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domingo, 14 de junio de 2015

Nube Roja, el hombre que derrotó a los Estados Unidos (I)


Publicado por E.J. Rodríguez



«Nos hicieron muchas promesas, más de las que puedo recordar. Pero jamás cumplieron ninguna de ellas, excepto una: nos prometieron que nos quitarían nuestras tierras… y nos las quitaron»

Nebraska, 1837. La atmósfera está muy agitada en un poblado indio, habitado por los sioux oglala. Los habitantes del poblado están planeando un ataque. Quieren vengar la muerte de uno de sus jóvenes a manos de los indios pawnee, enemigos ancestrales de los sioux. Varios hombres curtidos en mil batallas han sido escogidos para la peligrosa tarea y se están discutiendo los detalles de la inminente expedición. Todo parece preparado para que a la mañana siguiente partan cabalgando hacia la batalla.

Pero en plena reunión se presenta un voluntario inesperado, que apenas tiene edad para hacerse llamar «hombre». Bullendo de excitación, el joven huérfano Nube Roja se ofrece para combatir a los pawnee. Tiene solamente dieciséis años pero insiste en formar parte del comando, causando el asombro de todos los presentes. El asombro o incluso el enfado, como puede deducirse de la ruidosa oposición que la ocurrencia provoca entre sus hermanas mayores y demás féminas de su familia. Casi histéricas, reprenden a Nube Roja e intentan convencer a los guerreros más experimentados para que desatiendan la alocada petición del muchacho. ¿Qué demonios le pasa por la cabeza a ese chiquillo inexperto? ¡No está preparado para una misión semejante! Debería empezar con tareas más sencillas antes de lanzarse de pleno en un ataque directo contra los pawnee. Y aunque las mujeres protestan airadamente, Nube Roja sigue en sus trece. El paisano a quien han matado los pawnee es su primo y él quiere estar allí cuando sea vengado. Todos en la aldea conocen el carácter competitivo e indómito de Nube Roja. Todos saben que desea ser un guerrero por encima de cualquier cosa, motivado por diversas razones. Una de las más importantes: guerrear es una de las pocas opciones que tiene el jovencísimo Nube Roja para hacerse un nombre entre los sioux. Su difunto padre no fue un oglala, y esto es algo que desvirtúa su linaje y supone un obstáculo a la hora de labrarse un futuro en la élite sioux. Aún peor, su padre fue alcohólico —lo mató la bebida— y esto es un motivo de vergüenza para la familia.

Los guerreros dudan, pero finalmente deciden que no son quienes para impedir que Nube Roja ayude a vengar a su primo. Y Nube Roja no cabe en sí de gozo: irá a combatir a los pawnee. Va a ser un guerrero.

Pero el día del ataque —muy temprano, cuando los guerreros se reúnen ante las angustiadas miradas de sus familiares— Nube Roja no da señales de vida. No ha aparecido. «Bueno», deben de pensar los demás guerreros, «era de prever que el muchachito se echase atrás en el último momento». Nadie le pidió a Nube Roja que acudiese a la batalla y ahora va a quedar como un cobarde. Esta retirada a última hora pueda convertirse en un imborrable estigma en su ahora improbable futuro. Los guerreros han esperado suficiente. Ya se han despedido de sus familiares, es hora de partir. Los caballos empiezan a caminar.

Súbitamente, un rumor crece entre la gente y se empiezan a escuchar excitadas voces:

—¡Ahí viene! ¡Ahí viene!

Los guerreros se giran, extrañados por el tumulto. Preguntan «¿quién viene?». La gente responde: «¡Nube Roja! ¡Nube Roja está viniendo!». En el último minuto, el jovencísimo aspirante a guerrero aparece cabalgando sobre un caballo ornamentado con las plumas reservadas únicamente para las monturas de los guerreros.

Nube Roja se había dormido.

Ahora se dirige hacia su primera batalla. Horas después regresará convertido en uno de los héroes de la triunfante expedición de venganza. Además de matar a cuatro pawnee, los guerreros sioux se han apoderado nada menos que de cincuenta caballos del enemigo. El propio Nube Roja ha tenido el arrojo de hacerse con algunas monturas por sí mismo. El muchacho piensa que lo ha conseguido: por fin es un guerrero. Y la guerra marcará su destino durante las siguientes décadas.


Nube Roja visitó Washington para intentar razonar con la Casa Blanca. Fue un intento inútil y le ofendió la fría actitud de los políticos estadounidenses.

Cuarenta años más tarde, en 1876, un distinguido visitante se dispone a hablar en el estrado del prestigioso colegio universitario Cooper Union de Nueva York. Tiene cincuenta y cinco años, la piel cobriza y marcada por las profundas líneas que son como la crónica de una intensa vida en las praderas. El hombre que se dispone a hablar exhibe una expresión severa, poco habitual entre los despreocupados rostros de la burguesía neoyorquina que han acudido para verlo; su aspecto, aunque ligeramente acondicionado para la ocasión, es ciertamente una visión extraordinaria entre los grandes edificios de la Gran Manzana. Ese hombre es Nube Roja, aquel adolescente que quería convertirse en guerrero. Ahora uno de los más importantes líderes de la Gran Nación Sioux y también uno de los más indomables combatientes nativos a los que se haya enfrentado jamás el gobierno de Washington. Poco queda del alocado muchacho que se durmió el día de su primera batalla. Ahora es un hombre que lo ha visto todo y lo ha vivido todo. Está revestido de un aura solemne: el aura de una leyenda. Él ha doblegado a los destacamentos del ejército estadounidense en territorio sioux. Su renombre era tal que en las praderas el ejército estadounidense no podía encontrar voluntarios ni siquiera para enviarle mensajes, tan aterrorizados estaban los hombres blancos ante la idea de personarse ante él. Y ahora la Gran Nación Sioux le ha elegido para representar a su país en unas infructuosas negociaciones con los Estados Unidos de América. Ha venido a Nueva York invitado por una minoría de blancos defensores de los derechos de los indios, intelectuales y reformistas que tratan de solidarizarse con su causa. Con su impresionante y exótica estampa, inmóvil ante un expectante público y una nutrida representación de la prensa local que ha acudido para cubrir tan singular evento, Nube Roja habla por medio de un traductor para todos aquellos hombres blancos que quieran escucharle:

Hermanos y amigos míos que hoy estáis ante mí: Dios todopoderoso nos creó a todos. Él está aquí para bendecir lo que tengo que deciros. El Buen Espíritu nos creó a ambas razas. A vosotros os dio tierras. A nosotros nos dio tierras. Vinisteis a nuestras tierras y os respetamos como a hermanos. Dios todopoderoso os creó, pero os hizo blancos y os dio ropas con las que vestiros. Cuando nos creó a nosotros, nos hizo con la piel roja y también nos hizo pobres. Cuando llegasteis por primera vez, nosotros éramos muchos y vosotros erais pocos. Pero ahora vosotros sois muchos y nosotros somos cada vez menos. Quizá no sabéis quién ha aparecido hoy aquí para hablaros: soy un representante de la raza americana originaria, la primera gente que habitó este continente. Somos buena gente. No somos mala gente; las noticias que escucháis acerca de nosotros han sido elaboradas por una de las partes interesadas, pero nosotros siempre estuvimos bien dispuestos. Aquí os dicen que somos unos ladrones, y esto es falso. Os hemos dado casi todas nuestras tierras. Y si tuviésemos más tierras, estaríamos muy felices de entregároslas también. Pero no tenemos nada más que entregaros. Nos han encerrado en una franja de tierra diminuta. Y queremos que vosotros, como mis queridos amigos que sois, nos ayudéis frente al gobierno de los Estados Unidos.

El público, formado como decimos por simpatizantes de la causa india, escucha en conmovido silencio la voz del gran jefe sioux. Quién sabe si Nube Roja ve en este discurso la última oportunidad de alcanzar una solución pacífica. Una solución pacífica en la que probablemente ya no cree, si es que alguna vez ha creído. Porque el líder sioux acaba de llegar de Washington, donde ha viajado para reclamar al gobierno estadounidense que permita a los sioux permanecer en las pocas tierras que todavía pueden llamar suyas. Pero su visita a la capital estadounidense ha resultado frustrante. Ha estado en la Casa Blanca y ha conversado brevemente con el presidente Ulysses S. Grant —al que los indios, con su escrupulosa etiqueta caracteristica, llaman «el Gran Padre»— y le ha ofendido que Grant le ofreciese veinticinco mil dólares a cambio de que acepte llevar a los suyos a una pequeña reserva. Le ha ofendido todavía más descubrir el verdadero contenido del tratado de Fort Laramie, el documento que Nube Roja firmó en las praderas con los representantes blancos para terminar una guerra en la que los guerreros sioux —bajo su liderazgo— habían estado poniendo en jaque a las guarniciones militares de Montana y Wyoming. Teóricamente aquella había sido una sonada victoria para los indios sioux. Pero cuando en Washington le leen a Nube Roja lo que de verdad está escrito en el tratado, el legendario jefe no puede creer lo que oye.

Nube Roja no sabía leer. En Washington, hablando con el secretario de interior, descubrió con disgusto que el papel firmado en Fort Laramie incluye una cláusula en la que efectivamente acepta llevar a los suyos a una reserva. Sintiéndose engañado, el jefe sioux entró en cólera y se marchó de la reunión asegurando que jamás había oído hablar de aquella cláusula, que se negaba rotundamente a someterse a ella. En Washington nada hacen por resolver el entuerto e ignoran las protestas de la delegación india. Para ellos, un papel firmado es algo inamovible. La paz entre los sioux y los blancos parece cada vez más lejana. Desencantado con la frialdad de los gobernantes estadounidenses, Nube Roja está deseando regresar a su poblado para descansar. Pero antes ha aceptado la invitación para hablar en Nueva York. Y su discurso es como un último grito de socorro:

En 1868 vinieron unos hombres y trajeron unos papeles. Somos ignorantes y no sabemos leer papeles. No nos dijeron lo que de verdad estaba escrito en ellos. Lo que nosotros queríamos era que levantasen sus fuertes, que se marcharan de nuestro país, que no nos hicieran la guerra y que les dieran algo a nuestros comerciantes como compensación. Cuando nos dijeron que nos debíamos limitar a comerciar en el Missouri les dijimos que no, que nos negábamos. Pero los intérpretes nos engañaron. Cuando fui a Washington, vi al Gran Padre. El Gran Padre me enseñó lo que de verdad eran aquellos tratados, me leyó todos esos puntos y aquello me hizo comprender que los intérpretes me habían engañado, que no me habían hecho saber cuál era el auténtico sentido del tratado. Todo lo que quiero ahora es que se haga lo correcto, todo lo que quiero es justicia. Estoy aquí en nombre de la Nación Sioux. Ellos se regirán por lo que yo diga y por lo que yo represento. Miradme. Soy pobre y no tengo buenas ropas. Pero soy el jefe de una nación. No queremos riquezas, no son riquezas lo que pedimos. Pero sí queremos poder educar y criar a nuestros niños como es debido. Buscamos vuestra simpatía. Las riquezas no nos harán bien, y no podemos llevar al otro mundo nada de los bienes que podamos tener. Lo que queremos tener es amor y paz.

Nube Roja es un guerrero, probablemente uno de los mejores guerreros que ha visto el continente norteamericano. Pero está cansado de la guerra. De esa misma guerra que algunos de sus ilustres compatriotas sioux —como Toro Sentado y Caballo Loco— están dispuestos a continuar porque no encuentran otra salida. Nube Roja tampoco se ha plegado jamás a la rendición y la humillación. Ha intentado negociar siempre que ha habido oportunidad, ha ido a Washington para hablar con el presidente. Pero no solo está hastiado de la guerra, sino también de que los representantes del gobierno estadounidense lo engañen una y otra vez, a él y los demás jefes indios. De que incumplan cada uno de sus acuerdos. Ahora, en Nueva York, ante uno de los escasos auditorios blancos dispuestos a escucharle, continúa quejándose amargamente:

Le he enviado muchas grandes palabras al Gran Padre, pero no sé si alguna vez harán mella en él. Fueron hundidas por el camino, así que me sentí un tanto ofendido y pensé que yo mismo vendría aquí ante vosotros para decíroslas. Hoy os dejo, voy a volver a casa. Quiero deciros que no podemos confiar en los agentes y superintendentes que enviáis a nuestras tierras. No quiero gente extraña de la que no sé nada. Estoy feliz de que vosotros seáis de los nuestros, estoy feliz de venir aquí y descubrir que vosotros y nosotros podemos entendernos mutuamente. Pero no quiero a más de aquellos hombres en mis tierras, hombres que son tan pobres que cuando llegan a nuestras tierras su primer pensamiento es el de cómo hacer para llenarse los bolsillos. Queremos tener garantías en nuestras reservas. Queremos hombres honrados, queremos que nos ayudéis a mantener las tierras que nos pertenecen, de manera que no sigamos siendo una presa para aquellos que tienen malas intenciones. Me vuelvo a casa. Estoy feliz de que me hayáis escuchado, os deseo lo mejor y os doy una afectuosa despedida.


Nube Roja se sintió ofendido por la indiferencia del presidente Ulysses S. Grant hacia los problemas de los indios.

Esto es una parte de las palabras que Nube Roja pronunció durante su peculiar visita a Nueva York. Se retira del estrado mientras el público se pone en pie y le dedica una sentida ovación. Nube Roja vuelve a casa habiendo triunfado sólo en el púlpito; es un guerrero pero también es un orador. Más allá de los matices del intérprete o de la traducción, la esencia de su mensaje traspasa todo idioma: los sioux solamente quieren lo que les pertenece. Su tierra, su país. Ni siquiera lo reclaman al completo, solamente lo que precisan para seguir viviendo según sus costumbres. Pero este discurso, la ovación que ha provocado y la posterior repercusión en los periódicos puede haber sido otra de sus pírricas victorias en una guerra que él y todo su pueblo están destinados a perder. El gran jefe sioux abandona New York sumido en quién sabe qué sombríos pensamientos. Nube Roja, jamás un hombre rencoroso, ha aceptado hablar por petición de los propios neoyorquinos, más sensibles y sofisticados, más receptivos hacia la causa india que los codiciosos aventureros del oeste o que los fríos genocidas de Washington. Pero sus palabras probablemente podrán poco frente a eso que los gobernantes estadounidenses bautizaron cruelmente como «destino manifiesto».

Viajemos de nuevo hacia el pasado, algo más de medio siglo antes de ese discurso en Nueva York. El veinte de septiembre de 1821, los habitantes de un poblado sioux de Nebraska pudieron contemplar un extraño fenómeno en el cielo. Un gran meteorito dejó una brillantísima estela de luz a lo largo del cielo de Norteamérica. Aquel mismo día —cosas del destino— nació un niño en el poblado y los padres del bebé, ante la maravillosa coincidencia, decidieron bautizarlo como Mahpiua Luta. Esto es, «Nube Escarlata» o «Cielo Escarlata». ¿Podía aquello ser una señal de que la vida de su bebé, marcada por tan espectacular presagio, estaba destinada a grandes hazañas? Ninguno de los dos orgullosos padres viviría lo suficiente como para comprobarlo, pero ciertamente no habían traído al mundo a un individuo cualquiera. Su hijo, Nube Escarlata —hoy más conocido por la ligeramente inexacta traducción de Nube Roja— iba a convertirse en uno de los principales estandartes de la soberanía india, un líder guerrero capaz de infligir una sonora derrota a una de las naciones modernas más florecientes de la Tierra, pero también un hombre capaz de conmover con sus palabras incluso a sus enemigos.

Por aquel entonces las llanuras del noroeste de Nebraska todavía pertenecían a los indios, aunque las tensiones con el hombre blanco fuesen más que patentes. El poblado donde vino al mundo Nube Roja era un enclave relativamente aislado en el conjunto de la Gran Nación Sioux. Asentado junto al Bluewater Creek, un afluente del río Platte, en el poblado no temían demasiado la presencia de posibles rivales, particularmente los aguerridos clanes de la Nación Pawnee. Los pawnee tenían sus campos de cultivo al este del río y comenzaban a plantar maíz o judías a principios de la primavera, época en la que se mantenían más ocupados con la agricultura y por lo tanto más tranquilos. Pero en otras épocas del año levantaban sus campamentos y buscaban territorios de caza que no pocas veces interesaban también a los sioux. Aun así y aunque las partidas de caza pawnee se acercaban mucho al poblado de Nube Roja, el asentamiento solía ser respetado. Cuando Nube Roja nació todavía estaba reciente el recuerdo de aquel día en que los sioux infligieron una severa derrota a los kaiowas, obligándolos a huir de la región. Para los demás indios —pronto también para los blancos— la sola mención de la palabra «sioux» bastaba para infundir respeto, cuando no directamente temor.

La Nación Sioux se componía de siete grandes tribus que pese a su amplia dispersión geográfica tenían un origen común y hablaban un mismo idioma. Existía entre las siete tribus un fuerte sentimiento de unión, de hecho un auténtico sentimiento nacional. Estaban formalmente unidas por la institución central de la Ochéti Sakówin, que viene a significar los «siete fuegos del consejo» y que les proporcionaba su principal elemento identitario y unificador; en tiempos revueltos podían elegir a un gran jefe que los representase a todos. Era costumbre que la elección de un jefe, ya fuese a nivel de nación, de tribu, de clan o de poblado, estuviese basada en las cuatro virtudes tradicionalmente más apreciadas por los sioux: valor, fortaleza, generosidad y sabiduría. No era pues inhabitual que llegasen a lo más alto los individuos más capaces de la nación, aunque tampoco entre ellos faltaban las intrigas políticas.

Los jefes de las siete grandes tribus sioux conversaban a menudo entre sí. Aunque vivían separados, tomaban las grandes decisiones juntos y cuando la ocasión lo requería iban a la guerra también juntos. La organización de la Gran Nación Sioux era bastante compleja, más si tenemos en cuenta su población relativamente escasa y dispersa. Cierto es que no existía nada comparable a nuestro concepto europeo de nación, tampoco nada que recordase a los antiguos imperios indios de Centroamérica y Sudamérica, pero una «tribu» era mucho más que un simple conjunto de tipis levantados sobre una llanura. Los indios de Norteamérica no eran una mera constelación de poblados primitivos sin organización. La Gran Nación Sioux, sin ir más lejos, no solamente disponía de un gobierno central sino que podía reunir un ejército único que defendiera los intereses de todos los sioux en su conjunto (aunque en tiempos de Nube Roja se estima que no pudiese reunir a más de dos mil o tres mil guerreros).

Cada una de las siete tribus sioux se subdividía en varios clanes, generalmente bautizados con términos descriptivos que hacían referencia a alguna característica distintiva de su estilo de vida. Estos clanes se componían a su vez de un cierto número de poblados o de bandas seminómadas que compartían unos determinados rasgos de identidad, resumidos por el nombre del clan. Eso sí, como en cualquier otro grupo humano, el mundo sioux no estaba exento de luchas internas y ocasionales guerras fraticidas. Pero lo cierto es que allá donde fuesen poseían un fuerte sentido de la identidad que iba más allá de lo meramente tribal. De hecho los sioux no se llamaban a sí mismos «sioux», sino «lakota», término que significaba «aliados» (y por cierto, según lo pronunciasen, ese término sirvió para dividir la Nación Sioux en tres ámbitos lingüísticos: los lakota, los dakota y los nakota… separación que aún se utiliza hoy).

El primero de esos tres grupos, el de los lakota, estaba compuesto básicamente por una gran tribu: la de los teton o titunwan («habitantes de las praderas»). Es probablemente la más célebre de entre todas las tribus sioux y la que en mayor grado ha sido representada en la cultura popular. A los teton-lakota pertenecieron personajes legendarios como los citados Toro Sentado, Caballo Loco o Ciervo Negro. También perteneciente a la tribu teton-lakota era el clan oglala («los que se dispersan»), en cuyo seno nació Nube Roja. Eso sí, como ya dejamos entrever más arriba, Nube Roja no fue un oglala puro étnicamente hablando. Su padre, el jefe Hombre Solitario, fue líder del clan kuhee («los que viven apartados») que a su vez pertenecía a la tribu brulé. La madre de Nube Roja, que lucía el muy descriptivo nombre de La Mujer que Camina Mientras Piensa, era por el contrario una lakota norteña.

El pequeño Nube Roja no tardó en quedarse huérfano: cuando apenas estaba empezando a caminar su padre murió a causa de la adicción a la bebida. Nube Roja nunca fue ajeno al hecho de que su padre fue un alcohólico, vicio cada vez más habitual pero al mismo tiempo cada vez peor visto entre los indios. Al morir su marido, La Mujer que Camina Mientras Piensa llevó al pequeño Nube Roja y sus hermanos a la aldea de un familiar, elViejo Jefe Humo, tío materno del niño. Poco después también ella falleció. Nube Roja, apenas un párvulo y ya sin padres, quedó al cuidado de sus hermanas mayores, mientras que el Viejo Jefe Humo se convirtió en su referente masculino, su mentor y lo más parecido a un padre que Nube Roja conoció en su vida.


Ilustración de la época, mostrando parte de un poblado sioux oglala.

El que Nube Roja fuese criado en casa de la familia directa de su madre no es casualidad. Engañoso podría resultar el aparente culto al macho guerrero que tiñe toda nuestra visión del entorno de Nube Roja y de los sioux en general. La sociedad oglala, como casi todas las sociedades sioux, era una curiosa mezcla de predominio del varón con un trasfondo de matriarcado tradicional. Los hombres dominaban, sí, pero el papel de las mujeres distaba mucho de ser completamente pasivo. Los sioux tenían la idea de que la naturaleza poseía dos espíritus igualmente importantes, el masculino y el femenino. Así pues, aunque los jefes de los poblados, bandas o clanes eran siempre hombres, a veces su nombramiento debía ser aprobado por las ancianas locales, quienes tenían incluso la potestad de destronar a un líder inadecuado. Los propios sioux afirmaron más tarde que que las mujeres indias empezaron a desaparecer de la élite gobernante cuando los europeos recién llegados se negaban a reconocerlas como representantes válidas en las negociaciones. Es más: entre los sioux existía incluso una amplia tolerancia hacia la homosexualidad —que era permitida tanto en hombres como en mujeres— e incluso hacia el travestismo: existía la figura de los winktes, varones afeminados («poseedores de los dos espíritus») que solían ejercer funciones espirituales, sanadoras o mágicas. En 1712, el jesuita francés Joseph-François Lafitau describió así el papel de la mujer entre los sioux:

Nada hay más real que la superioridad de la mujer. Son ellas quienes mantienen la tribu, la nobleza de sangre, el árbol genealógico, el orden de las generaciones y la conservación de las familias. En ellas reside toda la verdadera autoridad: las tierras, los campos y todas las cosechas les pertenecen. Ellas son el alma de los consejos, los árbitros en la paz y la guerra; recogen todos los impuestos y mantienen el tesoro público; a ellas se les confía los esclavos; ellas arreglan los matrimonios; los niños están bajo su autoridad y el orden de sucesión está fundado en su sangre. El Consejo de Ancianos que realiza todas las transacciones no funciona por sí mismo, sino que parece que sirven solamente para representar y ayudar a las mujeres en aquellas materias donde el decoro no permite a éstas presentarse o actuar. Las mujeres eligen a los jefes de entre sus hermanos maternos o de entre sus propios hijos.

También la figura salvadora de la religión tradicional sioux, la enviada del cielo que había prometido retornar para ofrecerles la redención a los lakota, era una fémina: la Mujer Búfalo Blanco. Cuando los misioneros católicos comenzaron a predicar entre los indios, muchos sioux asimilaron a la Mujer Búfalo Blanco con la Virgen María debido al evidente parecido iconográfico entre ambas figuras mitológicas (aunque en realidad la Mujer Búfalo Blanco ejercería un rol más parecido al de Cristo). Así pues, no resulta difícil intuir que el enfoque de la opinión femenina pudo tener su peso sobre muchas decisiones de los sioux por más que fuesen siempre los varones quienes las vocalizaban y ponían en práctica. Nube Roja, que nunca fue un hombre particularmente sensible o delicado —incluso considerado bajo los estándares de los duros guerreros sioux— daba frecuentes muestras de una pragmática sensatez que probablemente debía bastante al hecho de haber sido criado por sus hermanas mayores.

Los sioux fueron siempre guerreros: antes de la llegada del hombre blanco solían protagonizar periódicos conflictos con otras naciones indias. De hecho, las guerras entre indios podían ser tan insensatas o crueles como las guerras entre europeos, pero sería un error considerar la Nación Sioux como un irreflexivo pueblo de batalladores testosterónicos. Nada más lejos. Estaban muy acostumbrados a que una amplia variedad de circunstancias resultaba preferible la negociación a la batalla. Sea como fuere, es verdad Nube Roja creció siendo un joven particularmente dotado para la guerra. Como adolescente destacaba por su aguda inteligencia pero también por su destreza, rapidez y fuerza sobresalientes: un estadounidense contemporáneo definió su tensa constitución física como la de «un tigre a punto de abalanzarse». Su educación fue la típica de un sioux: dado el carácter nómada de los oglala, Nube Roja llegó a conocer bien extensísimas regiones de las llanuras septentrionales. Podía reconocer cualquier animal de un vistazo y distinguir de entre la vegetación cualquier planta que sirviera como alimento o que tuviese propiedades medicinales. También conocía al dedillo las características geológicas de cada paraje de la región. Como todos los jóvenes lakota, hubo de realizar largos y duros viajes iniciáticos en los que tenía que demostrar que podía valerse por sí mismo, sobreviviendo sin ayuda en mitad de los más agrestes parajes y regresando vivo al poblado: la vida en las llanuras no resultaba fácil y un hombre tenía que estar preparado para cualquier cosa. Después de probarse en aquellos duros exámenes, un joven sioux podía optar por diferentes líneas profesionales para labrarse un futuro: desde convertirse en guerrero hasta ejercer como sacerdote o sanador. Incluso existían grupos similares a gremios que se encargaban de formar y entrenar a los jóvenes en determinados trabajos concretos. Pero lo cierto es que en casi todos estos ámbitos se necesitaban buenos contactos e influencias para ascender, algo con lo que sin duda podemos estar familiarizados. Cierto es que en sus pruebas de iniciación Nube Roja destacó de entre sus pares adolescentes y desde muy temprano tuvo sin duda un carácter duro y competitivo. Sin embargo sus perspectivas de ascender socialmente en el clan parecían bastante escasas. Su «libro de familia» suponía un serio obstáculo: como señalábamos, un huérfano mestizo e hijo de un bebedor no podía esperar demasiados apoyos.

Pero a un guerrero que lucha valientemente nadie le discutía sus méritos, y destacar en la guerra era un empujón importante para llegar a ser alguien en la Nación Sioux. Así que el adolescente Nube Roja se entrenaba duramente con la intención de llegar a ser un guerrero; teniendo solamente dieciséis años, como narrábamos al principio, acudió a su primera batalla y experimentó su primer retorno triunfal. Después vendrían otras muchas batallas, especialmente contra los pawnee o los crow. Para cuando le tocase enfrentarse a los soldados estadounidenses —mucho mejor armados y mejor organizados— Nube Roja ya había acumulado una enorme experiencia en combate.


Partida de guerreros sioux, parecida a aquella en con la que Nube Roja empezó a batallar cuando tenía solamente dieciséis años.

Los sioux aprendieron a montar a caballo durante el siglo XVI; al parecer fueron sus aliados de la Nación Cheyenne quienes les introdujeron en el arte de equitación (los cheyenne, claro, lo habían aprendido de los europeos). Hábiles y despiertos, los sioux pronto dominaron aquellos extraños animales y se convirtieron en expertos jinetes. También se tuvieron que habituar a las armas de fuego, aunque lo hicieron con algo de retraso respecto a otros indios del norte. De hecho los sioux fueron expulsados de sus tierras originarias por varias naciones rivales que sí disponían de pólvora. La imagen legendaria de los sioux cabalgando por las llanuras responde a una realidad, pero es una realidad relativamente tardía en su historia e indirectamente moldeada por la importación de las armas de fuego. Su origen no había estado tan atado a las planicies como pudiera parecer; tradicionalmente habían habitado zonas boscosas, viajando mediante canoas a lo largo de las corrientes fluviales o los lagos de la región limítrofe con Canadá. Sin embargo, la presión de algunas naciones rivales que habían conseguido unas armas nuevas y terribles —los mosquetes— empezó a hacerse notar y los bravos guerreros sioux, que habían dominado con facilidad a sus enemigos, tuvieron que empezar a ceder terreno. Los guerreros de la Nación Cree habían estado rearmándose gracias al comercio con los franceses: a cambio de pieles que alcanzaban un alto precio en Europa, los cree se hicieron con un arsenal de mosquetes contra los que los guerreros sioux no estaban habituados a combatir. En 1674 los cree masacraron a balazos a una partida de caza sioux que no disponía de nada mejor que arcos, cuchillos y demás armamento arcaico para defenderse. Otros indios de la región como los chippewa o los assiniboin también consiguieron mosquetes, poniendo en solfa la antigua supremacía sioux y obligándolos a desplazarse hacia el sur y el oeste.

Así que, presionados por sus enemigos, los sioux habían abandonado una apacible vida en los bosques para empezar a habitar las grandes llanuras. Sin embargo, aquella situación de inferioridad no duraría mucho: habían comprendido por amarga experiencia la importancia de las armas de fuego y también empezaron a comerciar con franceses e ingleses para conseguirlas. Pronto disparaban sus mosquetes con tanta o más soltura que sus enemigos, volviendo a equilibrar la balanza de fuerzas en su favor. Así, armados con pólvora y montados sobre caballos, se lanzaron definitivamente a la conquista de las praderas. Del mismo modo en que antes habían sido desplazados por los cree o los chippewa, los sioux empezaron a desplazar a otras naciones como los iowa y los omaha. Los sioux se movían ahora buscando una fuente de alimento y pieles aparentemente inagotable —el búfalo— que resultaba más fácil de cazar gracias a los mosquetes, y su espíritu osado hizo que se dispersaran en persecución de las grandes manadas. En ese proceso de expansión, con el nuevo armamento asociado a su tradicional belicosidad, pronto se puso de manifiesto que los sioux que no estaban dispuestos a echarse atrás ante nadie. Las armas de fuego, pues, tuvieron un impacto enorme en la balanza de poderes de la Norteamérica nativa. La pólvora permitió que las naciones más guerreras como los sioux, los pawnee, los pies negros, los cherokee, los apache, los kiowa y otras bien conocidas por todos terminaran imponiéndose en amplias regiones, pero lógicamente también agravaron la magnitud de las disputas entre los propios indios.


Ubicación que tendría la Gran Nación Sioux (señalada en el mapa como «Lakotah») en los actuales EE.UU.

A principios del siglo XIX, pues, la Gran Nación Sioux se había consolidado y ocupaba ya un amplio territorio repartido entre varios de los actuales estados de USA, que de hecho era más extenso que la actual España. Su influencia se extendía tan lejos como a Canadá por el norte y Colorado por el sur. Otras naciones indias del norte de los actuales EE.UU. los temían a causa de su carácter batallador y en todo caso los respetaban por su renombre. A ninguna otra nación, fuese rival, aliada o neutral, se le escapaba que la Nación Sioux estaba formada por individuos bravos e inteligentes, dotados de una cohesionada organización interna que les permitía actuar coordinadamente a lo largo de un extenso territorio. Había que tenerles cuidado.

En cuanto al contacto con el hombre blanco, no había tenido siempre tintes de enemistad. Al menos no en los inicios. Cuando los primeros blancos se adentraban en territorio indio se trataba por lo general de exploradores, comerciantes de pieles, misioneros y demás pioneros temerarios a quienes los indios recibían con cortesía e interés. Como solía suceder cuando los blancos no tenían bastante poder como para intentar apoderarse de las tierras por la fuerza, los sioux no se mostraron particularmente refractarios a la colaboración y de hecho llegaron a considerar a los europeos como valiosos aliados en sus guerras contra otras naciones indias. Los blancos eran buenos suministradores de armas de fuego y munición, elementos decisorios en cualquier guerra y que al contrario que los caballos, los indios no podían producir por sí mismos. A los indios también les gustaban los utensilios domésticos, herramientas y adornos traídos de Europa, y muy gustosamente intercambiaban todo ello por pieles. Sin embargo no todo era de color de rosa, porque en ese fluido comercio pronto se coló el alcohol: los europeos descubrieron que algunos indios caían con singular facilidad en el alcoholismo, enfermedad que se cebaba particularmente con los nativos —se piensa que podría influir una cuestión genética relacionada con las encimas que metabolizan la sustancia en el organismo—, así que empezaron a vender grandes cantidades de «agua de fuego» a todo poblado o banda con la que se cruzaban (a los indios les fascinaba comprobar cómo aquel líquido era capaz de arder, de ahí su sonora manera de referirse a él) . Los indios comprendieron rápidamente el poder disruptivo que la bebida podía tener en su sociedad, pero poco podían hacer para evitar su circulación excepto convertirlo en un estigma social: si bien podían convertirse fácilmente en alcohólicos cuando se acostumbraban a beber, eran muchos quienes sencillamente se negaban a hacerlo y curiosamente, tanto el porcentaje de alcohólicos como también el de abstemios era mucho más alto entre los indios que entre los blancos. Los blancos, naturalmente, hicieron todo lo posible para fomentar activamente el comercio del alcohol, bien fuese por avaricia o incluso como un arma más con el que debilitar a los nativos.

Más allá de esto, la convivencia entre indios y blancos fue buena mientras los primeros no se sintieron invadidos. Cierto es que las ambiciones de los primeros exploradores y comerciantes europeos provocaban enfrentamientos puntuales e incluso algunos incidentes violentos, pero esto era más la excepción que la regla. La situación, no obstante, cambió cuando los blancos comenzaron a aparecer en mayor número y decididos a asentarse en territorio indio, ejerciendo una presión demográfica creciente que por necesidad terminaba provocando explosiones incontrolables de violencia. En un principio, los indios trataban de tolerar a los nuevos colonos, pero el aumento de estos era constante, requiriendo cada vez más tierras y recursos, y avanzando casi siempre escoltados por los militares. Los indios no tardaban en sentir que estaban siendo efectivamente expulsados de sus tierras por aquellos mismos blancos a quienes habían dado la bienvenida generaciones atrás.

A mediados del siglo XIX, la creciente belicosidad contra el hombre blanco era un fiel reflejo de esa nueva situación. Cada vez que una población blanca medianamente significativa se instalaba en un territorio indio, los Estados Unidos la respaldaban con la fuerza de las armas ante la previsible escalada de resistencia de los nativos. Entonces empezaba un toma y daca de enfrentamientos entrecortados por sucesivos acuerdos de paz. Primero solía producirse un incremento de la tensión caracterizada por una espiral de incidentes violentos que amenazaban con desembocar en una guerra abierta. Guerra en la que los indios, con su inferior armamento e inferior organización militar, sabían que tenían pocas esperanzas de triunfo. Así, los indios solían intentar detener la invasión de facto de sus territorios con la aceptación de diversos tratados en los que aceptaban pagos periódicos en dinero, alimentos y distintos bienes a cambio de renunciar a una parte sustancial de sus territorios. Cedían sus tierras a los blancos y se marchaban a vivir a una «reserva», la integridad de cuyas fronteras estaba teóricamente garantizada por el gobierno de Washington, que también prometía recursos y dinero suficientes para que los indios sobreviviesen allí. De este modo, ambos bandos buscaban cortar de raíz la espiral de violencia. Los estadounidenses firmaban estos tratados porque la resistencia india les hacía desviar costosos recursos militares a la región concreta que estuviese en conflicto, desestabilizando además la productividad y el comercio: un tratado garantizaba la tranquilidad y de paso les ganaba un buen mordisco de territorios. Los indios firmaban porque no tenían mucha más salida que conformarse con la reserva y los pagos prometidos, salvo que decidieran lanzarse a una guerra total contra un enemigo bastante mejor pertrechado y generalmente mucho más numeroso.

Para los sioux aquellos tratados tenían un estatus de acuerdo internacional —lo que en esencia eran— y pensaban que debían ser solemnemente respetados. Los jefes de las tribus implicadas sellaban un pacto con el gobierno de aquella otra nación llamada los Estados Unidos de América. En esas firmas, el gobierno de Washington estaba legalmente representado por la figura de un «agente de asuntos indios» o superintendente. Esto es, funcionarios que tenían una total potestad para negociar con los indios en nombre del gobierno. ¿Por qué estos agentes tenían tanto margen para negociar por sí mismos? Porque Washington, en realidad, estaba poco dispuesta a cumplir cualquier compromiso adquirido por aquellos agentes.

Los sioux no tardarían en comprender que como les había sucedido a otros indios antes que a ellos, sus firmas tendían a ser menospreciadas por la otra parte. Los incumplimientos estadounidenses eran frecuentes y llevaban a nuevos conflictos en los que —una vez más— los indios se veían en situación de inferioridad. La cosa se resolvía con un nuevo tratado que ahora establecía condiciones todavía más desfavorables que el anterior, trasladando a los indios derrotados a una reserva más pequeña y menos habitable. Así, los territorios en los que tenían que vivir eran cada vez más pobres, porque las tierras más fértiles y con mayor abundancia de caza se las quedaban los blancos. Como consecuencia y para poder sobrevivir, los indios se veían cada vez más dependientes de los pagos en dinero y especie que el gobierno de Washington había prometido. Pero estos pagos se retrasaban o sencillamente no se producían: una tónica habitual que se agravaría con el estallido de la guerra civil en los Estados Unidos. De repente, a Washington le preocupaba mucho más la guerra entre blancos que las guerras periféricas contra los indios, así que el gobierno estadounidense —de manera unilateral y a veces incluso en decisión ratificada por el senado— declaraba nulas aquellas cláusulas de los pagos o sencillamente se limitaba a permitir que los agentes de asuntos indios hiciesen y deshiciesen a su antojo…. con el resultado de que los pagos se perdían en la maraña administrativa de la Agencia de Asuntos Indios, de cuyo control interno nadie se preocupaba demasiado y cuyos integrantes solían terminar apropiándose de todos los bienes. Los encargados de negociar con los indios lo tenían fácil para enriquecerse con el dinero y las mercancías que estaba teóricamente destinado a garantizar la subsistencia de los nativos (en EE.UU., como vemos, no existía un particular interés en combatir la corrupción cuando los perjudicados eran los indios). Todo esto se puede resumir con estas líneas extraídas de la carta escrita por un militar estadounidense de la época, el general John Pope, comandante del ejército en Missouri:

El indio, en realidad, ya no tiene un país. En sus tierras, por todas partes, se ha extendido el hombre blanco. Sus medios de subsistencia son destruidos y los hogares de sus tribus les son arrebatados violentamente. El indio y su familia son reducidos al hambre o a la necesidad de combatir hasta la muerte contra el hombre blanco, cuyo inevitable y destructivo avance amenaza con la total exterminación de su raza. Los indios, llevados a la desesperación y amenazados por el hambre, han comenzado sus hostilidades contra los hombres blancos y se están conduciendo con una furia y rabia hasta ahora desconocidas en su historia. No hay una tribu india en las grandes llanuras o en las regiones montañosas que no esté guerreando contra nosotros.

La suerte de los sioux no fue muy distinta. Tratado tras tratado, iban perdiendo todo aquello que les pertenecía. En 1863 se descubrió oro en Montana: fueron construidas un par de carreteras que atravesaban directamente el territorio de caza de los sioux lakota y que invitaban a toda una nueva oleada de inmigrantes a establecerse en aquel territorio que los indios necesitaban para alimentarse. Eran los últimos territorios de caza vírgenes de la región que todavía no habían sido estropeados por la presencia de los blancos y allí se buscaban el sustento diversas poblaciones de sioux, cheyennes y arapajoes. Ante el nuevo atropello, las tres naciones indias formaron una coalición para defenderse, reuniendo a unos dos mil guerreros dispuestos a impedir que aquel territorio fuese también invadido. Los convoyes comerciales de las nuevas rutas empezaron a ser acosados por partidas de indios que atacaban y desparecían rápidamente utilizando tácticas de guerrilla. Los indios se ocupaban particularmente en interceptar la mayor cantidad posible de correo postal, para entorpecer la coordinación del avance estadounidense. Estas nuevas rutas del oro estaban pagando un alto precio por atravesar impunemente territorio previamente garantizado mediante tratados y las caravanas, pese a ser cada vez más grandes y con mayores escoltas, lo tenían muy difícil para atravesar tranquilamente las tierras de caza indias. En 1865, tras más de año y medio de constante asedio de los sioux, cheyenne y arapajoe, el comandante estadounidense de la región, general Grenville Dodge, cometió el error de enviar una expedición de dos mil setecientos soldados para intentar castigar a los díscolos nativos. Nube Roja, que hasta entonces solamente había combatido contra otros indios y nunca contra el hombre blanco, rápidamente se puso al frente de la contraofensiva.

Aquel huérfano que había librado su primera batalla con dieciséis años después estar a punto de perdérsela por quedarse dormido, tenía ahora más de cuarenta y se había convertido en uno de los comandantes militares más reputados de la Nación Sioux. El incauto ataque del general Grenville Dodge iba a sacar lo mejor de aquel guerrero sioux y lo iba a convertir en leyenda. Así comenzaba la guerra de Nube Roja.

(Continúa)


http://www.jotdown.es/2013/10/nube-roja-el-hombre-que-derroto-a-los-estados-unidos-i/

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