PIRÁMIDES Y CONQUISTADORES
Andrew Thomas.
Un poderoso imperio situado en medio del océano Atlántico debió, ciertamente, de poseer colonias en Europa, África y América. No carecemos de datos que confirman esta suposición.
El antiguo Egipto construyó pirámides de dimensiones colosales. Babilonia disponía de zigurats, torres alineadas en las que se combinaban estudios astronómicos y el culto religioso.
Los antiguos habitantes de la América central y meridional construyeron también enormes pirámides que utilizaban como templos, observatorios o tumbas. Es grande la distancia entre México y Babilonia y Egipto. Pero esta costumbre de construir pirámides, común a las dos orillas del Atlántico, puede explicarse fácilmente si se admite que tuvo su origen en Atlántida, desde donde se extendió con posterioridad hacia el Este y el Oeste.
Según una opinión en boga, las pirámides serían, simplemente, la expresión de una necesidad de erigir montañas artificiales. Ello podría ser cierto para las llanuras de Egipto y Mesopotamia, pero esta teoría no explica la presencia de pirámides similares en el accidentado terreno de México y Perú. Tiene que haber, con toda evidencia, otras razones distintas que indujeran a construir pirámides de forma idéntica a ambos lados del Atlántico; una tradición heredada de la Atlántida podría ser una de esas razones.
Según Flavio Josefo, historiador judío del siglo i, Nemrod habría construido la torre de Babel para tener un refugio en caso de que se produjera un segundo Diluvio. El cronista mexicano Ixtlilxochitl nos transmite el argumento paralelo que indujo, según 61, a los toltecas a construir las pirámides:
«Cuando los hombres se multiplicaron, construyeron un "zacuali" muy alto, que es hoy una torre de gran altura, a fin de poder hallar refugio en él en caso de que el segundo mundo fuera a su vez destruido.»
Sabios críticos aseguran con insistencia que las pirámides aparecieron en Asia, África y América de manera independiente, sin tener un origen común, como afirman los atlantólogos.
Es lícito preguntarse cómo podría ser idéntico el objeto de las pirámides en Babilonia y en México sin tener un origen común Josefo e Ixtlilxochitl lo definen del modo más claro posible: se trataba de contar con un abrigo en el caso de un segundo Diluvio.
Los habitantes de América Central han vivido siempre en la espera de un fin del mundo; éste es el origen de los sacrificios humanos que, según los aztecas, debían apaciguar a los dioses encolerizados y salvar a la Humanidad de otro desastre.
Los olmecas, predecesores de los mayas y los aztecas, podrían haber sido subditos del imperio atlante. Cuando los arqueólogos tropezaron con dificultades para determinar la edad de la pirámide de Ciucuilco, en los accesos de la ciudad de México, apelaron a los geólogos, ya que la mitad de la estructura estaba recubierta de lava sólida. Dos volcanes se hallaban en sus proximidades, y era preciso, naturalmente, plantearse la uestión: «¿Cuándo había tenido lugar la erupción?» La respuesta fue desconcertante: «Hace ocho mil años.» (11). Si esta conclusión es correcta, demostraría la existencia de una elevada civilización en América Central en una época extremadamente remota.
Al igual que las pirámides, se han encontrado esfinges en el Yucatán: están reproducidas en estilo maya.
Numerosos atlantólogos opinan que el emblema de la cruz nos viene de la Atlántida, pues ha sido venerado en todas sus presuntas colonias. La cruz era el símbolo predilecto de la antigua América. En las murallas de Egipto, numerosos dioses están representados con la cruz de tao, así como con la cruz de Malta. Los monarcas y los guerreros de Asiría y Babilonia llevaban cruces, a guisa de talismanes sagrados, suspendidas del cuello.
El culto al Sol fue transmitido por la Atlántida a los pueblos de la Antigüedad. Los atlantólogos citan, a título de ejemplo, la adoración simultánea del Sol en Egipto y el Perú, así como el reinado de dinastías solares en estos dos países.
El papiro de Turín habla de Ra, dios del Sol. Menciona también un gran desastre provocado por el Diluvio y por incendios. Algunos investigadores extraen de ello la conclusión de que el culto al Sol fue importado a Egipto desde esa Atlántida llamada a desaparecer.
Los egipcios creían en un país de los muertos que se encontraba al Oeste y se llamaba «Amenti». Si el reino de los muertos corresponde al reino sumergido de la Atlántida, la legendaria dinastía de semidioses que reinó en Egipto sería la dinastía de los soberanos de la Atlántida. Según una antigua tradición, los reyes atlantes habrían partido para Egipto quinientos años antes de la catástrofe final y, previendo el trágico destino de su continente, habrían fundado en él la dinastía de los Muertos.
Los sacerdotes aztecas conservaban devotamente el recuerdo de «Aztlán», país situado al Este, de donde habría llegado Quetzalcoatl, portador de la civilización. Los incas creían en Viracocha, que fue hacia ellos desde el país de la aurora. Los más antiguos documentos egipcios hablan de Thot, o Tehuti, que llegó desde un país occidental para implantar la civilización y la ciencia en el valle del Nilo.
Los antiguos griegos cantaban a los Campos Elíseos, situados al Oeste, en la isla de los Bienaventurados. Según ellos, Tartaria, país de los muertos, se encontraba bajo las montañas de una isla del océano occidental.
Los antiguos griegos y egipcios situaban esta isla misteriosa apuntando hacia Occidente. Los indios de América hacían gestos hacia el Este cuando querían indicar el emplazamiento del país de Quetzalcoatl o de Viracocha.
Este país, al oeste del Mediterráneo y al este de las Américas, no era otro que la Atlántida, continente sumergido bajo las aguas del Océano.
Aunque las religiones de numerosas naciones de la Antigüedad profesaran su creencia en la inmortalidad del alma, los peruanos y los egipcios eran los únicos en sostener que el alma permanecía suspendida junto al cuerpo difunto y mantenía contacto con él. Las dos razas consideraban necesario conservar los cuerpos embalsamándolos.
La tradición de unos reyes divinos residentes en el Este es en gran medida responsable de la derrota infligida a los aztecas y los incas por un puñado de conquistadores.
Cuando Colón llegó a las Antillas y desembarcó allí con sus hombres, «los indígenas les llevaron en brazos, besaron sus manos y sus pies e intentaron explicarles de todas las maneras posibles que, por lo que ellos sabían, los hombres blancos procedían de os dioses» (12).
Moctezuma, último rey de los aztecas, dijo a Cortés que «sus antepasados no habían nacido aquí, sino que provenían de un lejano país llamado Aztlán, con altas montañas y un jardín habitado por los dioses». Moctezuma añadió que él reinaba solamente como delegado de Quetzalcoatl, señor de un imperio oriental.
El libro de los mayas Popol Vuh menciona la antigua costumbre de los príncipes de viajar al Este a través de los mares para «recibir la investidura del reino».
La facilidad con que Cortés y Pizarro lograron la victoria proporciona una prueba suplementaria de la existencia efectiva de la Atlántida en un remoto pasado. La tradición de los aztecas y los incas, mantenida por sus sacerdotes, veneraba a poderosos señores del país del Sol naciente, que eran de estatura elevada, piel blanca y barbudos. Cuando aparecieron ante ellos, los aventureros españoles fueron al instante identificados como representantes del legendario imperio del océano Atlántico. Al principio, los hombres de Moctezuma y Atahualpa recibieron con los brazos abiertos a los hombres blancos, porque esperaban su llegada desde hacía mucho tiempo.
Esta firme creencia en un Estado soberano situado en el país del Sol naciente constituye una de las principales razones que contribuyeron a la caída de los poderosos imperios de México y Perú. La espera de visitas regulares que los emperadores atlantes harían a sus colonias americanas iba a ser fatal para las civilizaciones del Nuevo Mundo.
Cristóbal Molina, sacerdote español establecido en Cuzco, Perú, escribía, en el siglo xvr, que los incas habían recibido de Manco Capac un relato completo del gran Diluvio.
Según la tradición, antes del Diluvio existía un Estado planetario en el que solamente se hablaba una lengua. Este Estado era, sin duda, la legendaria Atlántida.
Aunque separados por distancias enormes, Israel y Babilonia, en Asia Menor, y México, en América Central, han conservado en sus escrituras sagradas esta misma creencia.
La Biblia nos habla de un tiempo en el que no había más que una sola raza y una sola lengua en el mundo. Ünicamente tras la construcción de la torre de Babel hicieron su aparición numerosos dialectos, y las gentes dejaron de entenderse.
Beroso, historiador babilonio, evoca un periodo en que una antigua nación se enorgulleció de tal modo de su poder y su gloria que comenzó a despreciar a los dioses. Se construyó entonces en Babilonia una torre tan alta que su cúspide tocaba casi al cielo; pero los vientos vinieron en ayuda de los dioses y derribaron la torre, cuyas ruinas recibieron el nombre de «Babel». Hasta entonces, los hombres únicamente se habían servido de una sola y misma lengua.
Por extraño que pueda parecer, en México las crónicas tolte-cas contienen un relato casi idéntico referente a la construcción de una alta pirámide y a la aparición de numerosas lenguas.
Si consideramos la construcción de la torre de Babel como un hecho histórico y no como una fábula, ello demostraría la existencia, en una época lejana, de un imperio mundial en que se hablaba una sola lengua.
Como un Estado planetario semejante no habría podido existir sin vías de comunicación organizadas y sin nociones tecnológicas suficientemente avanzadas, nos es forzoso contemplar, como eventual posibilidad, la existencia de una ciencia en una edad prehistórica, antediluviana.
Es muy significativo que los agricultores de la América Central y meridional hayan cultivado mayor número de clases de cereales y plantas medicinales que ninguna otra raza de nuestro planeta. En la época preincaica e incaica, existían en los Andes y en la región del Amazonas superior no menos de 240 variedades de patatas y veinte tipos de maíz. Los pepinos y los tomates de nuestras ensaladas, las patatas, las calabazas y las judías de nuestros primeros platos, las fresas y los chocolates de nuestros postres, son originarios del Nuevo Mundo. Así, pues, la mitad de los productos de que hoy nos alimentamos eran desconocidos antes del descubrimiento de América. ¿Heredaron de la Atlántida sus conocimientos agrícolas el antiguo Perú y el antiguo México?
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