¿De dónde salieron los egipcios?
Publicado por E.J. Rodríguez
“¡Soldados! ¡Desde lo alto de estas pirámides, cuarenta siglos nos contemplan!” (Napoleón Bonaparte, durante su paso por Egipto)
Dioses, alienígenas y atlantes
Hasta tiempos relativamente recientes, un aura de misterio rodeaba el origen de una de las más grandes y antiguas civilizaciones surgidas sobre la faz de la Tierra. ¿Cómo apareció en las orillas de un anárquico río africano semejante cultura, capaz de erigir las grandes pirámides, los grandes templos, la Esfinge? Uno podría decir sencillamente “por las buenas, como en cualquier otra parte”. Pero lo cierto es que la respuesta en el caso de los egipcios nunca pudo ser así de simple.
Antes de la aparición de la civilización egipcia tal y como la conocemos —a finales del Pleistoceno— el Valle del Nilo ya abundaba en tierras muy fértiles arrastradas por un torrente fluvial en cuyas riberas merodeaban grupos humanos desde bastante tiempo atrás. Pero era un hábitat impredecible y caótico en el que resulta difícil imaginar de qué manera pudieron evolucionar aquellas gentes, que ni siquiera tenían la posibilidad de intentar llevar una vida sedentaria, hasta desarrollar una sociedad tan avanzada y compleja como la egipcia. Hasta hace solamente unas décadas no se había hallado el “eslabón perdido” arqueológico que ilustrase el florecimiento de la cultura egipcia en un entorno tan inconstante y difícil de dominar. Se asumía que un hábitat estable resulta necesario para la génesis espontánea de una civilización avanzada, una asunción muy razonable por otra parte. Sin embargo, los últimos mil kilómetros del colosal río africano —allí donde surgió el imperio de los faraones— no se podrían describir precisamente como un “hábitat estable”. Más bien al contrario, el Nilo era eternamente cambiante, inundando la región cada año con un ímpetu caprichoso e irregular. Dependiendo de cómo y cuánto hubiesen descargado las lluvias tropicales al sur, en las regiones del Lago Victoria y Etiopía desde donde el río traía su caudal, los habitantes de las riberas nunca sabían cuán lejos llegaría el nuevo asalto de las aguas. Aquellas primitivas tribus, pues, no disponían de un lugar donde establecerse tranquilamente y erigir una aldea permanente que no fuese inundada, un hogar donde desarrollar tranquilamente una cultura avanzada.
Así pues, el surgimiento espontáneo de Egipto en un paraje semejante resultaba difícil de justificar. Los propios egipcios lo atribuían a los dioses. Los arqueólogos solían responder a la cuestión aludiendo a influencias externas, generalmente la llegada de una cultura extranjera a la región, imaginando que los egipcios eran en realidad el producto derivativo de una civilización surgida en otro lugar. Por no faltar, no han faltado ni las explicaciones más delirantes: desvaríos folclóricos que han vinculado el origen de Egipto con elementos tan de ciencia ficción como los atlantes e incluso los alienígenas, aunque lógicamente estas fantasías no satisfacían más que a los consumidores de revistas y libros sensacionalistas. En resumen: se necesitaba una versión que casara mejor con la evidencia arqueológica y el sentido común. Dicha versión se ha ido construyendo poco a poco, pero como decíamos ha sido durante las últimas décadas cuando finalmente se ha podido recomponer buena parte del rompecabezas hasta lograr un relato coherente de la aparición de la civilización egipcia. No es que lo sepamos todo, pero al menos sí podemos reconstruir el argumento de la película… sin recurrir a los extraterrestres.
En busca del “Big Bang” egipcio
Subamos a una máquina del tiempo, tiremos de la palanca de mando y retrocedamos unos 2500 años. Viajaremos hasta el siglo V antes de Cristo, justo la época en que vivió el erudito griegoHeródoto de Halicarnaso. Para nosotros, habitantes del siglo XXI, su nombre sugiere una era lejana de la que apenas resta un puñado de ruinas; imponentes, pero ruinas al fin y al cabo. Es la Edad Antigua, cuya realidad hoy se nos aparece como en un sueño desperdigado en fragmentos polvorientos, despojos en forma de vasijas rotas y utensilios repartidos por excavaciones arqueológicas y museos.
Sin embargo tenemos algo más como testimonio de la época y es algo que resulta particularmente valioso: textos escritos por individuos de aquellos años, donde nos hablan acerca de cómo veían la vida y cuáles eran sus maneras de pensar y de actuar. Entre esos importantes escritos están precisamente los de Heródoto, un hombre movido por la curiosidad y el ansia de saber que se empeñó en recoger con detalle los más importantes sucesos del mundo conocido. Su gran obra son las ἱστορίαι (“Historias”), nueve volúmenes en los que narraba grandes hechos y de paso describía algunas de las principales civilizaciones que existían en su tiempo. Es por aquellos textos que se considera a Heródoto como el “padre de todos los historiadores”. Pero además de la crónica historiográfica, el testimonio de Heródoto resulta todavía más importante porque viajó a algunos de los lugares descritos en sus Historias y registró sus impresiones en primera persona. En el segundo de aquellos libros, titulado Euterpe —nombre de Musa, ya que cada volumen estaba dedicado a una deidad distinta— nos retrata Egipto tal cual era cuando él lo visitó, más de cuatrocientos años antes del comienzo de nuestra era. Su descripción es lo suficientemente detallada y vívida como para resultar irresistiblemente fascinante.
Él mismo estaba fascinado también. Así como nosotros miramos con asombro los restos de la Grecia de aquel siglo V a. C. y cuando posamos nuestros ojos en esos restos sentimos que nos asomamos al abismo de los tiempos para atisbar retazos de un pasado fantásticamente remoto, así mismo sintió Heródoto el vértigo de los milenios cuando visitó Egipto. Incluso desde su perspectiva, Egipto era un lugar de ancianidad inmemorial, repleto de monumentos y reliquias que acumulaban ya por entonces miles de años de existencia. Heródoto provenía de una civilización avanzada, la griega, pero no pudo evitar que Egipto lo dejase sumamente sobrecogido. Aunque por entonces la vieja nación de los faraones ya había perdido buena parte de su poder, Heródoto entendió que se hallaba ante la más colosal de las civilizaciones conocidas y que Egipto había constituido el más impresionante despliegue de grandeza en la historia del ser humano.
Durante su estancia en la región conoció personalmente a aquellos mismos egipcios que a lo largo de milenios habían imperado orgullosamente en el valle del Nilo. Cuando visitó el norte de Egipto, este había sido conquistado por el Imperio persa y además se habían establecido allí numerosas colonias de inmigrantes griegos, pero Heródoto pudo comprobar que los egipcios se preciaban de mantenerse separados de los extranjeros, fieles a sus tradiciones inmemoriales y cultivando unas costumbres cuyo fundamento se perdía en las tinieblas de edades ya olvidadas. El historiador fue profusamente ilustrado acerca del pasado y el presente de Egipto por anfitriones como los sacerdotes egipcios de Menfis y los colonos griegos que hablaban su mismo idioma. Pero además de escuchar y anotar aquellos relatos, Heródoto hizo lo que hoy llamaríamos un auténtico reportaje de investigación: salió a la calle y observó de cerca la vida de los ciudadanos de a pie. Mirándolo todo con ojos europeos, quedó asombrado por el carácter exótico y sofisticado de aquellas gentes que mostraban hábitos muy diferentes a los de otras civilizaciones mediterráneas conocidas y estudiadas por él:
En otras naciones los sacerdotes dejan crecer su cabello, pero en Egipto los sacerdotes se rasuran la cabeza. Entre otros pueblos, los familiares de un difunto acostumbran a exhibir el duelo cortándose el cabello, pero los egipcios, aunque habituados a afeitarse, se dejan crecer el cabello y la barba durante el luto. Otros hombres viven separados de sus animales, pero los egipcios viven junto a ellos. En otras regiones los hombres se alimentan de trigo y cebada, pero un egipcio considera que rebajarse a comer dichos granos es indigno y se alimentan de olyra, también llamada espelta. Amasan la pasta con los pies y el lodo con las manos; también recogen el estiércol. Otros hombres dejan su miembro viril intacto, pero los egipcios se circuncidan. (…) Son muy supersticiosos, más que cualquier otro pueblo, y siguen estos ceremoniales: beben en vasos de bronce, que limpian cada día. No limpian un día algunos vasos y otros al día siguiente, sino que siempre los limpian todos. Llevan ropajes de lino y se preocupan mucho de que estén siempre bien lavados. Se circuncidan por motivo de higiene y prefieren mostrarse aseados a ser bellos. Los sacerdotes afeitan todo su cuerpo cada dos días, para que ningún piojo o sabandija halle lugar en ellos. (…) Los egipcios, debido a la peculiaridad de su clima y al río en el que viven, que no se parece a ningún otro río, han desarrollado para casi todos los aspectos de la vida costumbres que son contrarias a las de los demás pueblos.
Ese carácter distintivo del ciudadano egipcio le hablaba de un pueblo con una historia tan larga que, aun en las vicisitudes de la decadencia, parecía considerarse en un plano diferente y superior al de otras gentes del mundo. Los egipcios del siglo V a. C. sabían que Egipto había sido un gran imperio incluso en remotas épocas donde muchos otros pueblos del planeta apenas habían dado sus primeros pasos allende la entrada de la caverna. Los egipcios tenían la impresión de ser la nación más antigua de la tierra, la cuna del hombre moderno, y a decir verdad no andaban muy desencaminados. Pero lo que más cautivó la imaginación de Heródoto fue el extraordinario legado monumental de lo que definió como “el país con más maravillas que hay en el mundo”. No nos resultará difícil ponernos en el lugar del escritor heleno para comprender su asombro, porque la Gran Pirámide de Keops ya tenía dos mil años de antigüedad (¡dos mil años!) cuando Heródoto posó sus ojos en ella. Semejante prodigio —la única de las Siete Maravillas del mundo antiguo que todavía queda en pie— era la edificación de mayor altura que existía por entonces sobre el planeta, y si su colosal presencia continúa descolocándonos en la actualidad, cabe suponer la hondísima impresión que dejó en un griego del siglo V a. C. Tal grado de monumentalidad era completamente desconocido más allá de las fronteras egipcias. El Imperio romano, por poner un ejemplo, ni siquiera existía todavía: la República romana estaba prácticamente en el parvulario. Aquellas construcciones no solamente eran las más antiguas, sino también las más enormes, bellas e imponentes que cabía concebir en la imaginación. ¿Cómo no sentirse sobrecogido ante semejantes visiones del pasado? Aunque parezca mentira, el origen de la cultura egipcia estaba más alejado de Heródoto en el tiempo, de lo que el propio Heródoto lo está de nosotros mismos. Si para nosotros Heródoto representa la Edad Antigua, para él la Edad Antigua estaba representada por Egipto.
También se sintió fascinado por el alto grado de conocimiento que los egipcios tenían acerca de su propio pasado; se trataba de un pueblo culto que desde muchos siglos atrás llevaba un cuidadoso registro de los acontecimientos históricos, si bien les danzaban las fechas debido al uso de diversos sistemas de medición temporal que habían variado a lo largo de los milenios. Sin embargo, aquella historia tan longeva se remomntaba a un punto remoto —el origen— del que no quedaban datos fidedignos. Solamente existían explicaciones mitológicas para responder a la gran pregunta “¿De dónde surgió Egipto?”. Estas explicaciones involucraban a dioses, semidioses y hechos fantásticos; mitos que le fueron transmitidos a Heródoto por sus anfitriones y que él escuchó con sumo interés. A falta de información mejor y aun sin creerse estas leyendas, las daba por buenas porque constituían el único conocimiento accesible sobre el Egipto prehistórico. Ni siquiera la memoria colectiva parecía recordar aquellos tiempos fundacionales, así que únicamente restaba recurrir al mito. De todos modos, ese mito era la explicación habitual para muchas otros misterios de aquellos tiempos (no debería extrañarnos, ya que hoy están quienes hablan de la Atlántida y naves espaciales).
Tampoco los propios historiadores egipcios gozaron mejor suerte al buscar pistas sobre su propio origen. Doscientos años después de que Heródoto hubiese escrito sus impresiones, fue un sacerdote del culto a Ra,Manetón, quien trabajó afanosamente para construir una muy elaborada Historia de Egipto (originalmenteΑίγυπτιαχά, porque pese a ser egipcio escribía en griego, que era la lengua culta del momento). Todavía hoy nos basamos en esa obra para dividir la crónica egipcia en diferentes períodos dinásticos. Manetón rebuscó en los archivos y las inscripciones de los monumentos, investigó incansablemente en los archivos recopilando todo el material historiográfico posible. Después se aplicó en la reconstrucción del gigantesco rompecabezas. Al contrario que Heródoto, él sí conocía la lengua egipcia y podía descifrar sus escrituras. Sin embargo, a medida que descendía hasta la era predinástica, terminaba topándose también con la mitología. Manetón se encontró con que el pasado era demasiado lejano y que aprehenderlo de manera coherente resultaba imposible.
Y no es que podamos culpar a Manetón de haber dejado escapar pistas; más bien al contrario, su trabajo fue admirable y asombrosamente concienzudo. Pero todavía no disponía de unas técnicas arqueológicas con las que indagar eficazmente en el pasado. Ni él, ni nadie hasta mucho tiempo después, de hecho. El misterio se mantuvo durante dos mil años más hasta la llegada de la era moderna. Durante los siglos XIX y XX se produjo una explosión del interés por la historia del antiguo Egipto y un auge de la egiptología occidental, la cual empezó a apoyarse en evidencias arqueológicas para elaborar su propia justificación del ignoto origen de aquella civilización. En un principio se recurrió a explicaciones condicionadas por una información incompleta. Dicho de otro modo: muchos asumían que la aparición de una cultura tan adelantada en aquella región de África tuvo que deberse a la influencia de un invasor exterior —procedente de un foco civilizado de Oriente Próximo, como Mesopotamia— que habría introducido grandes avances entre los habitantes nativos, más primitivos, de las riberas del Nilo. El paso de la primitiva prehistoria al Egipto que todos conocemos habría sido facilitado por la llegada de invasores del norte portadores de nuevos conocimientos como la agricultura, favoreciendo un progreso cultural y tecnológico que terminaría cristalizando en el Egipto de las grandes dinastías. Esta hipótesis casaba con la línea de pensamiento predominante en la historiografía europea —quizá teñida de cierto etnocentrismo, todo sea dicho—, la cual defendía una génesis euroasiática para toda gran civilización avanzada. Y además no parecía haber indicios materiales de una versión alternativa o sencillamente no se supieron buscar e intepretar. Sin embargo, con el transcurso de posteriores investigaciones nuevos descubrimientos arqueológicos empezaron a mostrar que la civilización egipcia sí pudo empezar a desarrollarse por sí misma desde los orígenes paleolíticos. Es más, pudo haber iniciado su andadura incluso antes de la época que se había supuesto y sin necesidad de haber sido “iluminada” por un benefactor-invasor del norte. Según aquellos nuevos hallazgos, Egipto fue una civilización genuinamente africana incluso en su origen.
Lo más curioso, sin embargo, es que el desarrollo inicial de la cultura egipcia no habría tenido lugar necesariamente en torno al Nilo. ¿Pudo ocurrir que los egipcios, tal y como los conocemos, empezasen a conformarse alejados de las orillas del río con el que inevitablemente los asociamos?
Hace unos cuantos miles de años…
Remontémonos todavía más en el tiempo, hasta la Edad de Piedra, concretamente a finales del periodo mesolítico. En el nordeste de África, por lo demás una región árida y casi completamente cubierta por el desierto, el caudaloso río Nilo constituía la única arteria portadora de vitalidad y sus riberas eran prácticamente el único lugar habitable. En sus orillas se multiplicaban plantas y animales que servían como sustento a unas primitivas poblaciones humanas que deambulaban de aquí para allá buscando algo que echarse a la boca. Al menos desde finales del Pleistoceno estuvo el valle del Nilo habitado por tribus dedicadas a las formas más arcaicas de existencia: la caza y la recolección de frutos, raíces y demás vegetales comestibles disponibles en la naturaleza salvaje. Aquellos grupos de cazadores no abandonaban las inmediaciones del río, ya que más allá de las húmedas riberas únicamente existía un inhóspito e interminable vacío de arena en el que no había agua ni comida y donde el clima era verdaderamente terrible.
Cierto es que en torno a las orillas del río abundaban los recursos alimenticios, pero no por ello la vida allí resultaba fácil. El valle del Nilo, como decíamos al principio, era un entorno eternamente cambiante: una vez al año las tremendas crecidas sumergían las tierras del valle por las que vagaban las tribus humanas en busca de comida. La magnitud de aquellas inundaciones resultaba completamente imprevisible. El río seguía ciclos dependientes de los cambios climáticos del interior del continente y lo mismo aumentaba su caudal provocando enormes y violentas crecidas que anegaban amplias extensiones de terreno, como al año siguiente disminuía aportando menos agua de la prevista, provocando que las riberas estuviesen más secas y fuese menos abundante el alimento. En mitad de semejante inestabilidad ambiental, aquellas primitivas tribus se las arreglaban para sobrevivir… pero poco más que eso. No estaban en condiciones de evolucionar y desarrollar una cultura compleja, condenados como estaban a ir y venir al dictado de los caprichos del poderoso río. Todavía no disponían de herramientas tecnológicas que permitiesen sacar provecho del fértil aluvión que dejaban tras de sí aquellas crecidas. Cazadores nómadas sin un hogar, no conocían la agricultura y lo único que podían hacer era perseguir a sus presas mientras avanzaban y retrocedían al compás de las inundaciones. Además, aquel terreno pantanoso y cálido escondía muchos otros inconvenientes: estaba repleto de cocodrilos, hipopótamos y alimañas varias como serpientes e insectos, especialmente las incontables legiones de simpáticos mosquitos. En las riberas había comida, sí, pero también bastantes motivos para andarse con mucho cuidado.
Con todo, el balance entre recursos e inconvenientes era favorable a los primeros. El Nilo, al menos, permitía una supervivencia básica que resultaba impensable en los áridos alrededores, en el desierto del Sahara. Así pues, durante bastantes milenios aquellos hombres de la Edad de Piedra salieron adelante en mitad de ciertas dificultades pero con abundante comida silvestre a su disposición.
Sin embargo, hace unos 12.000 años (sobre el año 10.000 a. C. de nuestro calendario) se produjo un acontecimiento que determinaría el destino de aquellas gentes para siempre: el cambio climático. Finalizó una larga etapa conocida como la Glaciación de Würm, que había durado 70.000 años, lo cual trajo consigo una inesperada modificación de los patrones climáticos a nivel planetario. En África, las lluvias anuales del monzón tropical que hasta entonces solían limitarse al centro del continente se desplazaron hacia el norte. De repente, una vez al año, una torrencial descarga de agua caía sobre pleno desierto del Sahara. Durante los siguientes cuatro milenios —y esta es una imagen que probablemente nos resulte bastante chocante hoy— el Sahara disfrutó de una intensa estación húmeda: cada año, en determinada época, llovía abundantemente sobre el desierto. Como consecuencia lógica, el paisaje en muchos rincones del Sahara iba a cambiar. Aquellas copiosas precipitaciones estacionales propiciaron la aparición de grandes oasis en lugares donde el terreno ofrecía depresiones y cuencas que ejercían como embalses naturales para la recogida de agua. Es decir: aparecieron nuevos y numerosos lagos en mitad del Sahara. En sus orillas se gestaron unos microclimas mucho más benignos que los del desierto circundante, donde crecía la vegetación, incluyendo pastos que podían alimentar a manadas de herbívoros: bóvidos, asnos silvestres, incluso avestruces (mucho más tarde, la pluma de avestruz sería el símbolo de la corona egipcia, lo cual estaba inesperadamente unido a la difusa memoria colectiva de tiempos muy, muy arcaicos). También crecían árboles que ayudaban a proteger aquellos oasis del sofocante calor. Cuando los habitantes del Nilo descubrieron la aparición de estos lagos se dieron cuenta de que allí les resultaría mucho más fácil buscarse la vida. Ofrecían un escenario más tranquilo para cazar y recolectar frutos que las inestables riberas del río, así que muchas tribus comenzaron a mudarse hacia el interior del desierto occidental. En consecuencia, la población del valle del Nilo decreció considerablemente a la par que aumentaba en los oasis lacustres del Sahara. En los lagos tendría lugar la evolución hacia otros tipos de subsistencia más avanzada, mientras que las poblaciones que permanecieron en las orillas del Nilo experimentarían una evolución bastante más lenta (aunque allí también hubo cierto avance y los grupos de cazadores terminaron por lo general reconvirtiéndose en pescadores).
Las tribus de los oasis ya no llevaban una existencia encadenada a las crecidas del río, aunque se veían sujetos a otro ciclo: el de la estación de las lluvias. El monzón africano era irregular, más que el asiático. Si algún año flojeaban las precipitaciones, los lagos más pequeños y vulnerables podían llegar a consumirse durante la estación seca, con la consiguiente falta de alimentos y los problemas de las tribus locales para intentar salir adelante. De todos modos, aun con aquella posibilidad de sequías, el nuevo hábitat lacustre resultaba más predecible y fácil de manejar que la cuenca del Nilo. Así que cuando las lluvias no les fallaban, aquellos humanos podían permanecer más tiempo en un mismo lugar y llevar una vida más reposada y tranquila, requisito fundamental para la consecución de determinados avances. Pasaron del nomadismo a un seminomadismo que propició una aceleración de su progreso cultural.
El surgimiento de una nueva sociedad
Durante las épocas en que no se veían obligados a moverse a causa de la sequía, los clanes de los oasis podían ir adquiriendo nuevos conocimientos que mejoraban la relación con su entorno. Paulatinamente fueron aprendiendo a domesticar algunos de los animales que los rodeaban; así dejaron de ser cazadores para dedicarse al pastoreo seminómada, aprovechando aquella hierba que bien daba como para alimentar al ganado. El pastoreo era más productivo, no tan cansado y mucho menos peligroso que la caza. Más adelante aprendieron incluso a domesticar plantas: una vez conocido el secreto de la siembra y la cosecha pudieron crear sus propios huertos, procurándose una fuente más o menos regular de hortalizas, legumbres, gramíneas (como el sorgo y el mijo) e incluso alguna que otra fruta (las cuales, por cierto, siempre escasearon en Egipto). Aquello marcaba el inicio de una producción agrícola a pequeña escala que serviría como base para soportar poblaciones más numerosas en un futuro. Así la agricultura egipcia nació, sorprendentemente, en mitad del Sahara y no a orillas del Nilo. Es más, la aparición de la actividad agrícola en la región fue anterior incluso a la de Oriente Medio, así que la agricultura no fue una importación de pueblos orientales como se pensó durante bastante tiempo.
Aquella migración masiva del año 10.000 a. C facilitó pues una progresiva evolución desde la caza y la recolección del Nilo hacia el pastoreo y la agricultura de subsistencia del Sahara. Durante los cuatro milenios en que la región fue mucho más habitable, aquellos hombres y mujeres llegaron a sentirse lo suficientemente confortables como para poder desarrollar una cultura que con el paso de los siglos llegaría a convertirse en la civilización de los faraones. Así parecen indicarlo yacimientos arqueológicos situados en el interior del desierto o cerca de los bordes mismos del valle del Nilo; yacimientos como el de Nabta Playa, situado en el sur de Egipto —alejados unos cien kilómetros de las orillas del río— en donde se hallaron restos de una de aquellas poblaciones humanas que sacaban provecho a lo que una vez fue un lago alimentado por las precipitaciones monzónicas. Culturas como la de Nabta Playa seguían teniendo un carácter seminómada pero llegaron a conseguir un dominio más avanzado de la agricultura e incluso se familiarizaron con la astronomía y el calendario. Disponían de instrumentos para determinar el momento del año en que se encontraban, así como para intentar predecir la llegada de la estación de las lluvias. Uno de aquellos instrumentos, por ejemplo, era una construcción de piedras dispuestas en círculo con una función astronómica. Todavía se conserva y podríamos apodarla como “el Stonehenge del Sahara”… aunque en realidad es 1000 ó 2000 años más antiguo que el propio crónlech de Stonehenge.
La presencia de megalitos —grandes rocas obtenidas en otro lugar y transportadas hasta el emplazamiento definitivo— nos habla también de que habían desarrollado un elevado nivel de organización, que podían trabajar coordinadamente y realizando esfuerzos en común bajo la planificación de sus primeros ingenieros. Empezaron a diseñar construcciones que iban más allá de la simple cabaña, como esculturas de cierto tamaño y tumbas cubiertas por grandes losas de piedra que parecen indicar el enterramiento de caudillos y personajes importantes. Su ingeniería había dado un salto cualitativo y eran capaces de construir pueblos que parecían seguir una planificación arquitectónica previa —incluidas estructuras subterráneas— en una época donde muchos otros grupos humanos del planeta todavía no habían abandonado las cavernas. También empezaron a adoptar creencias religiosas complejas en las que los cielos, el sol e incluso el ganado tenían un papel preponderante, además de un elaborado culto al Más Allá, emparentándolos con la futura religión de los faraones. Enterraban a sus muertos con ofrendas como alimentos y aperos de caza que facilitasen su tránsito al otro mundo, orientando los féretros hacia la puesta del sol porque aquella era la dirección por la que se entraba al mundo de los muertos (poniente era el lugar donde “moría” el sol cada atardecer). Si bien todavía no podían permitirse el lujo de llevar una existencia total y completamente sedentaria, sí establecieron aldeas que únicamente abandonaban cuando la sequía y la falta de alimentos les forzaban a ello, aunque presumiblemente regresaban a ellas en cuanto las condiciones lo hacían posible. Esto es: aparecieron poblaciones compuestas por edificaciones persistentes. Aquellos cuatro mil años de estabilidad climática posibilitaron que las antiguas tribus paleolíticas se fuesen transformando en el embrión de Egipto.
Se van las lluvias, hay que emigrar de nuevo
Pero nada dura para siempre y la tranquila era de los oasis también terminó. Hacia el año 6000 a.C. se produjo un nuevo cambio climático y se revirtió el patrón que había imperado durante los cuatro milenios anteriores. Las lluvias monzónicas volvieron a desplazarse hacia el sur, abandonando el desierto para siempre. Los lagos del hasta entonces reverdecido Sahara comenzaron a agostarse uno tras otro, para finalmente extinguirse por completo. La crudeza del mar de arena comenzó a reclamar sus antiguas posesiones y los habitantes de aquellos oasis vieron que su relativamente cómoda existencia como pastores y horticultores ya no encontraba acomodo allí. Como quisiera que las agradables praderitas lacustres languidecían y morían, no les quedó más remedio que hacer el equipaje y marcharse en busca de un lugar mejor para vivir: se produjo una nueva oleada migratoria que seguía el camino inverso a la de 4000 años atrás. Si bien algunos grupos humanos persiguieron a las lluvias hacia el sur estableciéndose en el Sahel —la franja semiárida que todavía hoy separa el África dorada y desértica de esa otra África verde de la sabana—, la mayoría de los habitantes del Sahara tomaron el camino más fácil y volvieron a establecerse a las orillas del Nilo, junto a las poblaciones más primitivas de cazadores y pescadores que habían permanecido allí por 4000 años.
Sin embargo, los hombres y mujeres que ahora se reasentaban junto al río eran muy distintos de aquellos antepasados que se habían marchado milenios atrás. Ya no eran cazadores y recolectores, sino que poseían un arsenal de conocimientos técnicos que les permitía enfrentarse con más éxito al volátil humor del torrente fluvial. Ahora sabían cómo cuidar el ganado, en el que además de vacas empezó a haber cabras, ovejas, asnos y cerdos. También sabían cómo cultivar y cosechar sus propios vegetales, cómo excavar pozos, cómo construir cabañas dotadas de huertos, fogones, chimeneas e incluso camas de piedra; sabían como medir el tiempo y poseían considerables nociones de astronomía. Ahora sí podían intentar aprovechar las hasta entonces catastróficas crecidas del Nilo. Acostumbrados a ingeniárselas en mitad de los vaivenes hídricos de los lagos del interior, no tardarían en descubrir la manera de exprimir las posibilidades de aquella tierra negra de aluvión que el Nilo traía consigo desde el corazón del continente, la cual quedaba al descubierto cuando las inundaciones remitían. Todo lo que aquellas tribus tenían que hacer era plantar sus cultivos al retirarse la última inundación y cosechar justo antes de que se produjera la siguiente. Para cuando el río volvía a crecer y anegaba nuevamente el terreno cultivable, las tribus ya tenían sus graneros llenos, puesto que almacenaban alimentos (ahora también el trigo y la cebada) en silos erigidos al efecto. La productividad del terreno de aluvión —de hecho una de las tierras más fértiles del planeta— facilitó una sociedad de granjeros en la que se producía un creciente excedente de comida y en consecuencia un incremento de la población. Los inmigrantes del Sahara dominaban manufacturas como la alfarería, la cestería y la confección de tejidos de lino y cuero. También disponían de instrumentos muy cuidadosamente labrados en sílex, hueso e incluso marfil, los cuales eran cada vez más delicados y de diseño más estético, entre los que abundaban incluso los accesorios para el aseo personal (incluida la aplicación de cosméticos). También eran comunes los accesorios ornamentales para la vestimenta y los amuletos. Aquellos arcaicos egipcios vivían ya lo suficientemente bien como para preocuparse mucho por su aspecto.
Durante mucho tiempo, eso sí, siguieron habitamdo la región en condición de seminómadas. Al contrario de lo que sucedería en otras culturas como la de Mesopotamia, los egipcios no podían fundar ciudades junto al Nilo Como les había ocurrido a sus antepasados, se veían forzados a avanzar y retroceder según el capricho de las crecidas, ya que no tiene mucho sentido intentar construir una vivienda permanente allí donde el agua terminará apareciendo tarde o temprano. Y dado que dichas crecidas podían ser mucho más extensas de lo normal sin previo aviso, no había forma humana de fundar una aldea permanente cerca de los cultivos del aluvión y tener la garantía de que no terminaría inundada. Quizá por ese motivo la evolución de la actividad agrícola egipcia pareció de repente estancarse y acumular cierto retraso con respecto a la agricultura surgida más recientemente en regiones como Oriente Medio. Es probablemente que este estancamiento fuese lo que llevó a pesnar durante un tiempo que los egipcios habrían evolucionado hacia la agricultura como consecuencia de la llegada de extranjeros que les enseñaron a labrar la tierra, ya que tras regresar al Nilo sus propios cultivos parecían más primitivos que los de otros lugares del mundo conocido. Con todo, aquellos clanes neolíticos seguían evolucionando y yacimientos como los de El Fayum y Merimde-Beni-Salame al norte del país o el de El-Badari al sur, parecen indicar ya un considerable grado de sofisticación, además de la diferenciación cultural entre el Bajo y el Alto Egipto que se mantendría durante el resto de su historia.
Hacia el 4000 a. C. llegó a Egipto la Edad de los Metales. Las técnicas metalúrgicas empezaron a extenderse por el cauce del Nilo, aunque en este caso sí las aprendieron de sus contactos con los pobladores de Oriente Medio, donde hacia el 5500 a.C. habían surgido culturas mesopotámicas que sabían cómo trabajar el cobre y el plomo. Los primitivos egipcios habían ido ocupando territorios cada vez más extensos, contactando con otros pueblos, y además se había iniciado el intercambio marítimo. Así irrumpieron en Egipto nuevas tecnologías desarrolladas en el extranjero. Los egipcios, eso sí, se veían obligados a adquirir ciertas materias primas —muy especialmente los metales— mediante el comercio exterior, comprándoselas a los habitantes del Sinaí, de Nubia o de las orillas del Mar Rojo. La tierra de aluvión era muy fértil pero apenas podía encontrarse materias primas como el metal o la madera, y solamente abundaban minerales como el sílex, muy apropiado para construir útiles aunque menos resistente que el metal. Ello explica que Egipto, aun después de haber descubierto la metalurgia, continuara siendo una cultura muy aferrada a la piedra.
La llegada de la metalurgia, en todo caso, posibilitó la construcción de nuevas herramientas y por ende el desarrollo de técnicas punteras de construcción. Los egipcios estaban forzados a agudizar el ingenio debido a las particulares condiciones de su entorno y pronto volverían a sobrepasar a sus contemporáneos en cuanto a desarrollo tecnológico: gracias al metal se produjo otro considerable salto en su ingeniería y comenzaron a aplicar novedosas ideas para hacer frente al neurótico Nilo. Ahora podían trabajar más eficazmente la piedra. Construyeron diques y canales, infraestructuras que les permitían controlar y desviar las inundaciones en determinados puntos del trayecto fluvial, con lo que podían salvaguardar algunos terrenos del asalto de las aguas. Así (¡por fin!) tuvieron la oportunidad de fundar asentamientos fijos desde donde llevar una vida sedentaria que les permitiese dedicar más tiempo y esfuerzo a su propia evolución cultural. Nacieron sus primeras ciudades y dio comienzo el llamado periodo predinástico, en el que aparecieron reinos bien definidos y se siguieron conformando varias de las características que asociamos al Egipto clásico. Con el sedentarismo, cómo no, también se renovó su tejido industrial. La creciente productividad agrícola, pesquera y ganadera de las ciudades y sus arrabales permitió que cada vez más personas pudiesen habitar la cuenca del Nilo. Con una mayor población, más individuos se dedicaban a tareas creativas, científicas y administrativas. Dicho de otro modo: había más cabezas para generar nuevas ideas, había más brazos para ejecutar esas ideas y había unas autoridades centralizadas y fuertes para ordenar que efectivamente esas ideas fuesen ejecutadas. Finalmente, tras varios miles de años, los habitantes de la región habían aprendido a convivir con el ingobernable Nilo y a extraer de él todos los frutos posibles sin tener que vagar constantemente de aquí para allá.
Los restos arqueológicos muestran que comenzaron también a importar piedras preciosas, lo cual, además de demostrar que su comercio exterior estaba floreciendo considerablemente, es signo de una creciente división social y una alta sofisticación. La ornamentación de su cerámica, amuletos y demás utensilios se hizo todavía más rica. La planificación urbana y la arquitectura de las propias viviendas también se tornó más compleja, como sabemos por algunos enterramientos de personajes importantes en donde se han encontrado maquetas a escala de los inmuebles propiedad del difunto (una manera de que tuviese un hogar en la otra vida; ¡eso sí es atarse a una hipoteca!). Sus ritos funerarios y religiosos también seguían evolucionando, incluyendo ya las primeras representaciones de los dioses que veríamos más tarde en el panteón egipcio del periodo dinástico. Después del año 3500 a.C. comenzaron a erigirse los primeros templos de gran tamaño, aunque algunos todavía estaban hechos con ladrillos de adobe y no con piedra. Pero era el primer paso hacia maravillas como las pirámides. La aparición de construcciones cada vez más elaboradas nos habla no solamente de una creciente especialización del trabajo, sino de una lenta y progresiva subdivisión en clases sociales más definidas: con el transcurrir de los siglos terminarían surgiendo aristócratas, sacerdotes y escribas; también artesanos y comerciantes, además de los granjeros y pequeños agricultores, ganaderos, pescadores… aunque en las zonas más áridas, especialmente del Alto Egipto, continuaban concentrándose algunos grupos más empobrecidos de pastores e incluso cazadores que todavía llevaban una existencia nómada y primitiva, pero que ahora constituían poblaciones marginales en lo que era ya una civilización avanzada y floreciente. También se extendió la escritura —como los famosos jeroglíficos—, lo que realmente marcaría la entrada de Egipto en la Historia.
En resumen, estos fueron los orígenes: migraciones masivas a los grandes oasis de un Sahara donde caían lluvias torrenciales y el posterior retorno hacia el Nilo. Más adelante vendría la unificación de los dos Egiptos con sus sucesivas dinastías; los gigantescos templos, los obeliscos, las tumbas faraónicas, los palacios, las pirámides. En definitiva, la civilización egipcia tal y como nuestra común imaginación la concibe. En una progresión lenta pero segura, el Nilo vio cómo sus modestas agrupaciones de cazadores habían metamorfoseado en una sociedad fascinante e increíblemente compleja, bastante más sofisticada que ninguna otra que hubiese por entonces en el mundo. No fueron los dioses, ni los atlantes, ni los extraterrestres, sino largas etapas de cambios climáticos las que posibilitaron la aparición de Egipto. A Heródoto y Manetón, sin lugar a dudas, les hubiese encantado saberlo. Hoy, la vieja cultura egipcia hace ya mucho que se extinguió —los agonizantes vestigios, incluyendo los últimos jeroglíficos conocidos, datan del siglo IV de nuestra era—, pero es precisamente en nuestra época moderna cuando empezamos a conocer mejor el nacimiento de una civilización tan única que algunos incluso quisieron pensar que procedía de otro planeta.
Aunque, bien mirado, un planeta donde llovía en el Sahara era realmente otro planeta. Si hoy realmente nos sobreviene un cambio climático, quién sabe en qué nos convertiremos. Quizá dentro de dos mil años habrá un Heródoto que contemple con fascinación nuestros rascacielos ya vacíos y se pregunte “¿de dónde surgió aquella gente?”.
http://www.jotdown.es/2013/05/de-donde-salieron-los-egipcios/
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