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viernes, 3 de enero de 2014

De la Masonería de oficio a la Masonería Simbólica 3 de 3

De la Masonería de  oficio a la Masonería Simbólica 3 de 3
Hurtado Amando.

El  artículo  primero  de  las Obligaciones contenidas en las “Constituciones” fundacionales de  1723,  redactadas  por  James  Anderson y  sus  colaboradores,  señalaba expresamente  que:

            Un masón  está obligado, por el  compromiso contraído, a obedecer la Ley Moral. Y,  si entiende correctamente el Arte, jamás  será un  ateo estúpido ni un libertino irreligioso. Pero, si  bien antiguamente los masones venían obligados, en todos los países,  a  seguir la  religión  del  respectivo país o nación,,  fuese  cual  fuese,  se considera hoy más  expedito que  se obliguen solo  respecto a la  religión sobre la que todos los  hombres están  de  acuerdo,  dejando para cada uno sus (propias) opiniones personales. Esa  religión consiste  en ser  hombres de  bien y leales,  hombres de  honor y probidad, cualesquiera sean  las  denominaciones o  confesiones que puedan distinguirlos. Con  ello, la Masonería se  convertirá en el Centro de unión y medio conciliador que permita  anudar una  sincera  amistad entre  quienes de otro modo habrían permanecido separados  perpetuamente.

 

            Del texto  se  desprende que los masones han  de practicar una moral  acendrada, pero no necesariamente determinada por una  dogmática religiosa,  sino la  propia  de los  hombres de  bien, leales y probos,  de   acuerdo  con el  criterio general de la sociedad en la que se  hallen, sin que sus posibles creencias confesionales desempeñen ningún papel en su  relación con los  demás  miembros  de la Institución.

            Esta interpretación  de la primera  de las  Obligaciones marcadas por los  fundadores de la Francmasonería del pensamiento o Masonería Simbólica es congruente con el móvil que los  condujo a  crear la Orden: tratar de poner fin a las  endémicas discordias que  venían  asolando la  sociedad a  causa  de las  virulentas  discrepancias religiosas y  de los  enfrentamientos políticos a  que las mismas daban lugar (y  aún, lamentablemente, siguen  dando en muchos lugares del mundo). Era natural que  el mejor parámetro moral utilizable fuera  el  dominante  en  aquella sociedad  de  cultura tradicionalmente cristiana, sobre el que los ingleses de  todas las  “denominaciones” o “confesiones”, podían  estar  de  acuerdo: la  bondad, la lealtad y  el honor o  dignidad humanas eran y  son cualidades naturales de las personas  de bien, en toda partes. De  ahí la  alusión a los “libertinos irreligiosos” y  a los “ateos estúpidos”, con objeto  de contraponer el modelo  de conducta que la  nueva Masonería pretendía  fomentar y  el que solían observar  quienes alardeaban de  ser “libres” por  comportarse “libertinamente”,  es decir, sin  respetar principios éticos  constructivos que,  en  aquella  época, la conciencia cultural colectiva identificaba  con las  mejores proposiciones  morales  cristianas.

            La Masonería  se proponía  crear un modelo social  abierto y no  dogmático,  basado en cualidades humanas reconocidas como  positivas, alcanzadas  a  través de la  religión personal o  de otro  tipo  de convicciones, ya que  sólo  de  esa  forma podría  ser “centro de la unión” humana y humanista. La Tradición metodológica simbolista que transmite la Orden  es invariable, pero su aplicación a lo largo  de la  historia debe  considerar los  símbolos  arraigados en cada  sociedad concreta,  fin  de poder  desarrollarlos filosóficamente e incluso  reconvertirlos e integrarlos,  enriqueciendo con  ello su  acervo  simbólico.

            En  1725 y  1736 fueron creadas las Grandes Logias  de Irlanda  y  de Escocia,  respectivamente. Ambas  siguieron el  ejemplo  agrupador de la Gran Logia  de  Londres, pero  con matices propios de sus  respectivas tradiciones locales.

            Los  fundadores  de la Gran Logia “de los Antiguos”, en 1753, mayoritariamente irlandeses procedentes  de  la Gran Logia  de Irlanda,  según  expone el  historiador Henry  Sadler, propugnaron una Masonería teísta y confesional, basándose en que los antiguos masones gremiales habían  sido   cristianos practicantes (lo que ya había  tenido  en  cuenta Anderson en el  texto anteriormente comentado) y  que la Masonería moderna había descristianizado los  rituales. Por  ello, redactaron sus propias normas (contenidas en el “Ahiman Rezon, de Lawrence Dermott) y  establecieron, para  sus masones, la obligación de practicar una  religión  positiva, basada en la tradición “revelada” a través de un libro  sagrado, que,  como  cristianos, habría de  ser la Biblia.

            Las dos Grandes Logias  inglesas entraron  en franca  competencia, tratando  de captar adeptos entre las personas ilustres e influyentes, hasta  que el  advenimiento de la Revolución  Francesa y las  guerras  napoleónicas impulsaron a  ambas  instituciones a  solidarizarse con la política de la Corona  británica, entablando un  diálogo que  culminó con la  unión  de los modernos y los antiguos, en  1813,  formando la Gran Logia Unida de Inglaterra.

            Para muchos, la  disolución de la Primera Gran Logia de Inglaterra en el seno  de la Gran Logia Unida  representó una mutación de la Masonería  simbólica original, mediante la imposición del  dogmatismo derivado  de las  religiones, en cuanto  a la  definición de un Dios personal,  de un conocimiento  humano fundado en la  revelación y  de una  ética  cristiana determinante ya  que en la  síntesis perduró la postura confesionalista de los antiguos,  que aún caracteriza a la Masonería  anglosajona,  recogida en su nueva Constitución  de  1815, en  contra  del  espíritu que inspiró la  creación  de la auténtica primera Gran Logia Madre,  de  1717.


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