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sábado, 26 de octubre de 2019

LA MISTICA DEL NÚMERO I.

LA MISTICA DEL NÚMERO I.
Autor: Herbert Oré Belsuzarri (*)

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Lo que hoy se denomina «mística del número» pitagórica tiene un origen egipcio (Pero su estudio es más antiguo y se remonta hasta sumeria), y corresponde a la filosofía que subyace a todas las artes y ciencias de Egipto. En realidad, lo que hizo Pitágoras fue desdramatizar el mito, una estrategia que tenía la ventaja de hablar directamente a quienes eran capaces de pensar en aquellos términos.

Y aunque la razón por sí misma no pone a los hombres en la senda de una tradición iniciática (esa es la función de la conciencia), sí resulta suficiente para invalidar el escepticismo. Son los sentidos los que nos hacen escépticos. Cuando los científicos y los intelectuales afirman que su ateísmo o su agnosticismo se basan en la «razón», mienten. Lo que ocurre es simplemente que no han logrado aplicar su razón a los datos relativos y provisionales que les envían sus sentidos.

Más allá de cierto nivel, en todas y cada una de las artes y las ciencias de Egipto el conocimiento era secreto. Las reglas, axiomas, teoremas y fórmulas —la propia materia de la ciencia y la erudición modernas— nunca se hacían públicos, y es posible que nunca se llegaran a escribir.

Pero actualmente la cuestión del secreto se interpreta de manera equivocada. Los eruditos suelen coincidir en la idea de que la mayoría de las sociedades antiguas (y muchas sociedades primitivas modernas) reservaban cierto tipo de conocimiento a un selecto grupo de iniciados. Esta práctica se considera, cuando menos, absurda y antidemocrática, y en el peor de los casos se interpreta como una forma de tiranía intelectual, mediante la cual una clase sacerdotal mantenía a las masas en un estado de temor reverencial e inactivo.

Pero la mente de los antiguos era bastante más perspicaz que la nuestra. Había (y hay) buenas razones para mantener ciertos tipos de conocimiento en secreto, incluyendo los secretos del número y la geometría, una práctica pitagórica que suele despertar especialmente la ira de los matemáticos.

El cinco era el número sagrado de los pitagóricos, y los miembros de la hermandad habían de jurar que mantendrían su secreto bajo pena de muerte. Pero sabemos que hubo secretos porque éstos fueron revelados.

Que Egipto poseía y desarrollo estos conocimientos resulta un hecho incontestable ante las proporciones armónicas de su arte y su arquitectura.

Pero, quizás Egipto sabía guardar sus secretos mucho mejor que los griegos, no olvidemos que en Egipto habían muchas escuelas iniciáticas, lo que explica que los egiptólogos se nieguen a creer que los poseían. Aunque, por definición, no dejan de ser circunstanciales, las evidencias de que fue así resultan abrumadoras, y sólo falta comprender qué motivos justificaban el hecho de mantener este tipo (o cualquier tipo) de conocimiento en secreto.

Una obra de arte, buena o mala, constituye un complejo sistema vibratorio. Nuestros cinco sentidos están constituidos para captar estos datos en forma de longitudes de onda visuales, auditivas, táctiles y, probablemente, olfativas y gustativas. Los datos son interpretados por el cerebro, y provocan una respuesta que —aunque se dan amplias variaciones entre unos individuos y otros— resulta más o menos universal.

Los artistas consumados saben instintivamente que sus creaciones se ajustan a unas leyes: considérese por ejemplo la famosa afirmación de Beethoven, realizada mientras trabajaba en su último cuarteto, de que «la música constituye una revelación de índole superior a la filosofía ». Sin embargo, no comprenden la exacta naturaleza de dichas leyes. Alcanzan la maestría sólo a través de una intensa disciplina, de una sensibilidad innata y de un largo período de ensayo y error. Poco de ello pueden transmitir a sus pupilos o discípulos: sólo se puede transmitir la técnica, pero nunca el «genio». Sin embargo, en las civilizaciones antiguas había una clase de iniciados que poseían un conocimiento preciso de las leyes armónicas. Sabían cómo manipularlas para crear el efecto preciso que deseaban. Y plasmaron dicho conocimiento en la arquitectura, el arte, la música, la pintura y los rituales, produciendo las catedrales góticas, los inmensos templos hindúes, todas las maravillas de Egipto y muchas otras obras sagradas antiguas que aún hoy, en ruinas, producen en nosotros un poderoso efecto. Este efecto se debe a que aquellos hombres sabían exactamente qué hacían y por qué lo hacían: se llevaba a cabo íntegramente a través de un conjunto de manipulaciones sensoriales.

Hoy es un hecho bien conocido —y los trabajos en este ámbito revelan continuamente efectos aún más sutiles e insidiosos— que las tensiones y fatigas de la vida moderna tienen consecuencias, reales e, incluso, calculables, en nuestras facultades psíquicas y emocionales. La gente que vive cerca de un aeropuerto o trabaja con el ruido incesante de una fábrica vive en un continuo estado de nerviosismo. En los edificios de oficinas donde el aire se recicla o se hace un amplio uso de materiales sintéticos se crea una atmósfera donde los iones negativos son escasos.

Aunque los sentidos no lo detectan de manera directa, en última instancia se trata de un fenómeno vibratorio de nivel molecular, y tiene poderosos efectos, mensurablemente perjudiciales: la gente se vuelve depresiva a irritable, se cansa con facilidad y su resistencia a las infecciones disminuye. Las frecuencias subsónicas y ultrasónicas producidas por una amplia gama de máquinas ejercen también una poderosa y peligrosa influencia. Actualmente los diseñadores poseen un cierto conocimiento de los efectos de los colores y de las combinaciones de éstos; saben qué efectos pueden ser beneficiosos, y cuáles nocivos, aunque no saben por qué.

Así, la vida cotidiana de los habitantes de las actuales ciudades es técnicamente una forma de tortura, suave pero constante, en la que las víctimas y los verdugos se ven afectados por igual. Y todos llaman a eso «progreso». El resultado es parecido al que produce la tortura deliberada. Las personas espiritualmente fuertes reconocen el desafío, lo afrontan y lo superan; el resto sucumben, se embrutecen, se vuelven apáticas y fácilmente dominables: se adhieren servilmente a cualquier cosa o persona que prometa aliviar su intolerable situación, y los hombres se ven arrastrados con facilidad a la violencia, o a excusar la violencia en nombre de lo que imaginan que son sus intereses. Y todo esto se lleva a cabo por hombres que profesan elevados ideales, pero que ignoran las fuerzas que manipulan.

Es un hecho incontestable que todos estos fenómenos ejercen sus efectos ya sea a través de los sentidos directamente, ya sea (como en el caso del aire desionizado, o en el de las ondas subsónicas y ultrasónicas) a través de otros receptores fisiológicos más sutiles. Es evidente, pues, que todos ellos se pueden reducir a términos matemáticos, al menos en principio.





(*) Herbert Oré es un conocido autor y escritor masón de la República del Perú, con una importante producción de temas masónicos y otros. Su producción completa se puede hallar en SCRIBD.









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