Gilgamesh, el rey eterno
“Leemos en el ‘Timeo de Platón’ que el tiempo es una imagen móvil de la eternidad.” –
Jorge Luis Borges
Había una vez un rey llamado Gilgamesh que hace más de cuatro mil años vivía en Uruk, una ciudad de la Mesopotamia…
Así podría comenzar esta ponencia.
También podríamos decir que, según lo declarado hace menos de dos años a la BBC, un equipo de arqueólogos alemanes “cree que encontró en Irak la tumba de Gilgamesh, rey sumerio elevado a leyenda por la obra escrita más antigua de la historia.”
Para Isaac Asimov, “La historia comienza cerca del año 3.100 a.C., en la tierra que ahora se llama Irak. A lo largo del curso bajo de los ríos Tigris y Éufrates, vivía el pueblo de los sumerios, que fue el inventor de la escritura.” Al parecer estos ríos causaban inundaciones, como todos los ríos, pero hubo una en especial, tan catastrófica, que determinó ciertos límites temporales: desde entonces, los sumerios se refirieron a todo lo que ocurría como “antes del diluvio” o “después del diluvio”.
No se conocen las causas de un desastre tan inusual, pero es muy posible que haya sido ocasionado por prolongadas y abundantes lluvias. Aparentemente, algún escritor de Sumeria tuvo la idea de relatar la historia del diluvio, y le agregó una dosis de dramatismo al narrar que sólo se había salvado un hombre y su mujer. El relato fue creciendo y, con el tiempo, hacia el año 2.500 a.C., fue incorporado a la Epopeya (o Canto, o Poema) de Gilgamesh.
Este texto, escrito con caracteres cuneiformes sobre tablas de arcilla, fue hallado en el siglo XIX por un arqueólogo británico entre las ruinas (alrededor de dos mil años después de que fuera destruida) de la biblioteca de Arsubanipal, el último gran rey de Asiria (hasta quien llegó más dos mil años después de ser escrito), y se conserva en el British Museum.
Debió de tratarse de un relato muy popular, pues también ha llegado hasta nosotros a través de versiones acadias, babilónicas, asirias e hititas.
Borges comentó al respecto: “Tal vez no sólo cronológicamente es la primera de las epopeyas del mundo. Fue redactada o compilada hace cuatro mil años. En la famosa biblioteca de Asurbanipal doce tablas de arcilla contenían el texto. La cifra no es casual; corresponde al orden astrológico de la obra.” Y agregó: “La triste condición de los muertos y la búsqueda de la inmortalidad personal son temas esenciales. Diríase que todo ya está en este libro babilónico.”
Veamos brevemente de qué se trata. En los primeros versos aparece una descripción de la ciudad de Uruk, gobernada por Gilgamesh, quien es conocido por su sabiduría pero también es tiránico. Sus súbditos están descontentos de los caprichos del rey y estas quejas llegan hasta los dioses. Aruru, la diosa creadora de los hombres, toma arcilla y crea a Enkidu, la imagen invertida de Gilgamesh, un ser salvaje y primitivo que debía enfrentarlo y, supuestamente, destruirlo.
“Y él, Enkidu,
su lugar de nacimiento era la montaña,
junto a las gacelas comía la hierba,
junto a las bestias bebía en los abrevaderos,
junto al ganado se complacía en el agua…”
Sin embargo, el aspecto de ese ser asusta a un pastor, quien le pide ayuda a Gilgamesh. Éste le manda a una prostituta que lo seduce durante seis días y siete noches, al cabo de los cuales los animales se apartan de Enkidu, quien pierde su fuerza física; ya no puede correr a la par de las gacelas. Pero es entonces cuando su inteligencia se comienza a despertar.
Enkidu llega a la ciudad, se enfrenta a Gilgamesh y lo abate en la lucha. Gilgamesh reconoce el valor de su adversario y lo convierte en su amigo; decide emprender con él una cruzada contra todos los males del mundo. Ahora, dos son los héroes, salen al camino y, después de varias peripecias, logran darle muerte a Humbaba, el gigante que guarda la foresta de cedros.
“Enkidu derribó con el hacha uno de los cedros.
¿Quién ha penetrado en el bosque y ha derribado un cedro?”,
dijo una enorme voz.
Los héroes vieron acercarse a Humbaba.
Tenía uñas de león,
el cuerpo revestido de ásperas escamas de bronce,
en los pies las garras del buitre,
en la frente los cuernos del toro salvaje,
la cola y el órgano de la generación concluían en cabeza de sierpe.”
Al regresar a la ciudad, Gilgamesh rechaza los requerimientos amorosos de la diosa Ishtar, quien consigue que el dios Anu cree un toro celeste para acabar con él. Por el contrario, los dos héroes no tardan en darle muerte. Ishtar los maldice y, en asamblea de dioses, exige un castigo. La decisión sentencia a Enkidu: padecerá una enfermedad que lo llevará a la muerte. Éste, a su vez, maldice haber logrado una vida civilizada para morir de una forma tan terrible.
Gilgamesh llora durante siete días y siete noches al lado de su amigo, hasta que toma conciencia de la descomposición del cuerpo y de la condición perecedera de su propio ser. El miedo entra en su ánimo, suelta sus cabellos y, arrancándose sus bellos ropajes, se envuelve en una piel de león. Toma una apariencia similar a la del Enkidu primitivo, y vaga por la estepa meditando; “Cuando muera, ¿no seré como Enkidu?. Y le repite su pregunta a los hombres-escorpiones, a Siduru, a Urshanabi, mientras recorre el camino en busca de Utnapishtín, el héroe del diluvio universal, para conocer el motivo de su vida eterna. Pero a pesar de las súplicas, Utnapishtín no está dispuesto a revelarlo.
Gilgamesh ya está por retirarse, convencido de lo infructuoso de su viaje, cuando Utnapishtín le revela el secreto:
“Te revelaré, Gilgamesh, una cosa secreta
una cosa desconocida te diré:
existe una planta similar al espino blanco,
su espina se clava en la mano como una rosa;
si consigues esa planta con tu mano,
la vida encontrarás.”
Gilgamesh finalmente consigue la planta pero una serpiente se la roba, con lo cual también desaparece su esperanza de vencer a la muerte. De esta manera, empeñado en una búsqueda mística (que nos recuerda a la del Rey Arturo en busca del Santo Grial), alcanza la madurez a través del dolor, la muerte y el terror. Y vuelve desolado a su reino, con la resignación de “aquel que todo lo ha visto, para contárselo a todos”.
En resumen, se trata del mito de una epopeya que marca la diferencia entre lo salvaje y lo civilizado. Ya aquí aparece una actitud filosófica, también la imagen del doble, y conlleva, con la angustia de la muerte, la búsqueda de la eternidad.
Debemos destacar, además, su extraodinaria concordancia con el relato bíblico de Noé y el diluvio universal: Ea, el señor de las aguas y guardián del hombre, previno sólo a uno, Utnapishtim, sobre el diluvio con el cual los dioses planeaban exterminar a la humanidad. Le dijo: “destruye tu casa para hacer una barcaza y poner dentro de ella una semilla de toda criatura viviente.” El diluvio se desató con furia, “cambió la luz del día en oscuridad”. Una vez que hubo pasado, “la faz de la tierra estaba en silencio, toda la humanidad había regresado al barro. La superficie del mar se extendía totalmente plana, como un techo…”. Utnapishtim dejó ir una paloma, la cual regresó pues no halló un lugar seco para reposar, y después una golondrina, con el mismo resultado. Finalmente, dejo ir un cuervo que nunca regresó. La barcaza descansó sobre lo alto de una montaña y Utnapishtim agradeció ofreciendo un sacrificio.
Vuelvo sobre las palabras de Borges: “Diríase que todo ya está en este libro babilónico”. Él pone de manifiesto que Gilgamesh y Enkidu “emprenden aventuras que prefiguran los doce trabajos de Hércules. También se prefiguran en la epopeya el descenso a la Casa de Hades en la Odisea, el descenso de Eneas y la Sibila y la casi de ayer Comedia dantesca”.
Por su parte, Isaac Asimov nos dice: “Si los siguientes nombres: Anu, Enkidu, Mashu, Uruk, le recuerdan a El Simarillion de Tolkien, pues debe saber que corresponden a la Epopeya de Gilgamesh”, resaltando que ella dio naci- miento a la épica que “por definición, nos habla de acontecimientos de pueblos, guerras, viajes, batallas, y muchas veces se sitúa en eras míticas (no históricas).”
El poema de Gilgamesh adquiere, entonces, una relevancia suprema: inicia la literatura conocida de la humanidad, nos remonta a las leyendas que hace miles de años se contaban en los antiguos pueblos mesopotá-micos, deja su impronta en la Biblia, señala los conflictos relativos a la condición humana y conforma la base de las más destacadas novelas y relatos que se han ido (y se seguirán) escribiendo.
Muchos siglos atrás, los caracteres cuneiformes grabaron la epopeya de Gilgamesh, el rey que quería ser eterno. En cierto modo lo logró; sus hazañas se propagaron a través de otras lenguas, otros alfabetos, otros continentes, otras civilizaciones… y a través del tiempo.
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