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lunes, 23 de diciembre de 2013

Alberto Magno y la alquimia

Alberto Magno y la alquimia

Con fruición he releído un artículo publicado en el «Diario de Burgos» firmado por don Ángel Álvarez Díaz y que lleva por título «San Alberto Magno y los robots». El 15 de noviembre, sábado, recordamos su memoria. Una memoria histórica capaz de cautivar toda mente atenta a los acontecimientos que él protagonizó. Alberto el Teutónico, suevo, nacido en tierras bávaras de Lauingen en ¿1193? y fallecido en Colonia en 1280, retorna tras ocho siglos como paladín de la ciencia y particularmente de la al-química.
La revista de los «Al-químicos» de Asturias y León ha sacado en octubre de 2003 su número 8 de la segunda época rescatando su nombre y su figura. Esto bien pueda graparse a la inveterada costumbre de celebración de la Facultad de Químicas de Oviedo (donde persisten todavía unos estatutos y un decano de festejos -generalmente un estudiante-), para que tal acontecimiento anual no pase desapercibido universitariamente. Por su parte, Langreo, desde que la fábrica Bayer se instaló en Lada, se ha vinculado a esta festividad anual y ha celebrado ininterrumpidamente la onomástica del dominico y científico alemán con algún tipo de actos y presentes.

Formado en Italia (Padua y Bolonia) y París, Alberto Magno consigue muy joven una cátedra como maestro en Teología. Toda su madurez transcurrió enseñando y escribiendo de omni re scibili (de todo lo que se sabía). Hasta un manual del perfecto jardinero compuso, porque le resulta de provecho y utilidad para sus contemporáneos. Estamos frente a un germano universal, fresco conocedor, en tiempos donde las comunicaciones fallaban, de los avatares de la reconquista castellano-leonesa (cita, por ejemplo, la reciente toma de Sevilla, o glosa en otro lugar la riqueza mineralógica y cultural de Segovia). Según parece, Cristóbal Colón portó en uno de sus viajes a América un manuscrito suyo, hoy conservado en el Archivo de Indias de la ciudad hispalense. Diremos que estamos ante el hombre que con mayor erudición presentó los problemas de la ciencia natural (física) y metafísica en el Bajo Medievo. Es citado en la obra de Dante Alighieri, Leonardo da Vinci y Galileo Galilei...

El libro «De natura locorum» fue muy apreciado por Alejandro de Humboldt, quien le considera «el gran intérprete y descriptor del Universo»... Por eso no exageraba G. Wimmer al aseverar que «Alberto había estudiado y descrito todo el universo, desde las estrellas hasta las piedras» (Wimmer, G., «Deutsches Pflanzenleben nach Albertus Magnus», Halle, 1908, 8). Infundido el espíritu de la experimentación, clasifica objetos, fenómenos y hechos. Estudiosos de Euclides, expertos creen poder atribuirle un comentario a sus «Elementos de geometría» (Tummers, Paul M. J. E., «Abstracts of Scientific Section Papers», Edimburg, 1977, y Hofmann, J. E., Cambridge, Ed. J. A. Todd, 1960), base de sus ulteriores reflexiones sobre el secreto de la vista y la observación visual. Junto a Robert Grossatesta o Roger Bacon, forma el trío de pioneros del saber experimental -experiencial diría yo en su caso-, pues jamás desertó del sesudo y pausado saber obtenido de los libros. Cuando repite la expresión «experimentum faci» (hice experiencias), está clamando por esa armonía que debe existir entre el soporte nacional del saber y la confirmación experimental en el seno de toda ciencia. La habitación del convento de Colonia -dice algún contemporáneo- era un laboratorio de ciencias. Él como nadie entiende la recóndita metafísica en términos de trans-física. Indaga «verdades» escritas sobre la naturaleza de los cuerpos y ahonda experiencialmente en aquellos que sólo han sido desvelados teóricamente. Estamos ante el precursor del método resolutivo-compositivo de Galileo Galilei. Hoy sabemos que, de haber seguido su rastro, el progreso de ciertas ciencias se hubiese ahorrado más de 300 años.

Por todo ello, y mucho más, la tradición siempre le retuvo en propiedad el calificativo de «Magnus», aludiendo evidentemente a su estatura intelectual y su enciclopédico saber, reconocido ya en vida por sus contemporáneos. pero no por todos. Ciertos detractores de sus prácticas -que hacerlas las hizo- le bautizarán como «Albertus magus» (Alberto mago) o «Magnus in magia», dada su clara proclividad hacia la magia (entendiendo por ello la creencia en una serie de poderes secretos activos en las sustancias -vegetales o minerales-, en astrologías y adivinación. Sin embargo, gran parte de ellas venía heredada de épocas anteriores. No considero justo segar su serio compromiso con la ciencia mediante tan poco ingenioso juego de palabras. Es cierto que se le atribuye el primer «robot» en el Medievo cristiano. Tal práctica se remonta a los egipcios, los clásicos griegos (de ella se hace eco Platón en su obra) y también en China, donde se habla de un tal Khawai-Shuh, capaz de proporcionar vida a sirvientes fieles a las órdenes de su dueño. También lo intentarán en el Medievo antes de Alberto el Teutónico: el monje Gerber de Aurillac (920-1003) -que pudo llegar a ser nombrado Papa bajo el apelativo de Silvestre II; se quedó con las ganas al descubrírsele interesado en el funcionamiento de estos móviles parlantes...-. El maestro Alberto pudo también reincidir en este tipo de prácticas. Cuentan que su alumno Tomás de Aquino le sorprendió realizando experiencias con un androide que pronunciaba las palabras «ave maría» con leves presiones en su estómago.

No repugna tampoco que el científico alemán cultivara y escribiese algo sobre «alquimia», dadas sus innegables simpatías por esta práctica. Es conocida en ciertos círculos la existencia de un «Tratado de alquimia» atribuido a Tomás de Aquino. En efecto, poco tiempo antes de morir, su gran compañero fray Reginaldo, fiel compañero y servidor, recibe con mucho aderezo de prudencia y cierto secretismo el legajo: «Lo primero, que no cuides mucho de las palabras de los modernos filósofos y de los antiguos que hablan en esta ciencia, porque el arte de la alquimia tiene su asiento y fundamento en la capacidad del entendimiento y en la demostración de la experiencia. Los filósofos, pues, queriendo encubrir la verdad de la ciencia, hablaron casi todas las cosas en lenguaje figurado...». Sin embargo, me temo que no pertenezca a Tomás -incapaz de algo así- y que sea una «reportata» de las enseñanzas que recibió del maestro en Colonia. Como atento alumno, tomó al pie de la letra los ocho capítulos de los que consta y los conservó hasta poco antes de su muerte. Existe un precedente en el manuscrito de Nápoles respecto al tratado «De lo bello y lo bueno», hasta hace poco erróneamente atribuido al tan insigne discípulo. Hay que considerar que estamos en el origen de la química, y otros grandes hombres de su tiempo (árabes y cristianos) mantenían su práctica: Khäled ben Jeziz (780), supuestamente el primer alquimista árabe. Abulpachar el Rasés (860-940), con su «Liber secretorum» y «Lumen luminum». El propio Alhazen -que brilló como experto óptico con el nombre de Djâber-, se tradujo para la posteridad en un tal Géber, un ingenioso y místico experimentador, cuyos «Opusírula» le decantan también como un famoso alquimista de su tiempo. Lo lamentable es que dada la envolvente carga mágica de tales «artes», la figura del maestro alemán quedase envuelta en la peor fama de superchería y milagrerismo, hasta el punto de ser tratado como el «mago» de la Cristiandad medieval.

Sin embargo, el gran investigador de la historia de la ciencia el americano Lynn Thorndike («A history of magic and experimental sciencie during the first thirteen centuries of our era», New York, 1923, Pp. 523-584) ha tratado de depurar la figura científica de Alberto de ciertas adherencias «mágicas» que transmitió la leyenda... En este mismo horizonte quiero situar este artículo. Por otro lado, la apreciación histórica de su figura elaborada por el reconocido historiador P. Mandonnet es la que corresponde a la de un «fermentador de pensamiento», en este caso del pensamiento medieval. La densidad y profundidad de sus tratados (perífrasis y aclaratorias de la obra de Aristóteles) propiciaron un inusitado agrandamiento del horizonte cultural de Europa y de la propia Iglesia, quien ha tardado ocho siglos hasta reconocerle como padre de la moderna ciencia o patrono de las ciencias (Pío XI, bula de canonización). La apertura y diafanidad de su modelo científico permiten a Richar Mathes circunscribir el espíritu albertino (vía Albertina) dentro de la conquista de una «ciencia integral», donde cada parte es un todo y el todo está en cada parte (y parafraseo el famoso título de Werner Heisenberg: «Der Teil und das Ganze» -La parte y el todo-). Esto ha de hacernos pensar. Es como si también él hubiese sido víctima del ignominioso dolo del olvido histórico por intereses muy concretos y nada transparentes...
 
por Mariano Tobes Arrabal
Artículo publicado en La Nueva España. 28 de septiembre de 2004

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