Históricamente la dominación y, en definitiva, el gobierno de unos seres humanos sobre otros se ha llevado a cabo por medio de diferentes mecanismos. En este sentido Maquiavelo hizo una gran aportación a la hora de definir las dos grandes formas de dominación de las que dispone un gobernante: la fuerza y la astucia.
Maquiavelo explicó ambos conceptos aplicados al terreno político mediante la analogía del zorro y del león, pero al mismo tiempo puso de relieve la importancia de la astucia para obtener el consentimiento de los dominados para que, cuando esta no fuera suficiente, recurrir al uso de la fuerza para hacer valer la autoridad del gobernante.[1] Por tanto, para Maquiavelo la cuestión del poder se reduce en último término a una relación de fuerzas entre el gobernante y los gobernados, de manera que la disposición de unos medios de coerción propios son los que, en caso de crisis, garantizarán la conservación del poder.
Considerar la astucia como herramienta de control y dominación requiere una aproximación a su verdadero significado político en relación a los dominados. La astucia como tal tiene un valor estratégico en el ejercicio del poder al valerse de la manipulación de los individuos para crear en ellos una disposición que facilite la consecución de determinados fines. La naturaleza psicológica de esta herramienta queda patente al crear en el sujeto un estado de ánimo que permite al poder el logro de sus objetivos. Esta manipulación puede llevarse a cabo de diferentes maneras al utilizar mecanismos que Maquiavelo identificó con el amor y el miedo, pero a los que habría que añadir un tercero que es el odio. Aunque Maquiavelo se manifestó más partidario de utilizar el miedo antes que el amor,[2] el odio desempeña igualmente un papel relevante.
Tal y como afirmó Hans Morgenthau, “el poder político es una relación psicológica entre los que lo ejercen y aquellos sobre los cuales se ejerce. Da a los primeros el control sobre ciertos actos de los últimos, mediante la influencia que el primero ejerce sobre las mentes de los últimos. Esa influencia puede ser ejercida a través de órdenes, amenazas, persuasión o una mezcla de todas ellas”.[3] Pero esta relación psicológica es más patente cuando el poder busca el consentimiento social que hace aceptables sus decisiones. En la medida en que el ejercicio del poder implica la imposición de ciertos límites resulta necesario justificarlos para disponer de alguna legitimidad.
Así, la legitimidad no sólo consigue la aceptación de los límites impuestos, sino que presenta como justas las intervenciones del poder incluso cuando estas conllevan el uso de la violencia. Por esta razón cualquier régimen más o menos autoritario requiere el consentimiento de aquellos sectores de la población que le son imprescindibles para mantener su dominio sobre el conjunto de la sociedad. Debido a esto el poder ha tenido que utilizar históricamente diferentes instrumentos para justificar sus intervenciones y asegurar el asentimiento de sus gobernados. En este sentido Gaetano Mosca afirmó que “|…| la clase política no justifica exclusivamente su poder únicamente con la posesión de hecho, sino que busca darle una base moral y legal, haciéndolo emanar como consecuencia necesaria de doctrinas y creencias generalmente reconocidas y aceptadas en la sociedad que esa clase política dirige”.[4] Para el poder es fundamental que sus decisiones concuerden con los valores y creencias dominantes en la sociedad, pues de esta manera tienen mayor legitimidad y cuentan con más probabilidades de ser aceptadas.[5] Aunque existen diferentes fuentes de legitimidad como las planteadas por Max Weber[6] y Norberto Bobbio[7] respectivamente, la modernidad, con todos sus avances tecnológicos, ha creado los medios materiales precisos, y por tanto las estructuras de propaganda y adoctrinamiento, para cambiar las ideas y valores prevalecientes en la sociedad con el propósito de adaptarlos a los intereses del poder establecido y disponer del correspondiente consentimiento social.
Históricamente el poder ha recurrido a la magia, la religión, etc., para justificar sus actuaciones. Paradójicamente al mismo tiempo que la voluntad divina ha servido como base justificadora del poder también ha contribuido a limitarlo, pues su naturaleza fija establecía las rutinas y creencias de la sociedad que constituían al mismo tiempo un freno para su crecimiento ilimitado. La secularización del poder supuso el fin de estas restricciones y su expansión en una escala nunca antes conocida.
El desarraigo, la pérdida de valores, la destrucción de cualquier referente ético y moral forman parte del proceso de secularización impulsado por la modernidad, lo que ha contribuido a una mayor degradación del sujeto al sumirlo en un estado de permanente confusión que lo hace más manipulable. Esto es lo que ha servido no sólo para destruir sociedades profundamente colectivistas basadas en redes de apoyo mutuo y solidaridad para, así, adecuarlas a los intereses estratégicos del Estado, sino que también ha servido como pretexto para justificar una mayor intervención y regulación de la sociedad por el ente estatal.
Con esta pérdida de referentes han hecho su aparición toda clase de teorías justificadoras del poder que únicamente han contribuido a aumentarlo y que, en definitiva, han establecido una estrecha relación entre la obediencia y el crédito en tanto en cuanto el poder está sostenido no sólo por la fuerza, sino también por la opinión que se tiene de su fuerza así como por la creencia en su derecho a mandar.[8] De este modo la formación de las estructuras de adoctrinamiento y propaganda tales como la prensa escrita, la radio, la televisión, el cine, Internet, pero también el sistema educativo por medio de las escuelas, institutos y universidades, han desempeñado un papel fundamental para manipular al sujeto de cara a crear en él un estado de ánimo que facilite su aceptación del poder establecido.
Así es como hizo su aparición la sociedad de masas en la que se ha impuesto como tendencia general una creciente homogenización de las opiniones, lo que ha servido para estandarizar una determinada percepción de la realidad entre los individuos y a sincronizar sus respectivas emociones conforme a los intereses del poder.[9]
El poder ha logrado dotarse de los correspondientes instrumentos en el plano comunicativo y formativo para adoctrinar y manipular, y en definitiva para crear unas condiciones subjetivas en la sociedad que generen la aceptación de sus actuaciones. Por medio de la propaganda el poder transforma la sociedad al crear las ideas, creencias, valores, opiniones, costumbres y tipo de relaciones que mejor se adaptan a sus necesidades e intereses, de manera que manipula a la sociedad para amoldarla a sus decisiones y garantizar su conformidad. A través de estos instrumentos el poder crea su propia legitimidad al insertar en la sociedad aquellas ideas y creencias que le favorecen, de forma que el sujeto es moldeado desde el exterior por las corrientes de opinión, las modas, las ideologías, etc., propias de una sociedad dirigida.
El poder requiere de aquella legitimidad que le provea del más amplio consentimiento social para evitar que su supervivencia recaiga única y exclusivamente en el uso de la fuerza. Por esta razón las estructuras de dominación cultural e ideológica, potenciadas y desarrolladas en grado superlativo por los avances tecnológicos que han originado la sociedad de masas, han permitido el desarrollo de la propaganda como forma de manipulación que tiene en las emociones sus principales instrumentos de sometimiento. Estas emociones primarias son, como ya se ha dicho, el amor, el odio y el miedo, las cuales operan en este orden como mecanismos previos de los que dispone el poder antes de recurrir a la violencia física cuando el consentimiento social ha desaparecido.
La naturaleza del poder es esencialmente egoísta al ser el mando su propio fin. Pero esto exige crear una disposición general a la obediencia que es el fundamento último del poder. El carácter parasitario del poder requiere ser contrarrestado por medio de una relación de cierta simbiosis con los dominados, de forma que no sólo se limita a explotarlos sino que también presta servicios y satisface las necesidades de la colectividad.
Con ello el mantenimiento del poder queda vinculado a una conducta que beneficia a la mayoría de sus dominados para granjearse su afecto y, en última instancia, su obediencia. El poder se socializa al favorecer los intereses colectivos y al perseguir ciertos fines sociales, de forma que logra presentarse como un ente benévolo que cuida del bien común del que al mismo tiempo es su realizador. Aparece, entonces, como un gran protector de los dominados a los que garantiza seguridad y la satisfacción de sus necesidades.
Esta tendencia se agudiza a medida que asume una cantidad creciente de prerrogativas y funciones, de manera que termina prestando una infinidad de servicios que lo hacen más necesario al incrementar la dependencia de sus súbditos. Así es como el poder se gana el amor de sus sometidos al prestarles inmensos e indispensables servicios, al presentarse como un gran servidor que atiende todas y cada una de las necesidades colectivas e individuales. De este modo el amor permite al poder no sólo granjearse la obediencia de sus súbditos sino también su disposición a sacrificarse voluntariamente. En lo que a esto respecta el amor no sólo crea el correspondiente consentimiento social al orden establecido, sino que también constituye un vínculo de obligación que facilita al poder conseguir que sus súbditos hagan lo que este desea.
Pero cuando el amor falla el poder se vale del odio para cohesionar a la sociedad contra un enemigo común. No sólo sirve para desviar la atención y reconducir cualquier posible malestar social en un sentido favorable para el poder, sino que desempeña un papel de gran importancia al establecer la distinción entre amigo y enemigo que es, a su vez, la distinción política específica a la que pueden reconducirse todas las acciones y motivos políticos.[10] El odio permite identificar a un enemigo contra el cual se concentra la aversión colectiva, pues representa lo existencialmente extraño y distinto en un sentido intensivo al ser percibido como la negación de la identidad y existencia propias. De esta forma el odio adopta un carácter político al agrupar a los hombres y mujeres en amigos y enemigos, y es instrumentalizado por el poder para orientar y dirigir la conflictividad social según su propio interés. Asimismo, el odio es utilizado para una finalidad distinta a la de cohesionar a la sociedad como puede ser dividirla para mantenerla en un estado de permanente enfrentamiento dentro de los márgenes de una conflictividad controlada. Esta situación es la que impera en las sociedades del capitalismo avanzado donde las relaciones sociales se han deteriorado de forma alarmante, y donde esta desestructuración y debilidad social impiden oponer cualquier tipo de resistencia al poder.
Cuando el amor y el odio son insuficientes para manipular a la población y crear el correspondiente consentimiento social, el último recurso que queda antes de utilizar la violencia es el miedo. Existen dos tipos de miedo. Por un lado se encuentra el miedo al estigma social que puede generar un determinado tipo de opinión, comportamiento, opción política, religiosa, cultural, etc., que entra en contradicción con las prácticas y conductas imperantes que el poder constituido se encarga de mantener. Se trata de un miedo al rechazo y a la exclusión que significa dejar de ser, pensar y sentir como lo hacen los demás, y por tanto tomar una elección que significa escapar al dominio inconspicuo que ejercen los Otros que son quienes determinan el comportamiento y las posibilidades individuales del sujeto.
Aquí es donde juegan un papel fundamental los discursos imperantes que, a través de la propaganda en los diferentes medios de comunicación y del sistema adoctrinador, sirven para transformar la sociedad al moldear sus costumbres, códigos de conducta, relaciones e ideas que articulan la visión del mundo que tiene el sujeto y que, en definitiva, dan forma al contexto en el que se mueve y que sirve de referencia para su desenvolvimiento. Este miedo a enfrentarse al Yo social, a los Otros, es lo que impide el desafío al orden establecido y mantiene al sujeto de forma indiferenciada en el contexto social al que pertenece.
Cuando el miedo al rechazo social no es suficiente para mantener el orden establecido existe la intimidación que supone el miedo al uso de la fuerza. Es el último recurso del que se vale el poder antes de utilizar la violencia. El aumento y presencia de los cuerpos represivos policiales y del ejército, junto al ensalzamiento del militarismo y la exhibición de las capacidades coercitivas del poder son utilizados para disuadir cualquier desafío al orden vigente. Además de esto la represión abierta hacia cualquier tipo de disidencia, unido a la propagación de los servicios secretos y sus confidentes, tienden a crear una atmósfera agobiante en la que la desconfianza y la paranoia incitan a la autorrepresión del propio sujeto por temor a padecer la violencia estatal.
Este tipo de miedo entraña un grado de sufrimiento mayor que el daño físico debido al estrés y angustia permanente que provoca. El daño psicológico tiende a hacerse permanente al estar siempre latente la amenaza de padecer la violencia del Estado. Todo esto se ve agravado por crecientes medidas de control social que restringen la autonomía individual, de forma que todos o la mayor parte de los movimientos que realiza el sujeto son sometidos a una supervisión tanto secreta como abiertamente pública.
Esto violenta el mundo interior del sujeto al obligarlo no sólo a cumplir con las prescripciones del poder sino sobre todo a guardar unas apariencias que eviten la más mínima sospecha, lo que finalmente le aboca a un exilio interior permanente. Se trata del dominio por medio del terror, lo que se inscribe dentro de una estrategia general de guerra psicológica contra la población con el fin de asegurar su obediencia. A través del terror se persigue anular todos los mecanismos de resistencia sociales, quebrar la voluntad colectiva y dinamitar la moral de la sociedad. Todo esto va unido a la desorientación e incertidumbre que el terror genera entre la población, lo que al mismo tiempo impide saber cuál sería la respuesta más adecuada para cambiar la situación a su favor. Estas circunstancias provocan un estado de ánimo de resignación que facilita la aceptación del orden establecido.
Si el miedo no es capaz de asegurar la obediencia el poder no duda en utilizar la violencia para forzar la voluntad de sus dominados. En estas circunstancias todo se reduce a una relación de fuerzas que sólo puede resolverse en un sentido o en otro a través de la vía armada. En este punto es cuando se establece una clara relación de amigo-enemigo entre dominados y dominadores. Esta relación marcada por el antagonismo sólo puede zanjarse por métodos violentos. De esta forma comprobamos que cuando las emociones dejan de ser funcionales para ser utilizadas contra la propia sociedad con el propósito de conseguir su consentimiento, la violencia es empleada de forma implacable para restaurar la obediencia perdida. Todo esto no deja de manifestar el carácter exclusivo y esencialmente egoísta del poder cuya única razón es la búsqueda y conservación del mando, por lo que cualquier oposición y resistencia no admite otra respuesta que el uso de métodos expeditivos para aplacarla.
Esteban Vidal
[1] Maquiavelo, Nicolás, El Príncipe, Madrid, Espasa, 2003, pp. 119-120 [2] Ibídem, p. 116 [3] Morgenthau, Hans J., “Poder politico” en Hoffmann, Stanley, Teorías contemporáneas sobre las Relaciones Internacionales, Madrid, Tecnos, 1972, p. 97 [4] Bobbio, Norberto, Estado, gobierno y sociedad. Por una teoría general de la política, México, Fondo de Cultura Económica, 2003, p. 120 [5] Vallès, Josep M., Ciencia Política. Una introducción, Barcelona, Ariel, 2004, pp. 40-41 [6] Para Weber existen cuatro fuentes de legitimidad del poder que son la tradición, la racionalidad, el carisma y el rendimiento. Weber, Max, El político y el científico, Madrid, Alianza, 1985 [7] Por su parte Bobbio hace referencia a tres fuentes de legitimidad que son la voluntad, la naturaleza y la historia que a su vez están compuestas de parejas antitéticas. Bobbio, Norberto, Op. Cit., N. 4, pp. 120-124 [8] Jouvenel, Bertrand de, Sobre el poder. Historia natural de su crecimiento, Madrid, Unión Editorial, 2011, pp. 72-73 [9] Virilio, Paul, Lo que viene, Madrid, Arena, 2005 [10] Schmitt, Carl, El concepto de lo político, Madrid, Alianza, 2005 |
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domingo, 22 de septiembre de 2013
Las emociones como instrumento de dominación
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