De la Masonería
de oficio a la Masonería Simbólica 3 de 3
Hurtado Amando.
El artículo primero
de las Obligaciones contenidas en
las “Constituciones” fundacionales de
1723, redactadas por
James Anderson y sus
colaboradores, señalaba
expresamente que:
Un masón está obligado, por el compromiso contraído, a obedecer la Ley
Moral. Y, si entiende correctamente el
Arte, jamás será un ateo estúpido ni un libertino irreligioso.
Pero, si bien antiguamente los masones
venían obligados, en todos los países,
a seguir la religión
del respectivo país o
nación,, fuese cual
fuese, se considera hoy más expedito que
se obliguen solo respecto a
la religión sobre la que todos los hombres están
de acuerdo, dejando para cada uno sus (propias) opiniones
personales. Esa religión consiste en ser
hombres de bien y leales, hombres de
honor y probidad, cualesquiera sean
las denominaciones o confesiones que puedan distinguirlos.
Con ello, la Masonería se convertirá en el Centro de unión y medio
conciliador que permita anudar una sincera
amistad entre quienes de otro
modo habrían permanecido separados
perpetuamente.
Del texto se
desprende que los masones han de
practicar una moral acendrada, pero no
necesariamente determinada por una
dogmática religiosa, sino la propia
de los hombres de bien, leales y probos, de
acuerdo con el criterio general de la sociedad en la que
se hallen, sin que sus posibles
creencias confesionales desempeñen ningún papel en su relación con los demás
miembros de la Institución.
Esta interpretación de la primera
de las Obligaciones marcadas por
los fundadores de la Francmasonería del
pensamiento o Masonería Simbólica es congruente con el móvil que los condujo a
crear la Orden: tratar de poner fin a las endémicas discordias que venían
asolando la sociedad a causa
de las virulentas discrepancias religiosas y de los
enfrentamientos políticos a que
las mismas daban lugar (y aún, lamentablemente,
siguen dando en muchos lugares del
mundo). Era natural que el mejor
parámetro moral utilizable fuera el dominante
en aquella sociedad de
cultura tradicionalmente cristiana, sobre el que los ingleses de todas las
“denominaciones” o “confesiones”, podían
estar de acuerdo: la
bondad, la lealtad y el honor
o dignidad humanas eran y son cualidades naturales de las personas de bien, en toda partes. De ahí la
alusión a los “libertinos irreligiosos” y a los “ateos estúpidos”, con objeto de contraponer el modelo de conducta que la nueva Masonería pretendía fomentar y
el que solían observar quienes
alardeaban de ser “libres” por comportarse “libertinamente”, es decir, sin
respetar principios éticos
constructivos que, en aquella
época, la conciencia cultural colectiva identificaba con las
mejores proposiciones
morales cristianas.
La Masonería se proponía
crear un modelo social abierto y
no dogmático, basado en cualidades humanas reconocidas
como positivas, alcanzadas a
través de la religión personal
o de otro tipo
de convicciones, ya que sólo de
esa forma podría ser “centro de la unión” humana y humanista.
La Tradición metodológica simbolista que transmite la Orden es invariable, pero su aplicación a lo
largo de la historia debe
considerar los símbolos arraigados en cada sociedad concreta, fin de
poder desarrollarlos filosóficamente e
incluso reconvertirlos e
integrarlos, enriqueciendo con ello su
acervo simbólico.
En 1725 y
1736 fueron creadas las Grandes Logias
de Irlanda y de Escocia,
respectivamente. Ambas siguieron
el ejemplo agrupador de la Gran Logia de
Londres, pero con matices propios
de sus respectivas tradiciones locales.
Los fundadores
de la Gran Logia “de los Antiguos”, en 1753, mayoritariamente irlandeses
procedentes de la Gran Logia
de Irlanda, según expone el
historiador Henry Sadler,
propugnaron una Masonería teísta y confesional, basándose en que los antiguos
masones gremiales habían sido cristianos practicantes (lo que ya
había tenido en
cuenta Anderson en el texto
anteriormente comentado) y que la
Masonería moderna había descristianizado los
rituales. Por ello, redactaron
sus propias normas (contenidas en el “Ahiman Rezon, de Lawrence Dermott) y establecieron, para sus masones, la obligación de practicar
una religión positiva, basada en la tradición “revelada” a
través de un libro sagrado, que, como
cristianos, habría de ser la
Biblia.
Las dos Grandes
Logias inglesas entraron en franca
competencia, tratando de captar
adeptos entre las personas ilustres e influyentes, hasta que el
advenimiento de la Revolución
Francesa y las guerras napoleónicas impulsaron a ambas
instituciones a solidarizarse con
la política de la Corona británica,
entablando un diálogo que culminó con la unión
de los modernos y los antiguos, en
1813, formando la Gran Logia
Unida de Inglaterra.
Para muchos, la disolución de la Primera Gran Logia de
Inglaterra en el seno de la Gran Logia
Unida representó una mutación de la
Masonería simbólica original, mediante
la imposición del dogmatismo
derivado de las religiones, en cuanto a la
definición de un Dios personal,
de un conocimiento humano fundado
en la revelación y de una
ética cristiana determinante
ya que en la síntesis perduró la postura confesionalista
de los antiguos, que aún caracteriza a
la Masonería anglosajona, recogida en su nueva Constitución de
1815, en contra del
espíritu que inspiró la
creación de la auténtica primera
Gran Logia Madre, de 1717.
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