El misterio de la tumba
Estamos en nuestro derecho de conjeturar que, la
tarde de la Pasión, el cuerpo de Jesús fue descolgado de la cruz por los
soldados y lanzado a alguna fosa común ...
ABBÉ LOISY,
Quelques letres
Por desgracia para los redactores de los
evangelios, la leyenda del entierro de Jesús en una tumba honorable está en
contradicción absoluta con el derecho penal romano. Y nadie ignora el carácter
imprescriptible de éste. Tácito nos recuerda ese aspecto severo de las leyes
romanas en sus Anales:
“Como los condenados a muerte, además de la
confiscación de sus bienes, eran privados
de sepultura, mientras que aquellos que se ejecutaban a sí mismos recibían
los honores fúnebres y sabían que sus testamentos serían respetados, valía la
pena acelerar su muerte”. (Cf. Tácito, Anales,
VI, XXXV).
Por otra parte, la destrucción de Séforis,
patria de su madre María, y la deportación de toda la población de esa región,
en el año 6 antes de nuestra era, por las legiones de Varo, habían hecho de
todos sus habitantes “esclavos de César”, y esta despiadada medida se aplicaba
tanto a sus hijos como a aquellos que, más afortunados, habían podido emprender
la huida y escapar.
Por eso el emperador Juliano podía responder
al obispo Cirilo de Alejandría, su antiguo condiscípulo en las escuelas de
Atenas: “El hombre era esclavo de César, y vamos a demostrarlo ...” (Cf. Cirilo
de Alejandría, Contra Julianum).
Es decir que Jesús, que así pues a los ojos
de Roma era un simple esclavo de César
y un rebelde contumaz, sobre quien
había podido ejercerse una misteriosa benevolencia salida de diversos medios
(el propio Daniel-Rops lo reconoce en su Jesús
en son temps) por razones igual de misteriosas, Jesús crucificado no podía
esperar en esa oculta protección. Inexorablemente barrido por la potencia
ocupante, definitivamente condenado a muerte, y al más infamante de los
suplicios legales implicados por ésta, las imbricaciones legales debían
escalonarse en su orden inmutable, sin que ningún motivo útil ni válido a los
ojos de Roma pudiera suavizarlas. Por todo ello, es impensable que Jesús se
hubiera beneficiado de una tumba honorable y ritual, pues sólo la fossa infamia de los condenados a muerte
podía recibir su cadáver. Y así fue.
Y, en efecto, quedan algunos testimonios más
conocidos de ese importante detalle. El emperador Juliano, que tenía a su
disposición los Archivos imperiales, en su Epístola
a Pothius nos confirma que Jesús tuvo como sepultura la fosa común legal
para los condenados a muerte. El propio Jesús no ignoraba que iría a parar
allí, como todo ajusticiado, y lo predijo con toda claridad, en su parábola de
Mateo (21, 39) y Marcos (12, 8), cuando los viñadores asesinan al hijo del
dueño de la viña, “y asiéndole, le mataron y
le arrojaron fuera de la viña”.
Esta tradición se perpetuó durante largo
tiempo después de los inicios del período apostólico. Existe, en efecto, un
viejo evangelio ya citado, que conocemos como El Evangelio de los Doce Apóstoles, donde leemos lo siguiente:
“Condujeron a Pilato y al centurión hasta el
pozo de agua del huerto, pozo muy profundo ... Miraron hacia abajo, en el pozo,
y los judíos gritaron: ‘Oh, Pilato! El cuerpo de Jesús, que murió, ¿no es ése
de ahí ...’.” (Op. cit., 15º
fragmento).
Sin duda la continuación del texto arregla el
asunto, pues Pilato les dice: “Creéis que es el Nazareno?”. Ellos respondieron:
“Lo creemos ...”. Entonces él dijo: “Conviene colocar su cuerpo en una tumba,
como se hace con todos los muertos” (Op.
cit., 15º fragmento).
Por consiguiente, al principio, los
legionarios romanos que desclavaron el cadáver de Jesús (y no José de Arimatea,
según Mateo (27, 59), Marcos (15, 46), Lucas (23, 53) y Juan (19, 38), pues es
impensable que la policía romana abdicara sus obligaciones legales y penales
sobre unos civiles muy sospechosos), esos legionarios echaron el cadáver de
Jesús a la fossa infamia.
Con el abad Loisy, antiguo profesor de hebreo
del Institut catholique de París, el
académico católico Edouard Le Roy ha negado que se hubiera concedido una tumba
regular a Jesús (cf. Dogme et Critique). Y
es evidente.
Ese hecho que se le precipitara en una fosa,
que en realidad no era otra cosa que un osario legal (también existía uno en
Roma, en el cementerio Esquilino), facilitó a los discípulos deseosos de
asentar la fábula de la resurrección el robo del cadáver. Es evidente que no
todos estuvieron en el secreto, sino que hubo unos cuantos encargados de la
operación. Y el mismo evangelio copto nos aporta algunos ecos del hecho:
“Él (Pilato) llamó al segundo. Le dijo: ‘Sé
que tú eres un hombre veraz, más que todos éstos. Dime cuántos apóstoles han
tomado de la tumba el cuerpo de Jesús’. Éste respondió: “Vinieron todos los
once, así como sus discípulos, lo sacaron furtivamente, y se separaron sólo de
este otro (de Judas)’. Él (Pilato) llamó entonces al tercero y le dijo: ‘Valoro
tu testimonio mucho más que el de esos otros. ¿Quién tomó el cuerpo de Jesús de
la tumba?’. Él le respondió: ‘José con Nicodemo y sus parientes’. Llamó al
cuarto y le dijo: ‘Tú eres el más considerado entre ellos, y los he despedido a
todos. Dime ahora qué fue lo que sucedió cuando tomaron de vuestras manos el
cuerpo de Jesús en la tumba’. Él le dijo: ‘Nuestro señor prefecto, esto fue:
Nosotros dormíamos, nos descuidamos y no pudimos saber quién lo había sacado.
Enseguida nos levantamos, lo buscamos y no lo encontramos ... Y entonces es
cuando avisamos ...’.” (Cf. Evangelio de
los Doce Apóstoles, 15º fragmento).
Pilato se personó entonces en la tumba, no
convencido por todas esas contradicciones. Se observará que ni por un instante
niegan los apóstoles que el cadáver fuera robado. Por lo tanto tampoco ellos
creen en la resurrección.
En la tumba, el procurador no ve sino las
mortajas tiradas en el suelo, y objeta: “Si hubieran cogido el cuerpo, se
habrían llevado las mortajas con él ...”.
Pero los judíos presentes le hacen observar:
“¿Pero no ves que no son las suyas, sino otras, extrañas? ...”.
No se trataba, por lo tanto, de mortajas con
las que se ligaban las manos y se sostenían el mentón, sino de otras, cuya
presencia no se explica, a menos que se
tratara de vendas. Porque en ese viejo evangelio, tan imprudentemente
redactado, no se habla para nada de sudarios ...
Y aquí es donde vamos a evocar otras
hipótesis sobre la pseudorresurrección.
En la primera obra de esta serie,[1]
dimos nuestra explicación personal de ésta. Una vez muerto Jesús, lo
sustituyeron por su hermano gemelo, probablemente el que vivía en Sidón, y
conocido por el nombre de Sidonios.[2]
Conocemos su existencia a través de Josefo el Eclesiástico y de Hipólito de
Tebas (cf. Migne, Patrologie, CVI, p.
187).
Pero existen otras explicaciones para esas
manifestaciones tan discretas de Jesús después de su muerte. Porque es muy sorprendente
que el “hijo de Dios” resucitado no pudiera manifestarse en toda su gloria,
tanto delante de Anás y Caifás como delante de todo el pueblo de Israel ... Y
es extraño también que esas pocas manifestaciones no fueran sino encuentros
nocturnos, en un camino, en una casa amiga, y que ese glorioso resucitado sólo
circulara bajo una apariencia que no permitiera reconocerlo a simple vista. Y,
lo que es más, algunos de sus discípulos “dudaron” de esa resurrección (cf.
Mateo, 28, 18), pues sabían de antemano a qué atenerse a ese respecto.
Y, antes que nada, abordando otros trabajos
exegéticos, citaremos a Schalom-Ben-Chorin, quien en su libro Jesus Bruder Jesus (Der Nazarener in
Jüdischer Sicht) nos habla, entre otros autores, de H.S. Reimarus
(1694-1768), el cual en sus Wolffenbütteler
Fragmenten (Lessing 1777), bajo el título Von der Zwecke Jesu und seiner Jünger, seguía la tradición de los Toledoth Jeschuah, fuente judía anónima
según la cual el cuerpo había sido robado por los discípulos.
Para Schalom-Ben-Chorin, la tesis de la
resurrección dataría de la “visión” de Saulo-Pablo (cf. I Epístola a los
Corintios, 15, 14), quien nos apremia a elegir: “Y si Cristo no resucitó, vana
es nuestra predicación ...”. ¡Qué los manes de Saulo-Pablo, si no se han disuelto
en los limbos, se queden tranquilos! Nuestra elección está hecha.
Sobre este mismo tema poseemos todavía otras
tradiciones.
Para el doctor Hugh J. Schoenfield, en su
obra The Passover Flot (Ed.
Hutchison, 1965), que fue el resultado de cuarenta años de investigaciones y
confrontaciones de hechos, Jesús había programado deliberadamente su vida de
manera que se adaptara perfectamente, en todos los puntos, a las profecías del
Antiguo Testamento. Por otra parte, se las habrían arreglado para que fuera ejecutado
un viernes, ya que el sabbat se
iniciaba aquel mismo día a la puesta del sol, cosa que obligaría a los
ejecutores a retirarlo de la cruz antes del anochecer. De este modo, sólo
habría permanecido en la situación de un crucificado durante algunas horas.
Pero éstos, por regla general, morían mucho después de tan corto espacio de
tiempo, y de ahí el asombro de Pilato al enterarse de que Jesús ya había
muerto. (Marcos, 15, 44). La razón había que buscarla en la esponja mojada en
vinagre, que en realidad había sido embebida de un narcótico, con lo que se
provocó la inconsciencia de Jesús y una cierta catalepsia. Inmediatamente
después de la inhumación, José de Arimatea y Nicodemo habrían procedido a
llevarse el cuerpo de la tumba. Siempre según el doctor Hugh J. Schoenfield,
Jesús habría recobrado ulteriormente el conocimiento, pero, muy debilitado por
la flagelación y la crucifixión, habría fallecido algún tiempo después. Así se
explicarían los contactos verbales y visuales con los discípulos, la exhibición
de sus llagas, etc., y luego su desaparición, que en seguida habrían
transformado en ascensión corporal al cielo.
Citaremos todavía a otro autor alemán: a Kurt
Berna, presidente de la International
Foundation for the Holy Shroud, de Zurich, quien en su libro, muy
ilustrado, que se titula Jesus nicht am
Kreuz gestorben (Jesús no murió en la cruz, de Ed. Hans Naber, Stuttgart,
1962), nos dice, con fotografías en su apoyo, que el sudario de Turín no sería
un sudario ficticio (se conocen 39 ...). La hoja del pilum del legionario romano no habría tocado el corazón, y como el
hecho de que brotara sangre y agua no constituía jamás una prueba de
fallecimiento, podía admitirse que Jesús estaba vivo cuando se le depositó en
la tumba. a continuación le habrían hecho volver en sí y se habría vestido con
ropas del jardinero.
Todas esas explicaciones serían aceptables, a
condición de que Jesús hubiera podido ser depositado en una tumba con cámaras,
como era costumbre en el Israel antiguo. Desde el momento en que el cuerpo fue
echado a la fossa infamia, todas esas
medidas de reanimación y de disfraz son difícilmente aceptables. La fossa infamia del cementerio de los
Olivos era visible desde todas partes, y quizás incluso colocaban allí a un
centinela después de cada ejecución. Pues bien, todo tiende a demostrarnos que
Jesús, lo mismo que los dos ladrones crucificados a su lado, fue echado a esa
misma fosa, y el emperador Juliano, que disponía de archivos y de leyes para
ayudarle, no lo afirmó sin pruebas a Cirilo de Alejandría.
Ahora, para explicar las “apariciones”
póstumas, no nos queda ya más explicación que la de un compinche que hubiera
hecho este papel, en este caso su hermano gemelo,[3]
cuya existencia, si no su papel, no puede ponerse en duda.
Recapitulemos.
Legalmente, el cadáver de Jesús fue
depositado (o más bien tirado) en la fosa de los condenados a muerte, y los de
los dos ladrones también. Se les había quebrado las piernas, antes de
desclavarlos, para que la asfixia acabara rápidamente con ellos, al no poder sostenerse
más sobre sus pies, según la versión oficial. Pero las cruces poseían una
especie de clavija, sobra la que reposaba el perineo de los condenados, lo que
añadía a todos los otros sufrimientos el del “caballete”. Por consiguiente, la
rotura de las piernas no tenía por objetivo acabar con ellos, sino sólo impedir
que, una vez arrojados a la fossa infamia,
pudieran salirse o rebelarse. Para los cómplices eventuales del exterior había,
sin lugar a dudas, uno o dos centinelas de guardia.
Los dos ladrones seguro que debieron agonizar
allí, y el tétanos o la gangrena acabarían lo que la crucifixión no había
terminado. En el caso de Jesús esto fue aún más sencillo: estaba aparentemente
muerto, pero, por prudencia, un decurión de la patrulla de control le hundió el
triángulo de su lanza en el flanco. Porque había anunciado su resurrección, y también por miedo a los
fenómenos de vampirismo, terror del mundo antiguo, es por lo que se le perforó
el flanco.
A continuación el cadáver fue a reunirse con
los dos ladrones todavía vivos, en la misma fosa de infamia. Porque éstos
probablemente aún no habían muerto, sus estertores, sus gemidos, aún eran
audibles. Cuando los centinelas no oyeron ningún otro ruido, avisaron de ello,
y abandonaron definitivamente su puesto de guardia. Entonces fue cuando
llegaron los zelotes, con toda seguridad de noche, se apoderaron del cuerpo de
Jesús, y se lo llevaron, al amanecer, a Samaria.[4]
Próximamente aportaremos la prueba formal de ello, con ayuda de un texto
conocido desde el siglo II.
En el caso más extremo puede admitirse
todavía que Pilato aceptó, cuando hubo
constatado debidamente el óbito, que los discípulos o la familia retiraran
el cadáver de la fossa infamia y lo
depositaran en una tumba ritual. Porque, a pesar de todo, era un “hijo de
David”, y había gozado de numerosos y poderosos apoyos. Esto Pilato no lo
ignoraba, y en el punto en que se encontraban, este último favor no acarreaba
ninguna consecuencia. Además, si como afirman los Acta Pilati, en su segunda detención fue crucificado en los Olivos,
el cementerio ritual se encontraba allí, y no faltaban tumbas vacías.
Esta última suposición viene confirmada en el
texto del Evangelio de los Doce
Apóstoles, en su 15º fragmento, donde se ve al procurador haciendo retirar
por los judíos (¿o los discípulos?) el cuerpo de Jesús fuera de la fosa común,
y aconsejando que se le deposite en una tumba.
Nuestros contradictores habituales, por toda
respuesta, nos arguyen a su vez “que no están de acuerdo”.
Esto es poco, en ausencia de cualquier argumento, apoyado por un documento. Para ellos, el que un hombre
fuera flagelado con látigos de plomo, que fuera crucificado, que recibiera una
lanzada en el costado, muriera, estuviera enterrado durante tres días, y luego
resucitara, fresco y dispuesto, todo eso es de los más plausible. Pero que se
les diga que simplemente robaron clandestinamente su cadáver, y que unos
cuantos listillos montaron con destreza una pequeña comedia que tuvo un
perfecto éxito, habida cuenta de la época y de la ignorancia general del
pueblo, y se volverán indignados, alegando que es impensable, ilógico e
inverosímil.
“Creo en los testigos que se dejan degollar
...”, afirmaba Pascal. ¡Lástima! La historia ha demostrado que también se puede
morir por una causa estúpida, incluso inepta. Y la frase de Jean Rostand
conserva aquí toda su sabiduría:
“A menudo es más fácil morir por lo que uno
cree, que renunciar a ello ...”
[1] Cf. Jesús o el secreto mortal de
los templarios, pp. 60-69.
[2] Id., pp. 59 y 185-186.
[3] M Jacques Sadoul, “historiador de la alquimia”, considera que hemos
naufragado en nuestra carrera de historiador por culpa de haberle atribuido
este papel al hermano gemelo de Jesús. ¡Jamás debe utilizarse el tema de un
gemelo en una novela, está pasado de moda! Transmitimos esta observación al
rabinato francés. No hay duda de que, a pesar de los reproches de nuestro joven
colega, no se suprimirán en la Biblia todos los casos de hermanos gemelos: Esaú
y Jacob, Caín y Aclinia, etc. ¡En una novela así, eso es lo de menos! Porque
para M. Sadoul, el evangelio es una novela. Que conste en acta ...
[4] Cf. Jesús o el secreto mortal de
los templarios, pp. 241-258.
TOMADO DE: LOS SECRETOS DEL GOLGOTA DE ROBERT AMBELAIN
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