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sábado, 27 de junio de 2015

Waterloo: la batalla que Napoleón pudo ganar (I)


Publicado por E.J. Rodríguez



La batalla que ha inspirado novelas, películas y canciones. El fin de un retorno casi milagroso del general más portentoso de la historia, quien regresando del exilio con menos de un millar de soldados y enfrentándose a enemigos muy superiores en número, estuvo a las puertas de poner una vez más toda Europa bajo los designios de su voluntad. Esta es la historia de lo que pudiendo haberse convertido en su más increíble triunfo, significó sin embargo el fin de las andanzas del mayor aventurero de la Historia.

¡Ha vuelto!

Primavera de 1815. La noticia recorre toda Europa como la pólvora. Ha escapado de su exilio, sorteando a los barcos ingleses encargados de impedir que abandoer la pequeña isla en la que está confinado, y acompañado de seiscientos soldados —la escolta que se le permitió mantener a cambio de entregar todo un imperio— ha vuelto a poner pie en Francia. Las cortes europeas son repentinamente sacudidas por el acontecimiento; de un país a otro circulan los comentarios de asombro y alarma sobre el sorprendente suceso. Hay un único individuo en el mundo que puede provocar semejante conmoción con la sola mención de su nombre: Napoleón Bonaparte. El oficial de artillería que ascendió desde la nada hasta el trono de Francia, que derrocó a reyes y dinastías, que dominó toda Europa… y que la perdió cuando el grueso de su ejército murió de hambre y frío en el crudo invierno de las estepas rusas. Pero ahora Napoleón ha vuelto. El pánico invade los palacios de las principales potencias continentales. Los reyes y emperadores que una vez doblaron la rodilla ante él, consumidos por la angustia, comienzan a intercambiar cartas y mensajes diplomáticos, ¡es como si un Apocalipsis fuese a cernirse sobre Europa! Tal es el aura que rodeaba a Napoleón, el hombre más famoso del mundo, cuyas hazañas se conocían desde Japón y China —donde se había convertido en una figura casi mitológica— hasta la remota Sudamérica.

Napoleón, durante su exilio en Elba

Nadie, ni siquiera en Francia, era capaz ni de imaginar que un retorno tan inesperado y espectacular pudiese llegar a suceder. Los pescadores de la costa francesa apenas pueden creer lo que están viendo cuando un bote llega a la playa y sobre la arena pone el pie una muy reconocible figura de baja estatura: nada menos que el antiguo Emperador, actualmente un proscrito de la ley que tiene prohibida la entrada en el país. Una escena semejante no se había visto jamás. El boca a boca primero, y los mensajeros a caballo después, llevan la chocante primicia hasta París. Bonaparte, que tras su derrota en Rusia había sido insultado —y casi linchado— por el pueblo en su marcha hacia el exilio, ahora es recibido con expectación. Luis XVIII, el fofo e inoperante rey Borbón que asumió el trono tras la caída de Bonaparte, ha decepcionado a los franceses después de sólo unos meses de reinado. Luis XVIII no es menos tirano que Bonaparte, pero sí mucho más ineficiente. Un año antes los franceses habían culpado a Napoleón de la derrota militar en Rusia, pero ahora echaban de menos su tiranía. A fin de cuentas había construido escuelas y carreteras. Había escrito leyes que, salvo por el recorte de las libertades —sobre todo de prensa— podían ser consideradas, en general, bastante razonables.

El Rey, ante la preocupante noticia, envía un contingente de soldados comandados por un capitán que tiene la orden de arrestar a Napoleón. En un camino boscoso, el destacamento se encuentra con Bonaparte y su escolta de seiscientos hombres. Ambos bandos apuntan al otrol con sus armas; la tensión se corta con un cuchillo. Si alguien aprieta el gatillo se desencadenará una masacre. El capitán le dice a Napoleón: “tengo orden de haceros prisionero”. Pero los escoltas que cubren las espaldas a Bonaparte no mueven una pestaña. Como siempre, se mantienen leales a quien fue su Emperador y, como siempre, están dispuestos a jugarse la vida por él. La escena puede terminar en una sangría.

Pero Napoleón da un paso adelante y habla a los soldados que han ido a detenerle. Les dice: “No permitiré que mis soldados derramen su sangre sin motivo. Si alguno de vosotros aún está dispuesto a disparar a su Emperador, aquí lo tenéis” y se abre la chaqueta mostrando su pecho dispuesto a recibir las balas. Es un gesto dramático, pero Napoleón intuye que las tropas que han de hacerle prisionero —y que en otro tiempo sirvieron bajo sus órdenes— siguen siéndole fieles en su interior. Acierta. Conmovidos, los soldados renuncian a su misión y comienzan a vitorearle con gritos de “¡Viva el Emperador!”. Abandonan a su capitán y se unen a la escolta de quien todavía sienten como su auténtico general. El capitán, abatido pero haciendo gala de gran dignidad y valentía, se dirige a Bonaparte: “Mi intención todavía es la de deteneros, pero mis soldados me han abandonado”. Napoleón, con su fina psicología para tratar a los soldados —él fue soldado antes que ninguna otra cosa en su vida, pues desde niño creció en una escuela militar— no le muestra ningún rencor. Al contrario, sonríe y le felicita por su empeño en cumplir la orden recibida. Lo deja en libertad, sin represalias, y un tiempo más tarde —siempre dispuesto a hacer uso de un buen oficial— lo llamará para tenerle también entre los suyos. El Emperador que nunca consiguió ganarse a los reyes y aristócratas europeos pese a sus constantes empeños, sí sabe tratar a sus soldados, y ese es uno de los motivos que le convierten en el más temido general de su tiempo.

Napoleón reconquistando la lealtad de sus tropas tras regresar a Francia.

El antiguo Emperador sigue su camino hacia el norte, hacia París. Cada vez que se topa con un destacamento enviado para arrestarlo, se repite la misma escena: los soldados renuncian la misión y se unen a su escolta, que se engrosa cada vez más. Un buen día, cuando todavía está de camino a la capital, en un muro cercano al palacio de Versalles aparece una pintada dirigida al rey: “Luis, no me envíes más soldados, ya tengo más que suficientes”.

Luis XVIII capta el mensaje. El ejército no está de su parte. El Rey hace las maletas apresuradamente; su camarilla de ministros también abandona París a toda prisa con destino a la seguridad del exilio. Es una decisión juiciosa. Durante años han visto a Napoleón efectuar prodigio tras prodigio y este retorno increíble es solamente un prodigio más en su inigualable carrera. Sin disparar una sola bala, sin desenfundar un solo sable y apelando únicamente al amor de sus soldados, Napoleón ha recuperado el trono de Francia. Es el comienzo de los Cien Días, un periodo tan fabuloso como históricamente anómalo en que se jugó el destino de Europa y, seguramente, del mundo entero.

Cuatro contra uno

Le parecía imposible cuando paseando a caballo por los cerros de la diminuta isla de Elba se lamentaba por el imperio perdido, pero ahora vuelve a sentarse en el trono. Es, de nuevo, el Emperador de Francia. Y su primera medida es enviar cartas de paz a todas las potencias europeas, insistiendo en que él jamás inició una guerra y que se limitó a iniciar las que habían iniciado otros, recordando que fue amable incluso con los reyes a quienes destronó, que desea antes que ninguna otra cosa el que no se derrame más sangre sobre suelo europeo. No hay contestación. Ni siquiera su suegro, el emperador Francisco I de Austria —con cuya hija Maria Luisa Napoleón se casó y tuvo un niño al que ya no le dejan ver—se digna responderle. No se fían de él. Conocen por experiencia su ambición, su inigualado talento militar y su tendencia a invadir un país detrás de otro. Le tienen tanto miedo que no pueden darle tiempo para rearmarse, sabiendo que aunque el ejército de Francia ya no sea el mismo de unos años antes, bajo el mando de Napoleón puede ser capaz todavía de grandes cosas. Se forma una Alianza contra Francia —la séptima en trece años, nada menos— liderada por Inglaterra, junto a Prusia, Rusia, Austria y varios países menores. Cuatro potentes ejércitos se dirigen a la frontera francesa desde diversas direcciones. Un cerco mortal.

Desde el norte llega la amenaza de los dos más potentes ejércitos de la Alianza, el ejército británico dirigido por el Duque de Wellington, que ha acampado en Bélgica junto al ejército prusiano del anciano general Blücher. Desde el este, con algo de retraso, se acercan los rusos y los austriacos. Demasiados enemigos a los que combatir con un único ejército. Napoleón está perdido. ¿O no? Aunque llevado por su ego fue capaz de cometer grandes errores —como el de invadir España o Rusia, países donde se desangró el poderío militar francés—, ha demostrado mil veces que su astucia militar no tiene límites. Ya que le obligan a luchar, luchará. Ya que sus enemigos son muchos, buscará la mejor manera de neutralizarlos a todos. Sí, parece imposible… y de hecho, ¡es imposible! Pero sobre un campo de batalla nunca hubo imposibles para Napoleón Bonaparte. Por eso es quien es.

Un soldado de la “Vieja Guardia”, la flor y nata de la Guardia Imperial.

Em primer lugar decreta una movilización general para recomponera a toda prisa y lo mejor que pueda el ejército francés, lo que una vez —antes del desastre de Rusia— fue la fuerza militar más poderosa sobre la faz de la Tierra. Perdió muchos soldados veteranos y valiosos en la estepa, vencido por el General Invierno; el Zar y sus tropas habían huido de él atrayéndole astutamente hacia el terrible periodo invernal ruso. Pero Napoleón todavía conserva algunas de sus mejores unidades. Sigue teniendo a la Guardia Imperial, que era la infantería de élite más temida —y temible— de su tiempo. Un cuerpo reducido, pero formado por hombres seleccionados personalmente por Napoleón y que debían reunir unas características únicas: alta estatura, complexión fuerte, carácter combativo y mucha experiencia probada junto al propio Bonaparte en el campo de batalla. De aspecto feroz, tocados con gorros de piel de oso, los hombres de la Guardia Imperial cobraban el triple de salario que el resto de soldados franceses y recibían el doble de ración. En muchas batallas ni siquiera entraban en combate y descansaban tranquilamente mientras las demás tropas se jugaban la vida. Un trato de privilegio que, sin embargo, justifican cada vez que son llamados a luchar por el Emperador… porque la Guardia Imperial nunca —jamás— ha retrocedido ante nadie. Cada vez que Napoleón les ha hecho levantarse de su privilegiado descanso y entrar en batalla, los hombres de la Guardia han contribuido decisivamente a la victoria. Es el más intocable cuerpo de infantería del planeta y su sola mención que los soldados enemigos se estremezcan.

Bonaparte también conserva su artillería, que también es la más avanzada y eficaz de su tiempo. No es difícil explicar por qué: Napoleón, además de Emperador, estratega y general, es literalmente el mejor artillero del mundo. Desde niño estudió en una academia militar todo cuanto se podía aprender sobre esa disciplina y lo sabe todo sobre cañones, absolutamente todo: cómo se fabrican, qué metales se usan, las leyes de la física y la dinámica que rigen la trayectoria de las balas… todo. Presume con razón de ser capaz de construir un cañón perfectamente funcional desde cero. En algunas de sus primeras batallas como general, cuando era más joven y ágil, llegó a manejar cañones junto a sus hombres, manchándose de pólvora y sudor, ganándose así su respeto. Cuando en París se celebró con salvas el nacimiento de su primer hijo, el Emperador, de pie ante una ventana de su palacio, había escuchado los cañonazos desde la distancia y había ido diciendo qué tipo de cañón y de qué calibre estaba disparando cada vez, distinguiéndolos únicamente por el sonido. Cuando después de su segunda y definitiva derrota fue conducido a Londres en un barco británico, el capitán inglés —que le había recibido con frialdad despectiva— acompañó a Napoleón a la cubierta de cañones, que el prisionero Bonaparte se empeñaba en visitar. El marino quedó tan atónito por los conocimientos de Napoleón sobre la artillería del buque —sabía mucho más que todos los artilleros del barco juntos— que envió una carta a su familia describiendo con asombro la erudición del general corso. Napoleón es un genio en diversos campos, pero en artillería más que en ningún otro.

Además de la temible Guardia Imperial y su avanzado cuerpo de artillería, también conservaba un buen cuerpo de caballería de reserva: los coraceros del mariscal Ney, quienes imponían respeto con sus cuidadosamente escogidas monturas y sus uniformes con casco y peto de reluciente metal. Pero estas tropas de élite, por sí mismas, no resultaban suficientes. Para terminar de rearmarse adecuadamente, necesitaba un buen número de soldados con los que reconstruir las unidades regulares. Tendría que conformarse con muchos reclutas inexpertos, pero no había tiempo para más. Su Grand Armée quizá ya no era la misma que asoló Europa unoa años antes, pero seguiría siendo un ejército potente. Aunque, ¿qué podía hacer con un único ejército frente a cuatro grandes ejércitos enemigos?


Napoleón había perdido buena parte de su ejército en Rusia, durante el desastroso camino de retorno a Francia, en el que sus soldados perecían de hambre y frío, sucumbiendo a lo peor del invierno ruso.
Un plan magistral

Napoleón entendió inmediatamente que Inglaterra era la clave de la nueva coalición. Era el único país que ya no temía ser invadido por el Emperador de Francia —aunque en el pasado las madres inglesas amenazaban a sus hijos con que el temido Bonaparte los visitaía si no se iban a dormir— porque en la batalla de Trafalgar el almirante Nelson destruyó la flota francesa y con ella la posibilidad de que el ejército napoleónico desembarcase en Gran Bretaña. Envalentonados por su dominio de los mares, los británicos ya no tuvieron inconveniente en enviar a Wellington hacia España primero y Bélgica después. Los mares eran propiedad de los ingleses… y Napoleón, sin su flota, solamente era peligroso sobre tierra. Inglaterra estaba a salvo; el Canal de la Mancha era su escudo protector.

Pero a los demás países europeos sí les temblaban las rodillas cada vez que recibían noticias sobre las movilizaciones en Francia. Sin un mar que los protegiese de Bonaparte, tan sólo el poder económico, militar y sobre todo naval de Inglaterra les daba confianza suficiente como para mantenerse unidos. Y Napoleón se dijo que si conseguía vencer a los británicos de Wellington en Bélgica, el resto de la coalición se vendría abajo presa de la falta de confianza. Una idea certera: no podía vencer a todos sus enemigos a la vez, pero conocía a sus rivales, los reyes europeos, que al contrario que él habían sido educados como aristócratas y no como soldados. Y si primero despachaba a los ingleses, aquellos reyes no tardarían en querer firmar tratados de paz con Francia, atenazados por el pánico.

Tres meses después de apearse de una barca en el sur de Francia para recuperar su trono, Napoleón —empujado por las mismas prisas que movían a sus adversarios— se dirige con su nuevo ejército a Bélgica para expulsar a Wellington del continente. ¿El problema? Wellington no está solo. El ejército prusiano de Blücher ha acampado cerca de él. Y quizá podría vencer a británicos y prusianos por separado… pero nunca juntos. Este constituía un dilema que hubiese hecho tirar la toalla a cualquier otro militar de su tiempo, y a casi cualquier general de otra época. Pero estamos hablando de Napoleón, el hombre capaz de lo imposible. Él no tiraba la toalla sin buscar una solución, por arriesgada e inverosímil que pudiera parecer. Muchas veces durante toda su carrera se había jugado el todo por el todo con apuestas casi imposibles y solamente así había alcanzado la cumbre. Era hora de jugárselo todo a una carta… una vez más.

En los inicios de su carrera como militar, cuando defendía el honor francés en Italia, se había enfrentado a dilemas semejantes: dos ejércitos enemigos acampados frente al suyo. Y había encontrado una solución, la llamada táctica de la “posición central”. Cuando un ejército está acampado, existe una línea de suministros —alimentos, municiones, etc.— que llegan o bien desde el mar, en barcos, o bien desde una carretera importante. Resulta vital para un ejército no alejarse de esa línea de suministros o se arriesga a que sus soldados se queden sin alimentos ni municiones en muy poco tiempo, especialmente después de una batalla. Cuando un ejército se ve obligado a replegarse con el fin de prepararse mejor para la batalla, lo hará siguiendo la dirección de esa línea de suministros para no perderla. NIngún general con dos dedos de frente se retira alejándose de sus suministros.

Esto es algo que Napoleón sabía bien. Y también sabía que los suministros de británicos y prusianos acampados en Bélgica llegaban desde direcciones opuestas: los británicos recibían pertrechos, alimentos y materiales desde la costa, adonde esran transportados por buques procedentes de Inglaterra. Los pertrechos prusianos, en cambio, llegaban desde el interior a través de una carretera que unía al ejército con su país. Si Napoleón conseguía forzar la retirada de ambos ejércitos a la vez, y según su lógica de las líneas de suministros, británicos y prusianos se replegarían en direcciones opuestas… separándose.

Las batallas de Ligny y Quatre Bras

Los dos enemigos de Napoleón no imaginaban que se atrevería a atacar a ambos a la vez. Sobre el papel, era un movimiento suicida. Pensaban que una jugada más lógica sería intentar atacar Bruselas pàra bloquear los suministros británicos. Esto es algo que Bonaparte utilizó en su propio beneficio. Dividió su ejército en dos partes, una dirigida por él mismo y otra a cargo del mariscal Ney, para penetrar por sorpresa en la “posición central”, el punto de separación entre los ejércitos aliados. Sus dos rivales no se lo esperaban y no pudieron reaccionar de otro modo que replegándose. Y se replegaron, tal y como Napoleón había previsto, siguiendo sus respectivas líneas de suministros. Británicos y prusianos se separaron y cuando quisieron darse cuenta ya era demasiado tarde. Esta primera parte del plan de Napoléon, efectuada dos días antes de la batalla de Waterloo, salió casi a la perfección y parecía poner a los aliados en una posición muy precaria. Sólo un error del mariscal Ney impidió que el gran éxito obtenido por Nonaparte aquel día fuese todavía más rotundo.

El Duque de Wellington, imbatido en las guerras napoleónicas.

Ney era retratado en numerosas pinturas de la época montado a caballo y sable en mano, siempre cargando contra el enemigo. En ocasiones, incluso se lo retrataba empuñando un sable con la hoja partida en dos, aunque no se trataba de una exageración propagandística. El valor del mariscal Ney en la batalla era inigualable, una gran inspiración para sus hombres, y ese era el principal motivo por el que Napoleón lo mantenía al frente de la caballería incluso a sabiendas de que Ney era tácticamente algo inepto (y que además le había traicionado tras su primera derrota). Napoleón consideraba que el factor psicológico era muy importante en una batalla —algunas de sus más grandes victorias se habían apoyado en ello— y pensaba que si Ney daba ánimos a los suyos y causaba el terror entre los adversarios, entonces el valor intrínseco de Ney como general era enorme. El enfrentamiento entre Ney y Wellington —en Quatre Bras— mostró lo bueno y lo malo de la manera de comandar de Ney. Su impulso inicial impidió a los británicos ayudar a sus aliados y terminó consiguiendo que optaran por retirarse a un lugar donde prepararse mejor para una nueva batalla, pero después Ney se entretuvo más de la cuenta haciendo cargas de caballería innecesarias y tardando demasiado en volver junto a Napoleón para ayudarle a destruir el ejército prusiano.

Porque, mientras tanto, Napoleón se enfrentó a Blücher en Ligny y obtuvo una victoria que obligó a los prusianos a huir, alejándolos todavía más de los británicos. Pero no pudo destruir el ejército de Blücher como era su intención inicial porque como decíamos Ney llegó demasiado tarde. Un pequeño traspiés al que nadie —ni franceses ni aliados— dio demasiada importancia en su momento, pero que sería fundamental en el resultado de la gran y definitiva batalla que tendría lugar dos días después.

Tras finalizar aquellas dos primeras batallas, Napoleón se había salido con la suya. Los dos aliados se habían separado. Envió una parte de su ejército, comandada por el mariscal Grouchy, con la misión de interponerse en el camino de Blücher. Había que impedir que los prusianos regresaran para ayudar a Wellington. El general inglés, por su parte, estaba justo donde Napoleón había previsto que estaría: cerca de la localidad de Waterloo, encajonado frente a unas colinas. Pese a que era una posición ideal para la defensa (y Wellington era bien conocido por sus brillantes tácticas defensivas), los británicos tenían un bosque a sus espaldas. En caso de que Napoleón consiguiera provocar la retirada británica, aquel bosque impediría un repliegue organizado y convertiría las tropas de Wellington en una manada desorganizada de presas indefensas huyendo en desorden ante los cazadores franceses. Cuando el día anterior a la batalla ambos generales analizaron el mapa, les embargaron sentimientos bien opuestos. Napoleón se sentía triunfante y comentaba a sus ayudantes: “mañana cenaremos en Bruselas”. Pero Wellington se sentó abatido en su tienda de campaña y mirando el mapa dijo: “el maldito Bonaparte me ha tendido una trampa”.

Para Napoleón Bonaparte todo parecía estar de cara. Una vez más en su legendaria carrera había logrado lo que parecíaaparentemente imposible: separar a sus aliados, poniendo a uno de ellos —Wellington— entre la espada y la pared e impidiendo que el otro —Blücher— acudiese en su ayuda a tiempo. Iba a vencer a los británicos, sacudiendo los cimientos morales de la coalición entre sus enemigos para volver a dominar Europa y cambiar definitivamente el curso de la Historia. Así pues, ¿qué pudo salirle mal?


http://www.jotdown.es/2011/10/waterloo-la-batalla-que-napoleon-pudo-ganar-i/

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