JUAN SANTOS ATAHUALPA APU INCA (Séptima parte)
Juan Santos estaba muy preocupado por lo que pudiera saber el Virrey de su propósito mesiánico y postulados ideológicos. Su objetivo primordial era la publicidad para influir en la opinión pública sobre la trascendencia de su lucha. No había manera de poner en ejecución la idea porque ninguna autoridad política o religiosa se atrevía a sostener una conferencia con él. La única manera de conseguirlo era la captura de algunos frailes con los cuales podía transmitir su mensaje. Corría el año de 1746. Escogió una fecha y un lugar. Sería el 24 de junio en Monobamba. Allá despachó un grupo de guerreros negros. Tras un ataque relámpago dieron muerte a treinta y tres monobambinos pro virreinales y capturaron a un clérigo.
Juan Santos conferenció con el cura y le encargó decir al general Llamas que no le escribía por juzgar que éste era de muy baja categoría para él. También envió una carta para el Virrey. En ella volvía a proclamar que era el Señor del Reino Indígena y exigía que desocupasen sus tierras. En Lima el cura informó que Juan Santos tenía escaso ejército pero que podía reunir miles de todas las naciones en un tiempo breve. Que era muy poderoso y que sus guardianes eran guerreros simirinches.
En 1752, los territorios asháninka, yanesha y piro habían sido recobrados totalmente por la acción del inca rebelde. No quedaban en pie ninguno de los 50 pueblos fundados por los misioneros que aglutinaban más de diez mil habitantes. Ninguna misión franciscana o jesuita, ni un solo establecimiento español había resistido a la demoledora acción de las tropas nativas rebeldes y, con el afán de dar una muestra de su poderío bélico decide atacar la sierra. Él sabe que allí es donde la sangrienta opresión de sus hermanos es más abominable y dantesca. Como es natural, la noticia al expandirse por toda la sierra, encendió la esperanza de los nativos. Terminarían los suplicios de tantos hombres sacrificados que dejaban la vida en las oquedades siniestras. El primer bastión español que cae es Andamarca. Apresan a los dos sacerdotes que allí estaban de misioneros; recogen abundantes víveres, se llevan las cabezas de ganado que encuentran y, luego de tres días de estadía retornan nuevamente a la selva de donde habían venido. ¿Por qué? Después de arrasar el pueblo de Andamarca, inexplicablemente se han detenido. ¿Por qué? La respuesta hasta ahora es un enigma. El camino a la sierra estaba abierto de par en par; la resistencia en la selva central había sido vencida tras diez años de lucha ininterrumpida sin que jamás el inca rebelde fuera derrotado. ¿Qué ocurrió entonces? ¿Por qué no terminó de tomar la sierra? No lo sabemos. No podemos comprenderlo. La invasión a esta zona habría significado la libertad los pobres mineros. El caso final es que Juan Santos había cumplido su promesa. Antiguos territorios tribales habían vuelto a manos de sus legítimos dueños, libres de españoles y negros. El Virreinato peruano estaba estremecido. Habían visto de lo que eran capaces los indios. El movimiento mesiánico y reivindicatorio había encontrado eco en todos los habitantes de la sierra y la selva centrales.
Triunfante, quiso ajustar cuentas con algunos traidores simirinchis y antis de Pangoa y Sonomoro que habían osado desobedecer su autoridad; únicos lugares en los que no se recibió con beneplácito el mensaje del inca mesiánico al comenzar su campaña, sin duda influenciados por el Comisario de Misiones que residía en ese lugar, Fray José Gil Muñoz, quien había infiltrado neófitos fieles que, al detalle, informaban al fraile sobre lo que acontecía en el cuartel rebelde. Una vez que Juan Santos descubriera a los traidores, lejos de castigarlos como debía, los devolvió a sus reductos a fin de que el curaca Bartolomé Quintimari, jefe de los allegados a los españoles, supiera que estaba enterado de los planes realistas y le conminaba a que se arrepienta. El curaca, contra lo que se esperaba, desoyó la invitación del inca y siguió fiel a los españoles. Es más, en ese lugar cobijaron a los reaccionarios que quedaban en Jesús María y Catilipango, en su mayor parte mujeres y niños. También se refugiaron en este lugar los Chichirenes que habitaban Parva, quienes por razones desconocidas no se plegaron a la revolución del inca. Lo mismo hicieron los franciscanos que trabajaban en el Gran Pajonal con mucho temor de ser victimados, pues en el camino no hallaron abastecimiento alguno, inequívoca señal de que ya en aquellos lugares ya no se les quería. Pasados los años, como lo estamos viendo, se apoderaron de animales y sembríos del lugar y mataron a los traidores que pudieron encontrar, el resto se salvó internándose en la selva o huyendo a la sierra.
Después de sus enfrentamientos triunfales con las huestes españolas y la expulsión de los padres misioneros, dejaba exterminadas las conversiones de Chanchamayo, Perené, Paucartambo, Cerro de la Sal, Metraro, Eneñas, Huancabamba, Apurimac, Pangoa, Ene Sonomoro y Alto Ucayali. En una nota aparecida poco después de la insurrección de Juan Santos, los misioneros de Ocopa decían: “…los terrenos actualmente habitados por los salvajes eran productivas haciendas de caña, cacao, café, coca, etc.. Aquellos silenciosos bosques, hoy día habitados tan sólo por pequeñas tribus de salvajes, eran centro de gran actividad y se había entablado confraternidad con los mismos infieles quienes cambiaban los ricos productos de la montaña con víveres y objetos de nuestra industria. Internaban carne salada, quesos, ají, aguardiente, herramientas, etc. y regresaban con valiosas especies de la montaña, multiplicando de este modo sus capitales. Hasta los chunchos, según Urrutia, llegaron a realizar viajes a Tarma para vender o cambiar sus frutos, regresando muy confiados a sus reducciones surtidos de cuanto necesitaban en el país. Pero ¿Quién hubiera dicho que tanta prosperidad debía desaparecer en tan poco tiempo bajo las manos destructoras de estos mismos chunchos tan sólo por instigación de un hombre ambicioso y cruel?. Este bello país que había sido conquistado poco a poco a la virgen naturaleza, volvió nuevamente a quedar bajo su dominio, después de haber gozado unos pocos años los beneficios de la civilización. Desde aquella fecha se perdió a todos los pueblos establecidos en las márgenes del Perené y las montañas de Andamarca y Pangoa”
Después de su triunfal ingreso en Andamarca en 1755, sucede un silencio en torno a la figura del caudillo incaico. Envalentonados entonces los españoles, delegan la responsabilidad de terminar con el caudillo, al brigadier español Pablo Sáenz, que entra en Quimiri donde no encuentra sino escombros. La iglesia y los talleres han sido barridos por el fuego y los indios no lo han reedificado. En agosto de 1756, Manso de Valazco eleva un informe al Rey y le dice, entre otras cosas: “el sanguinario cacique no se ha dejado sentir en mucho tiempo, ello, sin embargo, no ha influido para nada en la vigilancia de los puestos de frontera. Ésta continúa con el mismo celo que hasta ahora ha tenido. La tropa continúa en sus puestos de vigilancia. La noticia regada por los indios conibos afirman que, Juan Santos Atahualpa Apu Inca, ha desparecido misteriosamente, echando humo ante la mirada de estupefacción de todos los nativos”.
¿Qué había ocurrido con el invicto vengador al que jamás habían logrado derrotar?. ¿Dónde estaba?.
Los asháninkas, herederos del sacrificado esfuerzo del rebelde, mantienen todavía vigente la misteriosa historia de su muerte a través del siguiente relato.
Después de sus encuentros con las guarniciones españolas y la expulsión definitiva de los Padres Misioneros, todavía continuó con sus merodeos entre las quebradas de Chanchamayo, Vítoc y Monobamba. Murió en el año de 1756, en una fiesta que acostumbraban celebrar los nativos en la cosecha del maíz. Consistía en beber y practicar simulacros de combate arrojándose las corontas; en el fragor del simulacro un indio émulo de Santos Atahualpa que tomaba parte en la fiesta, para cerciorarse si era realmente hijo de la divinidad, en lugar de una coronta, le asestó una piedra lanzada con honda que le hirió gravemente, de cuyo resultado murió. Antes de expirar hizo que llevaran a su presencia al asesino quien fue muerto con sus propias manos.
La muerte física del adalid invicto de la selva no les importa gran cosa a los indios. Saben que todos tenemos que morir tarde o temprano. Aseguran que, en aprobación de este magnífico gesto cristiano de luchar por los desamparados y explotados, Juan Santos Atahualpa fue ungido con una especial bendición de Dios, ya que al morir –cumplida su valiente misión en la selva- entre nubes y vapores brillantes, se elevó hacia los cielos en medio de cánticos hermosos y extraños, con la promesa de que volvería. Los frailes franciscanos, enemigos naturales del adalid –tal vez con el fin de deshacer la mitología- afirman que, retirado a la profundidad de la selva, muchos años después, lo vieron ya anciano, acompañado de su compañera negra, llevando una vida de placidez y tranquilidad, feliz porque la lucha que había iniciado se propagaba por todo el Perú.
En todo caso, los nativos no han olvidado la gesta del valiente inca; por esta razón, reverentes, en Metraro le han erigido una capilla de 18 metros de largo por ocho de ancho, sostenido por ocho columnas de madera en esqueleto; cubierta con techo de humiro, en forma cruzada; en medio de la capilla, el túmulo donde descansó su cuerpo a poco de morir, hecho de cinco tablas labradas de jaracandá, de 8 a 10 centímetros de espesor y a una altura de un metro veinte centímetros, situado en medio del templo, mirando hacia Oriente.
Desde entonces, sobre la cúspide del impotente nevado del Huaguruncho, apareció una colosal cruz de oro macizo cuyos destellos se veían nítidamente en todos los confines de Pasco. Una cara de la cruz recibía el saludo del sol naciente de las mañanas; la otra, los postreros destellos de los atardeceres. Al hacerse realidad la añorada recuperación de sus tierras, en reconocimiento de la bendición recibida del cielo para el triunfo final, el imbatible caudillo guerrero, utilizando todo el oro recogido de ríos y minas de la selva, hizo fundir una sólida cruz bruñida de oro macizo de enormes proporciones, que mediante un magistral y agotador trabajo de ingeniería rudimentaria la fijaron en la cúspide del Huaguruncho con un túnel vertical que comunicaba perpendicularmente la base, con la cima del monte. Este trabajo realizado en tres largos años venía a significar la confirmación de la fe en Cristo del caudillo Juan Santos Atahualpa.
Mucho más tarde, cuando mediante la invasión sangrienta y cruel, españoles y negros volvieron a recuperar las posiciones de la selva, la cruz de Haguruncho desapareció tragada por las nieves eternas en medio de lluvias torrenciales, truenos y relámpagos. Los campas aseguran que el símbolo volverá a refulgir cuando retorne Juan Santos Atahualpa y esta vez sí serán dueños definitivos de sus tierras selváticas.
En todo caso, éste, es el primer paso que dimos en la lucha por la libertad de la patria y la dignidad de la persona humana. Vendrán, como veremos, otras epopeyas igualmente impresionantes que tiñeron de sangre nuestra tierra.
B I B L I O G R A F Í A
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https://pueblomartir.wordpress.com/2015/01/11/juan-santos-atahualpa-apu-inca-septima-parte/
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