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viernes, 17 de agosto de 2018

EL DÍA DEL JUICIO FINAL

EL DÍA DEL JUICIO FINAL
Andrew Thomas

El poeta romano Ovidio nos da, al describir el Diluvio, la continuación de la crónica inconclusa de Platón:

«Había antaño tanta maldad sobre la Tierra, que la Justicia voló a los cielos y el rey de los dioses decidió exterminar la raza de los hombres... La cólera de Júpiter se extendió más allá de su reino de los cielos. Nep-tuno, su hermano de los mares azules, envió las olas en su ayuda. Neptuno golpeó a la tierra con su tridente, y la tierra tembló y se estremeció... Muy pronto, no era ya posible distinguir la tierra del mar. Bajo las aguas, las ninfas Nereidas contemplaban, asombradas, los bosques, las casas y las ciudades. Casi todos los hombres perecieron en el agua, y los que escaparon, faltos de alimentos, murieron de hambre.» 

Por las leyendas del antiguo Egipto sabemos que el dios de las Aguas, Nu, incitó a su hijo Ra, dios del Sol, a destruir completamente a la Humanidad cuando las naciones se rebelaron contra los dioses. Debe concluirse de ello que esta destracción fue realizada mediante una inundación decretada por Nu, señor de los mares.

Un papiro de la XII dinastía, de tres mil años de antigüedad, que se conserva en el Ermitage de Leningrado menciona la «isla de la Serpiente» y contiene el siguiente pasaje: «Cuando abandonéis mi isla, no la volveréis a encontrar, pues este lugar desaparecerá bajo las aguas de los mares.»

Este antiguo documento egipcio describe la caída de un meteoro y la catástrofe que siguió: «Una estrella cayó de los cielos, y las llamas lo consumieron todo. Todos fueron abrasados, y sólo yo salvé la vida. Pero cuando vi la montaña de cuerpos hacinados estuve a punto de morir, a mi vez, de pena.»
Es casi imposible hacerse una idea exacta de los trastornos geológicos que destruyeron la Atlántida. Pero el folklore y las escrituras sagradas de numerosas razas nos proporcionan un cuadro dramático de la catástrofe.

El canto épico de Gilgamés, de hace cuatro mil años, contiene un relato detallado del Diluvio y deplora el fin de un pueblo antiguo con las palabras siguientes: «Hubiera sido mejor que el hambre devastara el mundo, y no el Diluvio.»

La Biblia contiene el relato del arca de Noé que se salvó del gran Diluvio. En el libro de Enoc, el patriarca que previno a Noé del inminente desastre antes de subir él mismo vivo al cielo, encontramos significativos pasajes referentes al «fuego que vendrá del Occidente» y a «las grandes aguas hacia Occidente».

Hace tan sólo dieciocho siglos, Luciano escribió una historia muy curiosa que ilustra la supervivencia en el mundo antiguo de la tradición del gran Diluvio.

Los sacerdotes de Baalbek (hoy en territorio libanes) tenían la singular costumbre de verter agua de mar, obtenida en el Mediterráneo, en la grieta de una roca cercana al templo, a fin de perpetuar el recuerdo de las aguas del Diluvio, que habían desaparecido por allí; la ceremonia debía conmemorar igualmente la salvación de Deucalión. Para conseguir esta agua, los sacerdotes tenían que realizar un trayecto de cuatro días hasta las orillas del Mediterráneo, y otros tantos de regreso hasta Baalbek.

Es de notar que esta cavidad se encuentra en la extremidad septentrional de la gran hendedura que se extiende en dirección meridional hasta el río Zambeze. Este rito sagrado podría testimoniar la persistencia del recuerdo de un gran cataclismo en la memoria popular.

Una narración difundida entre los bosquimanos menciona una vasta isla que existía al oeste de África y que fue sumergida bajo las aguas. Es una de las numerosas leyendas que hablan de la desaparición de la Atlántida.

Al otro lado del Atlántico existen igualmente testimonios extraordinarios de un cataclismo mundial. Ello debería parecer natural si se admite que la Atlántida estaba unida por lazos comerciales y culturales, no sólo a Europa y África, sino también a las Américas.

Un códice maya afirma que «el cielo se acercó a la tierra, y todo pereció en un día: incluso las montañas desaparecieron bajo el agua».

El códice maya, llamado «de Dresde», describe de forma gráfica la desaparición del mundo. En el documento se ve una serpiente instalada en el cielo, que derrama torrentes de agua por la boca. Unos signos mayas nos indican eclipses de la Luna y del Sol. La diosa de la Luna, señora de la muerte, presenta un aspecto terrorífico. Sostiene en sus manos una copa invertida de la que manan las olas destructoras (9).

El libro sagrado de los mayas de Guatemala, el Popol Vuh, aporta un testimonio del carácter terrible del desastre. Dice que se oía en las alturas celestes el ruido de las llamas. La tierra tembló, y los objetos se alzaron contra el hombre. Una lluvia de agua y de brea descendió sobre la tierra. Los árboles se balanceaban, las casas caían en pedazos, se derrumbaban las cavernas y el día se convirtió en noche cerrada. 

El Chüam Balam del Yucatán afirma que, en una época lejana la tierra materna de los mayas fue engullida por el mar, mientras se producían temblores de tierra y terribles erupciones.

Antiguamente, vivía en Venezuela una tribu de indios blancos llamados parias, en un pueblo que llevaba el significativo nombre de «Atlán». Esa tribu mantenía la tradición de un desastre que había destruido a su país, una vasta isla del océano.

Un estudio de la mitología de los indios de América nos permite comprobar que más de 130 tribus conservan leyendas referentes a una catástrofe mundial.

¿Nos es lícito servirnos, hasta cierto punto, de la mitología y del folklore para rellenar las numerosas lagunas de la Historia? El profesor soviético I. A. Efremov responde a esta pregunta de forma netamente afirmativa: «Los historiadores —insiste— deben dar pruebas de más respeto en relación con las tradiciones antiguas y el folklore.» Acusa a los sabios occidentales de hacer gala de una especie de snobismo ante los relatos provenientes de las gentes llamadas «ordinarias».

Una leyenda esquimal cuenta: «Vino luego un diluvio inmenso. Muchas personas se ahogaron, y su número disminuyó.» Los esquimales, como los chinos, conservan una curiosa leyenda, según la cual la tierra fue violentamente sacudida antes del Diluvio.

Un bamboleo del eje terrestre podría explicar un cataclismo de amplitud mundial, pero la ciencia no conoce causas que pudieran producir una sacudida semejante. La colisión con un enorme meteoro habría podido provocar el cataclismo atlante, a menos que se tratara, como pretende Hoerbiger, del contacto con un planeta conocido en la actualidad con el nombre de «luna». Los «hoyos» de Carolina tendrían su origen en caídas de meteoros. Estos cráteres elípticos tienen, por término medio, un diámetro de unos ochocientos metros, con bordes elevados y una depresión de 7,5 a 15 metros de profundidad. Puede observarse, dicho sea de paso, que en Carolina del Norte y del Sur se han encontrado gran número de meteoritos.

Merece ser tomada en consideración la hipótesis de un deslizamiento de la corteza terrestre, formulada en los Estados Unidos por el doctor Charles Hapgood. Según su teoría, la fina corteza terrestre se deslizaría hacia delante y hacia atrás sobre una bola de fuego. El peso de las capas de hielo sobre los dos polos provocaría este deslizamiento. El doctor Hapgood explica así la presencia de corales fósiles en el Ártico y los movimientos hacia el Norte de los glaciares del Himalaya.

Si la envoltura de la Tierra fuese móvil, una colisión con un asteroide habría podido provocar el desplazamiento de esta corteza. No se trata de ciencia ficción, sino de una posibilidad astronómica. Baste recordar cómo nuestro planeta evitó en octubre de 1937, por cinco horas y media solamente, el choque con un planetoide.

El profesor soviético N. S. Vetchinkin pretende resolver el misterio de la Atlántida y del Diluvio de la manera siguiente:

«La caída de un meteorito gigantesco fue la causa de la destrucción de la Atlántida. Huellas de meteoritos gigantes son claramente visibles en la superficie de la Luna. Se divisan en ella cráteres de doscientos kilómetros de diámetro, mientras que en la Tierra no tienen más de tres kilómetros de longitud. Al caer en el mar, estos meteoritos gigantes provocaron una marea de olas que sumergió, no solamente el mundo vegetal y animal, sino también colinas y montañas (10).»

El recuerdo del cataclismo atlante sobrevive en los mitos de numerosos pueblos. Estudiándolos, puede deducirse que la amplitud y el carácter de la catástrofe variaron según los emplazamientos geográficos. 

Los indios quichés de Guatemala recuerdan una lluvia negra que cayó del cielo en el momento mismo én qué un temblor de tierra destruía las casas y las cavernas. Esto implica un violento movimiento tectónico que se produjo en el Atlántico. El humo, las cenizas y el vapor ascendieron desde las hir-vientes aguas hacia la estratosfera, y fueron seguidamente arrastrados hacia el Oeste por la rotación de la Tierra, produciendo, así, la lluvia negra que se derramó sobre la América Central.

Las leyendas de los quichés encuentran confirmación en las de los indios de la Amazonia. Cuentan éstos que, tras una terrible explosión, el mundo quedó sumido en tinieblas. Los indios del Perú añaden que el agua subió entonces hasta la altura de las montañas.

En la cuenca del Mediterráneo, los relatos referentes al Diluvio ocupan más lugar que los dedicados a fenómenos volcánicos. En la antigua mitología griega se habla de mareas cuyas olas ascienden hasta las copas de los árboles, dejando tras ellas peces trabados en las ramas. El Zend-Avesta afirma que en Persia el Diluvio alcanzó la altura de un hombre.

Alejándonos más hacia Oriente, vemos que, según los documentos antiguos, el mar retrocedió en China en dirección Sudeste.

Esta concepción del cataclismo mundial es perfectamente defendible. Una marea gigantesca del Atlántico debía por fuerza producir un reflujo en la otra parte del Globo, en el océano Pacífico.

En apoyo de esta tesis pueden citarse gran número de interesantes testimonios. Así, por ejemplo, existía en el antiguo México una fiesta consagrada a la celebración de un acontecimiento del pasado en el que las constelaciones tomaron un aspecto nuevo. Resultaba de ello, según la opinión de los indígenas, que los cielos no habían tenido en otro tiempo el mismo aspecto que hoy. 

Martinus Martini, misionero jesuíta que trabajó en China en el siglo xvn, habla en su Historia de China de viejas crónicas que evocan un tiempo en que el cielo comenzó súbitamente a declinar hacia el Norte. El Sol, la Luna y los planetas cambiaron su curso después de una conmoción ocurrida en la Tierra. Constituye ello una seria indicación de una sacudida de la Tierra, única causa susceptible de explicar los fenómenos astronómicos descritos en los documentos chinos.

Dos reproducciones de la bóveda celeste, pintadas en el techo de la tumba de Senmut, el arquitecto de la reina Hats-hepsut, nos presentan un enigma. Los puntos cardinales se hallan correctamente colocados en uno de estos mapas, mientras que en el otro están invertidos, como si la Tierra hubiera sufrido un choque.

En efecto, el papiro Harris afirma que la Tierra se invirtió durante un cataclismo cósmico. En los papiros del Ermi-tage, de Leningrado, y en el de Ipuwer, se hace igualmente mención de esta inversión de la Tierra.

Los indios asentados a orillas del curso inferior del río Mackenzie, en el Canadá septentrional, afirman que una ola de calor insoportable se abatió durante el Diluvio sobre su región ártica; y, luego, súbitamente, un frío glacial habría sucedido a este calor. Un desplazamiento de la atmósfera, producido en el curso de una sacudida del globo terráqueo, muy bien hubiera podido provocar estos cambios extremadamente bruscos de la temperatura de que hablan los indios del Canadá.

De todos estos testimonios del pasado se infiere que la catástrofe de la Atlántida tuvo un carácter violento y terrorífico.

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