Cuando el sol estaba bajando hacia la zona oscura donde descansa cada día, rojo de alegría, aquella mujer que, sentada, esperaba a su Amor todos los atardeceres en el mismo sitio,
contemplando el rojo disco ponerse, vio que esta vez algo diferente acontecía en este sol
que bajaba lentamente hacia su morada oscura.
Vio que ya no era el mismo rojo disco que ella contemplaba diariamente, que no era el mismo rojo disco que todo lo cubría con su manto colorado, sino que esta vez era un ave el que se presentaba ante sus ojos, era un ave lo que se podía apreciar en el cielo lleno del color de fuego más ardiente.
El ave que ella contemplaba en una lucha tan fiera como interminable, estaba con las alas extendidas hacia el horizonte, mas allá de donde su vista podía abarcar.
Ella podía apreciar que lo que veía era un ave inmensa y roja, roja como las brasas que arden en las cocinas de leña de nuestros abuelos…
Esta inmensa ave roja, se debatía en una lucha terrible para no bajar hacia la morada donde el sol duerme cada día.
Había perdido la noción del tiempo que estuvo contemplando al ave luchando contra alguien o algo que no podía apreciar…
Pero se daba cuenta que los movimientos de la inmensa ave daban a entender que iba perdiendo la lucha.
Iba perdiendo la lucha, era evidente…
Pero en eso, su calor llego fulgurante a la mujer que atónita miraba el incendio del ave que podía ver que eran también los de su propia Alma, su propia Alma era la que luchaba férreamente en los movimientos agónicos de la inmensa ave que no se resignaba a morir con el sol…
La mujer miraba… miro una eternidad la lucha del ave contra si misma… sabia que había una intima identificación entre ella y el ave que veía en el cielo luchar porque luchaba como ella misma lo hacia frecuentemente.
En eso, esta mujer que atónita miraba, sintió la necesidad de ponerse de pie, sintió la necesidad de abrir los brazos, de levantar la cabeza hacia lo mas alto del cielo enrojecido…
La mujer sintió que una lucha terrible se alojaba en su Alma, la agonía de ser y no ser, mientras estaba de pie con el aliento contenido y sintiendo que su cuerpo ardía en armonía con su mirada dirigida hacia el rojo infinito que se había transformado todo en un ave con las alas extendidas luchando contra su propio Ser.
Ella comenzó a danzar, a danzar la danza del fuego que había visto en muchas ocasiones que se bailaba en los pueblos que aun creían en que el Sol era un Ser Divino y no un simple disco de fuego.
Ella danzaba frenéticamente sin poderse contener, ya escapaba de su conciencia el dirigir
los movimientos de su cuerpo, ahora era su cuerpo el que dirigía su mente y ella observaba todo, todo lo observaba atónita, asustada, pero sabiendo que así tenia que ser… Así tenia que ser, por ello se dejaba conducir por la danza que había hecho de su cuerpo un prisionero de un ritmo que jamás bailo antes.
La mujer sintió que ardía, que todo en ella ardía… Mientras bailaba.
Ella seguía con las manos extendidas en cruz y sintió que llegaba, a ella, el ave que miraba, sin poder verla ya.
Sintió que el ave se apoderaba de su cuerpo y que la atrapaba dentro de si misma… dentro de su propio cuerpo… ella y el ave eran un solo ser, un solo ser.
Esa ave era el Ave Fénix que la había escogido como receptáculo para encerrar en su cuerpo, no sus cenizas, sino su propia vida para no morir sino reencarnarse antes de la muerte en los bellos sentimientos de esta mujer que esperaba a su amante… sin querer reconocer que su amante también la esperaba a ella…
Teniendo el Ave Fénix dentro de su cuerpo, la mujer sintió el fuego abrasador de la necesidad de marchar hacia donde el se encontraba y de quien siempre había huido…
Ella llego adonde él se encontraba y en las manos de su Amado recién se transformo en cenizas porque entonces -solamente entonces- renacería entre sus brazos… para no morir mas sino cuando el también pereciera…
para renacer juntos en el ciclo interminable del Amor.
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