DE LA TRANSMISIÓN INICIÁTICA
Rene Guenon
Hemos
dicho precedentemente que la iniciación propiamente dicha consiste
esencialmente en la transmisión de una influencia espiritual, transmisión que
no puede efectuarse más que por medio de una organización tradicional regular,
de tal suerte que no podría hablarse de iniciación fuera del vinculamiento a
una tal organización. Hemos precisado que la «regularidad» debía ser entendida
como excluyendo todas las organizaciones pseudoiniciáticas, es decir, todas
aquellas que, cualesquiera que sean sus pretensiones y de cualquier apariencia
que se revistan, no son efectivamente depositarias de ninguna influencia
espiritual, y, por consecuencia, no pueden transmitir nada en realidad. Desde
entonces es fácil comprender la importancia capital que todas las tradiciones
dan a lo que se designa como la «cadena» iniciática[1],
es decir, a una sucesión que asegura de una manera ininterrumpida la
transmisión de que se trata; fuera de esta sucesión, en efecto, la observación
misma de las formas rituales sería vana, ya que faltaría el elemento vital esencial
para su eficacia.
Volveremos de nuevo más especialmente
después sobre la cuestión de los ritos iniciáticos, pero debemos responder
desde ahora a una objeción que puede presentarse aquí: esos ritos, se dirá, ¿no
tienen por sí mismos una eficacia que les es inherente? Sí la tienen, en
efecto, puesto que, si no son observados, o si son alterados en alguno de sus
elementos esenciales, no podrá obtenerse ningún resultado efectivo; pero, si
esa es una condición necesaria, no obstante no es suficiente, y es menester
además, para que estos ritos tengan su efecto, que sean cumplidos por aquellos
que tienen cualidad para cumplirlos. Por lo demás, esto no es de ningún modo
particular a los ritos iniciáticos, sino que se aplica también a los ritos de
orden exotérico, como por ejemplo a los ritos religiosos, que tienen igualmente
su eficacia propia, pero que tampoco pueden ser cumplidos válidamente por no
importa quien; así, si un rito religioso requiere una ordenación sacerdotal,
aquel que no ha recibido esta ordenación, por más que observe todas las formas
y aporte incluso la intención requerida[2],
no obtendrá ningún resultado, porque no es portador de la influencia espiritual
que debe operar tomando estas formas rituales como soporte[3].
Inclusive en ritos de un orden muy
inferior y que no conciernen más que a aplicaciones tradicionales secundarias,
como los ritos de orden mágico por ejemplo, ritos en los que interviene una
influencia que ya no tiene nada de espiritual, sino que es simplemente psíquica
(entendiendo por eso, en el sentido más general, lo que pertenece al dominio de
los elementos sutiles de la individualidad humana y de lo que se le corresponde
en el orden «macrocósmico»), la producción de un efecto real está condicionada
en muchos de los casos por una cierta transmisión; y la más vulgar brujería de
los campos proporcionaría a este respecto numerosos ejemplos[4].
Por lo demás, no vamos a insistir sobre este último punto, que está fuera de
nuestro tema; lo indicamos solo para hacer comprender mejor que, con mayor
razón, una transmisión regular es indispensable para permitir cumplir
válidamente los ritos que implican la acción de una influencia de orden
superior, que puede llamarse propiamente «no humana», lo que es a la vez el
caso de los ritos iniciáticos y el de los ritos religiosos.
En efecto, ese es el punto esencial, y
nos es menester todavía insistir un poco sobre él: ya hemos dicho que la
constitución de las organizaciones iniciáticas regulares no está a disposición
de simples iniciativas individuales, y puede decirse otro tanto exactamente en
lo que concierne a las organizaciones religiosas, porque en uno y otro caso, es
menester la presencia de algo que no podría venir de los individuos, puesto que
está más allá del dominio de las posibilidades humanas. Por lo demás, se pueden
reunir estos dos casos diciendo que se trata aquí, de hecho, de todo el
conjunto de las organizaciones que pueden ser calificadas verdaderamente de
tradicionales; se comprenderá desde entonces, sin que haya siquiera necesidad
de hacer intervenir otras consideraciones, por qué nos negamos, así como lo
hemos dicho en varias ocasiones, a aplicar el nombre de tradición a cosas que
no son sino puramente humanas, como lo hace abusivamente el lenguaje profano; a
este respecto, no será inútil destacar que esta palabra misma de «tradición»,
en su sentido original, no expresa nada más que la idea de transmisión que
consideramos al presente, y, por lo demás, esa es una cuestión sobre la que
tendremos que volver de nuevo un poco más adelante.
Ahora, para más comodidad, se podrían
dividir las organizaciones tradicionales en «exotéricas» y «esotéricas», aunque
estos dos términos, si se quisiera entenderlos en su sentido más preciso, no se
aplican quizás por todas partes con una exactitud igual; pero, para lo que
tenemos actualmente en vista, nos bastará entender por «exotéricas» las
organizaciones que, en una cierta forma de civilización, están abiertas a todos
indistintamente, y por «esotéricas» aquellas que están reservadas a una elite,
o, en otros términos, donde no son admitidos más que a aquellos que poseen una
«cualificación» particular. Estas últimas son propiamente las organizaciones
iniciáticas; en cuanto a las otras, no solo comprenden las organizaciones
específicamente religiosas, sino también, como se ve en las civilizaciones
orientales, organizaciones sociales que no tienen ese carácter religioso,
aunque están vinculadas igualmente a un principio de orden superior, lo que es
en todos los casos la condición indispensable para que puedan ser reconocidas
como tradicionales. Por lo demás, como no vamos a considerar aquí las
organizaciones exotéricas en sí mismas, sino solo para comparar su caso al de
las organizaciones esotéricas o iniciáticas, podemos limitarnos a la
consideración de las organizaciones religiosas, porque son las únicas de este
orden que sean conocidas en occidente, y porque así lo que se refiere a ellas
será más inmediatamente comprehensible.
Así pues, diremos esto: toda religión, en
el verdadero sentido de esta palabra, tiene un origen «no humano» y está
organizada para conservar el depósito de un elemento igualmente «no humano» que
tiene de ese origen; este elemento, que es del orden de lo que llamamos las
influencias espirituales, ejerce su acción efectiva por la mediación de ritos
apropiados, y el cumplimiento de esos ritos, para ser válido, es decir, para
proporcionar un soporte real a la influencia de que se trata, requiere una
transmisión directa e ininterrumpida en el seno de la organización religiosa.
Si ello es así en el orden simplemente exotérico (y entiéndase bien que lo que
decimos no se dirige a los «críticos» negadores a los que hemos hecho alusión
precedentemente, que pretenden reducir la religión a un «hecho humano», y cuya
opinión no vamos a tomar en consideración, como tampoco todo lo que procede
igualmente de los prejuicios antitradicionales), con mayor razón deberá ser lo
mismo en un orden más elevado, es decir, en el orden esotérico. Los términos de
los que acabamos de servirnos son bastantes amplios para aplicarse también aquí
sin ningún cambio, reemplazando únicamente la palabra «religión» por
«iniciación»; toda la diferencia recaerá sobre la naturaleza de las influencias
espirituales que entran en juego (ya que hay que hacer todavía muchas distinciones
en este dominio, en el que comprendemos en suma todo lo que se refiere a las
posibilidades de orden supraindividual), y sobre todo sobre las finalidades
respectivas de la acción que ejercen en uno y otro caso.
Si, para hacernos comprender mejor todavía,
nos referimos más particularmente al caso del cristianismo en el orden
religioso, podremos agregar esto: los ritos de iniciación, que tienen como
cometido inmediato la transmisión de la influencia espiritual de un individuo a
otro que, en principio al menos, podrá transmitirla después a su vez, son
exactamente comparables bajo este aspecto a los ritos de ordenación[5];
y se puede destacar incluso que los unos y los otros son semejantemente
susceptibles de conllevar varios grados, puesto que la plenitud de la
influencia espiritual no se comunica forzosamente de una sola vez con todas las
prerrogativas que implica, especialmente en lo que concierne a la aptitud
efectiva para ejercer tales o cuales funciones en la organización tradicional[6].
Ahora bien, se sabe qué importancia tiene, para las iglesias cristianas, la
cuestión de la «sucesión apostólica», y eso se comprende sin esfuerzo, puesto
que, si esta sucesión viniera a ser interrumpida, ninguna ordenación podría ya
ser válida, y, por consiguiente, la mayor parte de los ritos ya no serían sino
vanas formalidades sin alcance efectivo[7].
Aquellos que admiten muy injustamente la necesidad de una tal condición en el
orden religioso no deberían tener la menor dificultad para comprender que ella
no se impone menos rigurosamente en el orden iniciático, o, en otros términos,
que una transmisión regular, que constituye la «cadena» de la que hablábamos
más atrás, es aquí también estrictamente indispensable.
Decíamos hace un momento que la
iniciación debe tener un origen «no humano», ya que, sin eso, no podría
alcanzar de ninguna manera su meta final, que rebasa el dominio de las
posibilidades individuales; es por eso por lo que los verdaderos ritos
iniciáticos, como lo hemos indicado precedentemente, no pueden ser referidos a
autores humanos, y, de hecho, nunca se les conocen tales autores[8],
como tampoco se conocen inventores de los símbolos tradicionales, y por la
misma razón, ya que los símbolos son igualmente «no humanos» en su origen y en
su esencia[9];
y, por lo demás, entre los ritos y los símbolos, hay unos lazos muy estrechos
que examinaremos más tarde. En todo rigor, se puede decir que, en casos como
esos, no hay origen «histórico», puesto que el origen real se sitúa en un mundo
al que no se aplican las condiciones de tiempo y de lugar que definen los
hechos históricos como tales; y es por eso por lo que estas cosas escaparán
siempre inevitablemente a los métodos de investigación profanos, que, en cierto
modo por definición, no pueden dar resultados relativamente válidos más que en
el orden puramente humano[10].
En tales condiciones, es fácil comprender
que el papel del individuo que confiere la iniciación a otro es verdaderamente
un papel de «transmisor», en el sentido más exacto de esta palabra; él no actúa
como individuo, sino como soporte de una influencia que no pertenece al orden
individual; él es únicamente un eslabón de la «cadena» cuyo punto de partida
está fuera y más allá de la humanidad. Es por eso por lo que no puede actuar en
su propio nombre, sino en el nombre de la organización a la que está vinculado
y de la que tiene sus poderes, o, más exactamente todavía, en el nombre del
principio que esta organización representa visiblemente. Por lo demás, eso explica
que la eficacia del rito cumplido por un individuo sea independiente del valor
propio de ese individuo como tal, lo que es verdad igualmente para los ritos
religiosos; y no lo entendemos en el sentido «moral», lo que, evidentemente, no
tendría ninguna importancia en una cuestión que es en realidad de orden
exclusivamente «técnico», sino en el sentido de que, incluso si el individuo considerado
no posee el grado de conocimiento necesario para comprender el sentido profundo
del rito y la razón esencial de sus diversos elementos, ese rito no tendrá por
ello menos su efecto pleno si, estando regularmente investido de la función de
«transmisor», le cumple observando todas las reglas prescritas, y con una
intención que baste para determinar la conciencia de su vinculamiento a la
organización tradicional. De ahí deriva inmediatamente la consecuencia de que,
incluso una organización donde no se encontraran ya en un cierto momento más
que lo que hemos llamado iniciados «virtuales» (y volveremos de nuevo sobre
esto después) por eso no seguirá siendo menos capaz de continuar transmitiendo
realmente la influencia espiritual de que es depositaria; para eso basta que la
«cadena» no esté interrumpida; y, a este respecto, la fábula bien conocida del
«asno que lleva reliquias» es susceptible de una significación iniciática digna
de ser meditada[11].
Por el contrario, el conocimiento
completo de un rito, si ha sido obtenido fuera de las condiciones regulares,
está enteramente desprovisto de todo valor efectivo; para tomar un ejemplo simple
(puesto que el rito se reduce ahí esencialmente a la pronunciación de una
palabra o una fórmula), es así como, en la tradición hindú, el mantra que ha
sido aprendido de otro modo que de la boca de un gurú autorizado no tiene
ningún efecto, porque no está «vivificado» por la presencia de la influencia
espiritual a la que está destinado únicamente como vehículo[12].
Por lo demás, esto se extiende a un grado o a otro, a todo aquello a lo que
está vinculada una influencia espiritual: así, el estudio de los textos
sagrados de una tradición, hecho en los libros, nunca podrá suplir a su
comunicación directa; y es por eso por lo que, allí mismo donde las enseñanzas
tradicionales ya han sido más o menos completamente puestas por escrito, por
eso no continúan siendo menos regularmente el objeto de una transmisión oral,
que, al mismo tiempo que es indispensable para darles su pleno efecto (desde
que ya no se trata de quedarse en un conocimiento simplemente teórico), asegura
la perpetuación de la «cadena» a la cual está ligada la vida misma de la
tradición. De otro modo, ya no se trataría más que de una tradición muerta, a
la que ya no es posible ningún vinculamiento efectivo; y, si el conocimiento de
lo que queda de una tradición puede tener todavía un cierto interés teórico
(bien entendido, fuera del punto de vista de la simple erudición profana, cuyo
valor aquí es nulo, y en tanto que es susceptible de ayudar a la comprehensión
de algunas verdades doctrinales), ese conocimiento no podría ser de ningún
beneficio directo en vista de una «realización» cualquiera[13].
En todo esto, se trata de la comunicación
de algo tan «vital», que, en la
India , ningún discípulo puede sentarse jamás frente al gurú, y eso a
fin de evitar que la acción del prâna que está ligado al soplo y a la voz, al
ejercerse demasiado directamente, produzca un choque muy violento y que, por
consiguiente, podría no estar exento de peligro, psíquica e incluso físicamente[14].
En efecto, esta acción es tanto más poderosa cuanto que el prâna mismo,
en parecido caso, no es más que el vehículo o el soporte sutil de la influencia
espiritual que se transmite del gurú al discípulo; y el gurú, en su
función propia, no debe ser considerado como una individualidad (puesto que
ésta desaparece entonces verdaderamente, salvo en tanto que simple soporte),
sino únicamente como el representante de la tradición misma, y que él encarna
en cierto modo en relación a su discípulo, lo que constituye muy exactamente
esa función de «transmisor» de la que hablábamos más atrás.
[1] Esta palabra «cadena» es el
que traduce el hebreo shelsheletk, el árabe silsilah, y también, el sánscrito paramparâ, que expresa
esencialmente la idea de una sucesión regular e ininterrumpida.
[2] Formulamos expresamente
aquí esta condición de la intención para precisar bien que los ritos no podrían
ser un objeto de «experiencias» en el sentido profano de esta palabra; aquel
que quiera cumplir un rito, de cualquier orden que sea por lo demás, por simple
curiosidad o por experimentar su efecto, podrá estar bien seguro de antemano de
que ese efecto será nulo.
[3] Los ritos mismos que no
requieren especialmente una tal ordenación tampoco pueden ser cumplidos por
todo el mundo indistintamente, ya que la adhesión expresa a la forma
tradicional a la que pertenecen, es, en todos los casos, una condición
indispensable de su eficacia.
[4] Por consiguiente, esta
condición de la transmisión se encuentra hasta en las desviaciones de la tradición
o en sus vestigios degenerados, e incluso también, debemos añadir, en la
subversión propiamente dicha que es el hecho de lo que hemos llamado la
«contrainiciación». — Cf. a este respecto El Reino de la Cantidad y los Signos de los Tiempos, cap. XXXIV y XXXVIII.
[5] Decimos «bajo este
aspecto», ya que, desde otro punto de vista, la iniciación primera, en tanto
que «segundo nacimiento», sería comparable al rito del bautismo; no hay que
decir que las correspondencias que se pueden considerar entre cosas
pertenecientes a órdenes tan diferentes deben ser forzosamente bastante
complejas y no se dejan reducir a una suerte de esquema unilineal.
[6] Decimos «aptitud efectiva»
para precisar que aquí se trata de algo más que de la «cualificación» previa,
que puede ser designada también como una aptitud; así, se podrá decir que un
individuo es apto para el ejercicio de las funciones sacerdotales si no tiene
ninguno de los impedimentos que le impiden el acceso a ellas, pero no será
efectivamente apto para ello más que si ha recibido la ordenación de hecho.
Destacamos también, a este propósito, que la ordenación es el único sacramento
para el que se exigen «cualificaciones» particulares, en lo cual es comparable
también a la iniciación, a condición, bien entendido, de tener siempre en
cuenta la diferencia esencial de los dos dominios exotérico y esotérico.
[7] De hecho, las iglesias
protestantes que no admiten las funciones sacerdotales han suprimido casi todos
los ritos, o no los han guardado más que a título de simples simulacros
«conmemorativos»; y, dada la constitución propia de la tradición cristiana, no
pueden en efecto ser nada más en parecido caso. Se sabe por otra parte a qué
discusiones da lugar la cuestión de la «sucesión apostólica» en lo que
concierne a la legitimidad de la iglesia anglicana; y es curioso notar que los
teosofistas mismos, cuando quisieron constituir su iglesia «librecatólica»,
buscaron ante todo asegurarle el beneficio de una «sucesión apostólica» regular.
[8] Algunas atribuciones a
personajes legendarios, o más exactamente simbólicos, no podrían considerarse
de ninguna manera como teniendo un carácter «histórico», sino que, al
contrario, confirman plenamente lo que decimos aquí.
[9] Las organizaciones
esotéricas islámicas se transmiten un signo de reconocimiento que, según la tradición,
fue comunicado al Profeta por el arcángel Gabriel mismo; no se podría indicar
más claramente el origen «no humano» de la iniciación.
[10] Observamos a este propósito
que aquellos que, con intenciones «apologéticas», insisten sobre lo que ellos
llaman, con un término por lo demás bastante bárbaro, la «historicidad» de una
religión, hasta el punto de ver en ello algo completamente esencial e incluso
de subordinarle a veces las consideraciones doctrinales (mientras que, al
contrario, los hechos históricos mismos no valen verdaderamente sino en tanto
que pueden ser tomados como símbolos de realidades espirituales) cometen un
grave error en detrimento de la «transcendencia» de esa religión. Un error tal,
que, por lo demás, da testimonio de una concepción fuertemente «materializada»
y de la incapacidad de elevarse a un orden superior, puede ser considerado como
una perniciosa concesión al punto de vista «humanista», es decir,
individualista y antitradicional, que caracteriza propiamente el espíritu
occidental moderno.
[11] A este propósito, es digno
de destacar que las reliquias son precisamente un vehículo de influencias
espirituales; en eso reside la verdadera razón del culto del que son objeto,
incluso si esta razón no es siempre consciente en los representantes de la
religiones exotéricas, que a veces parecen no darse cuenta del carácter muy
«positivo» de las fuerzas que manejan, lo que, por lo demás, no impide a estas
fuerzas actuar efectivamente, inclusive sin que ellos lo sepan, aunque quizás
con menos amplitud que si estuvieran mejor dirigidas «técnicamente».
[12] Señalaremos de pasada, a
propósito de esta «vivificación», si se puede decir así, que la consagración de
los templos, de las imágenes y de los objetos rituales tiene como cometido
esencial hacer de ellos el receptáculo efectivo de las influencias
espirituales, sin la presencia de las cuales, los ritos a los que deben servir
estarían desprovistos de eficacia.
[13] Esto completa y precisa
también lo que decíamos más atrás de la vanidad de un pretendido vinculamiento
«ideal» a las formas de una tradición desaparecida.
[14] Esa es también la
explicación de la disposición especial de las sillas en una logia masónica,
explicación que la mayor parte de los masones actuales están ciertamente muy
lejos de sospechar.
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