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sábado, 2 de mayo de 2015

DE LA FILOSOFÍA A LA FÍSICA NUCLEAR

DE LA FILOSOFÍA A LA FÍSICA NUCLEAR
Andrew Thomas.

¿Por qué medio pudieron los sabios de la Antigüedad tomar conocimiento de datos científicos adelantados a su época? Las brillantes especulaciones de los antiguos filósofos tal vez desempeñaran su papel, pero, en numerosos casos, más que a vagas especulaciones, nos vemos enfrentados a conocimientos positivos.


Anaxímenes era consciente, hace 2.500 años, no sólo de la distancia que nos separa de las estrellas, sino también de la existencia de sus «compañeros no luminosos». Sin embargo, sólo en los últimos años ha obtenido la astronomía datos precisos sobre los planetas de otros sistemas solares.

Anaxágoras (500-428 a. de JC.) menciona también «otras tierras que producen la sustancia necesaria para sus habitantes». Hace nada más que uno o dos siglos, este brillante pensamiento de un griego antiguo habría hecho fruncir el ceño a la Iglesia y habría sido criticado por las Academias. ¿No demuestra esto que los filósofos antiguos estaban, de una manera inexplicable, más próximos a la verdad que la Europa occidental de hace unas cuantas generaciones?

Demócrito (460-361 a. de JC.) ha dado una explicación correcta de la Vía Láctea como conjunto de una inmensa multitud de estrellas distantes entre sí y dispersas en el espacio. Nuestra ciencia ha llegado a una conclusión semejante sólo hace unos doscientos años. ¿Eran deducciones filosóficas o indicios obtenidos de los custodios de la sabiduría antigua lo que permitió a estos griegos realizar una tal proyección sobre el futuro? Como si de un miembro de una Academia actual se tratara, Demócrito declara: «En realidad, no hay nada, fuera de los átomos y del espacio.» Junto a la carretera que discurre al nordeste de Atenas, se muestra todavía hoy el lugar en que en otro tiempo trabajaba Demócrito: se ve allí, en un cartel, la inscripción: «Laboratorio de investigaciones nucleares de Demócrito.»

En su juventud, Demócrito había recibido las enseñanzas de los magos abandonados por Jerjes en Abdera. Sexto Empírico (principios del siglo ni) afirma que Demócrito había adquirido sus conocimientos de la teoría atómica en la tradición antigua y, más especialmente, en las obras del fenicio Moschus, el cual tenía una concepción aún más correcta del átomo, ya que lo consideraba indivisible.

Según Séneca, Demócrito sabía que «había más planetas que los que podemos descubrir con los ojos». ¿Dónde pudo obtener Demócrito estos conocimientos astronómicos, anticipados —o, tal vez retrasados— en varios siglos a su época?
Demócrito afirmaba que el Sol tenía unas dimensiones enormes y que las manchas lunares estaban formadas por la sombra de elevadas montañas y de profundos valles. Consideraba que los mundos nacían y desaparecían constantemente en el espacio infinito. Las estrellas son soles, afirmaba Demócrito. Algunas son más grandes que nuestro sol, añadía Simplicio, en el siglo vi de nuestra Era. Otros filósofos señalaban las enormes distancias que separan nuestro mundo de las estrellas.

Pitágoras (siglo vi a. de JC.) había llegado a la conclusión de que la Tierra era una esfera, y Aristarco de Samos (310-230 a- de JC.) insistía en el hecho de que esta Tierra giraba alrededor del Sol.

Eratóstenes (276-195 a. de JC), conservador de la Biblioteca de Alejandría, calculó la circunferencia terrestre con un ligero error inferior a 360 kilómetros. Según Aquiles Tacio, los caldeos habían medido también la Tierra, con un resultado muy semejante al de Eratóstenes.

Opiniones de filósofos, obra atribuida a Plutarco, da como distancia que separa la Tierra del Sol la de 804 millones de «estadios». Ésta viene a ser la cifra aceptada por la astronomía moderna, a condición de que nuestra estimación del «estadio» antiguo sea correcta. ¿Poseían instrumentos de precisión los astrónomos de la Antigüedad? ¿Cómo habrían podido adivinar, si no, cosas tan extraordinarias?

Empédocles (494-434 a. de JC.) afirmaba que la luz necesitaba tiempo para transmitirse. Tenía también una idea de la mutación de las especies. Lucrecio (96-55 a. de JC.) era consciente de la velocidad uniforme con que los cuerpos caían en el vacío. En su poema De las cosas de la Naturaleza, traza, siglos antes de Darwin, una imagen de la lucha por la existencia. Pitágoras conocía, mucho antes de Newton, la ley de la fuerza de la atracción. Anaximandro (principios del siglo vi a. de Jesucristo) declaraba que todas las especies de la vida animal tenían un origen común.

Ciertamente, son bastante raros los casos en que los filósofos de la Antigüedad se sirven del lenguaje de nuestro siglo. Sin embargo, tenemos pruebas suficientes para poder afirmar que, en ciertos aspectos, los pensadores del mundo clásico eran, comparados con los maestros de la Escolástica de la Edad Media, auténticos gigantes del espíritu.

La Historia nos dice que Arquímedes había construido un planetarium en el siglo ni a. de JC. El Museo Arqueológico Nacional de Grecia posee, en este orden de ideas, una reliquia extraordinaria. El objeto había sido hallado en el Mediterráneo, en 1900, por irnos pescadores, pero su aplicación permaneció en el misterio hasta 1959, fecha en que un sabio de Cambridge, el doctor Derek Price, lo identificó como un modelo del sistema solar. Es un modelo muy preciso de mecánica que representa la Tierra, el Sol, la Luna y los planetas, fabricado por un obrero desconocido hacia el año 65 a. de JC. Se ve en él un complicado y preciso engranaje, puesto en movimiento por una pequeña manivela que conserva cada uno de los cuerpos celestes en la posición que les es propia. El modelo es demasiado delicado para que se le pueda tocar, pero aún se pueden reconocer en él el engranaje y las ruedas. El doctor Price afirmaba, en 1959, que «el hallazgo de un objeto semejante es tan sorprendente como lo sería el descubrimiento de un avión a reacción en la tumba del faraón Tutankamen (47)».

Cicerón menciona una esfera celeste del mismo tipo que se podía ver en Roma, en el templo de la Virtud. Subrayando la antigüedad de su origen, atribuye su invención a Tales de Mileto, en el siglo vi antes de nuestra Era.

Hace dos mil años, la ciudad de Siracusa, en Sicilia, poseía un planetarium en el que las estrellas eran puestas en movimiento mediante fuerza hidráulica.

Numerosos pensadores de la antigua Grecia llegaron a admitir la vida en otros planetas. Metrodoro de Lamsaco (siglo in a. de JC.) decía que considerar la Tierra como el único mundo habitado del espacio infinito era tan absurdo como pretender que sólo un grano de trigo crecía en un vasto campo.

¿Cómo no sorprenderse por esta especulación —si no conocimiento— concerniente a la vida en otros planetas, en tiempos en que el telescopio y todo el aparato científico moderno eran inexistentes? ¿Era sólo la inteligencia lo que permitía a esos filósofos adelantarse de tal modo a su época, o era también el acceso que tenían a la ciencia de una civilización desaparecida?

Tomado del libro "Los Secretos de la Atlántida"

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