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lunes, 27 de abril de 2015

El maestro francmasón

El maestro francmasón
 Hall Manly

En las más altas gradas simbólicas del desarrollo espiritual se yergue el Maestro Francmasón, lo que equivale a un doctorado en la escuela del saber esotérico. En los antiguos símbolos, el Maestro Francmasón está representado por un anciano, apoyado en su báculo, con una larga barba blanca sobre el pecho, y los ojos profundos y penetrantes velados por sus cejas de filósofo. En verdad, él es un anciano, pero no en edad, sino en sabiduría y comprensión, que son las únicas medidas verdaderas de la edad. A través de años y vidas de trabajo ha hallado al fin el báculo de la vida y la verdad sobre el cual se apoya. Ya no depende de las palabras de los demás, sino de la tranquila voz que brota del fondo de su propio ser. No hay posición más gloriosa para un hombre que la de Maestro Constructor, que se ha levantado por medio del trabajo, a través de los diversos grados de la conciencia humana. El tiempo es la diferencia de la eternidad, que el hombre ha inventado para medir el acontecimiento de los sucesos humanos. En los planos espirituales de la Naturaleza, él es el espacio o distancia entre las etapas de crecimiento espiritual, y por tanto, no puede ser medido por medios materiales. A menudo un joven alcanza a penetrar en el alto mundo de Gran Maestro de una Escuela Masónica, en tanto que, muchas veces, un hermano respetado y honorable pasa en silencio al eterno descanso sin haber conseguido ser admitido en tal umbral. La vida del Maestro Francmasón está saturada, pujante y desbordante de la experiencia obtenida en su lento peregrinaje hacia los máximos peldaños de la escala del conocimiento.


El Maestro Francmasón encarna el poder de la inteligencia humana, ese vínculo que ata al cielo y a la tierra juntos en una cadena infinita. Su vida espiritual es mayor porque ha logrado desarrollar un medio más elevado de expresión. Inclusive, sobre la acción constructiva y de la emoción, se cierne el poder del pensamiento, tendiendo raudamente las alas hacia la fuente de la Luz. La inteligencia es la más alta forma de su expresión humana, y así, pasa a las profundas tinieblas del aposento interior iluminado nada más que por los frutos de la razón. Los gloriosos privilegios de un Maestro Francmasón se hallan en proporción con su mayor conocimiento y su sabiduría. De estudiante ha florecido hasta convertirse en maestro; del reino de los que siguen (o discípulos), ha pasado al pequeño grupo de los que deben señalar el camino. Para él, los Cielos se han abierto y la Gran Luz lo baña con sus esplendores. El Hijo Pródigo, tanto tiempo vagabundo por la región de las sombras, ha vuelto de nuevo a la mansión del padre. La voz habla desde los cielos; su poder, que hace estremecer al Maestro hasta lo más hondo de su ser, parece que lo satura con su propia divinidad, y dice: “Éste es mi Hijo bienamado en quien he puesto todas mis complacencias”. Los antiguos enseñaban que el sol no es una fuente de luz, vida o poder, sino un medio por el cual la vida y la luz se reflejan en la sustancia física. El Maestro Francmasón debe ser, en verdad, un sol, un gran reflector de luz que proyecta a través de su organismo, purificado por periodos de preparación, ese glorioso poder que es la luz de la Logia. En verdad, se ha convertido en un vocero del Altísimo. Su puesto se halla entre la refulgente y ardiente luz y el mundo. A través de él pasa Hidra, la gran serpiente símbolo de la sabiduría, y su boca vierte sobre el hombre la luz del Señor. Su símbolo es el sol naciente, porque en el Maestro Francmasón el astro del día se levanta en todo su esplendor, emergiendo de la oscuridad de la noche, iluminando el Oriente inmortal con el primer anuncio del día cercano.


Dando un suspiro, el Maestro deja a un lado sus herramientas. Para él, el templo está a punto de terminarse; las últimas piedras han sido colocadas ya en su sitio, y apaga la cal, con una vaga tristeza, al ver surgir la cúpula y el minarete como obra de su mano. El verdadero Maestro no se permite un largo descanso, y en la medida que comprueba que sus días de trabajo han terminado, siente que la melancolía abate su corazón. Suavemente, los hermanos de su Gremio lo acompañan, cada uno según su modo; y subiendo vacilante, peldaño por peldaño, el Maestro permanece solo en la cúspide del templo. Todavía falta una piedra por ajustar, pero no puede encontrarla. Se halla oculta en algún lado. Entonces, cae de hinojos, en oración, pidiendo el poder suficiente para que lo asista en su busca. La luz del sol destella sobre él bañándolo en celestial esplendor. De pronto, una voz interior dice desde el infinito: “El templo está terminado, la piedra que faltaba es mi leal Maestro”.

Tomado del libro "Las Claves Perdiads de la Francmasonería".

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