Publicado por E.J. Rodríguez
Cae la tarde sobre las inmediaciones de Waterloo, en la víspera de la gran batalla. El destino de Europa está en juego sobre la campiña belga. Será la culminación de los fabulosos Cien Días, tres meses en los que Napoleón Bonaparte pasó de apearse de una barca en una playa del sur de Francia, sin corona ni ejército, a poner por segunda vez la Historia patas arriba. Es la segunda ocasión durante su extraordinaria biografía en que asciende desde la nada hasta lo más alto; ya lo perdió todo una vez, ahora vuelve a jugárselo a una sola carta. La batalla que todavía no tiene nombre —será el Duque de Wellington quien tiempo después la bautice como “batalla de Waterloo”, entre otras cosas porque ese era un nombre fácil de pronunciar para los británicos— es donde Napoleón se juega su destino, y con él, el destino de Francia y de todo el continente. Si vence, habrá vuelto a asombrar al mundo y sus enemigos temblarán una vez más ante la sola mención de su nombre. Pero si pierde ya no habrá más oportunidades para él.
Posada “La Belle Alliance”, desde donde Napoleón dirigió su última batalla.
Napoleón está sentado en la habitación de una posada de la zona, La Belle Alliance, que está usando como cuartel general. Observa los mapas esperanzado y celebra lo que parece una inminente victoria con una cena junto a su estado mayor. Lo tiene todo a su favor. Ha dado una de sus legendarias muestras de inspiración y como decíamos en la primera parte de este relato, ha conseguido lo imposible por enésima vez en su carrera, separando a sus dos ejércitos adversarios, el británico de Wellington y el prusiano del general Blücher. Además ha encerrado a Wellington en una trampa. Si el ataque francés sale medianamente bien y las tropas británicas se desmoralizan e intentan una inútil retirada a través del bosque que tienen a sus espaldas, serán presa fácil para Napoleón. Un bosque siempre impide un repliegue organizado.
Mientras el Emperador de Francia celebra el éxito de su arriesgadísimo plan, Wellington, en su tienda de campaña, se lamenta amargamente: “el maldito Bonaparte me ha tendido una trampa”. La Alianza europea que intenta frenar a Napoleón en este su asombroso retorno al trono pende de un hilo. Si Wellington es vencido en Waterloo, Bonaparte se girará hacia el ejército prusiano de Blücher y lo destruirá definitivamente. Cuando Inglaterra y Prusia hayan sido vencidas de manera casi incomprensible (en sólo tres días, por un único ejército y sin ayuda externa), Austria y Rusia se sentirán inseguras y querrán firmar la paz. Dependiendo de lo que ocurra en las horas siguientes sobre el campo de batalla, la Europa del futuro será una, o será otra muy distinta.
Como queriendo subrayar la solemne trascendencia del momento y anticipando un réquiem por los soldados que van a morir, los cielos descargan una tremenda tormenta sobre la campiña belga cuando cae la noche. Empieza a llover sobre Waterloo.
El diluvio
Fotografía del campo de batalla de Waterloo, durante un día lluvioso. Puede observarse cómo el agua tiende a acumularse en el compacto terreno. Un mal sitio donde pasar la noche al raso.
Va a ser la batalla más grande que el mundo haya visto, al menos hasta entonces. Nunca antes se habían juntado tantos soldados en una zona tan reducida. Unos doscientos mil, entre británicos y franceses, acampan en sus respectivas posiciones. Para todos ellos va a ser una noche muy dura. Cuando empieza a llover a cántaros —una lluvia fría y desagradable que se cala hasta los huesos— los soldados descubren que en aquella zona apenas hay lugares donde refugiarse. Los más afortunados ocupan los escasos edificios existentes, como algunas granjas, arrancando puertas y ventanas para encender una fogata y calentarse. Otros consiguen fabricarse un símil de camastro con ramas y lograr que permanezca más o menos seco para poder dormir sobre él. Pero la mayoría de las tropas han de permanecer en pie, cubriéndose de la lluvia con sus abrigos y resignándose a pasar la noche en vela. Está lloviendo tanto que el torrente de agua que recorre el suelo llega casi hasta los tobillos. Algún incauto hay que, quizá a causa del agotamiento, decide tenderse para dormir sobre el mismo suelo sin que parezca importarle el empaparse… pero termina muriendo de hipotermia tras permanecer durante varias horas en contacto con el agua fría. Así que la infantería pasará las horas previas a la gran contienda en una vigilia forzosa. Los jinetes de la caballería, por su parte, intentan dormir de pie, colgándose con un brazo del estribo de sus corceles para no caer al suelo. Pero no solamente es un problema buscar refugio, también la comida escasea. Ninguno de los dos bandos ha podido traer suministros suficientes para tantas tropas. Se saquean todas las granjas del lugar y se sacrifica todo el ganado disponible, pero con eso sólo comerá una pequeña minoría de soldados. Los demás se alimentarán con lo que queda de sus raciones o con lo poco que los comandantes consiguen repartir: algo de pan, algunas galletas, quizá con suerte algo de carne. Muchos han de conformarse con calentar una especie de sopa en la que añaden ron, coñac, ginebra o algo de café, si es que todavía llevan algo de eso encima. Para la mayor parte de los soldados que tomarán parte en la batalla más famosa de todos los tiempos, la noche anterior fue sinónimo de frío, insomnio y un hambre que intentaban acallar bebiéndose su ración de alcohol.
Napoleon, enfermo de diversos achaques, no pudo descansar antes de la batalla.
El propio Napoleón Bonaparte también pasa una mala noche. Evidentemente el Emperador podría haber dormido cómodamente en su cuartel general improvisado, la posada Belle Alliance, pero la salud se la juega. No es demasiado mayor: tiene cuarenta y seis años, los mismos que Wellington. Pero mientras el general inglés está en plena forma, Napoleón sufre diversos achaques y una cistitis que le impide descansar durante la noche previa a la batalla. Esto tendrá su parte de influencia en el curso de los acontecimientos que están por venir.
La lluvia no solamente convertirá la noche en una experiencia desagradable para las tropas sino que también marcará decisivamente el desarrollo de la batalla. Aunque al amanecer ya ha dejado de llover, el suelo está completamente embarrado. Teóricamente es el momento propicio para atacar, pero las pesadas piezas de la artillería francesa no pueden maniobrar en el fango y además las balas de cañón resultarían poco efectivas. En aquella época los proyectiles no eran explosivos y solamente causaban el mayor daño al enemigo cuando rebotaban varias veces sobre el suelo seco, llevándose a varios soldados por delante. En el barro, como es lógico, las balas no rebotarán.Ese terreno húmedo no dificulta únicamente el trabajo de los artilleros, porque incluso los caballos tienen problemas para mantener su posición debido al fango.
Napoleón vacila. El suelo mojado recomienda no atacar inmediatamente, pero la posibilidad de que los prusianos de Blücher regresen en cualquier momento y se presenten en Waterloo para apoyar a Wellington parece recomendar la prisa, finiquitar la batalla cuanto antes. Hay que tomar una decisión. Finalmente, Napoleón decide confiar en que el mariscal Grouchy, a quien ha enviado con parte de sus tropas para detener el regreso de Blücher, esté cumpliendo con su cometido y los prusianos no consigan regresar a tiempo. Así que en vez de atacar al amanecer, Napoleón esperará a que el sol seque el terreno. Decide retrasar el inicio de la batalla varias horas. Aunque no tiene forma de saberlo —porque no recibe noticias de lo que pueda estar ocurriendo entre Grouchy y Blücher—esa decisión terminará resultando fatídica.
Ante la inesperada calma del amanecer yviendo que pese a la costumbre establecisa la batalla no se inicia de inmediato con la salida del sol, los soldados tratan de dormir como buenamente pueden, intentando recuperarse de aquella infernal noche de frío y lluvia que les ha tocado sobrellevar. Hacia las once y media de la mañana el suelo no está aún completamente seco, pero Napoleón entiende que sería demasiado arriesgado seguir esperando más y finalmente la orden de atacar. Las tropas francesas avanzan finalmente contra el enemigo. Ha comenzado la que entonces era la batalla más grande de todos los tiempos.
Espectacular plano aéreo de la película “Waterloo” (1970) mostrando la carga de la caballería francesa contra los inmóviles cuadros de infantería británicos.
Sembrando el terror
El frente de la batalla estaba dividido en tres partes y Napoleón sabía que no resultaría fácil romperlo. En el extremo izquierdo había un edificio fortificado —la “granja de Hougoumont”—que resultaba ideal como plaza defensiva para los británicos. En el extremo derecho había otra granja, que los hombres de Wellington podían usar también como eficaz defensa. En la parte central del frente no había edificios, pero las tropas británicas podían ocultarse parcialmente gracias a la elevación del terreno. En resumen: buenas posiciones de defensa para los británicos en los tres sectores del frente, y más sabiendo que el general Wellington era especialmente conocido por sus buenas tácticas defensivas. Aunque algunos acusaban a Wellington de ser demasiado conservador, de carecer de aquella imaginación y aquel arrojo táctico que Napoleón sí tenía, el general inglés se había enfrentado varias veces a las tropas francesas que ocupaban España y había salido invicto, sin perder una sola batalla. No iba a ser tarea fácil vencerle, pues, ni siquiera para todo un Napoleón.
De hecho, en ninguno de los tres sectores del frente logró el ataque inicial de los franceses romper las líneas británicas, aunque sí se consiguió —sobre todo en la parte central—algo que Napoleón siempre perseguía: la ventaja psicológica frente al enemigo.
Los franceses lanzaron un fallido —por poco— asalto a la granja de Hougoumont.
En el centro del frente la infantería británica aguardaba el ataque en formación de “cuadros”. En aquella época, los cuadros eran virtualmente inmunes a los asaltos de la caballería. Los soldados formaban cuadrados cuyos lados estaban erizados de bayonetas, barrera que ningún jinete podía atravesar. Aquel tipo de formación inmune a la caballería tenía sin embargo el inconveniente de ser prácticamente inmóvil. Los cuadros apenas podían avanzar o retroceder, ya que al moverse se descoordinarían, deshaciéndose y volviéndose inmediatamente vulnerables a las cargas de los jinetes, lo cual podía terminar en desastre. Sólo permaneciendo allí, quietos, podrían los cuadros resistir indefinidamente a la caballería enemiga, aunque no pudiesen contraatacar. Aún tenìan otra desventaja, porque los cuadros hacían que el frente fuese discontinuo. Entre un cuadro y otro había pasillos que la caballería enemiga podía atravesar hasta llegar a la retaguardia británica. Lo cual no es que sirviese para mucho, tácticamente hablando, pero sí servía para minar la moral de los soldados británicos que veían a los jinetes campando a sus anchas hasta la misma retaguardia. Los hombres de Wellington se estremecían cuando contemplaban a los imponentes coraceros franceses cabalgando con total libertad entre sus líneas. Más aún cuando el propio Wellington —que estaba inspeccionando la zona a caballo— tuvo que refugiarse en el centro de uno de los cuadros para evitar que los jinetes franceses le diesen caza durante una de aquellas repentinas cabalgadas. Alguno de aquellos jinetes llegaba al punto de pasearse provocativamente ante las líneas británicas, como desafiando a quien se sintiera capaz de derribarle de un disparo. Y no lo derribaban. Excepto las carabinas de los francotiradores, más caras y fabricadas especialmente para ese fin, los rifles regulares de aquella época no eran demasiado precisos, así que aquellas bravuconadas podía salirle bien a los jinetes y además tenía un efecto demoledor sobre el ánimo de los adversarios. Un ejemplo registrado por testigos: cuando un tirador británico asomó la cabeza y vio uno de aquellos gestos de chulería, empezó a seguir con su arma el movimiento del jinete francés, que le miraba desafiante desde su caballo. Disparó y la bala silbó sorprendentemente cerca del coracero, a lo que este exclamó sonriendo “Fils de putain!”, pero sin salir huyendo.
Así pues, aunque la caballería francesa no estaba consiguiendo ningún resultado real desde un punto de vista táctico, estaba poniendo a prueba la entereza y la disciplina de los hombres de Wellington.
Napoleón, de niño, no acudió a un colegio normal sino a una academia militar donde se convirtió en el mayor experto en artillería de su tiempo. Gracias a ello, sus cañones eran los más avanzados, precisos y temidos.
Algo similar ocurría con el efecto anímico que producía el incesante bombardeo de la temida artillería napoleónica. Los británicos, como decimos, estaban resguardados por una elevación del terreno y además el suelo húmedo impedía que las balas rebotaran para causar el mayor daño posible. Pero aun así, el intenso cañoneo provocaba horror entre los soldados. Aunque las bajas causadas eran relativamente pocas y la probabilidad real de ser alcanzado directamente por la artillería era escasa —más cuestión de mala suerte que otra cosa— el contemplar ocasionalmente cómo un compañero era partido en dos por la bala de un cañón, o cómo uno de sus brazos o una de sus piernas desaparecía de repente, no era algo que ayudase a mantener la calma a un soldado inexperto. Los cuadros de infantería británicos estaban atravesando un auténtico calvario psicológico. Si algo les estaba poniendo al borde del desastre no era el efecto real de los cañones o la caballería sobre su número total de fuerzas, que seguían casi intactas, sino el maltrecho estado de sus nervios.
Para colmo, la artillería británica tenía en principio la misión mantener a raya a la caballería e infantería francesas, pero los artilleros británicos empezaron a desobedecer las órdenes de Wellington para intentar defenderse de los certeros “regalitos” que les llegaban desde los cañones franceses. La artillería napoleónica estaba demostrando por qué era tan temida: ya que no podían ver a la infantería inglesa, oculta tras la elevación, y por tanto disparaban a ciegas, decidieron apuntar también a los cañones ingleses que estaban más lejos… pero a quienes sí podían ver. Al comprobar la increíble puntería de los proyectiles franceses, los artilleros de Wellington llegaban incluso a considerar la idea de huir cada vez que un disparo enemigo hacía volar por los aires alguno de sus propios cañones.
No sólo en la parte central del frente estaban los nervios aliados siendo sometidos a una dura prueba. Incluso en los flancos, donde los edificios eran un punto defensivo ideal donde el ejército francés se daba de bruces, los británicos se estremecían gracias a la tácticas francesas como el uso de cócteles Molotov. También se sentían acongojados cada vez que los muy eficaces miembros del cuerpo de francotiradores francés (los “tirailleurs”) abatían a algún oficial o a algún soldado que cometiese el error de quedar medianamente visible.
El impetuoso mariscal Ney, que comandó la caballería francesa en Waterloo.
Al poco de comenzar la batalla se producía pues un empate táctico. Las tropas británicas no estaban sufriendo ningún ataque realmente eficaz, pero su ánimo estaba flaqueando y además su artillería estaba momentáneamente descoordinada, ignorando las órdenes de su general. Los británicos no estaban perdiendo sobre el mapa, pero sí estaban siendo derrotados en sus espíritus. La apabullante seguridad en sí mismo del ejército francés había llevado la batalla hasta un punto de inflexión emocional donde probablemente solamente se necesitaba un último empuje para derribar la resistencia británica. Quizá si en aquel momento hubiese entrado en acción lo mejor de la infantería francesa —la Guardia Imperial— que, a diferencia de la caballería, sí podría haberse enfrentado eficazmente a los inmóviles cuadros de la infantería enemiga, las líneas británicas podrían haberse roto, lo cual hubiese dado un giro decisivo a la batalla.
El mariscal Ney, que por una vez estaba viendo las cosas claras en el frente, empezó a enviar mensajes a Bonaparte pidiendo desesperadamente la intervención de la Guardia Imperial para desbaratar aquellos cuadros de infantería que se mostraban muy nerviosos, pero a los que la caballería nada podía hacer salvo meter miedo. Aquel era el “momentum”, el instante preciso en que Napoleón había ganado tantas batallas no tanto sobre el mapa sino sobre las mentes y espíritus de sus adversarios. Había que aprovechar la situación psicológica, había que actuar, había que terminar de hundir los ánimos del enemigo.
Pero no sucedió nada. La Guardia Imperial siguió descansando en la retaguardia. Por primera vez en su carrera y por causa de motivos en realidad ajenos a la batalla, Napoleón no actuó y se limitó a esperar.
La oportunidad perdida
En sus años de máxima gloria Napoleón siempre había dirigido las batallas en primera línea, al contrario que muchos de sus rivales, aristócratas o generales de la vieja escuela que seguían la acción desde la distancia con un catalejo o mirando un mapa en la más segura retaguardia. En todas sus batallas anteriores Bonaparte había cabalgado de un lado a otro del frente, arriesgándose a recibir algún disparo, sí, pero pudiendo ver con sus propios ojos y bien de cerca lo que estaba ocurriendo en cada momento. Gracias a aquella actitud temeraria y a pesar de los claros peligros de dejarse ver en el fragor de la primera línea, había detectado muchas veces el instante propicio en el que tomar una decisión audaz y darle un giro definitivo al combate. Pero el Napoleón de Waterloo ya no era el mismo Napoleón de sus relumbrantes victorias del pasado. Físicamente enfermo y habiendo sufrido dolores durante toda la noche, se ausentó prematuramente del campo de batalla e hizo lo que habían hecho tantos de los generales a quienes había derrotado antes: dirigir la batalla sin estar directamente metido en ella. Quizá por esa razón no vio lo que el mariscal Ney, en primera línea, sí estaba viendo. Esto es, que había llegado el “ahora o nunca”, el instante en que tenía que jugarse el todo por el todo y aprovechar la transitoria flaqueza psicológica de los británicos para lanzar contra ellos la Guardia Imperial y terminar de quebrar su espíritu.
La inacción de un achacoso Napoleón le hizo perder una valiosa oportunidad.
Y como tenía que ocurrir, el momento de flaqueza británica empezó a diluirse cuando Napoleón, ausente, no hizo nada para aprovecharlo. Con el transcurso de las horas, los soldados de Wellington se dieron cuenta de que la caballería que tanto les había impresionado no les estaba haciendo un gran daño. Se dieron cuenta de que la artillería no estaba matando a tantos de ellos como parecía. Se dieron cuenta de que la infantería francesa no estaba avanzando no ganando terreno. Los cuadros de infantería británicos recobraron la presencia de ánimo. Incluso los artilleros británicos —que habían estado a punto de huir y a los que la propia caballería inglesa había obligado a permanecer en su sitio a punta de sable— se tranquilizaron y recuperaron la moral. Todo esto era algo que nunca hubiese sucedido con un Napoleón más joven y sano que hubiese podido ver con sus propios ojos el estado de los soldados, leyendo sus rostros y sus actitudes, dando la orden precisa en el momento justo. Pero el Napoleón joven ya no existía; el actual Emperador estaba sentado en La Belle Alliance, dolorido, dirigiendo sobre un mapa una batalla de la que por primera vez no formaba parte.
El mariscal Ney estaba desesperado por la inacción de Napoleón y se daba cuenta de que los británicos estaban recuperando el ánimo. Creyó además que los suyos estaban iniciando una especie de retirada, porque malinterpretó unos movimientos en la retaguardia y, tan dado como era a pensar más bien poco, se sintió inmediatamente ofuscado. Ordenó una oleada definitiva de cargas de la caballería contra los cuadros de Wellington. Es cierto que la carga masiva de sus coraceros fue absolutamente espectacular, como recordarían más tarde los testigos. El suelo temblaba a causa de las pisadas de los caballos, se levantaba una tremenda nube de polvo a su paso… era una visión temible para el enemigo. Pero estas cargas incesantes no sirvieron para nada excepto para dejar a la caballería agotada. A aquellas alturas de la batalla los infantes británicos ya habían aprendido que una carga en solitario de la caballería era inútil, así que no flaquearon, manteniéndose firmes y bien preparados para aquel asalto final. La infantería y la artillería británicas, con una letal cortina de fuego, masacraron a los jinetes franceses. El temperamental impulso del mariscal Ney terminó en un completo desastre. Los relucientes coraceros fueron diezmados carga tras carga, hasta que los caballos no daban más de sí. Napoleón se quedó sin su caballería. El momento decisivo de la batalla de Waterloo había pasado ante sus narices y no lo había aprovechado.
Mientras en aquella parte central la caballería napoleónica se consumía en avances inefectivos y suicidas, comenzaron a suceder cosas extrañas en otros lugares de la batalla. En el extremo derecho del frente —donde se seguía combatiendo con ahínco por defender cada granja— un oficial británico vio algo inusual a través de su catalejo. Las tropas francesas, distinguibles en la distancia por sus uniformes azules, parecían estar disparándose entre ellas. ¿Qué estaba ocurriendo? El inglés no daba crédito a sus ojos y se preguntó si había estallado una revuelta entre las tropas de Napoleón. Quizá existía un grupo de soldados todavía fieles a la monarquía borbónica que había decidido rebelarse contra su general. Asombrado por lo que veía, el oficial británico le pasó al catalejo a su superior, quien también quedó completamente anodado por la escena.
Pero pronto entendieron lo que estaba ocurriendo. Algunos de los uniformes azules que veían no eran de los soldados franceses. Eran los uniformes también azules del ejército prusiano, del que no habían tenido noticia durante toda la jornada. El general Blücher, sin previo aviso, acababa de llegar al campo de batalla de Waterloo. Ahora eran dos contra uno. Napoleón estaba definitivamente perdido.
El canto del cisne de la Guardia Imperial
El anciano general prusiano Blücher, cuya determinación fue fundamental para el curso de la batalla y cuya intervención ayudó a salvar a Wellington.
Napoleón y Wellington habían estado combatiendo sin saber qué estaba ocurriendo con los prusianos en la distancia. Como vimos antes, Bonaparte había enviado parte de sus tropas, comandadas por el mariscal Grouchy, para interponerse en el camino de Blücher. Pero Grouchy había fracasado en su intento de bloquear al general prusiano, quien se había limitado a rodearlo, engañándole completamente con una astuta maniobra y poniéndose más cerca del campo de batalla. A partir de aquel instante, un confuso Grouchy se vio obligado a perseguir a un enemigo que no sabía muy bien dónde buscar.
Sabedor de que el destino de Europa podía depender de que llegase a tiempo para socorrer a Wellington, Blücher impuso un tremendo ritmo de marcha a sus tropas. Hubo que sortear toda clase de obstáculos naturales: suelo embarrado, malos caminos, numerosas vaguadas y torrentes de agua en los que los pesadísimos cañones tenían que ser subidos a pulso por los soldados. Exigiendo aquellos esfuerzos titánicos a lo suyos, Blücher logró la considerable hazaña de recorrer a toda velocidad la distancia que le separaba del campo de batalla para llegar junto a Wellington antes del final de la contienda. Los prusianos aparecieron por sorpresa en el ala derecha del frente francés mientras Grouchy los seguía persiguiendo infructuosamente.
Para Napoleón, que no esperaba la llegada de Blücher, y menos tan pronto, esto fue un golpe desmoledor. Los prusianos tomaron el pueblo de Plancenoit, situado en un flanco de la posición francesa. Plancenoit era como una puerta para entrar en la mismísma retaguardia del Emperador. Los soldados prusianos se apostaron en las casas del pueblo y de repente las espaldas del frente francés estaban en serio peligro de sufrir un asalto letal. Fue entonces cuando Bonaparte, a la desesperada, se dio cuenta de que no podía seguir esperando. Llamó finalmente a la Vieja Guardia, el escuadrón más veterano dentro de la Guardia Imperial. Los soldados de la Vieja Guardia se levantaron de su descanso, comenzaron la marcha, se dirigieron a Plancenoit y entraron en las calles del pueblo caminando lentamente, sin mostrar el más mínimo indicio de temor, sin retroceder un solo paso, enfrentándose a tiros con cualquier enemigo que se cruzase en su camino. Su determinación, su presencia de ánimo, su habilidad en combate y el aura legendaria que los rodeaba terminaron causando el pánico entre los soldados prusianos. Haciendo gala de su fama, los soldados de élite les hicieron huir precipitadamente; los prusianos, que tenían la retaguardia de Napoleón a tiro de piedra, abandonaron la aldea, que volvió a quedar en manos francesas. Una vez más la Vieja Guardia había demostrado por qué se le consideraba el mejor cuerpo de infantería de su tiempo. Pero sería el último momento de gloria. Los prusianos se rehicieron, volvieron a asaltar la aldea y pese a la feroz resistencia de los gloriosos hombres de confianza de Napoleón Bonaparte, empezaron a sufrir las consecuencias de una aplastante inferioridad numérica.
Mientras, allá en la parte central del frente, donde la caballería de Ney se había agotado en un esfuerzo suicida, Napoleón por fin envió al combate al resto de la Guardia Imperial. Pero era ya mucho más que demasiado tarde. Es verdad que sus Guardias avanzaron impasibles ante la lluvia de balas enemigas, abriéndose paso entre una niebla de humo y pólvora, tan serenos e imponentes como de costumbre. Veían el centro del frente inglés descubierto, con la artillería al fondo. Sabiendo que la infantería no es un blanco tan fácil para los cañones como la caballería,continuaron avanzando en línea con toda la intención de avasallar al enemigo y provocar la retirada británica. Pero esta vez fue del otro lado donde Wellington había tendido las trampas.
Gracias a la inacción anterior de Bonaparte, el general inglés había tenido tiempo más que suficiente para recomponerse y elaborar una táctica defensiva demoledora. Un regimiento de Guardias Británicos se había tumbado en el suelo aprovechando la inclinación del terreno para esconderse de la visión del enemigo. Cuando la Guardia Imperial estaba a distancia de tiro, se pusieron en pie y dispararon por sorpresa, diezmando a la famosa infantería de élite francesa. Seguidamente, Wellington ordenó también el ataque de su propia caballería, hasta entonces en reserva, contra la Guardia Imperial napoleónica. Apabullada por las circunstancias, la Guardia retrocedió por primera vez en toda su historia. Desde su formación, jamás habían dado un paso atrás en combate. Y se retiraron con dignidad, pero se retiraron. La noticia de la retirada de la Guardia recorrió todo el frente, alentando a los aliados y haciendo cundir el desánimo entre las demás tropas napoleónicas. Todas las líneas francesas empezaron a descomponerse, mientras los británicos avanzaban por primera vez en toda la jornada, apoyados por los prusianos que acababan de llegar. Pronto quedó claro que no había ya recursos para detener a los aliados, así que el orden desapareció por completo en el ejército napoleónico y los británicos se adentraron en las líneas enemigas hasta presentarse donde estaba el propio Napoleón, que se vio obligado a escapar apresuradamente dejando atrás sus pertenencias… entre ellas varios carros en los que había escondido bolsas repletas de diamantes, que constituían parte de su fortuna, y que fueron depredadas por los soldados británicos. Por todo el frente los soldados franceses huían a toda prisa.
La batalla de Waterloo había terminado y Napoleón Bonaparte había perdido. Y ahora, ¿qué iba a suceder?
Tras la batalla
Los muertos y los heridos sembraban el terreno hasta donde alcanzaba la vista. El olor a sangre se mezclaba con el de la pólvora. Un repentino silencio, roto nada más por los gritos de dolor y los llantos de agonía de los heridos, siguió a la retirada francesa.
Entre las tropas aliadas se procedió al saqueo de los soldados muertos y heridos. Los soldados solían llevar consigo su paga y los botines en metálico que hubiesen podido conseguir, lo cual solía consistir en una pequeña bolsa de monedas de oro o plata. Quienes rapiñaban a los caídos, por cierto, no hacían distinciones entre amigos y enemigos. Un oficial inglés herido en combate, tendido en el suelo, vio cómo un soldado alemán —hasta ese momento su aliado— robaba no sólo a los franceses, sino también a los ingleses heridos. Si se movían o protestaban, los mataba a punta de bayoneta aunque acabasen de luchar en el mismo bando. El oficial se hizo el muerto confiando en no ser descubierto, hasta que oyó a unos soldados ingleses pasar. Les avisó de lo que estaba ocurriendo y los soldados ingleses tomaron al aliado alemán, degollándolo allí mismo. Cuando había carroña de por medio, las amistades de la batalla podían desaparecer rápidamente. Varios supervivientes de Waterloo recordaron más tarde con horror escenas semejantes de rapiña indiscriminada y avaricia sangrienta.
“Waterloo tras la batalla”, de Joseph Turner.
En cuanto al lado francés, hoy conocemos la batalla de Waterloo como el final de la carrera militar de Napoleón, pero en aquel mismo momento sus soldados no pensaron lo mismo. Puede resultar sorprendente, pero para las tropas francesas aquella batalla, aunque hubiese sido una gran derrota, era únicamente una batalla más en una campaña que no consideraban en absoluto terminada. De hecho, durante los días siguientes y tras haber huido de la persecución inicial del enemigo, las unidades francesas empezaron a reunirse convencidas de que la guerra seguía en marcha. Se habían retirado pero no habían sido completamente destruidos y, según la costumbre, les parecía lógico empezar a prepararse para la siguiente batalla. ¿Por qué no seguir combatiendo? En diversos puntos las tropas francesas se reagrupaban esperando nuevas órdenes de su Emperador.
Pero solamente hubo una nueva orden: la de abandonar las armas y regresar a sus casas. Napoleón, al contrario que sus propias tropas, comprendía cuál era la realidad de la situación. Ciertamente todavía tenía algo parecido a un ejército, pero había perdido la única y última oportunidad de doblegar a aquella Coalición europea que quería terminar con su segundo y breve reinado. Incluso reuniendo todo lo que quedaba de su ejército, ya no había forma humana de vencer a unos británicos y prusianos que no se iban a dejar separar por sorpresa una segunda vez. y que además esperaban refuerzos rusos y austriacos. Napoleón había dado su último golpe y había estado muy cerca de conseguirlo, pero ya no tenía sentido enviar unas maltrechas tropas a un combate que no podrían nunca vencer. Reconoció lo definitivo de su derrota. A diferencia de otra guerra que hubo perdido en el pasado, esta vez no hizo falta convencerlo para que abdicara. Tras ordenar a los suyos que volvieran junto a sus familias, Napoleón se dirigió directamente a París, donde anunció su rendición. Después se marchó a la costa para entregarse a un buque británico. Creía, equivocadamente, que el gobierno inglés tendría con él un trato cortés y confiaba retirarse en alguna casita de las afueras de Londres. Pero el futuro iba a ser bien distinto.
Napoleón a bordo del Bellerophon, el buque inglés que le llevó prisionero a Inglaterra.
Cuando el barco que lo llevaba prisionero llegó a Inglaterra y ancló en Plymouth, se reunieron cientos de pequeñas embarcaciones repletas de curiosos en torno al buque. Estaban ansiosos por contemplar al gran enemigo de su patria, a aquel Napoleón Bonaparte del que tantas veces habían oído hablar, el hombre (¿o monstruo?) que había protagonizado las conversaciones de todo el país y había acaparado los periódicos durante años. Pero el ex-Emperador permanecía voluntariamente oculto en su camarote; parecía disgustado ante la idea de dejarse ver mientras esperaba a que el gobierno inglés decidiera qué hacer con él. Sin embargo, un buen día, harto de pasar día y noche encerrado, decidió salir a cubierta para tomar el aire. Entonces se produjo una escena inolvidable, probablemente la forma más épica en que un personaje semejante podía despedirse del continente.
Napoleón Bonaparte apareció en la cubierta del buque y caminó hacia la borda, donde se quedó inmóvil contemplando los miles de curiosos que rodeaban el barco, aquellos que sobre toda clase de embarcaciones habían estado aguardando pacientemente la oportunidad de verlo salir y que ahora de repente, sin previo aviso, podían contemplarlo. Reinaba un silencio sepulcral. Los ingleses estaban muy sorprendidos cuando pudieron ver al monstruo con sus propios ojos. Pero dicho monstruo no era tal; era solamente un hombrecillo algo barrigón y más bien insignificante. Sin embargo, el carisma de aquel individuo volvió a causar su efecto. Uno a uno, todavía en silencio, los ingleses comenzaron a quitarse el sombrero como improvisado y sorprendente gesto de respeto. Cientos de ciudadanos británicos saludaban solemnemente a su principal enemigo. Napoleón, todavía en silencio, contempló la impresionante escena, podemos presumir que conmovido. Sin decir nada, se retiró a su camarote y ya no volvió a salir.
Exilio y muerte de Napoleón
El gobierno inglés, sin embargo, no fue tan respetuoso y decidió enviar a Napoleón a una isla perdida en el Atlántico Sur, llamada Santa Elena. Era un lugar muy diferente de la plácida isla mediterránea de Elba donde Bonaparte había pasado su primer exilio en condiciones relativamente confortables. Santa Elena era un lugar frío, húmedo e insalubre, con una diminuta y mortecina colonia de pobladores británicos que probablemente lamentaban haber acabado habitando aquel pedrusco infernal. La isla, a todas luces, no constituía el sitio más indicado donde exiliar a un hombre enfermo. Napoleón pensó, no sin razón, que lo enviaban allí para acelerar su muerte, ya que una ejecución no sería vista con buenos ojos en Europa y existía el riesgo de con ello provocasen una nueva revolución en Francia. Inglaterra, como otras naciones europeas, intentaba desmarcarse del recuerdo aún reciente del terror de Robespierre y compañía, así que optaron por el castigo del exilio. Un exilio bien preparado para acortar su vida.
Aunque el propio Napoleón había ejecutado gente a sangre fría más de una vez durante su carrera, incluso en la represión de protestas populares cuando era oficial de artillería, nunca había sido descortés con los reyes y gobernantes europeos a quienes había derrotado. En realidad, tras coronarse no había cometido más barbaridades que las propias de los reyes de su tiempo. No había suficiente motivo para justificar una ejecución. Se confiaba en que la dureza de su nuevo “hogar” minaría rápidamente su vitalidad y Napoleón pudo adivinarlo cuando supo a dónde se dirigía el barco donde estaba prisionero. Durante la travesía atlántica consideró la idea de suicidarse lanzándose por la borda, pero finalmente se abstuvo. Aun así, incluso habiendo temido lo peor, se sintió humillado cuando llegó a Santa Elena y conoció las precarias condiciones de su estancia: una especie de antiguo establo reconstruido como casa y mal acondicionado para el terrible clima local. Todavía se sintió más humillado con el trato despectivo de sus nuevos carceleros, que se relacionaban con él sin una cortesía mínima e incluso le daban alimentos en mal estado con frecuencia, preocupándose más bien poco de sus necesidades y bienestar. Tanto era así, que cuando entre ciertos sectores del pueblo inglés se conoció la naturaleza del exilio de Napoleón, hubo protestas y alguna campaña para hacer retornar a su antiguo enemigo a Europa. Pero aquellas campañas, sorprendentes cuan bienintencionadas, fueron en vano. El gobierno inglés estaba decidido a hacer desaparecer a Napoleón porque no querían arriesgarse a vivir otros Cien Días. Si le permitían regresar a Europa, ¿quién podía garantizar que no ascendería al trono por tercera vez?
Se le permitió, eso sí, tener algunos ayudantes de confianza en Santa Elena, a quienes dictó sus memorias. Cuando había empezado a sentir dolores en el abdomen dedujo que estaba sufriendo la misma enfermedad que había matado a su padre, un cáncer de estómago. Pensándose a las puertas de la muerte, alejado de sus hijos y prisionero de unos carceleros ingleses que lo trataban con desprecio, Napoleón inició una etapa existencialista en la que elaboró toda clase de reflexiones filosóficas sobre su propia vida, sobre lo indudablemente extraordinario de su biografía. Era perfectamente consciente de que iba a entrar en la Historia y dedicó esos últimos seis años a preparar esa entrada, dejando su mensaje para la posteridad. En aquellos años de Santa Elena, el antiguo conquistador se convirtió en un pensador lúcido y también en un cuidadoso autobiógrafo que estaba dándole forma a su propia leyenda.
Sabiendo que nunca volvería a ver Europa, ni Francia, ni su Córcega natal —la cual sí había podido contemplar en la distancia durante su primer exilio en Elba— Napoleón Bonaparte murió el 5 de mayo de 1821, a los cincuenta y un años de edad.
Epílogo
Durante un largo tiempo los aliados estuvieron discutiendo sobre cómo bautizar a aquella gran victoria que había puersto fin a la increíble aventura napoleónica. Los prusianos pensaban que la batalla debería ser recordada como batalla de la Bella Alianza, dado que así se llamaba la posada desde donde Napoleón la había dirigido y el nombre no podía resultar más adecuado como referencia poética a la coalición vencedora. Los franceses, en cambio, se referían a ella como batalla de La Haye Sainte, que era la definición más exacta porque así se llamaba realmente el lugar donde se habían producido los combates principales. Pero Wellington, en sus crónicas, la bautizó como batalla de Waterloo. Primero porque él mismo pasó la victoriosa noche posterior en la posada del pueblo de Waterloo… municipio donde, estrictamente hablando, no se había disparado un solo tiro. También porque era el único nombre de la zona que resultaba fácil de recordar y pronunciar en inglés. Así pues, la batalla más famosa de la historia terminó siendo bautizada con el nombre de un pueblo en donde en realidad no tuvo lugar. Y los vencedores escriben la Historia.
Monumento conmemorativo erigido en pleno campo de batalla de Waterloo.
Hablando de escribir la Historia, siempre existió la sospecha de que Napoleón pudo haber muerto asesinado, pero durante mucho tiempo se trató de poco más que habladurías sin un fundamento sólido. En tiempos recientes, sin embargo, se ha hecho el sorprendente —o puede que no tan sorprendente— descubrimiento de que algunos de sus cabellos, que aún se conservaban, contenían altas concentraciones de arsénico. Ello parece demostrar las viejas teorías de que pudo ser envenenado progresivamente por sus carceleros, siguiendo una orden secreta del gobierno británico. En todo caso, el arsénico le hubiese producido síntomas similares a los de aquel cáncer de estómago que él creía tener. Pero envenenado o no, a nadie en la época se le escapó que el exilio en Santa Elena era solamente una forma de intentar acelerar su final. El descubrimiento de que fue probablemente envenenado no cambia lo que ya sabíamos, que el gobierno inglés quería acabar con él, y lo único que cambia es el método utilizado. Aunque hubiese podido sobrevivir a aquella enfermedad, es altamente improbable que alguna vez se le hubiese permitido abandonar aquella isla con vida.
Sea como fuere, el destino de Europa podría haber sido muy distinto si Napoleón hubiese logrado aquello de lo que estuvo tan cerca, vencer en la batalla de Waterloo. Existen infinidad de reflexiones, teorías y discusiones sobre cómo hubiese afectado esa victoria el curso de los acontecimientos, sobre cómo serían hoy Europa y el mundo, en qué se hubiese avanzado y en qué no. Napoleón, al contrario que por ejemplo Hitler, no era meramente un déspota destructivo. Hitler, por el propio impulso de su personalidad, llevaba cualquier nación gobernada u ocupada por él hacia el caos. Lo hizo con Alemania y con los países que ocupó. Pero Napoleón, con todos sus defectos y con toda la sangre que sin duda derramó cuando lo consideró necesario—y a veces lo hizo con total frialdad, hay que decir— era también un gobernante constructivo, un hombre ilustrado y un entendido en muchos campos de la administración. Al contrario que otros déspotas posteriores dedicó muchos esfuerzos a intentar mejorar la nación que gobernaba. Su código civil, por ejemplo, ha seguido vigente durante mucho tiempo en varios de los países que él invadió sencillamente porque a nadie se le ocurría nada que lo mejorase. Al gobernar sabía rodearse de expertos de todas las materias, cuya opinión frecuentemente respetaba y seguía. Nunca tuvo intención de eliminar razas o minorías. Quería, sí, mantener el poder y eliminar a sus adversarios, pero al mismo tiempo intentaba gobernar para el pueblo. Comparándolo con otros gobernantes europeos de su época, Napoleón Bonaparte era un avance y probablemente el mejor producto, en la práctica, de la Revolución Francesa.
Por otra parte fue un tirano absolutista, que prohibió las libertades de prensa y de expresión, que colocó a sus hermanos y familiares en tronos de países extranjeros, y que sobre todo al principio de su carreracometió alguna matanza indiscriminada sin que le temblase el pulso. Fue un hombre ambicioso y egocéntrico. Ya decimos que puesto en el contexto de la Europa de su tiempo, e incluso de la Europa posterior, no fue ni mucho menos la peor de las alternativas posibles. Pero su faceta oscura es algo que tampoco debe olvidarse, especialmente por el efecto que sus invasiones tuvieron en las poblaciones locales —y en los patrimonios culturales y artísticos— de países como el nuestro, España.
Nunca sabremos si un Napoleón victorioso en Waterloo hubiese tenido ocasión, o energías, de retomar sus labores edificadoras. Ciertamente, aquellas naciones por donde él pasó mejoraron en varios aspectos, pero también es cierto que oprimió a casi todas ellas contra su voluntad —muy especialmente España— y que sus tropas cometieron no pocas tropelías y excesos en el extranjero. Es mucho decir que un mundo en el que Napoleón hubiese ganado Waterloo sería mejor que el mundo que tenemos ahora. Pero hay algo que puede decirse muy rotundamente: la Historia sería mucho más aburrida sin él, porque su vida y su carrera son uno de los episodios más fascinantes desde que el hombre empezó a dejar sus recuerdos por escrito. El último episodio, el de la batalla de Waterloo, es únicamente la coda a una sinfonía épica. Al menos, debe de haber un buen motivo por el que los locos de los chistes siempre quieren ser Napoleón. Fue un personaje único. Y tarde o temprano, claro, volveremos a hablar sobre él.
“Napoleón en Santa Elena”, del pintor ruso Ivan Aivazovsky
http://www.jotdown.es/2011/10/waterloo-la-batalla-que-napoleon-pudo-ganar-y-ii/
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