En busca de una tierra misteriosa (3)
Para la arqueología es fatal confundir los edificios del período Inca, en Perú, o de Moctezuma y sus caciques en México, con los monumentos más antiguos indígenas. Mientras Cholula, Uxmal, Quiché, Pachacamac y Chichen estaban en su apogeo en el momento de la invasión de los españoles, existían centenares de vestigios de ciudades y monumentos que estaban en ruina ya en aquella época y cuyo origen ignoraban los incas y los caciques conquistados, así como los españoles. Innegablemente, eran los restos de una civilización desconocida y ahora extinta. La exactitud de tal hipótesis es corroborada por la extraña y misteriosa forma de las cabezas y los perfiles de las figuras humanas sobre los monolitos de Copán. Al principio, la pronunciada diferencia entre los cráneos de estas razas y los de los indoeuropeos, se atribuyó a los medios mecánicos que las madres usaron para dar una conformación particular a la cabeza de sus niños durante la infancia, tal como ocurre en otras tribus y poblaciones. Sin embargo, el mismo autor nos dice: “el descubrimiento de una momia conteniendo un feto de ocho meses, demuestra que ésta era la conformación del cráneo, poniendo en entredicho el fundamento de la hipótesis de los medios mecánicos“. Además de las hipótesis, tenemos una prueba científica e irrefutable según la cual, en un pasado remoto, hace varios miles de años, en Perú debió haber existido una gran civilización.
Hoy se tiene un buen conocimiento del guano (huano) peruano acumulado en las islas del Pacífico y en la costa sudamericana. Es un fertilizante muy útil compuesto por los excrementos de las aves marinas, mezclado con sus cuerpos en descomposición, huevos, restos de foca, etc. Humboldt fue el primero que, en 1804, lo descubrió, dirigiendo la atención del mundo sobre el asunto. Mientras describe los depósitos de guano que cubren las rocas de granito de Chincas y de otras islas, alcanzando la altura de decenas de metros, afirma que “la acumulación de guano durante los 300 años anteriores a la conquista, habían formado sólo algunos centímetros de espesor”. Por lo tanto, para saber cuántos millares de años se necesitaron para constituir este deposito de varios metros, es una simple cuestión de cálculo. En esta coyuntura, citaremos algo de un descubrimiento tratado en el libro “Las Antigüedades Peruanas“, escrito por el Doctor Edwin. R. Heath: “En las islas Chinca, a una profundidad de una veintena de metros bajo tierra, se descubrieron ídolos de piedra y vasijas; mientras a una decena de metros se encontraron ídolos de madera. Tras del guano, en las islas Guanapi, al sur de Truxillo y Macabi al norte, se exhumaron momias, pájaros, huevos de pájaros y ornamentos de oro y plata. En Macabi, los labriegos encontraron algunos grandes y valiosos vasos dorados que rompieron, repartiendo los fragmentos entre ellos, a pesar de que se les ofreció lo correspondiente al peso, en monedas de oro. Así, estas reliquias de gran interés para la ciencia se han perdido para siempre. Aquél que pueda determinar los siglos necesarios para que se deposite una veintena de metros de guano en estas islas, teniendo presente que desde la conquista, hace 300 años, no se ha notado ningún aumento apreciable en espesor, puede daros una idea de la antigüedad de estas reliquias“.
Si nos atenemos a un cálculo estrictamente matemático, atribuyendo 12 líneas a cada 2,54 centímetros y asignando una línea a cada siglo, nos vemos obligados a aceptar que los artífices de estos vasos preciosos nos antecedieron en la astronómica cifra de 864.000 años. Aun reconociendo un amplio margen de error y adjudicando 2,54 centímetros por cada siglo, llegamos a una civilización que existía hace 72.000 años, la cual es comparable y en algunas cosas superiores, a la nuestra, si consideramos sus obras públicas, la durabilidad de las construcciones y la grandiosidad de los edificios. Al tener unas ideas muy claras de la periodicidad de los ciclos, que incluyen al mundo, a las naciones, a los imperios y a las tribus, estamos convencidos que nuestra civilización moderna es el alba más reciente de lo que ya se presenció un sinnúmero de veces en este planeta. Quizá no sea ciencia exacta, sin embargo es una lógica inductiva y deductiva, que se basa en teorías menos hipotéticas y más tangibles que muchas otras teorías consideradas rigurosamente científicas. Usando las palabras del profesor T. E. Nipher, de St. Louis, diremos: “no somos los amigos de la teoría, sino de la verdad“. Y hasta que ésta se encuentre, acogeremos toda nueva teoría, a pesar de su impopularidad al principio, no sea que rechacemos, en nuestra ignorancia, la piedra que, con el tiempo, pueda llegar a ser la mera piedra angular de la verdad. “Los errores de los científicos son innumerables, no porque son científicos, sino porque son seres humanos“, dice el mismo hombre de ciencia y enseguida cita las nobles palabras de Faraday: “ejercer el juicio debería conducir, ocasional y frecuentemente, a la reserva absoluta. Suspender una conclusión puede resultar desagradable y una gran fatiga. Sin embargo, como no somos infalibles, deberíamos proceder con cautela“.
Es improbable que se haya tratado de redactar un relato minucioso de las llamadas antigüedades americanas, excepción hecha para algunas de las ruinas más prominentes. Si queremos desenmarañar la historia de la religión, la mitología y, aun más importante, el origen, el desarrollo y la agrupación final de las especies humanas, debemos confiar en la búsqueda arqueológica y debemos empezar reuniendo las imágenes del pensamiento antiguo, más elocuente un su forma estacionaria que en la expresión verbal, la cual, en sus profusas interpretaciones, se presta fácilmente a ser distorsionada de mil maneras. Esto nos proporcionaría un indicio más fidedigno. Las sociedades arqueológicas deberían tener una enciclopedia entera con los restos del mundo, integrando las especulaciones más importantes sobre cada localidad. Ya que, a pesar de lo fantástico y lo descabellado que algunas de estas teorías pueden parecer a primera vista, cada una tiene una posibilidad de demostrarse útil en algún momento. A menudo, según Max Müller, es más beneficioso saber lo que una cosa no es que saber lo que es. El examen de las antigüedades peruanas se basa, principalmente, en la interesante relación del doctor Heath, que hemos mencionado anteriormente. Según Helena Blavatsky, nosotros, los europeos, estamos emergiendo del fondo de un nuevo ciclo y nos encontramos en el arco ascendente, mientras los asiáticos, especialmente los hindúes, son los restos que permanecen de las naciones que poblaban al mundo en los ciclos anteriores.
Si los arios procedieron de los americanos arcaicos o si éstos de los arios prehistóricos, es una cuestión que ningún ser humano puede dirimir. Sin embargo, es más fácil probar que contradecir la existencia de una relación íntima, entablada en algún tiempo, entre los arios antiguos, los habitantes prehistóricos de América, cualquiera que fuese su nombre, y los egipcios arcaicos. Probablemente, si esta relación era una realidad, debe haberse desarrollado en un período en que el océano Atlántico no había aún dividido los dos hemisferios, como ocurre actualmente. En el libro “Las Antigüedades Peruanas“, el doctor Heath, una especie rara entre los científicos, un buscador intrépido que acepta la verdad dondequiera que la encuentre, resume sus impresiones de las reliquias peruanas de esta forma: “Por tres veces, los Andes se sumergieron centenares de metros por debajo del nivel oceánico y lentamente, volvieron a asumir su altura actual. La vida humana sería excesivamente breve para contar, aún, los siglos que se intercalaron en esta operación. La costa peruana se ha levantado una veintena de metros desde que Pizarro desembarcó. Suponiendo que los Andes se hayan alzado de manera uniforme y sin interrupción, deben haber transcurrido 70 mil años para que alcanzaran su presente altura“.
¿Quién sabe, entonces, si la idea fantástica de Julio Verne, con respecto a la Atlántida perdida, pueden acercarse a la verdad? ¿Quién puede decir que, anteriormente, donde ahora se extiende el océano Atlántico, no se elevara un continente cuya densa población era muy adelantada en las artes y las ciencias y tan pronto como se dio cuenta que su tierra estaba hundiéndose, algunos emigraron hacia oriente y otros hacia occidente, instalándose en los dos hemisferios? Esto explicaría la similitud de sus estructuras arqueológicas, sus razas y sus diferencias modificadas y adaptadas al carácter de sus respectivos climas y países. He aquí la razón por la cual la llama y el camello difieren, aun perteneciendo a la misma especie; así como algunas especies de árboles. Además, explica por qué los indios Iroqueses de Norteamérica y los árabes más antiguos, usan el mismo nombre cuando se refieren a la constelación de la ‘Osa Mayor’. Las naciones que vivieron aisladas y a oscuras de su mutua existencia, dividen el Zodíaco en doce constelaciones, dándoles los mismos nombres. Y los hindúes del Norte llaman Andes a los Himalayas, como lo hacen los sudamericanos con su cadena montañosa. ¿Acaso debemos caer en la antigua idea de que la única manera de poblar el hemisferio occidental era a través del Estrecho de Behring? ¿Tal vez hay que seguir ubicando un Edén geográfico en oriente?
A donde sea que uno se dirija en la exploración de las antigüedades americanas, la primera cosa que nos impacta es la magnitud de estas reliquias que se remontan a edades y a civilizaciones desconocidas y, luego, su extraordinaria similitud con los montículos y las antiguas estructuras de la India, de Egipto y también de algunas partes de Europa. Quien ha visto uno de estos montones de tierra los ha visto todos. Quien se ha encontrado frente a una de estas estructuras ciclópeas en un continente, tiene una idea suficientemente exacta del aspecto de aquellas de otro continente. Basta decir que sabemos aun menos de la edad de las antigüedades americanas que de las del valle del Nilo, acerca de las cuales ignoramos casi todo, aunque algunos se piensan que lo saben todo. Sin embargo, no obstante su forma exterior, su simbolismo es, evidentemente, lo mismo en Egipto, en la India y en otros lugares. Así, considerando la gran pirámide de Cheops, el vasto montículo de cuarentena de metros de altura, situado en la planicie de Cahokia, cerca de St. Louis (Missouri), cuya longitud y anchura miden casi un kilómetro, y el montículo en la orilla de Brush Creek, en Ohio, uno no sabe si admirar más la precisión geométrica elaborada por los maravillosos y misteriosos constructores en la forma de sus monumentos o el simbolismo oculto que evidentemente buscaban expresar.
El montículo en Ohio representa a una serpiente que mide más de mil pies. Se enrosca con gracia en curvas sinuosas, terminando en una espiral triple en la cola. “El terraplén que constituye la efigie mide un metro y medio de altura con una base en el centro del cuerpo de diez metros que va disminuyéndose levemente hacia la cola“. El cuello está extendido y la boca abierta mantiene, en sus fauces, una figura oval. Los investigadores escriben: “Este oval, constituido por un terraplén de un metro y veinte centímetros de altura, tiene un perfil perfectamente regular y sus diámetros horizontales y verticales miden, respectivamente, 28 y 2 metros“. El todo representa la idea cosmológica universal de la serpiente y del huevo. Esta es una deducción fácil. ¿Cómo ocurrió que este gran símbolo de la sabiduría hermética del antiguo Egipto, estuviera representado en Norteamérica? ¿Cómo es que los edificios sagrados descubiertos en Ohio y en otros lugares, estos cuadrados, círculos, octágonos y otras figuras geométricas en los que se reconocen fácilmente la idea prevaleciente de las cifras pitagóricas sagradas, parecen ser copiados del Libro de los Números? A pesar del silencio completo, tocante a su origen, aun entre las tribus indígenas, que por otro lado han preservado sus tradiciones, la antigüedad de tales ruinas es probada por los bosques más vastos y más antiguos que crecen en las ciudades enterradas.
Los prudentes arqueólogos americanos les han asignado generosamente dos mil años. Sin embargo, afirman que: “probablemente, trasciende el poder de la investigación humana contestar quién las edificó y si sus artífices emigraron, desaparecieron bajo el yugo de los ejércitos victoriosos o si fueron aniquilados por alguna epidemia pavorosa o una hambruna universal”. Los primeros habitantes de México, acerca de los cuales la historia conoce algo, fueron los Toltecas. Se supone que vinieron del norte y entraron en el valle del Anáhuac en el séptimo siglo después de Jesucristo. Se les acredita, también, la construcción de algunas de las grandes ciudades, cuyas ruinas aun existen en América central, donde se esparcieron en el siglo once. En este caso, deben haber sido los escultores de los jeroglíficos tallados en algunas reliquias. Entonces, ¿por qué el sistema pictórico de escritura de México, que fue usado por los conquistados y aprendido por los conquistadores y sus misioneros, no provee, aún, ninguna clave interpretativa para los jeroglíficos de Palenque, Copán y de Perú? Además, ¿quiénes eran y de dónde procedían estos toltecas civilizados? ¿Quiénes son los aztecas que les sucedieron? Aún entre los sistemas jeroglíficos de México existen algunos que permanecieron indescifrables para los intérpretes extranjeros. Estamos hablando de los llamados esquemas de astrología, accesibles en la colección publicada de Lord Kingsborough, y que se consideran simplemente como algo puramente figurativo y simbólico: “cuyo uso era limitado a los sacerdotes y a los vates, y además poseían un significado esotérico“. Muchos jeroglíficos en los monolitos de Palenque y Copán tienen el mismo carácter. “Los sacerdotes y los vates” fueron diezmados por los católicos fanáticos y, por lo tanto, el secreto murió con ellos.
Casi todos los terraplenes norteamericanos siguen una conformación en forma de terraza y ascienden mediante amplios escalones, a veces cuadrados, otras hexagonales u octagonales. Sin embargo se parecen, en todos los aspectos, a los teocallis mexicanos y a los topes indos, teniendo en cuenta que en la India estos últimos se atribuyen al trabajo de los cinco Pandavas de la Raza Lunar. Sin duda, la saga nacional india es el Mahabharata. Es el más popular de todos los libros sagrados. Contiene, como un interludio, el Bhagavad Gita, el evangelio nacional. Pero, con ello, es también un poema épico. La historia de la divina encarnación, Krishna, como es llamada, ha sido sintetizada en una inmensa balada y poema épico militar de desconocida antigüedad. De este poema épico el tema principal es un conflicto entre dos familias de primos, los hijos de Pandu y los hijos de Dhritarashtra —o los Pandavas y los Kauravas, o Kurus—. También los monumentos y los monolitos ciclópeos en las riberas del Lago Titicaca, en la república boliviana, se atribuyen a gigantes, los cinco hermanos desterrados procedentes de “más allá de las montañas“. Adoraban a la luna como su progenitora y antecedieron a los “Hijos y a las Vírgenes del Sol“. Nuevamente, es muy obvio que la tradición Aria se intercala con la sudamericana, en cuanto a las razas lunares y solares: Sûrya Vansa y Chandra Vansa, vuelven a aparecer en América.
https://oldcivilizations.wordpress.com/2011/08/09/en-busca-de-una-tierra-misteriosa/
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