EL DESCUBRIMIENTO DEL ANTIGUO EGIPTO.
CYRIL ALDRED
Quizá
no debiera sorprendernos que los primeros egiptólogos fueran los mismos
antiguos egipcios. Si en la mayor parte de los períodos de su larga historia se
hace tan evidente su reverencia por el propio pasado, de hecho es lo que se
puede esperar de un pueblo cuyo respeto por la santidad de lo pretérito es casi
burocrático. Cuando el rey Neferhotep I (aprox. 1750 a. C.), por ejemplo,
decidió erigir una nueva estatua a Osiris, el dios de los muertos, buscó entre
los antiguos archivos de una biblioteca en Heliópolis una representación
original del dios, a fin de que su imagen pudiera hacerse de una manera fiel y
exacta. Seiscientos años más tarde, Ramsés IV demostró poseer una afición similar por lo antiguo, y hay
varios ejemplos que demuestran que las obras de un rey famoso han sido copiadas
meticulosamente por sus sucesores.
Pero
no era sólo el faraón, en su ansiedad por presentarse a sí mismo
como heredero de todas las dinastías, el único en demostrar un interés tan
evidente por el pasado. En el Imperio Nuevo, por lo menos, es indudable que
cierto número de edificaciones antiguas eran consideradas casi como monumentos
nacionales, y los turistas las visitaban con regularidad. Cuando la reina
Hatshepsut (aprox. 1480 a. C.) edificó su gran templo funerario en Deir
el-Bahri, y arrancó los precintos de la tumba de la reina Neferu, mucho más
antigua, tuvo buen cuidado en dejar un estrecho túnel a fin de que los
visitantes pudieran tener acceso a la famosa capilla de Neferu; y los garabatos
que los turistas han dejado sobre los muros sugieren que diferían poco de sus
modernos imitadores. Tales grafitos aparecen también en otros monumentos. Uno
de ellos, por ejemplo, en las construcciones que rodean la Pirámide Escalonada,
al contarnos con frases estereotipadas que el escriba Ahmosis vino a ver el templo del rey Djeser y le pareció
«como si el paraíso estuviera en su interior, con el sol naciente», nos revela
que este monumento estaba abierto a los visitantes unos mil años después de su
fundación. Y no eran sólo los imponentes templos de los poderosos los únicos
que eran objeto de ese interés debido a su antigüedad: las modestas
tumbas-capilla de los simples ciudadanos de Tebas eran accesibles a los
curiosos, nueve siglos después de la muerte de sus propietarios, durante la
época saíta, en la cual se produjo un importante resurgimiento del orgullo por
las obras del pasado y se procedía a la copia sistemática de determinados
relieves y pinturas. Por un raro capricho de la suerte, se ha conservado una
versión saíta en bajorrelieve, junto con el original de la pintura de la cual
se copió, y es reconfortante ver que los rasgos que llamaron la atención del
artista saíta son precisamente los que han merecido nuestra admiración.
Este
estudio del propio pasado por parte de los antiguos egipcios pecaba a menudo de
falta de precisión, pero un tal Ibi, que levantó su tumba en Tebas durante
el reinado de Psamético I (aprox. 600 a. C.), demostró un notable cuidado al
copiar escenas de una tumba de la VI dinastía
en Deir el-Gegrawi, más de dos mil millas hacia el norte, por la simple razón,
aparentemente, de que su propietario se había llamado también Ibi y había
ostentado un título similar al suyo.
LOS EGIPCIOS de ALDRED CYRIL
Tomado por Publicaciones Masonicas Herbert Oré Belsuzarri
Tomado por Publicaciones Masonicas Herbert Oré Belsuzarri
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