISIÓN INICIÁTICA

DE LA TRANSMISIÓN INICIÁTICA
 Rene Guenon

 

Hemos dicho precedentemente que la iniciación propiamente dicha consiste esencialmente en la transmisión de una influencia espiritual, transmisión que no puede efectuarse más que por medio de una organización tradicional regular, de tal suerte que no podría hablarse de iniciación fuera del vinculamiento a una tal organización. Hemos precisado que la «regularidad» debía ser entendida como excluyendo todas las organizaciones pseudoiniciáticas, es decir, todas aquellas que, cualesquiera que sean sus pretensiones y de cualquier apariencia que se revistan, no son efectivamente depositarias de ninguna influencia espiritual, y, por consecuencia, no pueden transmitir nada en realidad. Desde entonces es fácil comprender la importancia capital que todas las tradiciones dan a lo que se designa como la «cadena» iniciática[1], es decir, a una sucesión que asegura de una manera ininterrumpida la transmisión de que se trata; fuera de esta sucesión, en efecto, la observación misma de las formas rituales sería vana, ya que faltaría el elemento vital esencial para su eficacia.

Volveremos de nuevo más especialmente después sobre la cuestión de los ritos iniciáticos, pero debemos responder desde ahora a una objeción que puede presentarse aquí: esos ritos, se dirá, ¿no tienen por sí mismos una eficacia que les es inherente? Sí la tienen, en efecto, puesto que, si no son observados, o si son alterados en alguno de sus elementos esenciales, no podrá obtenerse ningún resultado efectivo; pero, si esa es una condición necesaria, no obstante no es suficiente, y es menester además, para que estos ritos tengan su efecto, que sean cumplidos por aquellos que tienen cualidad para cumplirlos. Por lo demás, esto no es de ningún modo particular a los ritos iniciáticos, sino que se aplica también a los ritos de orden exotérico, como por ejemplo a los ritos religiosos, que tienen igualmente su eficacia propia, pero que tampoco pueden ser cumplidos válidamente por no importa quien; así, si un rito religioso requiere una ordenación sacerdotal, aquel que no ha recibido esta ordenación, por más que observe todas las formas y aporte incluso la intención requerida[2], no obtendrá ningún resultado, porque no es portador de la influencia espiritual que debe operar tomando estas formas rituales como soporte[3].

Inclusive en ritos de un orden muy inferior y que no conciernen más que a aplicaciones tradicionales secundarias, como los ritos de orden mágico por ejemplo, ritos en los que interviene una influencia que ya no tiene nada de espiritual, sino que es simplemente psíquica (entendiendo por eso, en el sentido más general, lo que pertenece al dominio de los elementos sutiles de la individualidad humana y de lo que se le corresponde en el orden «macrocósmico»), la producción de un efecto real está condicionada en muchos de los casos por una cierta transmisión; y la más vulgar brujería de los campos proporcionaría a este respecto numerosos ejemplos[4]. Por lo demás, no vamos a insistir sobre este último punto, que está fuera de nuestro tema; lo indicamos solo para hacer comprender mejor que, con mayor razón, una transmisión regular es indispensable para permitir cumplir válidamente los ritos que implican la acción de una influencia de orden superior, que puede llamarse propiamente «no humana», lo que es a la vez el caso de los ritos iniciáticos y el de los ritos religiosos.

En efecto, ese es el punto esencial, y nos es menester todavía insistir un poco sobre él: ya hemos dicho que la constitución de las organizaciones iniciáticas regulares no está a disposición de simples iniciativas individuales, y puede decirse otro tanto exactamente en lo que concierne a las organizaciones religiosas, porque en uno y otro caso, es menester la presencia de algo que no podría venir de los individuos, puesto que está más allá del dominio de las posibilidades humanas. Por lo demás, se pueden reunir estos dos casos diciendo que se trata aquí, de hecho, de todo el conjunto de las organizaciones que pueden ser calificadas verdaderamente de tradicionales; se comprenderá desde entonces, sin que haya siquiera necesidad de hacer intervenir otras consideraciones, por qué nos negamos, así como lo hemos dicho en varias ocasiones, a aplicar el nombre de tradición a cosas que no son sino puramente humanas, como lo hace abusivamente el lenguaje profano; a este respecto, no será inútil destacar que esta palabra misma de «tradición», en su sentido original, no expresa nada más que la idea de transmisión que consideramos al presente, y, por lo demás, esa es una cuestión sobre la que tendremos que volver de nuevo un poco más adelante.

Ahora, para más comodidad, se podrían dividir las organizaciones tradicionales en «exotéricas» y «esotéricas», aunque estos dos términos, si se quisiera entenderlos en su sentido más preciso, no se aplican quizás por todas partes con una exactitud igual; pero, para lo que tenemos actualmente en vista, nos bastará entender por «exotéricas» las organizaciones que, en una cierta forma de civilización, están abiertas a todos indistintamente, y por «esotéricas» aquellas que están reservadas a una elite, o, en otros términos, donde no son admitidos más que a aquellos que poseen una «cualificación» particular. Estas últimas son propiamente las organizaciones iniciáticas; en cuanto a las otras, no solo comprenden las organizaciones específicamente religiosas, sino también, como se ve en las civilizaciones orientales, organizaciones sociales que no tienen ese carácter religioso, aunque están vinculadas igualmente a un principio de orden superior, lo que es en todos los casos la condición indispensable para que puedan ser reconocidas como tradicionales. Por lo demás, como no vamos a considerar aquí las organizaciones exotéricas en sí mismas, sino solo para comparar su caso al de las organizaciones esotéricas o iniciáticas, podemos limitarnos a la consideración de las organizaciones religiosas, porque son las únicas de este orden que sean conocidas en occidente, y porque así lo que se refiere a ellas será más inmediatamente comprehensible.

Así pues, diremos esto: toda religión, en el verdadero sentido de esta palabra, tiene un origen ­«no humano» y está organizada para conservar el depósito de un elemento igualmente «no humano» que tiene de ese origen; este elemento, que es del orden de lo que llamamos las influencias espirituales, ejerce su acción efectiva por la mediación de ritos apropiados, y el cumplimiento de esos ritos, para ser válido, es decir, para proporcionar un soporte real a la influencia de que se trata, requiere una transmisión directa e ininterrumpida en el seno de la organización religiosa. Si ello es así en el orden simplemente exotérico (y entiéndase bien que lo que decimos no se dirige a los «críticos» negadores a los que hemos hecho alusión precedentemente, que pretenden reducir la religión a un «hecho humano», y cuya opinión no vamos a tomar en consideración, como tampoco todo lo que procede igualmente de los prejuicios antitradicionales), con mayor razón deberá ser lo mismo en un orden más elevado, es decir, en el orden esotérico. Los términos de los que acabamos de servirnos son bastantes amplios para aplicarse también aquí sin ningún cambio, reemplazando únicamente la palabra «religión» por «iniciación»; toda la diferencia recaerá sobre la naturaleza de las influencias espirituales que entran en juego (ya que hay que hacer todavía muchas distinciones en este dominio, en el que comprendemos en suma todo lo que se refiere a las posibilidades de orden supraindividual), y sobre todo sobre las finalidades respectivas de la acción que ejercen en uno y otro caso.

Si, para hacernos comprender mejor todavía, nos referimos más particularmente al caso del cristianismo en el orden religioso, podremos agregar esto: los ritos de iniciación, que tienen como cometido inmediato la transmisión de la influencia espiritual de un individuo a otro que, en principio al menos, podrá transmitirla después a su vez, son exactamente comparables bajo este aspecto a los ritos de ordenación[5]; y se puede destacar incluso que los unos y los otros son semejantemente susceptibles de conllevar varios grados, puesto que la plenitud de la influencia espiritual no se comunica forzosamente de una sola vez con todas las prerrogativas que implica, especialmente en lo que concierne a la aptitud efectiva para ejercer tales o cuales funciones en la organización tradicional[6]. Ahora bien, se sabe qué importancia tiene, para las iglesias cristianas, la cuestión de la «sucesión apostólica», y eso se comprende sin esfuerzo, puesto que, si esta sucesión viniera a ser interrumpida, ninguna ordenación podría ya ser válida, y, por consiguiente, la mayor parte de los ritos ya no serían sino vanas formalidades sin alcance efectivo[7]. Aquellos que admiten muy injustamente la necesidad de una tal condición en el orden religioso no deberían tener la menor dificultad para comprender que ella no se impone menos rigurosamente en el orden iniciático, o, en otros términos, que una transmisión regular, que constituye la «cadena» de la que hablábamos más atrás, es aquí también estrictamente indispensable.

Decíamos hace un momento que la iniciación debe tener un origen «no humano», ya que, sin eso, no podría alcanzar de ninguna manera su meta final, que rebasa el dominio de las posibilidades individuales; es por eso por lo que los verdaderos ritos iniciáticos, como lo hemos indicado precedentemente, no pueden ser referidos a autores humanos, y, de hecho, nunca se les conocen tales autores[8], como tampoco se conocen inventores de los símbolos tradicionales, y por la misma razón, ya que los símbolos son igualmente «no humanos» en su origen y en su esencia[9]; y, por lo demás, entre los ritos y los símbolos, hay unos lazos muy estrechos que examinaremos más tarde. En todo rigor, se puede decir que, en casos como esos, no hay origen «histórico», puesto que el origen real se sitúa en un mundo al que no se aplican las condiciones de tiempo y de lugar que definen los hechos históricos como tales; y es por eso por lo que estas cosas escaparán siempre inevitablemente a los métodos de investigación profanos, que, en cierto modo por definición, no pueden dar resultados relativamente válidos más que en el orden puramente humano[10].

En tales condiciones, es fácil comprender que el papel del individuo que confiere la iniciación a otro es verdaderamente un papel de «transmisor», en el sentido más exacto de esta palabra; él no actúa como individuo, sino como soporte de una influencia que no pertenece al orden individual; él es únicamente un eslabón de la «cadena» cuyo punto de partida está fuera y más allá de la humanidad. Es por eso por lo que no puede actuar en su propio nombre, sino en el nombre de la organización a la que está vinculado y de la que tiene sus poderes, o, más exactamente todavía, en el nombre del principio que esta organización representa visiblemente. Por lo demás, eso explica que la eficacia del rito cumplido por un individuo sea independiente del valor propio de ese individuo como tal, lo que es verdad igualmente para los ritos religiosos; y no lo entendemos en el sentido «moral», lo que, evidentemente, no tendría ninguna importancia en una cuestión que es en realidad de orden exclusivamente «técnico», sino en el sentido de que, incluso si el individuo considerado no posee el grado de conocimiento necesario para comprender el sentido profundo del rito y la razón esencial de sus diversos elementos, ese rito no tendrá por ello menos su efecto pleno si, estando regularmente investido de la función de «transmisor», le cumple observando todas las reglas prescritas, y con una intención que baste para determinar la conciencia de su vinculamiento a la organización tradicional. De ahí deriva inmediatamente la consecuencia de que, incluso una organización donde no se encontraran ya en un cierto momento más que lo que hemos llamado iniciados «virtuales» (y volveremos de nuevo sobre esto después) por eso no seguirá siendo menos capaz de continuar transmitiendo realmente la influencia espiritual de que es depositaria; para eso basta que la «cadena» no esté interrumpida; y, a este respecto, la fábula bien conocida del «asno que lleva reliquias» es susceptible de una significación iniciática digna de ser meditada[11].

Por el contrario, el conocimiento completo de un rito, si ha sido obtenido fuera de las condiciones regulares, está enteramente desprovisto de todo valor efectivo; para tomar un ejemplo simple (puesto que el rito se reduce ahí esencialmente a la pronunciación de una palabra o una fórmula), es así como, en la tradición hindú, el mantra que ha sido aprendido de otro modo que de la boca de un gurú autorizado no tiene ningún efecto, porque no está «vivificado» por la presencia de la influencia espiritual a la que está destinado únicamente como vehículo[12]. Por lo demás, esto se extiende a un grado o a otro, a todo aquello a lo que está vinculada una influencia espiritual: así, el estudio de los textos sagrados de una tradición, hecho en los libros, nunca podrá suplir a su comunicación directa; y es por eso por lo que, allí mismo donde las enseñanzas tradicionales ya han sido más o menos completamente puestas por escrito, por eso no continúan siendo menos regularmente el objeto de una transmisión oral, que, al mismo tiempo que es indispensable para darles su pleno efecto (desde que ya no se trata de quedarse en un conocimiento simplemente teórico), asegura la perpetuación de la «cadena» a la cual está ligada la vida misma de la tradición. De otro modo, ya no se trataría más que de una tradición muerta, a la que ya no es posible ningún vinculamiento efectivo; y, si el conocimiento de lo que queda de una tradición puede tener todavía un cierto interés teórico (bien entendido, fuera del punto de vista de la simple erudición profana, cuyo valor aquí es nulo, y en tanto que es susceptible de ayudar a la comprehensión de algunas verdades doctrinales), ese conocimiento no podría ser de ningún beneficio directo en vista de una «realización» cualquiera[13].

En todo esto, se trata de la comunicación de algo tan «vital», que, en la India, ningún discípulo puede sentarse jamás frente al gurú, y eso a fin de evitar que la acción del prâna que está ligado al soplo y a la voz, al ejercerse demasiado directamente, produzca un choque muy violento y que, por consiguiente, podría no estar exento de peligro, psíquica e incluso físicamente[14]. En efecto, esta acción es tanto más poderosa cuanto que el prâna mismo, en parecido caso, no es más que el vehículo o el soporte sutil de la influencia espiritual que se transmite del gurú al discípulo; y el gurú, en su función propia, no debe ser considerado como una individualidad (puesto que ésta desaparece entonces verdaderamente, salvo en tanto que simple soporte), sino únicamente como el representante de la tradición misma, y que él encarna en cierto modo en relación a su discípulo, lo que constituye muy exactamente esa función de «transmisor» de la que hablábamos más atrás.



[1] Esta palabra «cadena» es el que traduce el hebreo shelsheletk, el árabe silsilah, y también, el sánscrito paramparâ, que expresa esencialmente la idea de una sucesión regular e ininterrumpida.
[2] Formulamos expresamente aquí esta condición de la intención para precisar bien que los ritos no podrían ser un objeto de «experiencias» en el sentido profano de esta palabra; aquel que quiera cumplir un rito, de cualquier orden que sea por lo demás, por simple curiosidad o por experimentar su efecto, podrá estar bien seguro de antemano de que ese efecto será nulo.
[3] Los ritos mismos que no requieren especialmente una tal ordenación tampoco pueden ser cumplidos por todo el mundo indistintamente, ya que la adhesión expresa a la forma tradicional a la que pertenecen, es, en todos los casos, una condición indispensable de su eficacia.
[4] Por consiguiente, esta condición de la transmisión se encuentra hasta en las desviaciones de la tradición o en sus vestigios degenerados, e incluso también, debemos añadir, en la subversión propiamente dicha que es el hecho de lo que hemos llamado la «contrainiciación». — Cf. a este respecto El Reino de la Cantidad y los Signos de los Tiempos, cap. XXXIV y XXXVIII.
[5] Decimos «bajo este aspecto», ya que, desde otro punto de vista, la iniciación primera, en tanto que «segundo nacimiento», sería comparable al rito del bautismo; no hay que decir que las correspondencias que se pueden considerar entre cosas pertenecientes a órdenes tan diferentes deben ser forzosamente bastante complejas y no se dejan reducir a una suerte de esquema unilineal.
[6] Decimos «aptitud efectiva» para precisar que aquí se trata de algo más que de la «cualificación» previa, que puede ser designada también como una aptitud; así, se podrá decir que un individuo es apto para el ejercicio de las funciones sacerdotales si no tiene ninguno de los impedimentos que le impiden el acceso a ellas, pero no será efectivamente apto para ello más que si ha recibido la ordenación de hecho. Destacamos también, a este propósito, que la ordenación es el único sacramento para el que se exigen «cualificaciones» particulares, en lo cual es comparable también a la iniciación, a condición, bien entendido, de tener siempre en cuenta la diferencia esencial de los dos dominios exotérico y esotérico.
[7] De hecho, las iglesias protestantes que no admiten las funciones sacerdotales han suprimido casi todos los ritos, o no los han guardado más que a título de simples simulacros «conmemorativos»; y, dada la constitución propia de la tradición cristiana, no pueden en efecto ser nada más en parecido caso. Se sabe por otra parte a qué discusiones da lugar la cuestión de la «sucesión apostólica» en lo que concierne a la legitimidad de la iglesia anglicana; y es curioso notar que los teosofistas mismos, cuando quisieron constituir su iglesia «librecatólica», buscaron ante todo asegurarle el beneficio de una «sucesión apostólica» regular.
[8] Algunas atribuciones a personajes legendarios, o más exactamente simbólicos, no podrían considerarse de ninguna manera como teniendo un carácter «histórico», sino que, al contrario, confirman plenamente lo que decimos aquí.
[9] Las organizaciones esotéricas islámicas se transmiten un signo de reconocimiento que, según la tradición, fue comunicado al Profeta por el arcángel Gabriel mismo; no se podría indicar más claramente el origen «no humano» de la iniciación.
[10] Observamos a este propósito que aquellos que, con intenciones «apologéticas», insisten sobre lo que ellos llaman, con un término por lo demás bastante bárbaro, la «historicidad» de una religión, hasta el punto de ver en ello algo completamente esencial e incluso de subordinarle a veces las consideraciones doctrinales (mientras que, al contrario, los hechos históricos mismos no valen verdaderamente sino en tanto que pueden ser tomados como símbolos de realidades espirituales) cometen un grave error en detrimento de la «transcendencia» de esa religión. Un error tal, que, por lo demás, da testimonio de una concepción fuertemente «materializada» y de la incapacidad de elevarse a un orden superior, puede ser considerado como una perniciosa concesión al punto de vista «humanista», es decir, individualista y antitradicional, que caracteriza propiamente el espíritu occidental moderno.
[11] A este propósito, es digno de destacar que las reliquias son precisamente un vehículo de influencias espirituales; en eso reside la verdadera razón del culto del que son objeto, incluso si esta razón no es siempre consciente en los representantes de la religiones exotéricas, que a veces parecen no darse cuenta del carácter muy «positivo» de las fuerzas que manejan, lo que, por lo demás, no impide a estas fuerzas actuar efectivamente, inclusive sin que ellos lo sepan, aunque quizás con menos amplitud que si estuvieran mejor dirigidas «técnicamente».
[12] Señalaremos de pasada, a propósito de esta «vivificación», si se puede decir así, que la consagración de los templos, de las imágenes y de los objetos rituales tiene como cometido esencial hacer de ellos el receptáculo efectivo de las influencias espirituales, sin la presencia de las cuales, los ritos a los que deben servir estarían desprovistos de eficacia.
[13] Esto completa y precisa también lo que decíamos más atrás de la vanidad de un pretendido vinculamiento «ideal» a las formas de una tradición desaparecida.
[14] Esa es también la explicación de la disposición especial de las sillas en una logia masónica, explicación que la mayor parte de los masones actuales están ciertamente muy lejos de sospechar.

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