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miércoles, 9 de enero de 2019

El Oriente Eterno


El Oriente Eterno 
En el siglo XIX hubo en Estados Unidos un personaje –Albert Mackey- que alcanzó mayor reputación como masón que como galeno. En una de sus obras más consultadas por los miembros de tan arcana institución (The Symbolism of Freemasonry, 1882) describía la acacia como el símbolo sagrado de los iniciados, alegando que el Arca de Noé debió ser construida con la madera de ese árbol, tan abundante en terrenos áridos y esteparios. Utilizando este emblema como referente de la inmortalidad del alma, Mackey cita “la naturaleza evanescente de su flor” como evocación de la vida humana, diseñada para la renovación perpetua después de pasar por el trance de la muerte.


Mackey basó su metáfora en las prácticas funerarias de los antiguos hebreos, que supuestamente portaban una ramita de acacia para depositarla en la cabecera de los sepulcros. De ahí procedería, según Mackey, la costumbre de que los masones se identifiquen en algún momento con la frase “Me llamo Acacia”, señalando su paso por la sepultura (el ataúd, en el rito de tercer grado) y su salida triunfante, preparado para la regeneración y la vida eterna.





Las especulaciones de Mackey nos llevan a evocar, soslayando un instante nuestra cautela cartesiana, la sustancia física de las personas y los principios inmateriales que las gobierna. Juan Manuel Sánchez Yuste, que acaba de cruzar, en expresión masónica, el umbral del Oriente Eterno, fue un ejemplo que tal vez no habría cabido en la mente del revolucionario socialista francés Étienne Cabet, obsesionado por una Icaria irrealizable, pero sí en la de otro utopista norteamericano, Henry Thoreau, para quien sólo vive quien está despierto. Sánchez Yuste difícilmente hubiera encajado en el océano de los misterios egipcios, druídicos o escandinavos, a los que tan largamente se refiere Mackey, sin renunciar antes a su propio cosmos de lo racional y lo simple. Alcanzar la inmortalidad requiere caminar en las sombras del ritual de la muerte. Pero enseguida, como cantó Thoreau,

El hielo se derretirá y los mirlos entonarán su canto

en la orilla del río que frecuentaba, siempre feliz.

La misma serenidad eterna aparecerá en este rostro de Dios,

y no nos quedaremos tristes, si él no lo está.

Mientras tanto, durante un tiempo, se oirán las lamentaciones de los H...H...

Gimamos Gimamos Gimamos

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