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domingo, 11 de agosto de 2013

Hiram ha sido asesinado


Hiram ha sido asesinado


Salomón galopaba por la llanura de Jerusalén. Su caballo parecía volar, sus cascos con herraduras de hierro apenas tocaban el suelo. 

Huyendo de su palacio y de la copa llena de un vino que la reina de  Saba no bebería nunca, el rey había recorrido la campiña durante días  y días, esperando huir del dolor que le torturaba. No soportaba la  ausencia de Balkis. Con su partida se desvanecía la promesa de una  felicidad cálida como un lago estival. Aquella mujer le habría  mostrado un nuevo camino hacia la sabiduría. Habría formado con ella  una pareja capaz de instaurar la paz en el universo. Cuando el sol de  mediodía se tiñó de negro en su entorno, Salomón creyó que sus ojos  desfallecían. El fenómeno duró algunos segundos. El rey supo que  acababa de morir un ser querido. Aunque el astro hubiera recuperado su  fulgor, espoleó su montura y se lanzó al galope hacia la capital. El  sumo sacerdote le recibió en el umbral del palacio. -Vuestra esposa ha muerto -reveló Sadoq-. No ha dejado de llamaros hasta lanzar su  postrer suspiro. Nagsara estaba tendida en un parterre de jazmines y  lises, con las manos crispadas sobre su pecho, en el lugar donde había  estado grabado el nombre de Hiram, borrado ahora. Salomón besó en la  frente a la hija del faraón. -Convocad a mi maestro de obras -ordenó  Salomón-. ¿Cuántas veces tendré que repetirlo? -Ha desaparecido -  confesó Elihap. -Pedidle al general Banaias que os ayude. -Hemos encontrado su perro, Anup. Se ha dejado morir de hambre en la gruta. - Apresuraos. Quiero ver a Hiram inmediatamente. El secretario se inclinó y salió precipitadamente del despacho de Salomón. Aquella  misma noche, llevó a palacio unos campesinos que vivían junto al valle  del Cedrón. Uno de ellos afirmaba haber visto a tres miembros de la cofradía de Hiram que transportaban un pesado fardo, la noche de la tempestad que había devastado campos y casas. Interrogado por Salomón, se retractó y pidió una copa llena de agua. Él y sus compañeros se lavaron las manos, repitiendo la misma fórmula: «Nuestras manos no han derramado sangre y nuestros ojos no han visto nada». Así se inocentaban ritualmente de un posible crimen. Al día siguiente, el rey recibió a los nueve maestros que dirigían la cofradía. Le revelaron que tres compañeros se habían vanagloriado ante ellos de su abominable fechoría, esperando que el sucesor de Hiram les agradeciera haberle liberado de un déspota. ¿No habían actuado con la protección del rey Salomón? -¡Eso es una ignominia! -protestó el monarca-. ¿Dónde están estos hombres? -Decepcionados por nuestra negativa a concederles la maestría, han huido -dijo el portavoz de los nueve maestros-. Hiram ha sido asesinado. Queremos encontrar su cuerpo. -Yo puedo ayudaros. -Vos no formáis parte de nuestra cofradía, Majestad. -No obliguéis a suplicar a un rey. Debo ese homenaje a un genio que fue mi amigo. Los nueve maestros siguieron a Salomón quien, al salir de la explanada sacra, tomó el sendero más abrupto que llevaba al valle del Cedrón. Su mirada estaba dominada por el personaje del maestro de obras vistiendo el manto de púrpura, durante la inauguración del templo. Las vibraciones del cetro que el rey mantenía ante sí le indicaban el camino a seguir. ¿Qué crimen habían cometido, él, Salomón, al conceder a Sadoq el derecho a castigar a Hiram? ¿No había traicionado al arquitecto sin querer confesárselo? ¿No había condenado a muerte, con su cobardía, al único hombre a quien había envidiado? Cuando se acercaron al cerro, el cetro comenzó a quemar. -Aquí es -advirtió uno de los maestros-. Ved la tierra removida y la acacia. Los hermanos de Hiram cavaron y descubrieron el cuerpo. El rostro del maestro de obras parecía tranquilo, sonriente casi. Su propia sangre le servía de manto de púrpura. Los maestros formaron un círculo alrededor del cadáver y celebraron en silencio la memoria del jefe de la cofradía. -Maestre Hiram descansará en los cimientos de su templo, bajo el Santo de los santos -decidió Salomón. Las placas blancuzcas en la piel de los enfermos no dejaban subsistir duda alguna. La lepra se propagaba por los barrios bajos de Jerusalén. Inexorablemente, roería los rostros. 

La mayoría de los miembros de la cofradía, por orden de los nueve maestros, se habían puesto en camino dirigiéndose a los países vecinos. La organización creada por Hiram fue desmantelada en los pueblos y en las aldeas. Expulsaron a los últimos aprendices. 

Artesanos sin experiencia se apoderaron de los talleres y los convirtieron en tenderetes. ¿Para qué habría servido una cofradía de constructores en un país donde las grandes obras habían concluido? Salomón no se opuso a la destrucción de la comunidad creada por Hiram. 

¿Quién habría podido dirigirla? Cediendo a las súplicas del pueblo, el rey utilizó el anillo del poder para apaciguar los vientos que traían la peste. Terminada la invocación, el precioso objeto cayó en las losas del atrio y se rompió. Sin embargo, la epidemia cesó. El invierno siguiente al asesinato del maestro de obras, fue el más duro que los ancianos recordaban. La nieve cayó durante días y días, cubriendo incluso las llanuras de Samaría y de Judea. Las laderas de las montañas se habían convertido en glaciares. El culto a Yahvé se reducía a breves ceremonias pues el fuerte viento que soplaba en la roca de Jerusalén impedía a los sacerdotes encender el fuego de los sacrificios. Trocitos de hielo azotaban su rostro, heladas lluvias atacaban los altares. Circular por las calles de la capital se hacía difícil. Los habitantes sólo pensaban en encerrarse en sus moradas alrededor de un hogar o un brasero. El qudim* soplando del este, barría con sus ráfagas la ciudad de Salomón y creaba torbellinos en el mar de Galilea. Sadoq, que quería rendir homenaje a Yahvé, murió de una embolia al pie del gran altar. Fue enterrado a hurtadillas. El rey no nombró otro sumo sacerdote. Cuando el general Banaias llegó, a su vez, a los valles de ultratumba, el monarca, ya jefe supremo de los ejércitos, se limitó a formar un reducido estado mayor. Balkis se había ido, Hiram había sido asesinado y a Nagsara la había consumido la desesperación, ¿en quién podía confiar Salomón? Los tres seres a quienes había amado habían abandonado Israel, como si la paz del rey no hubiera tocado su corazón ni su alma, como si una maldición pesara sobre el destino de la Tierra Prometida. La sabiduría le había abandonado. No había sabido amar a la hija del faraón. Al traicionar a Hiram, había prescindido del único hombre que nunca le hubiera traicionado. Al no lograr retener a la reina de Saba, había demostrado su incapacidad para hacerse amar por quienes eran más grandes que él. 

Salomón se embriagó del mundo y de sus locuras. Cada noche se celebraba un banquete que llenaba el palacio de danzas, cantos y bromas de borrachos, los comensales se hartaban de carne asada y bebían chorros de vino. Los diplomáticos extranjeros no dejaban de elogiar la hospitalidad del rey y la exuberancia de su corte. El monarca no sólo les ofrecía los mayores caldos provenientes de las viña de todo Oriente. Muchachas de admirables formas despertaban los más hastiados deseos. Sentándose en las rodillas de hombres depravados, iban desnudándose a medida que los ágapes avanzaban y se transformaban en orgías donde caricias y besos sazonaban las viandas. 

Jóvenes vírgenes se añadían a las más expertas cortesanas despertando la concupiscencia y contribuyendo al prestigio de las fiestas de Salomón. Transcurrieron así varios años sin que el rey impartiera justicia. Había abandonado el gobierno del reino a una cohorte de funcionarios dirigidos por Elihap. Serio, trabajador, el secretario del rey suplió con talento a su soberano y sólo solicitaba su opinión en los más delicados asuntos. Había aumentado, con su acuerdo, el número de soldados cuando el libio Sesonq, a la muerte de Siamon, había subido al trono de Egipto. Jeroboam había alentado enseguida al nuevo faraón a preparar la guerra contra Israel. Pero el libio se mostraba prudente por miedo a sufrir una gran derrota. Prefería el statu quo. Las numerosas esposas del rey, originarias de los más diversos países, reclamaron templos y altares para adorar a sus divinidades favoritas. Salomón comenzó negándose. Cuando, uniéndose en una conspiración, todas se le negaron, cedió. En las colinas, en las cimas de las montañas, en el fondo de los valles, tanto en las ciudades como en las aldeas, se erigieron santuarios paganos donde las esposas de · Viento que puede ser tan fuerte como el khamsin Salomón oraban. No se libraron ni los más recónditos lugares, donde había estado el Arca de la alianza, donde los patriarcas habían escuchado la voz de Yahvé. En las fuentes de los ríos, en las riberas del mar, en el umbral del desierto se veneraron oscuros ídolos que se albergaban en chozas de arcilla, en edificios de madera rodeados de pórticos o precedidos por avenidas de animales monstruosos. Salomón no creía ya en Yahvé. Rogó a todas aquellas divinidades extranjeras, esperando que una de ellas le concediera el descanso que ya no encontraba en el goce y la embriaguez. El pueblo protestaba en silencio. Salomón violaba la ley del dios único, pero el país seguía siendo rico y próspero, arraigado en una paz duradera, fuente de toda felicidad. ¿No dominaba el rey los espíritus? ¿No poseía más ciencia que cualquier otro hombre en la tierra? ¿No redactaba los más hermosos poemas, declamados por los más famosos aedos en la corte de los más ilustres soberanos? ¿La sabiduría de Salomón no era, acaso, admirada por los poderosos y no garantizaba la alegría de Israel? Salomón iba envejeciendo y tomó de nuevo en sus manos las riendas del reino. Tras el placer, se aturdió con el trabajo. El monarca, relegando a Elihap a una función subalterna, examinó cada documento, recibió a cada funcionario, decidió cada detalle administrativo. La claridad de su inteligencia aportó numerosas mejoras a la gestión de las provincias y al comercio con el extranjero. El tesoro fue enriqueciéndose. Todos los hebreos podían saciar su hambre. Todos los nacimientos fueron recibidos como una bendición por las familias, que celebraban las fiestas con fervor y daban gracias al Señor por vivir bajo la autoridad del más benevolente de los soberanos. El rey sin edad había llegado a la vejez. Su belleza no se había alterado. En aquel rostro perfecto había una sola arruga, apenas visible. La paz había sido preservada, el pueblo era feliz, el país respetado... Salomón no había conocido fracaso alguno en su papel de monarca. Al pronunciar sus sentencias, no había perjudicado a ninguno de sus súbditos. Salomón estaba solo. 

No tenía hijos, ni amigos, ni consejeros. Nadie le comprendía. Nadie intentaba averiguar el misterio de su corazón. El rey ya no se rebelaba contra Yahvé. Ya no rezaba a divinidad alguna. La desesperación era su alimento cotidiano. ¿Acaso, justos o malvados, no se dirigían hombres y bestias hacia la misma nada? ¿No nacían del polvo de las estrellas para regresar al de la tierra? Aquel cuya sabiduría se alababa, chocaba contra un muro infranqueable: la obra divina. No había descifrado ninguno de sus arcanos. Ahora sabía que nadie iba a lograrlo. Todo era vanidad. Cuando floreció la primavera, Salomón comprendió que iba a ser la última. Salió de palacio y se dirigió al templo, donde no había entrado desde hacía muchos años. 

Solo en el Santo de los santos, no escuchó la voz de Dios pero vio el porvenir. Un porvenir en el que la paz se rompía, en el que las tribus de Israel se desgarraban de nuevo, en el que ejércitos ávidos de sangre invadían el país, en el que el santuario de Yahvé era desvalijado y destruido. Un porvenir en el que la Tierra Prometida sería gobernada por hombres débiles, de acuerdo con una política miserable, intentando sólo satisfacer sus más bajos instintos.

 Un porvenir en el que el pueblo no descansaría ya bajo la higuera y el olivo, gozando del buen tiempo. Salomón supo que, cuando él muriera, su obra quedaría aniquilada. Nada le sobreviviría. El rey dejó la corona y el cetro, se quitó el manto bordado de hilos de oro, bajó por el sendero que llevaba al valle del Cedrón y partió hacia el desierto. 

Por el camino, rompió una rama para hacerse un bastón. El joven sol le quemaba la frente. Sus pies estuvieron pronto doloridos. Pero caminó y siguió caminando, como el más humilde de los peregrinos. Salomón había decidido adentrarse en la soledad hasta que se manifestara una señal de Dios. ¿No tenía ahora la seguridad de que éxito y fracaso eran sólo vanidad, como la alegría y el dolor? Para él, sólo existía un pasado que se desvanecía ya en un roto horizonte. Para su pueblo quedaban años de plenitud y serenidad que dejarían rastro en la memoria de Israel. Tal vez, en un tiempo tan lejano que el pensamiento del rey no podría percibirlo, fuera la levadura de una nueva era de paz. Las alturas de Jerusalén no eran ya visibles. El templo había desaparecido. Aunque sin fuerzas ya, Salomón seguía su camino. No tenía ya objetivo, no tenía razón para luchar, sólo aquella búsqueda desesperada de una sabiduría inaccesible que le hubiera gustado entrever, si no conquistar. Cuando le falló el corazón, el viejo soberano se detuvo al pie de una acacia en flor. Dios no le había hablado pero, en la claridad de la primavera, distinguió los contornos de un rostro inmenso, tan amplio como la tierra, tan alto como el cielo, el rostro de maestre Hiram, grave y sonriente, transido de una apacible sabiduría. El maestro de obras le perdonaba su traición. Le aguardaba al otro lado de la muerte. Salomón se apoyó en la acacia y se durmió en la luz.

Luis Alcoseri.

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