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sábado, 20 de junio de 2015

La Iglesia, las iglesias y los hombres de Iglesia (una aproximación)


Publicado por Alfonso Vila Francés


1. El intendente que no tocaba las campanas

¿Se puede condenar a un hombre por prohibir tocar unas campanas? Por supuesto que sí. ¿Se le puede condenar a pesar de sus múltiples servicios prestados, a pesar de desempeñar eficientemente el trabajo encomendado, de ser un leal y abnegado funcionario real y de haber proporcionado a la institución que lo quiere condenar la nada desdeñable cifra de 6000 nuevos feligreses? Pues sí. Se puede. Y tanto que se puede.

Veamos el caso del intendente Olavide.

Pablo Antonio José de Olavide y Jáuregui había nacido en Lima y había llegado a la Península después de una serie de sucesos que aquí no hace falta narrar. Además de funcionario real, era un intelectual ilustrado. Lo cual no le ayudó precisamente, como veremos.

Era muy aficionado al teatro. En Madrid monta una tertulia y teatrillo en su domicilio donde se representan obras traducidas por sus amigos y traduce él mismo obras francesas. Especial devoción tuvo por Racine y Voltaire; este último fue sin duda el autor francés más traducido por Olavide, a quien conocía personalmente. También creó la primera escuela de arte dramático del país.

Carlos III le encomendará los proyectos de colonización en diversas zonas del sur de España, siendo nombrado intendente de Sevilla y del Ejército de Andalucía y superintendente de las Nuevas Poblaciones de Sierra Morena y Andalucía. Como intendente de los cuatro reinos de Andalucía (Sevilla, Córdoba, Jaén y Granada) Olavide gozaría de autoridad sobre los intendentes locales, en asuntos militares y de guerra. Pero su cargo municipal le daba plenos poderes en todo lo tocante a justicia, política y hacienda.

La colonización de Sierra Morena es su mayor proyecto. Se llevaron unos 6000 colonos (campesinos alemanes católicos) repartidos por distintas fundaciones: La Carolina, La Carlota, La Luisiana y otras, hasta un total de quince pueblos fundados en el proceso.

En 1775 se le abrió proceso inquisitorial y fue acusado de haber sostenido proposiciones heréticas, tales como haber defendido el sistema de Copérnico y “haber prohibido en las colonias que se tocasen las campanas a muerto, para que no se abatiese el ánimo de los pobladores que diariamente diezmaba la peste”. También se le acusa de defender la moralidad del teatro y de permitir los bailes públicos. Ingresa en prisión a fines de 1776. Fue declarado: “hereje, infame y miembro podrido de la Religión”. Se le condenó a exilio perpetuo de Madrid, de las residencias reales, de Lima, de Andalucía; a ocho años de reclusión en un monasterio, bajo las órdenes de un director de conciencia, que le enseñaría todos los días la doctrina y los dogmas de la fe católica, que le haría confesarse, oír misa, rezar el rosario y ayunar todos los viernes durante un año. Además, solo podría leer algunas obras religiosas. Sus bienes quedaban confiscados y él mismo y sus descendientes hasta la quinta generación eran excluidos de todo empleo público.


Bien, hasta aquí los hechos. Ahora alguna pregunta. ¿Por qué su rey no le ayudó? Carlos III pasa por ser un rey ilustrado (y lo era) pero lo cierto es que no hizo mucho por ayudar a su intendente. Bueno, algo hizo: evitó que lo quemaran en la hoguera. Algo es algo, hay que decirlo. Pero ¿no se merecía un funcionario que no ha sido acusado de robar, de abusar de su cargo, de hacer mal su trabajo, ni de nada de eso, algo más? ¿A cuántos funcionarios corruptos o incompetentes se ha protegido desde el poder? ¿No se merecía Olavide mejor suerte?

Dejemos que otro conteste esta pregunta:

…mal pagaron los sevillanos cuanto Olavide había hecho o intentado hacer en beneficio de la ciudad. Las medias verdades, las equívocas interpretaciones, los fanáticos perjuicios y los fabulosos engendros del odio tomaron cuerpo en alas de la fácil murmuración, para crear la ‘leyenda del Asistente impío’, acusación que borraba ante los ojos de los piadosos ciudadanos todo otro valor humano que pudiera encontrarse en la conducta del magistrado público. Hay ciertos pecados —la impiedad, la inmoralidad— que invalidan las más patrióticas y laudables intenciones, en aras de una concepción sacramentalizada de la vida, todavía vigente en la España de Carlos III.

Francisco Aguilar Piñal, La Sevilla de Olavide (1966).

Y otra pregunta… Estamos en 1776. Copérnico murió en 1543. Es cierto que su principal obra, De revolutionibus orbis coelestium, estuvo incluida en el Index Librorum Prohibitorum hasta 1758, pero no en 1776. Al menos no para la Iglesia romana. Por lo visto, aquí en la Península, alguno no se había enterado o no quería enterarse.

¿Y, por cierto, qué pasó con Olavide? Aprovechando que había sido trasladado a un balneario de Gerona por motivos de salud (padecía de gota), huyó a Francia donde estuvo exiliado 17 años, antes de que Carlos IV le permitiera regresar a España. De manera que por lo menos pudo morir en su tierra. Algo que a muchos otros les fue negado.

(Nota: como curiosidad conviene recordar la frase que Voltaire dijo de él: “Vos y cuarenta como vos necesita España”. No sé vosotros, pero yo creo que Voltaire se quedó corto).

2. ¿Qué hacían nuestros vecinos?

El caso de Olavide es un buen ejemplo de la situación de la Iglesia española en el siglo XVIII. ¿Pero, qué pasaba en Europa, en el mundo civilizado? Recordemos que los últimos juicios por brujería (solo por poner un ejemplo) datan de mediados del siglo XVIII, pero miremos más cerca, veamos el papel de la Iglesia en nuestros países vecinos: Francia y Portugal.

Un poco antes del citado juicio a Olavide ocurrió en Portugal un hecho terrible: el terremoto de Lisboa. Aquel suceso, verdaderamente espantoso (eso es innegable), fue visto por amplios sectores de la Iglesia de ese país (sobre todo por los jesuitas) como un castigo de Dios. En esto la Iglesia portuguesa actuó como todas las iglesias del mundo: achacar los desastres naturales a los pecados humanos es algo tan viejo como el hombre. Lo que cambió en este momento (o, en realidad, no cambió demasiado: solo que en este momento fue demasiado evidente) fue el hecho de utilizar la confusión, el dolor y la angustia del pueblo, ya desde los instantes inmediatos al terremoto, cuando las casas aún ardían y los muertos se apilaban bajo los escombros o flotaban en el mar (al terremoto le siguió un maremoto, con la particularidad de que muchos habitantes de Lisboa se habían refugiado en el puerto, con lo cual el maremoto provocó otra matanza enorme), para criticar la labor política de determinados ministros ilustrados. Y hay que decir que tal actitud, principalmente propagada por los jesuitas, les resultó del todo contraproducente: el marqués de Pombal nunca les perdonó semejante hostilidad y en cuanto pudo se vengó de ellos haciendo que el rey los expulsara del país.

¿Y en Francia? Pues en Francia tenemos otro hecho terrible pero también, por momentos, muy brillante: la Revolución francesa.


¿Cuál fue la postura de la Iglesia francesa ante semejante acontecimiento? Desde luego, la mayoría de la Iglesia, como pilar del Antiguo Régimen que era, se puso de parte del rey. Pero dentro de la institución también hubo figuras que desafiaron la corriente general, que se pasaron de bando, que comprendieron que los viejos tiempos acababan para siempre (y en este caso era cierto: pese a serios intentos, como por ejemplo el reinado de Carlos X, el absolutismo en Francia no se restauró nunca) y que se pusieron a la cabeza de la revolución, al menos mientras esta no descarrió en la vía del radicalismo violento. Nos referimos, entre otros, al abate Sieyés y al obispoHenri Grégoire.

El primero es de sobra conocido. Fue autor, entre otras cosas, del famoso panfleto revolucionario ¿Qué es el Tercer Estado? y uno de los inspiradores de la Asamblea Nacional. Pero lo que más me interesa resaltar aquí es el hecho de que rechazara sentarse con los otros miembros del clero, convocados a los Estados Generales, y en su lugar optara por sentarse con los miembros del Tercer Estado, un gesto que ya era un desafío en sí mismo: nunca un miembro del clero convocado a unos Estados Generales se había sentado en otro sitio que en los asientos reservados para los de su estamento (y hay que recordar que entonces, y así lo pretendía el rey, el voto no era individual sino por estamento: el clero se sentaba unido y votaba unido).

Y el caso del segundo es, aunque menos conocido, igual de interesante. Henri Grégoire, entonces aún abate, fue el primer miembro de la Iglesia francesa que juró la Constitución Civil del Clero, que fue rechazada por todos los obispos y por la mitad de los sacerdotes de Francia y declarada, como no podía ser menos, “herética, sacrílega y cismática” por el papa Pio VI. Además de eso, y por si fuera poco, podríamos decir que era un republicano convencido, que lanzaba frases furibundas contra la monarquía (como por ejemplo: “Los reyes son a la moralidad lo que los monstruos a la naturaleza”), que propuso a la Convención no solo la abolición de la monarquía, sino también llevar a juicio a Luis XVI (cosa que consiguió, como es sabido, aunque hay que decir que no estaba presente en la votación que condenó a muerte al rey), y que se ganó tantos enemigos dentro de la Iglesia que, muchos años después, en el lecho de muerte, el arzobispo de París se negó a administrarle los últimos sacramentos, y después, ya muerto, tampoco quiso darle cristiana sepultura. Pero no solo dentro de la Iglesia tenía enemigos. Ya en plena revolución se enfrentó a Robespierre. Luego hizo lo mismo con Napoleón. Y cuando se produjo la restauración borbónica le acusaron de ser uno de “los asesinos del rey”. Pero lo que nos importa ahora es su postura frente a su propio grupo, el clero, un estamento, no lo olvidemos nunca, privilegiado dentro del Antiguo Régimen.

Así pues, podemos ver que en un momento histórico excepcional, en un momento en que todos tienen que tomar partido por un bando o por otro, hay algunas personas que se apartan de lo que “deberían hacer” para hacer lo que piensan que deben hacer. Son pocos, pero los hay.

¿Hay algún ejemplo así en nuestro país?

Pues sí. Algunos hay. La Iglesia española también tiene sus ovejas negras. Veamos un ejemplo.

3. Un obispo contra Franco. El caso deliberadamente silenciado de Francisco Vidal y Barraquer


La Carta Colectiva del Episcopado español a los obispos del mundo entero es un documento fechado el 1 de julio de 1937. Estaba redactada por el cardenal primado de Toledo Isidro Gomá y respondía, previa petición directa de Franco, al intento de difundir al resto de la comunidad cristiana “las verdades” de la Guerra Civil española (o dicho de otro modo: por qué la Iglesia española en bloque apoyaba al bando nacional y por qué todos los cristianos del mundo debían hacer lo mismo). Bien, esto es lo que se enseña en los libros de historia de este país destinados a la educación de los adolescentes (por ejemplo, libros de historia de 4.º de ESO). Al menos en los libros en los que se menciona esta carta y, por ende, el papel de la Iglesia en la Guerra Civil.

Pero nótese que he utilizado unas cursivas unas líneas más arriba. En bloque… La Iglesia en bloque; eso da a entender que la firmaban todos los obispos.

Pues no, no están todos. Hay uno que falta. Uno que no quiso firmar: el arzobispo de Tarragona y cardenalFrancisco Vidal y Barraquer.

Y no quiso firmar no porque no conociera de sobra la persecución roja (él mismo había estado a punto de ser fusilado por unos milicianos al principio de la Guerra Civil, y había visto cómo moría su obispo auxiliar,Manuel Borrás, que no había tenido tanta suerte), sino porque creía que aquella carta era un instrumento de manipulación propagandística por parte de Franco y que, en medio de una Guerra Civil, la Iglesia española, como Iglesia de todos los españoles, debía no decantarse de modo excluyente por una de las partes beligerantes. Por estas ideas Franco le prohibió regresar a España una vez terminada la Guerra Civil (después de ser salvado in extremis de ser fusilado, el Gobierno de la Generalitat consiguió evacuarlo a Italia, donde pasó el resto de la guerra), e incluso presionó para que los papas Pio XI y Pio XII le obligaran a renunciar a sus cargos. En este caso Franco no se pudo salir totalmente con la suya. Los papas no accedieron a su petición. Y eso que Franco se lo tomó tan a pecho y se puso tan pesado que, al final, hasta el mismo cardenal Gomá se molestó. Pero, pese a todo, el obispo de Tarragona nunca pudo volver a su sede. Murió en 1943. Él quería, ya que otra cosa no era posible, al menos ser enterrado en su tierra. Pero sus restos no fueron trasladados a España hasta 1978.


http://www.jotdown.es/2013/03/la-iglesia-las-iglesias-y-los-hombres-de-iglesia-una-aproximacion/

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