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miércoles, 6 de julio de 2016

El misterio de la tumba

El misterio de la tumba


Estamos en nuestro derecho de conjeturar que, la tarde de la Pasión, el cuerpo de Jesús fue descolgado de la cruz por los soldados y lanzado a alguna fosa común ...
ABBÉ LOISY, Quelques letres


Por desgracia para los redactores de los evangelios, la leyenda del entierro de Jesús en una tumba honorable está en contradicción absoluta con el derecho penal romano. Y nadie ignora el carácter imprescriptible de éste. Tácito nos recuerda ese aspecto severo de las leyes romanas en sus Anales:

 

“Como los condenados a muerte, además de la confiscación de sus bienes, eran privados de sepultura, mientras que aquellos que se ejecutaban a sí mismos recibían los honores fúnebres y sabían que sus testamentos serían respetados, valía la pena acelerar su muerte”. (Cf. Tácito, Anales, VI, XXXV).

Por otra parte, la destrucción de Séforis, patria de su madre María, y la deportación de toda la población de esa región, en el año 6 antes de nuestra era, por las legiones de Varo, habían hecho de todos sus habitantes “esclavos de César”, y esta despiadada medida se aplicaba tanto a sus hijos como a aquellos que, más afortunados, habían podido emprender la huida y escapar.

Por eso el emperador Juliano podía responder al obispo Cirilo de Alejandría, su antiguo condiscípulo en las escuelas de Atenas: “El hombre era esclavo de César, y vamos a demostrarlo ...” (Cf. Cirilo de Alejandría, Contra Julianum).

Es decir que Jesús, que así pues a los ojos de Roma era un simple esclavo de César y un rebelde contumaz, sobre quien había podido ejercerse una misteriosa benevolencia salida de diversos medios (el propio Daniel-Rops lo reconoce en su Jesús en son temps) por razones igual de misteriosas, Jesús crucificado no podía esperar en esa oculta protección. Inexorablemente barrido por la potencia ocupante, definitivamente condenado a muerte, y al más infamante de los suplicios legales implicados por ésta, las imbricaciones legales debían escalonarse en su orden inmutable, sin que ningún motivo útil ni válido a los ojos de Roma pudiera suavizarlas. Por todo ello, es impensable que Jesús se hubiera beneficiado de una tumba honorable y ritual, pues sólo la fossa infamia de los condenados a muerte podía recibir su cadáver. Y así fue.

Y, en efecto, quedan algunos testimonios más conocidos de ese importante detalle. El emperador Juliano, que tenía a su disposición los Archivos imperiales, en su Epístola a Pothius nos confirma que Jesús tuvo como sepultura la fosa común legal para los condenados a muerte. El propio Jesús no ignoraba que iría a parar allí, como todo ajusticiado, y lo predijo con toda claridad, en su parábola de Mateo (21, 39) y Marcos (12, 8), cuando los viñadores asesinan al hijo del dueño de la viña, “y asiéndole, le mataron y le arrojaron fuera de la viña”.

Esta tradición se perpetuó durante largo tiempo después de los inicios del período apostólico. Existe, en efecto, un viejo evangelio ya citado, que conocemos como El Evangelio de los Doce Apóstoles, donde leemos lo siguiente:

“Condujeron a Pilato y al centurión hasta el pozo de agua del huerto, pozo muy profundo ... Miraron hacia abajo, en el pozo, y los judíos gritaron: ‘Oh, Pilato! El cuerpo de Jesús, que murió, ¿no es ése de ahí ...’.” (Op. cit., 15º fragmento).
Sin duda la continuación del texto arregla el asunto, pues Pilato les dice: “Creéis que es el Nazareno?”. Ellos respondieron: “Lo creemos ...”. Entonces él dijo: “Conviene colocar su cuerpo en una tumba, como se hace con todos los muertos” (Op. cit., 15º fragmento).

Por consiguiente, al principio, los legionarios romanos que desclavaron el cadáver de Jesús (y no José de Arimatea, según Mateo (27, 59), Marcos (15, 46), Lucas (23, 53) y Juan (19, 38), pues es impensable que la policía romana abdicara sus obligaciones legales y penales sobre unos civiles muy sospechosos), esos legionarios echaron el cadáver de Jesús a la fossa infamia.

Con el abad Loisy, antiguo profesor de hebreo del Institut catholique de París, el académico católico Edouard Le Roy ha negado que se hubiera concedido una tumba regular a Jesús (cf. Dogme et Critique). Y es evidente.

Ese hecho que se le precipitara en una fosa, que en realidad no era otra cosa que un osario legal (también existía uno en Roma, en el cementerio Esquilino), facilitó a los discípulos deseosos de asentar la fábula de la resurrección el robo del cadáver. Es evidente que no todos estuvieron en el secreto, sino que hubo unos cuantos encargados de la operación. Y el mismo evangelio copto nos aporta algunos ecos del hecho:

“Él (Pilato) llamó al segundo. Le dijo: ‘Sé que tú eres un hombre veraz, más que todos éstos. Dime cuántos apóstoles han tomado de la tumba el cuerpo de Jesús’. Éste respondió: “Vinieron todos los once, así como sus discípulos, lo sacaron furtivamente, y se separaron sólo de este otro (de Judas)’. Él (Pilato) llamó entonces al tercero y le dijo: ‘Valoro tu testimonio mucho más que el de esos otros. ¿Quién tomó el cuerpo de Jesús de la tumba?’. Él le respondió: ‘José con Nicodemo y sus parientes’. Llamó al cuarto y le dijo: ‘Tú eres el más considerado entre ellos, y los he despedido a todos. Dime ahora qué fue lo que sucedió cuando tomaron de vuestras manos el cuerpo de Jesús en la tumba’. Él le dijo: ‘Nuestro señor prefecto, esto fue: Nosotros dormíamos, nos descuidamos y no pudimos saber quién lo había sacado. Enseguida nos levantamos, lo buscamos y no lo encontramos ... Y entonces es cuando avisamos ...’.” (Cf. Evangelio de los Doce Apóstoles, 15º fragmento).

Pilato se personó entonces en la tumba, no convencido por todas esas contradicciones. Se observará que ni por un instante niegan los apóstoles que el cadáver fuera robado. Por lo tanto tampoco ellos creen en la resurrección.

En la tumba, el procurador no ve sino las mortajas tiradas en el suelo, y objeta: “Si hubieran cogido el cuerpo, se habrían llevado las mortajas con él ...”.

Pero los judíos presentes le hacen observar: “¿Pero no ves que no son las suyas, sino otras, extrañas? ...”.

No se trataba, por lo tanto, de mortajas con las que se ligaban las manos y se sostenían el mentón, sino de otras, cuya presencia no se explica, a menos que se tratara de vendas. Porque en ese viejo evangelio, tan imprudentemente redactado, no se habla para nada de sudarios ...

Y aquí es donde vamos a evocar otras hipótesis sobre la pseudorresurrección.

En la primera obra de esta serie,[1] dimos nuestra explicación personal de ésta. Una vez muerto Jesús, lo sustituyeron por su hermano gemelo, probablemente el que vivía en Sidón, y conocido por el nombre de Sidonios.[2] Conocemos su existencia a través de Josefo el Eclesiástico y de Hipólito de Tebas (cf. Migne, Patrologie, CVI, p. 187).
Pero existen otras explicaciones para esas manifestaciones tan discretas de Jesús después de su muerte. Porque es muy sorprendente que el “hijo de Dios” resucitado no pudiera manifestarse en toda su gloria, tanto delante de Anás y Caifás como delante de todo el pueblo de Israel ... Y es extraño también que esas pocas manifestaciones no fueran sino encuentros nocturnos, en un camino, en una casa amiga, y que ese glorioso resucitado sólo circulara bajo una apariencia que no permitiera reconocerlo a simple vista. Y, lo que es más, algunos de sus discípulos “dudaron” de esa resurrección (cf. Mateo, 28, 18), pues sabían de antemano a qué atenerse a ese respecto.

Y, antes que nada, abordando otros trabajos exegéticos, citaremos a Schalom-Ben-Chorin, quien en su libro Jesus Bruder Jesus (Der Nazarener in Jüdischer Sicht) nos habla, entre otros autores, de H.S. Reimarus (1694-1768), el cual en sus Wolffenbütteler Fragmenten (Lessing 1777), bajo el título Von der Zwecke Jesu und seiner Jünger, seguía la tradición de los Toledoth Jeschuah, fuente judía anónima según la cual el cuerpo había sido robado por los discípulos.

Para Schalom-Ben-Chorin, la tesis de la resurrección dataría de la “visión” de Saulo-Pablo (cf. I Epístola a los Corintios, 15, 14), quien nos apremia a elegir: “Y si Cristo no resucitó, vana es nuestra predicación ...”. ¡Qué los manes de Saulo-Pablo, si no se han disuelto en los limbos, se queden tranquilos! Nuestra elección está hecha.

Sobre este mismo tema poseemos todavía otras tradiciones.
Para el doctor Hugh J. Schoenfield, en su obra The Passover Flot (Ed. Hutchison, 1965), que fue el resultado de cuarenta años de investigaciones y confrontaciones de hechos, Jesús había programado deliberadamente su vida de manera que se adaptara perfectamente, en todos los puntos, a las profecías del Antiguo Testamento. Por otra parte, se las habrían arreglado para que fuera ejecutado un viernes, ya que el sabbat se iniciaba aquel mismo día a la puesta del sol, cosa que obligaría a los ejecutores a retirarlo de la cruz antes del anochecer. De este modo, sólo habría permanecido en la situación de un crucificado durante algunas horas. Pero éstos, por regla general, morían mucho después de tan corto espacio de tiempo, y de ahí el asombro de Pilato al enterarse de que Jesús ya había muerto. (Marcos, 15, 44). La razón había que buscarla en la esponja mojada en vinagre, que en realidad había sido embebida de un narcótico, con lo que se provocó la inconsciencia de Jesús y una cierta catalepsia. Inmediatamente después de la inhumación, José de Arimatea y Nicodemo habrían procedido a llevarse el cuerpo de la tumba. Siempre según el doctor Hugh J. Schoenfield, Jesús habría recobrado ulteriormente el conocimiento, pero, muy debilitado por la flagelación y la crucifixión, habría fallecido algún tiempo después. Así se explicarían los contactos verbales y visuales con los discípulos, la exhibición de sus llagas, etc., y luego su desaparición, que en seguida habrían transformado en ascensión corporal al cielo.

Citaremos todavía a otro autor alemán: a Kurt Berna, presidente de la International Foundation for the Holy Shroud, de Zurich, quien en su libro, muy ilustrado, que se titula Jesus nicht am Kreuz gestorben (Jesús no murió en la cruz, de Ed. Hans Naber, Stuttgart, 1962), nos dice, con fotografías en su apoyo, que el sudario de Turín no sería un sudario ficticio (se conocen 39 ...). La hoja del pilum del legionario romano no habría tocado el corazón, y como el hecho de que brotara sangre y agua no constituía jamás una prueba de fallecimiento, podía admitirse que Jesús estaba vivo cuando se le depositó en la tumba. a continuación le habrían hecho volver en sí y se habría vestido con ropas del jardinero.

Todas esas explicaciones serían aceptables, a condición de que Jesús hubiera podido ser depositado en una tumba con cámaras, como era costumbre en el Israel antiguo. Desde el momento en que el cuerpo fue echado a la fossa infamia, todas esas medidas de reanimación y de disfraz son difícilmente aceptables. La fossa infamia del cementerio de los Olivos era visible desde todas partes, y quizás incluso colocaban allí a un centinela después de cada ejecución. Pues bien, todo tiende a demostrarnos que Jesús, lo mismo que los dos ladrones crucificados a su lado, fue echado a esa misma fosa, y el emperador Juliano, que disponía de archivos y de leyes para ayudarle, no lo afirmó sin pruebas a Cirilo de Alejandría.

Ahora, para explicar las “apariciones” póstumas, no nos queda ya más explicación que la de un compinche que hubiera hecho este papel, en este caso su hermano gemelo,[3] cuya existencia, si no su papel, no puede ponerse en duda.

Recapitulemos.
Legalmente, el cadáver de Jesús fue depositado (o más bien tirado) en la fosa de los condenados a muerte, y los de los dos ladrones también. Se les había quebrado las piernas, antes de desclavarlos, para que la asfixia acabara rápidamente con ellos, al no poder sostenerse más sobre sus pies, según la versión oficial. Pero las cruces poseían una especie de clavija, sobra la que reposaba el perineo de los condenados, lo que añadía a todos los otros sufrimientos el del “caballete”. Por consiguiente, la rotura de las piernas no tenía por objetivo acabar con ellos, sino sólo impedir que, una vez arrojados a la fossa infamia, pudieran salirse o rebelarse. Para los cómplices eventuales del exterior había, sin lugar a dudas, uno o dos centinelas de guardia.

Los dos ladrones seguro que debieron agonizar allí, y el tétanos o la gangrena acabarían lo que la crucifixión no había terminado. En el caso de Jesús esto fue aún más sencillo: estaba aparentemente muerto, pero, por prudencia, un decurión de la patrulla de control le hundió el triángulo de su lanza en el flanco. Porque había anunciado su resurrección, y también por miedo a los fenómenos de vampirismo, terror del mundo antiguo, es por lo que se le perforó el flanco.

A continuación el cadáver fue a reunirse con los dos ladrones todavía vivos, en la misma fosa de infamia. Porque éstos probablemente aún no habían muerto, sus estertores, sus gemidos, aún eran audibles. Cuando los centinelas no oyeron ningún otro ruido, avisaron de ello, y abandonaron definitivamente su puesto de guardia. Entonces fue cuando llegaron los zelotes, con toda seguridad de noche, se apoderaron del cuerpo de Jesús, y se lo llevaron, al amanecer, a Samaria.[4] Próximamente aportaremos la prueba formal de ello, con ayuda de un texto conocido desde el siglo II.

En el caso más extremo puede admitirse todavía que Pilato aceptó, cuando hubo constatado debidamente el óbito, que los discípulos o la familia retiraran el cadáver de la fossa infamia y lo depositaran en una tumba ritual. Porque, a pesar de todo, era un “hijo de David”, y había gozado de numerosos y poderosos apoyos. Esto Pilato no lo ignoraba, y en el punto en que se encontraban, este último favor no acarreaba ninguna consecuencia. Además, si como afirman los Acta Pilati, en su segunda detención fue crucificado en los Olivos, el cementerio ritual se encontraba allí, y no faltaban tumbas vacías.

Esta última suposición viene confirmada en el texto del Evangelio de los Doce Apóstoles, en su 15º fragmento, donde se ve al procurador haciendo retirar por los judíos (¿o los discípulos?) el cuerpo de Jesús fuera de la fosa común, y aconsejando que se le deposite en una tumba.

Nuestros contradictores habituales, por toda respuesta, nos arguyen a su vez “que no están de acuerdo”.

Esto es poco, en ausencia de cualquier argumento, apoyado por un documento. Para ellos, el que un hombre fuera flagelado con látigos de plomo, que fuera crucificado, que recibiera una lanzada en el costado, muriera, estuviera enterrado durante tres días, y luego resucitara, fresco y dispuesto, todo eso es de los más plausible. Pero que se les diga que simplemente robaron clandestinamente su cadáver, y que unos cuantos listillos montaron con destreza una pequeña comedia que tuvo un perfecto éxito, habida cuenta de la época y de la ignorancia general del pueblo, y se volverán indignados, alegando que es impensable, ilógico e inverosímil.

“Creo en los testigos que se dejan degollar ...”, afirmaba Pascal. ¡Lástima! La historia ha demostrado que también se puede morir por una causa estúpida, incluso inepta. Y la frase de Jean Rostand conserva aquí toda su sabiduría:

“A menudo es más fácil morir por lo que uno cree, que renunciar a ello ...”



[1] Cf. Jesús o el secreto mortal de los templarios, pp. 60-69.
[2] Id., pp. 59 y 185-186.
[3] M Jacques Sadoul, “historiador de la alquimia”, considera que hemos naufragado en nuestra carrera de historiador por culpa de haberle atribuido este papel al hermano gemelo de Jesús. ¡Jamás debe utilizarse el tema de un gemelo en una novela, está pasado de moda! Transmitimos esta observación al rabinato francés. No hay duda de que, a pesar de los reproches de nuestro joven colega, no se suprimirán en la Biblia todos los casos de hermanos gemelos: Esaú y Jacob, Caín y Aclinia, etc. ¡En una novela así, eso es lo de menos! Porque para M. Sadoul, el evangelio es una novela. Que conste en acta ...
[4] Cf. Jesús o el secreto mortal de los templarios, pp. 241-258.

TOMADO DE: LOS SECRETOS DEL GOLGOTA DE ROBERT AMBELAIN

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