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martes, 4 de septiembre de 2012

EL DESCUBRIMIENTO DEL ANTIGUO EGIPTO


EL DESCUBRIMIENTO DEL ANTIGUO EGIPTO.
CYRIL ALDRED

Quizá no debiera sorprendernos que los primeros egiptólogos fueran los mismos antiguos egipcios. Si en la mayor parte de los períodos de su larga historia se hace tan evidente su reverencia por el propio pasado, de hecho es lo que se puede esperar de un pueblo cuyo respeto por la santidad de lo pretérito es casi burocrático. Cuando el rey Neferhotep I (aprox. 1750 a. C.), por ejemplo, decidió erigir una nueva estatua a Osiris, el dios de los muertos, buscó entre los antiguos archivos de una biblioteca en Heliópolis una representación original del dios, a fin de que su imagen pudiera hacerse de una manera fiel y exacta. Seiscientos años más tarde, Ramsés IV demostró poseer una afición similar por lo antiguo, y hay varios ejemplos que demuestran que las obras de un rey famoso han sido copiadas meticulosamente por sus sucesores.
Pero no era sólo el faraón, en su ansiedad por presentarse a sí mismo como heredero de todas las dinastías, el único en demostrar un interés tan evidente por el pasado. En el Imperio Nuevo, por lo menos, es indudable que cierto número de edificaciones antiguas eran consideradas casi como monumentos nacionales, y los turistas las visitaban con regularidad. Cuando la reina Hatshepsut (aprox. 1480 a. C.) edificó su gran templo funerario en Deir el-Bahri, y arrancó los precintos de la tumba de la reina Neferu, mucho más antigua, tuvo buen cuidado en dejar un estrecho túnel a fin de que los visitantes pudieran tener acceso a la famosa capilla de Neferu; y los garabatos que los turistas han dejado sobre los muros sugieren que diferían poco de sus modernos imitadores. Tales grafitos aparecen también en otros monumentos. Uno de ellos, por ejemplo, en las construcciones que rodean la Pirámide Escalonada, al contarnos con frases estereotipadas que el escriba Ahmosis vino a ver el templo del rey Djeser y le pareció «como si el paraíso estuviera en su interior, con el sol naciente», nos revela que este monumento estaba abierto a los visitantes unos mil años después de su fundación. Y no eran sólo los imponentes templos de los poderosos los únicos que eran objeto de ese interés debido a su antigüedad: las modestas tumbas-capilla de los simples ciudadanos de Tebas eran accesibles a los curiosos, nueve siglos después de la muerte de sus propietarios, durante la época saíta, en la cual se produjo un importante resurgimiento del orgullo por las obras del pasado y se procedía a la copia sistemática de determinados relieves y pinturas. Por un raro capricho de la suerte, se ha conservado una versión saíta en bajorrelieve, junto con el original de la pintura de la cual se copió, y es reconfortante ver que los rasgos que llamaron la atención del artista saíta son precisamente los que han merecido nuestra admiración.
Este estudio del propio pasado por parte de los antiguos egipcios pecaba a menudo de falta de precisión, pero un tal Ibi, que levantó su tumba en Tebas durante el reinado de Psamético I (aprox. 600 a. C.), demostró un notable cuidado al copiar escenas de una tumba de la VI dinastía en Deir el-Gegrawi, más de dos mil millas hacia el norte, por la simple razón, aparentemente, de que su propietario se había llamado también Ibi y había ostentado un título similar al suyo.

LOS EGIPCIOS de ALDRED CYRIL
Tomado por Publicaciones Masonicas Herbert Oré Belsuzarri

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