JUAN SANTOS ATAHUALPA APU INCA (Quinta parte)
Aquí hay una refriega sangrienta en la que muchos hacendados mueren a manos de sus esclavos indios que se vengaron con sangre de los castigos que habían sufrido. En esta ocasión, otra gigantesca ola de serranos se suman a la guerra de recuperación. Un franciscano, con marcado estupor, deja escrito: “muchos serranos sanguinarios se han agregado a la miserable gente chuncha y, todos conforman hordas sanguinarias y salvajes”(…) “Esta turba descomunal ha prometido que beberá chicha en la calavera del padre y del teniente”. Al final, todo lo que había sido una región floreciente, de gran porvenir, quedaba convertido en escombros y cenizas. Cuando Milla llega al lugar con su tropa a la que se suman más de doscientos milicianos, no encuentra a Juan Santos; éste se ha escabullido por las espesuras a asaltar Huancabamba. Atravesando el valle del Entás, donde hoy se asienta Villa Rica, por sendas sólo conocidas por sus guías, fue a parar al valle de Chorobamba, donde actualmente se encuentra la ciudad de Oxapampa, y finalmente llega a Huancabamba, valle que había alcanzado el mismo nivel que Chanchamayo, con muchas haciendas dedicadas a la producción pecuaria, varias minas explotadas por mineros cerreños afincados en el lugar, la mayoría de ellas de propiedad del Conde de las Lagunas. En general, centro de gran actividad en donde se había entablado el comercio con los mismos nativos que cambiaban los ricos productos de la montaña por víveres y objetos de la ciudad. Internaban carne salada, queso, ají, aguardiente, herramientas, etc. y regresaban con valiosas especies de la montaña multiplicando de este modo sus capitales.
Cuenta la tradición que aquel domingo de octubre de 1743, los neófitos estaban escuchando misa. Atravesando el Chorobamba por Punchao y el abra de Gasparina, los rebeldes inician el asalto a la Misión dando muerte a los blancos y negros que resistían. Muchas familias huyeron por el estrecho de Chilache y Mallapampa, hasta alcanzar la sierra a donde los rebeldes no se atrevieron a subir. Entre los fugitivos, se encontraba la esposa de Sandoval, poderoso minero cerreño, amo y dueño del lugar, que en ese momento estaba comerciando en Paucartambo. La señora, en un avanzado estado de gestación, tuvo que huir hasta las alturas de Muñapampa a 3,737 metros sobre el nivel del mar, y en una caverna que actualmente llaman “Huachanga”, dio a luz a un niño. Muchos de los propietarios de haciendas cayeron en defensa de sus propiedades. Se hablaba de Antonio José de Castro, de la hacienda Marancocha; de José de Barrios, en Chanchamayo; Bernardo Oliva, de Santa Catalina; Juan de Carvajal, de San Fernando. Los únicos que no cayeron en combate fueron los Condes de las Lagunas, propietarios de enormes haciendas en Huancabamba, Parara y Lucen, así como la vaquería de Tamaque.
El virrey, indignado por la triunfadora acción del inca rebelde, decide el envío de sesenta soldados bien preparados del Fuerte del Callao, al mando de los capitanes, Pedro Alzamora y Fabricio Bártoli. Era septiembre de 1743. En Jauja reciben el refuerzo de 200 milicianos reunidos por el Corregidor Alfonso Santa y Ortega y, el 27 de octubre, llegan a Quimiri, suponiendo que el inca les temía y que por eso no se les había enfrentado. No era así. La superioridad numérica y el armamento determinan que Juan Santos los deje pasar. La construcción del fuerte se extendió hasta el 8 de noviembre. Terminada ésta, se emplazaron dentro cuatro cañones y cuatro pedreros; en el depósito, abundantes granadas y municiones. Pensaban que eso era suficiente para vencer a los indios precariamente armados. El Corregidor Santa, seguido de sus milicianos dejó el fuerte con sesenta veteranos y sirvientes indígenas. Juan Santos pensó que era el momento para comenzar las hostilidades. Su primera acción fue el ataque a la tropa que conducía víveres al fuerte; el combate se libró a orillas del Chanchamayo en el que murieron diecisiete españoles. Acto seguido ordenó cortar los puentes y obstruir los caminos para rendir por hambre a los que estaban dentro.
El capitán español trató la salida de algunos hombres pero no lo consiguió. El único que logró escapar para solicitar ayuda a Tarma, fue el fraile Lorenzo Núñez. Los víveres escasearon en el fuerte y una rara enfermedad los afectó. Muchos españoles murieron. Entonces Juan Santos inicia una serie de ataques relámpago para ablandar al enemigo que está sitiado. Trata de que Bártoli se rinda evitando la muerte de su gente. Le otorga dos treguas de quince días cada una, pero éste no se rinde confiado que habrá de recibir el auxilio de las tropas de Troncoso. Al término de la pausa, aprovechando la oscuridad de la noche los sitiados tratan de huir, pero son ultimados. Ni un sólo hombre se salva. Estamos en 1º de enero de 1744. Cuando el dubitativo Troncoso llega a Qumiri con su tropa, ya es demasiado tarde; los rebeldes se han apoderado del fuerte. En este momento los españoles caen en la cuenta que tienen que vérselas con un estratega inteligente, osado y exitoso. En el poco tiempo de la entrada de Juan Santos en la selva, han sido ampliamente derrotados en el plano militar y moral. En poder del inca rebelde se encuentra las zonas de Chanchamayo, Perené, Huancabamba, Gran Pajonal y el Alto Ucayali. La selva central se ha hecho impenetrable para cualquier blanco y el sacrificio de Bártoli y sus hombres obliga a las autoridades buscar un trato directo con el rebelde.
El verano de 1745, acatando órdenes del Virrey Marqués de Villagarcía, cuyo gobierno fenecía, entró en la selva el padre Hirsuta, de la Compañía de Jesús, acompañado de otro sacerdote, con el encargo de lograr la paz o, en su defecto, trabajar secretamente su desestabilización, tomando contacto con indios que no siguiesen muy fervorosamente al caudillo. Se asegura que al no hallarlo, el sacerdote se limitó a hablar con su lugarteniente Mateo de Assia. Éste, siguiendo la política del inca, se niega a realizar ningún trato con el fraile. La delegación sacerdotal había fracasado en su intento.
Complicadísimas como estaban las cosas, el Rey de España toma la determinación de poner a la cabeza del virreinato peruano a un militar de oficio. Sustituye a Juan Antonio de Mendoza y Caamaño y Sotomayor, por el Teniente General de los Ejércitos Reales y Presidente de la Audiencia de Chile, don José Manso de Velasco, Conde de Superunda (21 de diciembre de 1744); dispone también que partan de Chile y Buenos Aires sendos contingentes de soldados para batir al rebelde. El novísimo Virrey, deseoso de alzarse con una victoria fácil, -según él estaban luchando contra unos indios salvajes e ignorantes-, organiza una expedición militar punitiva al mando del General de Armas, don José de Llamas, Marqués de Mena Hermosa. Este empingorotado General logra reunir para enero de 1746, una fuerza considerable de hombres y, solicita, que Troncoso lo acompañe. Éste le advierte que la época no es propicia, pero no le hace caso. Ha reunido 200 soldados españoles reforzado con 300 guerreros y cargueros nativos. Por su parte Troncoso partía con 150 soldados españoles y 200 refuerzos indígenas por la ruta de Quimiri. Ambos destacamentos debían encontrarse en un determinado lugar. Nunca lo consiguieron.
Ávido por hacer morder el polvo de la derrota a los rebeldes, el Marqués de Mena Hermosa sale en un momento inapropiado: marzo, época de lluvias torrenciales en la que prácticamente toda la selva baja está inundada; los cursos de agua han alcanzado su máximo nivel; pongos, cashueras y rápidos son infranqueables, no se pueden pasar por el gran peligro de las grandes correntadas; la creciente ha arrastrado gran cantidad de palos, plantas acuáticas y ha originado los derrumbes de las orillas. Los ríos están cargados. No obstante las advertencias de los misioneros, conocedores de su entorno, entraron en territorio rebelde por Huancabamba, cruzaron mesetas interminables, bajaron a selvas enmarañadas de tupida penumbra verde donde los árboles no dejan pasar la luz del sol, luego ascendieron al Cerro de la Sal. Desde la espesura, los indios los observaban sin hacerse ver. Sabían que la lluvia, la humedad, el clima en general, realizaría una efectiva tarea para rendir a los invasores.
Siguiendo las indicaciones de los guías, no obstante el calor avasallante y el cansancio manifiesto, tuvieron que rodear tahuampas, aguajales, cochas y pantanos, para evitar los múltiples peligros que estos lugares encierran. Uno de estos primeros días ocurrió un hecho que los alarmó. Un alegre español de ensortijados cabellos rubios, espesa barba que para darse ánimo y dárselo a los demás, iba detrás de los guías tañendo una flauta dulce que luego guardaba en una bolsa multicolor y llamativa, desapareció como por encanto. Nunca más lo hallaron. La búsqueda resultó infructuosa. Con esta primera baja siguieron adelante.
Por las noches, sufrían la invasión de murciélagos o vampiros que esperaban a que se duerman para succionarles la sangre. Su poder era tal que hasta podían pasar entre los mosquiteros. No sólo eso, muchas noches sintieron la amenazadora presencia del “Otorongo” o el “Yana puma”. Este último ataca a su víctima cuando está dormida, pero no devora su carne, sino le succiona la sangre y le destroza el cráneo para comerse los sesos.
Admirados, no daban crédito a lo que sus ojos veían. Pájaros de extraños colores como joyas, de trinos curiosos, cargados de misterios; parásitos gigantes de amenazadores desplazamientos por la espesura de la vegetación, ríos enormes y caudalosos como mares, depósitos de lluvias interminables.
Caminaron días y días y días por misteriosos territorios inexplorados donde, cada vez el paisaje era distinto y la distancia mayor. Escaseaban las provisiones; comenzaron a enfermar algunos, a desesperarse otros; descontentos la totalidad. El jefe influenciado por el guía, hablaba de que estaban a punto de llegar a destino. Desde el fondo de sus corazones los hombres hacían el esfuerzo para progresar pero continuaban encerrados por horas y días dentro de la floresta atosigante y terrible; como si no avanzaran del mismo lugar. Andaban por parajes donde nunca nadie había penetrado. Era imposible orientarse en el verde atosigante de aquel mundo primitivo, anterior al Génesis, infinito laberinto circular sin tiempo y sin historia. No podían alejarse de los ríos. Si se apartaban de la ribera, la jungla se los tragaba para siempre como ocurrió con más de un soldado aterrorizado que internado en el misterio verde, se perdía llamando a su madre, como un niño desvalido, loco de congoja y de miedo. Avanzaban autómatas, agobiados, en silencio pesado por aquellas soledades de abismos profundos. El agua infestada de pirañas que se abalanzaban en masa al olor de la sangre, acabando a un cristiano en contados segundos; sólo huesos blancos y limpios demostraban que alguna vez había existido. En ese verde lujuriante no había qué comer. Los víveres se les habían terminado. Cuando lograban cazar un mono, lo devoraban crudo, con repugnancia por su aspecto humano y su fetidez insufrible. En la humedad eterna de la jungla, no podían hacer fuego. Enfermaron de vómitos y diarreas imparables por comer unos frutos desconocidos, hasta volar de fiebre con los vientres hinchados como balones. Uno murió tragado por las inclementes arenas movedizas, otro, echando sangre hasta quedar blanco como un trapo exprimido; un tercero, triturado por una gigantesca anaconda del grueso de un hombre y tan larga como cinco lanzas alineadas. El aire un vapor caliente, insufrible, malsano como hálito de bestia infernal, lo envolvía todo. “Este es el reino de Satanás” decían los hombres y, debía serlo, por que continuamente fulgían los puñales que se teñían de sangre, matándose entre ellos.
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